Ese espíritu de las tormentas o águila de la libertad que es el alma repentina de las multitudes, había caído sobre Londres después de haber viajado durante varios siglos por el extranjero y de haberse detenido en otras capitales. Cosa difícil es determinar en qué momento el peligro resulta peor que la resignación y en qué otro la resignación resulta peor que el peligro. La explosión inicial tiene generalmente una causa estética, simbólica, o lo que algunos llamarían caprichosa. Ora es uno que dispara un pistoletazo o que se presenta vistiendo un uniforme impopular, ora es otro que menciona en voz alta un escándalo excluido con empeño de los periódicos, ora aquel que se quita o que no se quita el sombrero, y una multitud se echa a la calle y saquea la ciudad antes de que llegue la medianoche. Cuando el ejército de la revuelta, cada vez más denso, arrasó toda una calle ocupada por las farmacias de Mr. Crooke y marchó sobre el Parlamento y la Torre de Londres, en dirección al mar, los sociólogos -agazapados en su carbonera- pudieron conjeturar, gracias a aquella clarificadora oscuridad, un sinfín de explicaciones espirituales y materiales para aquella repentina tempestad que sacudía las almas de los hombres, pero ninguna de ellas resultaría satisfactoria. Sin duda, la embriaguez jugó un papel importante cuando se descubrió que las urnas que se creían de Esculapio pertenecían realmente al dominio de Baco, y muchos de los que rugían destrozando escaparates estaban simplemente saturados de vinos finos y de licores caros que ordinariamente, y con más comodidad, se degustan en los banquetes de las familias nobles y en los restaurantes del West End. Pero la mayoría de ellos habían estado borrachos otras muchas veces, y ninguna se les había ocurrido insurreccionarse; hubiera, pues, sido imposible, por más que se hubiese forzado la hipótesis, atribuirle la más pequeña parte del suceso. Lo que sí gozaba de un carácter general era el sentimiento de indignación contra los adinerados clientes de Crooke, que mantenían abierta para ellos una puerta que su vanidad se empeñaba en cerrar a las personas menos pudientes. Pero ninguna explicación serviría para relatar este hecho, ni ningún hombre podría preverlo.
Dorian Wimpole marchaba a la cola de la procesión que seguía engrosando por momentos. Durante un rato había perdido de vista al cortejo, al tener que perseguir el queso que se le había escapado de las manos y rodaba cuesta abajo en una de las calles empinadas que bajan hacia el río. Pero de unos días a aquella parte había adquirido la facultad de divertirse con los acontecimientos físicos y fortuitos que le sobrevenían, como si estuviese en una segunda juventud. Encontró un taxi descarriado y no le costó mucho encontrar de nuevo la insólita legión. Un policía con un ojo morado en el exterior de la Cámara de los Comunes le indicó cuál era la línea de avance o de retirada, o lo que fuere, del ejército popular; y en un par de minutos volvió a encontrar a aquella inconfundible multitud. Inconfundible, en primer término, porque a su cabeza marchaba un gigante de cabeza roja portando un trozo de mobiliario urbano de madera, y, en segundo lugar, porque hacía tiempo que ninguna multitud inglesa de aquellas dimensiones se había puesto en movimiento detrás de un hombre. Pero, aparte de estos signos, la muchedumbre podía confundirse con cualquier otra. Su aspecto se había modificado; parecía que le hubiesen salido cuernos y colmillos, y es que muchos de sus componentes blandían armas extrañas, como garfios de hierro, hachas y picos, y enormes lanzas con puntas de formas diversas.
Lo que aún era más raro eran las hileras de hombres que, armados de fusiles, marchaban con cierta disciplina. Otros les seguían armados de utensilios domésticos o de trabajo, como tajaderas de carne, hoces, martillos e incluso cuchillos de trinchar. Y es que tales armas no por ser caseras son menos peligrosas. Millones de homicidios lo prueban.
Dorian tuvo la suerte de encontrarse cara a cara con el capitán de la cabellera roja y se puso a andar a su lado. Humphrey Pump iba al otro lado, con el ilustre barrilillo colgado al cuello a guisa de tambor, mediante algo que parecían unos tirantes. Mr. Wimpole, por su parte, había aprovechado su breve ausencia para disponer el queso en forma más llevadera, dentro de una especie de mochila de tela impermeable. En ambos casos, dos personas de excelente complexión cobraban un aspecto monstruosamente deforme. El capitán, que parecía en el colmo de su buen humor, se divertía con ellos. Pero Dorian también tenía motivos de regocijo.
--¿Qué ha hecho con su tropa desde que ha perdido mi experta dirección? -preguntó riendo a Dalroy-. ¿Por qué demonios parece que la mitad vaya a pasar revista y la otra mitad salga de un baile de máscaras?
--Hemos hecho algunas compras -dijo el irlandés con cierto orgullo-. Somos los primos del campo que vienen a la ciudad para hacer sus compras. Descubrir gangas para mí es coser y cantar. ¡Mire esos fusiles! Nos han salido por nada. Nos hemos presentado en casa de todos los armeros de Londres y no hemos pagado mucho. Mejor dicho, no hemos pagado nada. ¿Es o no es una ganga? Después hemos recorrido las tiendas de saldos. Y le aseguro que cuando nos hemos retirado no quedaba nada por saldar. Y también hemos comprado ese retazo que cuelga del letrero. Debe de ser lo que las damas llaman foulard.
Dorian levantó la vista y comprobó que un burdo jirón de tela roja, recogido probablemente en un cubo de basura, ondeaba amarrado al poste del letrero a guisa de bandera revolucionaria.
--¿No es eso lo que las damas llaman foulard? -insistió el capitán con ansiedad-. En las tiendas de telas lo llaman así. Y como pronto voy a visitar a una dama, tendré que recordarlo.
--¿Ya ha terminado sus compras, si no es indiscreción? -dijo Dorian.
--Sí, pero falta una cosa -contestó el otro-. Necesito ir a una tienda de música, ya sabe, un sitio en que vendan pianos y cosas por el estilo.
--Óigame -objetó Dorian-, este queso ya es bastante pesado. ¿Piensa cargarme, además, con un piano?
--No me ha entendido -dijo el capitán con calma, y como acababa de ver una de dichas tiendas de música se precipitó por la puerta sin pensarlo más. Salió a los pocos momentos llevando un largo paquete bajo el brazo.
--¿No han hecho otra cosa que visitar tiendas? -preguntó Dorian.
--¡Que si no hemos hecho otra cosa! -exclamó Dalroy en tono indignado-. ¡Ya se ve que no tiene primos de provincias! Hemos hecho todo lo que hacía falta. Hemos ido a la Cámara de los Comunes, pero los Comunes no celebraban sesión, que es como decir que no estaban incubando los huevos de la legalidad. Hemos ido a la Torre de Londres. Los primos de provincias somos infatigables. Nos hemos llevado unos cuantos recuerdos de hierro y de acero. Hasta les hemos quitado la alabarda a los Comedores-de-Buey.23.1Y nos hemos permitido demostrarles que para comer buey, su única utilidad reconocida, es más práctico el uso del tenedor y del cuchillo que el de la alabarda. La verdad es que, cuando se la hemos quitado, parecían aliviados.
--¿Y ahora -dijo el otro sonriendo-, dónde vamos?
--¡Vamos otra vez de excursión! -exclamó Dalroy con júbilo-. ¡Los primos de provincias nunca se cansan! Voy a llevar a mis amigos a visitar una finca rústica que es quizá la más hermosa de Inglaterra. Nos vamos a Ivywood, muy cerca de la célebre estación balnearia de Pebblewick.
--Ya veo -dijo Dorian, y por primera vez lanzó una mirada de inteligente preocupación sobre las filas que marchaban detrás de ellos-. Capitán Dalroy -prosiguió Dorian Wimpole en un tono algo distinto-, hay una cosa que me intriga. Ivywood decía que la policía nos iba a arrestar, y aunque formamos una multitud bastante considerable, me resisto a creer que la policía, si sigue siendo como la conocí en mi juventud, renuncie a intervenir. ¿Dónde está la policía? Hemos recorrido la mitad de Londres con, perdóneme que se lo diga, armas de apariencia criminal y a pesar de las amenazas de lord Ivywood nadie nos ha parado.
--Este interesante tema que propone a mi estudio -dijo Dalroy alegremente- se subdivide en tres partes. Son tres las razones que tiene la policía para no intervenir en este asunto; porque es cierto que ni el peor de los enemigos de la policía podría decir que han intervenido.
Empezó a enumerarlas contándolas con sus dedazos y con muestras de la mayor seriedad.
--En primer lugar, usted ha pasado tiempo fuera de la ciudad. Probablemente no reconocería a un policía si lo tiene delante. No llevan casco como lo llevaban nuestros regimientos después de que los prusianos los derrotaran. Llevan el fez porque son los turcos los que han ganado la guerra de ahora. No dude que cuando los chinos ganen alguna, llevarán coleta como ellos. Aquí tiene usted una rama importantísima de las ciencias morales y políticas. Es lo que se llama eficiencia.
»En segundo lugar -explicó el capitán-, probablemente no ha notado que gran parte de esos portadores de fez forman en este momento detrás de nosotros. Sí, sí, es verdad. ¿No recuerda que la Revolución francesa comenzó realmente porque una especie de milicia municipal se negó a disparar contra sus padres y sus mujeres? Creo incluso que llegaron a manifestar una cierta satisfacción al disparar en la dirección opuesta. Vienen muchos detrás de nosotros, se les distingue por su correaje y su manera de marcar el paso; pero no los mire demasiado, se ponen nerviosos.
--¿Y la tercera razón? -insistió Dorian.
--Por la misma razón que yo no libraría una batalla perdida de antemano. La gente acostumbrada a batirse no suele actuar así. Pero hay algo interesante en su pregunta. ¿Por qué no se ven más policías? ¿Por qué no se ven más soldados? Se lo voy a decir: quedan muy pocos policías y muy pocos soldados en Inglaterra.
--Reconozca -dijo Wimpole- que es éste un singular motivo de queja.
--Pero un motivo clarísimo para quien conoce a los soldados y a los marinos -respondió gravemente el capitán-. Le voy a decir la verdad. Los que nos gobiernan han acabado por contar con la simple y pura cobardía de la masa inglesa, tal como el perro de rebaño cuenta con la cobardía de los corderos. Y ahora, Mr. Wimpole, escuche bien lo que le voy a decir: ¿no comprende que a un pastor le saldrá mucho más económico limitar el número de perros si las ovejas son capaces de dirigirse solas? De esta forma se podría ver a un millón de ovejas dirigidas por un solo perro. Pero esto únicamente es posible porque son ovejas. Ahora, imagine que por un milagro esos mismos corderos se transforman en lobos. Son pocos los perros que podrían hacerles frente. Pero, y ésta es la conclusión a que quería llegar, en realidad, hay muy pocos perros con los que pelear.
--¿No querrá decir que el Ejército de Inglaterra está prácticamente disuelto? -objetó Dorian.
--Quedan aún los centinelas a la puerta de Whitehall -replicó Patrick en voz baja-. Pero, si he de ser franco, su pregunta me plantea una especie de dilema. No, el Ejército no está completamente disuelto, es cierto; pero el Ejército inglés... Vamos a ver, Wimpole, ¿ha oído hablar alguna vez del gran destino del Imperio?
--La frase me suena -replicó su compañero.
--Es una historia de cuatro episodios -dijo Dalroy-: Victoria sobre los bárbaros. Empleo de los bárbaros, alianza con los bárbaros, conquista por los bárbaros. Ése es el destino del Imperio.
--Me parece que empiezo a vislumbrar a dónde quiere ir a parar -aventuró Dorian Wimpole-. Realmente parece que Ivywood y las autoridades confían bastante en las tropas de cipayos.
--Y en otras tropas también-dijo Patrick-. Creo que le sorprenderá mucho cuando lo vea.
Caminó un rato en silencio y después volvió a hablar de forma repentina que, sin embargo, no implicaba cambio de tema.
--¿Sabe quién es el propietario actual de la finca vecina de Ivywood?
--No -replicó Dorian-. Me parece haber oído que a Ivywood le gusta aislarse.
--Y también le gusta aislar su propiedad -dijo Patrick en tono sombrío-. Y si salta la tapia de su jardín, Wimpole, hallará la respuesta a no pocas preguntas. Ah, no hay duda, los honorables
caballeros han tomado todas las precauciones necesarias para asegurar el orden y la defensa nacional... en cierto sentido.
Recayó entonces en un silencio irritado, y, pasaron varias aldeas antes de que volviera a hablar.
Seguían avanzando en la oscuridad y el alba les sorprendió en la parte más agreste y montaraz del país, donde las carreteras empiezan a hacer eses y ondulaciones. Dalroy lanzó una exclamación de gozo y tendió el brazo para señalar a Dorian un punto situado a cierta distancia. Ante las estrías plateadas y moradas del alba se podía distinguir una especie de cúpula violeta rematada por una corona de follaje de un verde oscuro; era el lugar que habían bautizado con el nombre de ciudad de Vuelta y Revuelta.
A su vista el buen humor de Dalroy pareció reanimarse, lo que habitualmente implicaba la amenaza de nuevas canciones.
--¿Ha compuesto algún poema últimamente? -le preguntó a Wimpole.
--La verdad es que no -respondió el poeta.
--Entonces -respondió el capitán con solemnidad mientras aclaraba su voz- va a oír uno de los míos, le guste o no. De hecho, cuanto menos le guste más largo será. Comienzo a comprender por qué los soldados cantan cuando marchan; y también entiendo por qué aguantan canciones tan horribles.
En torno a un árbol bailaban los druidas
sacrificando gente sin piedad,
mas al roble nunca humillaron
y lo trataron con humanidad.
Pero Ivywood, lord Ivywood,
pudre el árbol como la hiedra,23.2
como la hiedra trepa el malvado
hasta acabar con el árbol sagrado.
El rey Carlos se escondió en un roble
para escapar de una muerte segura;
y aunque era grande y cebado
al árbol trató con mesura.
Pero Ivywood, lord Ivywood,
pudre el árbol como la hiedra,
como la hiedra trepa el malvado
hasta acabar con el árbol sagrado.
El noble Collingwood23.3 taló muchos robles
para hacer barcos y echarse a la mar,
y así las tropas honraron al bosque
llevando su madera a navegar.
Pero Ivywood, lord Ivywood,
es un cínico insolente
y pudre el árbol sagrado
con su aliento pestilente.
Estaban entonces a punto de subir por un camino empinado que se deslizaba entre solemnes arboledas que parecían tan vigilantes como búhos al acecho. Y aunque la aurora cabalgaba por encima de ellos con sus banderas y sus estandartes de escarlata y de oro desplegados al viento, que aullaba como una trompetería triunfal, los bosques guardaban su secreto como un sótano profundo, y aunque el sol abriese en la sombra heridas semejantes a deslumbrantes esmeraldas, no podía penetrar plenamente en su interior.
--No me sorprendería que la hiedra descubriese pronto que el árbol sabe más de lo que parece -dijo Dorian.
--Claro que lo sabe -asintió el capitán-. El problema era que hasta hace poco el árbol no sabía que lo sabía.
De nuevo se impuso el silencio. A medida que subían, la cuesta se empinaba más y los árboles ponían más empeño en ocultar algo, alzándose como grises escudos de gigante.
--¿Te acuerdas de esta carretera, Hump? -preguntó Dalroy al tabernero.
--Sí -contestó Hump sin añadir palabra. Pero pocos hombres habían pronunciado una afirmación tan categórica.
Siguieron andando en silencio, y unas dos horas más tarde, sobre las once, Dalroy mandó hacer un alto en pleno bosque, recomendando a sus compañeros que descansasen unas cuantas horas. La impenetrabilidad del bosque, y la relativa suavidad de la alfombra de musgo y de hojarasca eran tan apropiadas para el reposo como inapropiada la hora. Y si alguien pretende que una multitud de gente del pueblo reclutada en las calles nunca seguiría a un jefe improvisado ni se echaría a dormir porque él lo manda, ese alguien no conoce la historia.
--Me temo -dijo Dalroy- que la cena va a tener que servirles de desayuno. Sé de un sitio excelente para tomar el desayuno, pero no para dormir: sería una imprudencia. Pero tenemos que dormir; así que no desempaquetaremos las provisiones hasta más tarde. Vamos a tendernos en el suelo como elfos del bosque, y todos los pájaros de temperamento laborioso quedan autorizados para cubrirme de hojas. La verdad es que las cosas que nos aguardan exigen que durmamos.
Cuando volvieron a emprender la marcha era casi media tarde, y la comida que Dalroy seguía, por chanza, llamando desayuno, tuvo lugar en las proximidades de esa hora misteriosa en que las damas que no han tomado el té se sienten en inminente peligro de muerte. El camino se iba tornando cada vez más escarpado y difícil y, por fin, Dalroy se dirigió a Dorian Wimpole.
--No deje caer el queso aquí porque no se detendría hasta la mitad del bosque, hágame caso. No hace falta recurrir a ningún cálculo trigonométrico o aritmético; he visto el caso con mis propios ojos. ¡Y lo que corrí para alcanzarlo!
Wimpole se dio cuenta de que llegaban a la estrecha cresta de un montículo, y, pocos momentos después, la extraña forma de los árboles le reveló lo que le habían ocultado hasta allí.
Habían recorrido los meandros de un camino forestal que se extendía junto al mar. Sobre una meseta elevada junto a la costa, algunos manzanos ofrecían frutos que ningún hombre hubiera comido por su sabor ácido y salitroso. El resto de la meseta era estéril y calva, pero Pump contemplaba cada pulgada de terreno como si fuese un lugar habitado.
--Aquí está el sitio en que vamos a desayunar -dijo señalando el barbecho herboso y desnudo-. Es la mejor taberna de Inglaterra.
Algunos de sus compañeros se echaron a reír, pero al momento pararon en seco, al verlo adelantarse y clavar el letrero de El Viejo Navío sobre el desolado promontorio.
--Y ahora -dijo-, que empiece la merienda campestre. Saca las provisiones, Pump. Y, como dice una canción que canté en otro tiempo:
De Arabia has venido,
Cabeza de Moro.
El buen rey Ricardo
te trajo consigo.
En cada descanso
del largo camino,
clavó su estandarte
honrado e invicto;
clavó su estandarte
que luce en sus pliegues
Cabeza de Moro.
Caía la noche cuando la multitud -considerablemente engrosada por los numerosos descontentos que había en los terrenos de Ivywood- alcanzó las puertas de la mansión del lord. Desde un punto de vista estratégico y con miras a un ataque nocturno, esta circunstancia se podría considerar como una prueba de los talentos militares del capitán. Pero su manera de aprovecharla merecía el calificativo de excéntrica. Porque, después de haber repartido sus fuerzas y de haberles recomendado vigorosamente que guardasen unos minutos de silencio, se volvió a Pump y le declaró:
--Ahora, antes de pasar a la acción, voy a hacer un poco de ruido.
Sacó entonces de un envoltorio de papel marrón algo que parecía un instrumento de música.
--¿Va a llamar a Ivywood para negociar? -preguntó Dorian, intrigado-. ¿De qué se trata? ¿De un toque de corneta o algo por el estilo?
--No -dijo Patrick-; de una serenata.