Durante la siguiente visita que hizo a la oficina de Mr. Crooke, el farmacéutico místico y criminólogo, Mr. Hibbs tuvo la sorpresa de encontrar el local ampliado y embellecido por una espléndida decoración oriental. No sería exagerado decir que el establecimiento de Mr. Crooke ocupaba todo un lado de una de las calles más elegantes del West End; el otro lado estaba ocupado por la fría fachada de un edificio público. Y tampoco sería exagerado decir que Mr. Crooke se había convertido en el único tendero en la manzana. No por ello dejaba de mantenerse detrás del mostrador y de despachar con presteza y amabilidad la sustancia preferida por sus clientes. Desgraciadamente, la ley del eterno retorno parecía aplicarse con particular encarnizamiento en aquella farmacia, y -tras una conversación desenfadada y agradable con el farmacéutico sobre el vitriolo y su efecto en la felicidad humana- Mr. Hibbs tuvo la desagradable sorpresa de ver reaparecer a su querido amigo Leveson en aquel emporio de moda. No obstante, la irritación que anidaba en la mente de Mr. Joseph Leveson era tan viva que le
impidió darse cuenta de la de Hibbs.
--¡Vamos! -dijo parándose en mitad de la tienda-. ¡Bonita situación!
Una de las grandes tragedias de los diplomáticos consiste en que nunca pueden confesar lo que saben ni lo que ignoran. De ahí que Hibbs mostrara un semblante tan sagaz como impenetrable y contestara con una mueca: «Se refiere usted a la situación general, ¿verdad?».
--Me refiero a esa interminable historia de los letreros -replicó Leveson con impaciencia-. Figúrese usted que lord Ivywood, con la herida y todo, fue al Parlamento a arreglar definitivamente este asunto con una simple enmienda a la ley para que la venta no sea legal si los licores no se hallaban almacenados en el local con tres días de anticipación por lo menos.
--No debería ser ningún problema, ya me entiende -murmuró Hibbs con la discreta solemnidad de un iniciado.
--¡Claro que no! -exclamó el otro en el mismo tono irritado-. Y no lo fue. Pero ya veo que usted, como su señoría, es de los que ignoran que no todo son ventajas en esta manera de introducir leyes a la chita callando, sin llamar la atención del público, porque son impopulares. ¿No se le ha ocurrido a usted que ese procedimiento secreto destinado a evitar la oposición, puede también acarrear dificultades? Porque no es fácil mandar votar un texto sin que se entere el político importante y evitar al mismo tiempo el riesgo de que tampoco se entere el policía que tiene que aplicarla.
--Pero eso no puede ocurrir de ninguna manera -apuntó Nobstante.
--¿Que no puede ocurrir? -exclamó Leveson.
Sacó entonces unos cuantos periódicos, la mayoría locales, y un paquete de cartas y de telegramas.
--Escuche esto: «En un pueblo de Poltwell, Surrey, ocurrió ayer por la mañana un curioso incidente. La panadería de Mr. Whiteman se vio súbitamente asaltada por una partida de individuos sospechosos que se pusieron a pedir cerveza en vez de pan, justificando su demanda por la presencia de un objeto ornamental que aparecía delante de la tienda, objeto que, según afirmaban, era un letrero que reunía todos los requisitos legales». ¿Ve usted? No saben ni una palabra de la nueva enmienda! ¿Y qué me dice usted de lo que publica el Clapton Conservator?: «El desprecio que sienten los socialistas por la legalidad tuvo ayer una nueva corroboración. La multitud agolpada junto a una mercería en torno a un emblema socialista de madera se negó a disolverse a pesar de habérsele demostrado que su actitud era ilegal. Más tarde, los propietarios formaron una procesión detrás del emblema de mascarón». ¿Y esto otro?: «Últimas noticias. Un farmacéutico de Pimlico vio entrar ayer una muchedumbre que reclamaba cerveza, afirmando que la venta de dicha bebida pertenecía a su profesión. El boticario, como es natural, replicó que estaban equivocados, sobre todo después de la última ley. Pero la gente, al parecer, sigue atribuyendo al letrero una gran importancia, de modo que confunde a la multitud y, hasta cierto punto, paraliza a la policía.» ¿Qué me dice usted de esto? ¿No está claro que la taberna rodante ha vuelto a reírse de nosotros una vez más?
Hubo un silencio diplomático.
--¡Bueno! -preguntó el todavía irritado Leveson al todavía dubitativo Hibbs-. ¿Qué le parece?
Una persona mal informada del carácter relativista de los espíritus modernos creería sin duda que Mr. Hibbs no pensaba absolutamente nada. Sin embargo, sus explicaciones o su incapacidad para explicarse debían someterse pronto a otra prueba más positiva. Lord Ivywood compareció en la botica de Mr. Crooke.
--¡Buenos días, señores! -dijo mirándolos con un aire que se les antojó desconcertante-. ¡Buenos días, Mr. Crooke! Le traigo a usted una visita de importancia.
Y le presentó al sonriente Misysra. Aquella mañana el profeta lucía un atuendo relativamente discreto, que consistía en una combinación de anaranjado y violeta y lo que fuera. Pero su rostro irradiaba una alegría perenne.
--La Causa progresa -dijo-. En todas partes la Causa gana terreno. ¿Oyeron el magnífico discurso de su señoría?
Hibbs contestó gentilmente:
--Muchos le he oído a los que se podría aplicar ese calificativo.
--El profeta se refiere al que pronuncié con motivo de la enmienda a la ley sobre las papeletas de votación -dijo sin darse demasiada importancia lord Ivywood-. Me parece que para gobernar es imprescindible reconocer que el gran Imperio británico de Oriente forma uno con el gran Imperio británico de Occidente. Piensen ustedes en los estudiantes musulmanes de nuestras universidades. Pronto podrían ser mayoría. Y yo me pregunto -continuó con voz cada vez más pausada-, ¿este país está o no está dirigido por un gobierno representativo? Como saben ustedes, yo no soy un fanático de la democracia, pero creo que la destrucción de las instituciones representativas tendría consecuencias tan peligrosas como incalculables. Si queremos dar a los musulmanes el beneficio de nuestras instituciones representativas británicas, es preciso que evitemos la falta que hemos cometido en la organización militar de los hindúes y que nos ha llevado a la insurrección de los cipayos.22.1 No se les debe pedir que tracen una cruz sobre las papeletas de votación, pues, aunque sea un detalle, podrían ofenderse. De modo que yo he introducido en la ley una pequeña enmienda que les deja la libertad de elegir entre la cruz, según la manera antigua, o un ligero signo curvo que representa la Media Luna y que además resulta más fácil de hacer. Creo que finalmente lo adoptará todo el mundo.
--Y así -dijo el turco radiante- esa leve curva, mucho más fácil de dibujar, va a reemplazar a la cruz, difícil, dura y cortante. También resulta más higiénica, porque, como podrá decirles nuestro buen y sabio farmacéutico, los doctores árabes, sarracenos y turcos fueron siempre los primeros médicos del mundo, y son ellos los que enseñaron la medicina a los bárbaros de los territorios francos. Y muchos de los remedios modernos, de los más populares ahora, son por ello de origen oriental.
--En efecto -contestó Crooke con su expresión fría y un tanto enigmática-. El polvo conocido con el nombre de «Arenina», que ha sido recientemente popularizado por Mr. Boze, ahora lord Helvellyn, y que primero experimentó en las aves, es pura y simplemente arena del desierto. Y lo que se encuentra en las recetas bajo el nombre de Cannabis Indica es lo que nuestros vecinos de Oriente suelen llamar con la forma más onomatopéyica bhang.22.2
--Del mismo modo -continuó Misysra haciendo con su mano morena tantos pases como un hipnotizador-, del mismo modo, el acto de trazar una media luna es higiénico y el de trazar una cruz no lo es. La media luna es como una ondita, como una hoja, como una plumita rizada -añadió haciendo ondular las manos con verdadero entusiasmo estético en dirección a las caprichosas decoraciones turcas que lord Ivywood había puesto de moda, y que habían adoptado no pocos establecimientos de lujo-. En cambio, cuando ustedes hacen una cruz se ven obligados a hacer la primera raya así -y barrió el horizonte con su mano tendida- y luego tienen que volver y hacer la otra raya así -y trazó una vertical como si estuviera levantando un árbol pesado-. Y eso cansa mucho.
--A decir verdad, Mr. Crooke -dijo Ivywood con su habitual cortesía-, le traigo aquí al profeta para consultarle a usted, como autoridad en la materia, sobre el tema que precisamente acaba de mencionar: el uso del hachís o cáñamo. Me pregunto yo si los diversos sedantes y estimulantes orientales que existen deben ser objeto del mismo veto que hemos impuesto a la vulgar intoxicación por el alcohol. Claro está que he oído hablar de las visiones horribles o voluptuosas y de la demencia temporal de que eran víctimas los hashishin y su jefe, el Viejo de la Montaña.22.3 Pero por otro lado no podemos confiar en la enorme imparcialidad cristiana con que se cuenta en este país la historia de las tribus orientales. ¿Cree usted que el uso del hachís resulta verdaderamente nocivo? -y se dirigió en primer lugar al profeta.
--Se ven mezquitas -replicó el profeta con candor-, muchas mezquitas, más mezquitas, cada vez más altas, hasta que alcanzan la luna y se oye una voz terrible que desciende de lo alto de la mezquita y que llama al almuecín como si fuese la voz de Alá. Después se ven mujeres y más mujeres, más de las que uno ha poseído en su vida. Y después uno se va rodando, rodando, hacia un gran mar rosa y morado, un mar de mujeres. Y por fin se duerme. Sólo lo probé una vez -concluyó con ingenuidad.
--¿Y qué opina usted, Mr. Crooke? -preguntó pensativo lord Ivywood.
--Opino que es cáñamo de principio a fin -dijo el boticario.
--Me temo que no le comprendo bien -insinuó lord Ivywood.
--Primero toman una bebida de cáñamo, luego hay un homicidio y después los ahorcan con una cuerda de cáñamo. Eso es lo que he visto en la India.
--Bien es verdad -continuó lord Ivywood en tono aún más reflexivo- que la cosa no es de origen musulmán. Y eso es algo que no mejora la opinión sobre los hashishin.
Y agregó con un candor no exento de nobleza:
--Y, por supuesto, su conexión con Luis IX no les recomienda.
Al cabo de un instante de silencio rompió de nuevo a hablar con la vista puesta en Mr. Crooke.
--Entonces, ¿no es de las cosas que más vende?
--No, milord -dijo el farmacéutico-, no es de las que más vendo.
Y él también miraba con fijeza a su interlocutor, y las arrugas de su rostro joven y a la vez viejo eran tan impenetrables como jeroglíficos.
--¡La Causa progresa! ¡Progresa por todas partes! -exclamó Misysra tendiendo el brazo y disipando una tensión momentánea de la que él no se había dado cuenta-. La curva higiénica de la Media Luna no tardará en suplantar el signo occidental de más. Ustedes ya lo utilizan para marcar la sílaba corta de su dáctilo, el cual, sin duda, también procede de Oriente. ¿Han visto el nuevo juego?
Su pregunta fue tan repentina que los demás se volvieron a mirar cómo sacaba de su faltriquera un objeto de colores vivos y abrillantado por el barniz, como los que venden en las tiendas de juguetes. Examinándolo con atención, el objeto resultó compuesto por una especie de tablilla de pizarra azul dentro de un marco rojo y amarillo; sobre la pizarra estaban señaladas unas cuantas casillas y, como complemento, había diecisiete pizarrines en fundas de colores varios y un paquete de instrucciones que indicaba que se trataba de un juego recién importado de Oriente y llamado «Ceros y medias lunas».
Cosa curiosa, a pesar de su entusiasmo, lord Ivywood pareció contrariado por la exhibición de aquel invento asiático, sobre todo porque en aquel momento hubiera querido poder mirar a Mr. Crooke con la misma fijeza que él le miraba.
Hibbs tosió para romper el silencio y dijo:
--Está claro que todo lo que tenemos viene de Oriente y... -hizo una breve pausa, incapaz de recordar otra cosa que no fuera el curry, al que no sin razón era un gran aficionado; recordó entonces el cristianismo y también lo mencionó-. Todo lo que viene de Oriente es bueno, evidentemente -concluyó con un gesto de despreocupada omnisciencia.
Aquellas personas que en épocas posteriores, y bajo el dictado de otras modas, no alcanzan a entender como Misysra llegó a ejercer tal dominio sobre la mente de hombres como lord Ivywood, olvidan dos características del turco que resultan muy atractivas, sobre todo para otros hombres. Una de ellas era su capacidad para elaborar una teoría sobre cualquier tema que surgiera en la conversación. La otra consistía en que aunque las teorías emergían sin freno de su lengua, tenían cierta consistencia.
--En eso se equivoca -dijo con solemnidad-. Por ejemplo está el viento del este. A mí no me agrada. No es bueno. Y tengo la seguridad de que toda la calidez, la riqueza, los colores, los poemas y la religiosidad que Oriente tenía para ofrecer a Occidente se han visto emponzoñadas por este fenómeno del viento del este. Cuando vemos el estandarte verde del profeta, no pensamos en un prado verde en verano, pensamos en una ola verde en los mares del invierno; porque pensamos que lo agita el viento del este. Cuando leemos sobre las huríes de belleza lunar no pensamos en lunas semejantes a naranjas sino en lunas como bolas de nieve...
En ese momento realizó su aportación al debate una nueva voz que, aunque con un acento menos inteligible que el aquí expuesto, decía así:
--¡A ver hasta cuánto va a durar la conversación con ese judío en bata de estar por casa! ¡Si un judío en bata tiene derecho a beber, nosotros también! ¡Una cerveza, por favor, señorita!
Esta inesperada interrupción cambió el curso de la tertulia. El que así interrumpía era un robusto joven que parecía pertenecer al gremio de los albañiles. Miró a derecha e izquierda, tratando de
descubrir la hembra soltera a quien acababa de dirigirse con tanta ceremonia, y quedó desconcertado al no dar con ella.
Ivywood miró al hombre con aquella expresión petrificada que su físico y su palidez acompañaban con admirable perfección. Pero J. Leveson, secretario, no poseía la misma capacidad marmórea. Desde que comenzaron las hostilidades con El Viejo Navío, y, sobre todo, desde que se había enterado de que los pobres también son seres humanos, es decir, que podían pasar de la corrección a la brutalidad en un lapso de tiempo relativamente corto, había sentido amanecer el astro del pánico. Notó que dos individuos más estaban detrás del albañil y que uno de ellos parecía aconsejarle moderación, cosa que a Leveson le dio muy mala espina. Después alzó la vista y descubrió algo todavía peor.
En toda la longitud de los escaparates de la farmacia se veía una nube de caras curiosas. No era posible percibirlas con detalles porque anochecía, y los reflejos cegadores que despedían los globos de rubí y de amatista del escaparate contribuían a velarlas más que a iluminarlas. Pero los más cercanos aplastaban prácticamente sus narices contra los cristales, formando una multitud de manchitas blancas, e incluso los más lejanos estaban demasiado próximos para el gusto de Mr. Leveson. Por otra parte, no tardó en descubrir la silueta de un poste y de un tablón cuadrado en el extremo superior. No podía ver lo que decía en el tablón. No le hacía falta.
Los que habían visto en situaciones de este tipo a lord Ivywood podían comprender la importancia del papel que desempeñó en su época, a pesar de su rostro glacial y de sus dogmas esotéricos. Toda la nobleza negativa que cabe en un hombre, él la poseía. Distinto en esto de Nelson y de la mayoría de los héroes, no conocía el miedo. De ahí que jamás se desconcertase bajo los efectos de la sorpresa, sino que permaneciese frío y dueño de sí mismo en ocasiones que para el más pintado serían causa de turbación, cuando no de miedo.
--No les ocultaré, caballeros -dijo lord Ivywood-, que presentía algo así. No les ocultaré tampoco que si he entretenido a Mr. Crooke ha sido porque esperaba esto. Lejos de aconsejar que se disperse esa multitud, creo por el contrario que lo más apropiado es hacer espacio para todos en la tienda del señor Crooke. Me gustaría declarar ante un público, cuanto más numeroso mejor, que la ley ha sido modificada y que esa farsa de la taberna errante debe concluir. ¡Pasen, pasen todos! ¡Pasen y escuchen! -gritó a la multitud.
--Gracias -dijo un hombre cuya indumentaria le relacionaba con el servicio de autobuses y que asomaba detrás del albañil.
--Gracias, caballero -dijo un obrerito avispado, relojero de Croydon, que le seguía en el grupo.
--Gracias -repitió un empleado de Camberwell, que era el siguiente en aquella desconcertante procesión.
--Gracias -dijo Mr. Dorian Wimpole, que acababa de entrar llevando bajo el brazo un enorme queso redondo.
--Gracias -dijo el capitán Dalroy con su barrilito de ron.
--Muchas gracias -dijo a su vez Humphrey Pump, que entraba en la botica llevando el letrero de El Viejo Navío.
Me veo obligado a hacer constar que la muchedumbre que vino detrás se dispensó de toda expresión de agradecimiento. La farmacia estaba atestada de gente; Leveson, sin embargo, no apartaba la vista del sombrío presagio que constituía la masa que se aglomeraba ante los escaparates, y que no parecía haber disminuido al entrar parte de ella en la tienda.
--Señores -dijo Ivywood-. Las bromas, por buenas que sean, tienen su fin. Ésta ha durado ya demasiado para que se tome en serio. Aprovecho, pues, esta ocasión que se me ofrece de dirigirme a una asamblea tan representativa como ustedes, en un sitio tan céntrico como éste, para orientar a la opinión pública sobre el verdadero sentido de la ley. No entra dentro de mis propósitos decirles lo que pienso de las bromas del capitán Dalroy y de sus amigos, y de las que ustedes han sido víctimas en estas últimas semanas. Pero supongo que hasta el capitán Dalroy reconocerá que yo no bromeo.
--Completamente de acuerdo -dijo Dalroy con una inusitada seriedad rayana en la tristeza y añadió con un suspiro-, y como usted ha observado muy bien, se terminó la broma.
--Ese letrero -dijo Ivywood señalando el extraño barco azul-, se puede cortar para hacer leña. Nunca más volverá a arrastrar a la buena gente a una danza demoníaca. Compréndanlo ustedes de una vez antes de que los policías y los guardias se encarguen de enseñárselo. Están ustedes infringiendo la nueva ley. Ese letrero no significa nada. Tiene tanto valor para comprar o vender alcohol como esa farola.
--O sea que me quedo sin pinta de cerveza, ¿verdad, jefe? -dijo el albañil, cuyas grandes facciones despedían de pronto tales destellos de inteligencia que casi dañaban a la vista.
--Tome usted un vaso de ron -dijo Patrick.
--Capitán Dalroy -dijo lord Ivywood-, si da usted una sola gota de ron a ese hombre, estará infringiendo la ley y dormirá esta noche en la cárcel.
--¿Está usted seguro? -preguntó Patrick con una extraña expresión de impaciencia-. A lo mejor me escapo.
--Completamente seguro -respondió Ivywood-. La policía está preparada, como podrá comprobar usted mismo. En definitiva, este asunto se acabará aquí y ahora.
--Si pudiese echarle mano al policía que me ha dicho que aquí se podía beber un trago, le hundiría el casco en la cabeza, ¡se lo juro! -dijo el albañil-. ¿Por qué no nos explican las leyes?
--No tienen derecho a cambiar las leyes a escondidas -dijo el relojero-. ¡Al diablo con la nueva ley!
--¿Qué es eso de la nueva ley? -dijo el empleado.
--Las disposiciones contenidas en la nueva ley -dijo Ivywood con la fría cortesía del vencedor- establecen que queda prohibida la venta de alcohol, aunque sea bajo un letrero autorizado, si dicho alcohol no ha sido depositado tres días antes en el local. Es evidente, capitán Dalroy, que ese barrilito que trae usted no hace tres días que está aquí. Le ordeno, pues, que no lo destape y que se lo lleve ahora mismo.
--Creo yo -dijo Dalroy con aire candoroso- que lo mejor sería dejarlo aquí y esperar que pasen los tres días. Así tendremos ocasión de conocernos más a fondo.
Y lanzó sobre la multitud creciente que le rodeaba una rápida mirada bondadosa.
--Se lo prohíbo a usted -dijo su señoría con súbita irritación.
--Hombre -contestó Dalroy-, tiene usted razón. Sería un poco pesado. Voy a tomar una copita aquí y después me iré a dormir como un niño bueno.
--¡Antes lo detendrán! -amenazó Ivywood.
--Vaya, no está contento con nada -dijo Dalroy con simulada sorpresa-. Gracias, de todas maneras, por explicar la nueva ley con tanta claridad... «si el alcohol ha sido depositado con tres días de anticipación...», seguro que me acordaré. Siempre explica las cosas con tanta claridad... Pero ha cometido un leve error legal. La policía no me tocará ni un pelo.
--¿Por qué? -interrogó el aristócrata pálido de ira.
--¡Porque -exclamó Dalroy, cuya voz subió de tono como una trompeta al dar la orden de ataque-, porque no tendré que infringir la ley! Porque determinados licores alcohólicos hace más de tres días que se hallan en este local, por no decir más de tres meses. Porque este establecimiento no es ni más ni menos que una taberna, Philip Ivywood. Porque el hombre que está detrás del mostrador se gana la vida vendiendo alcohol a todos los cobardes y a todos los hipócritas con suficiente dinero para sobornar a un facultativo de manga ancha.
Y su dedo se disparó en dirección de los vasos de medicamento que estaban en el mostrador delante de Hibbs y de Leveson.
--¿Qué está bebiendo ese hombre? -preguntó.
Hibbs se apresuró a coger su vaso, pero el relojero, indignado, le había tomado la delantera y apuró de un solo trago su contenido.
--¡Whisky! -exclamó rompiendo el vaso contra el suelo.
--¡Tiene razón! -rugió el albañil con un gran frasco de farmacia en cada mano-. ¡Ahora somos nosotros los que vamos a corrernos la juerga! ¿Qué es ese frasco de ahí arriba? Para mí que es oporto. Cógelo, Bill.
Ivywood se volvió hacia Crooke y dijo casi sin mover los labios:
--Es mentira, ¿no?
--Es verdad -replicó Crooke sosteniéndole la mirada con firmeza-. ¡Piensa usted que ha creado el mundo y que por ello puede rehacerlo a su antojo!
--El mundo está mal hecho -dijo Ivywood en un tono aterrador-, y yo voy a rehacerlo a mi antojo.
Mientras pronunciaba estas palabras, el cristal del escaparate se venía abajo con estrépito y los globos luminosos se hacían añicos como si no pudiesen soportar la vibración de la blasfemia. Y por el boquete resultante les llegó un estrépito de voces confusas que impresiona más que el fragor de los elementos, el grito que los tiranos, por sordos que sean, acaban por oír: el tremendo clamor de las multitudes. A lo largo de la elegante avenida, los cristales de las farmacias de Crooke se derrumbaban bajo las embestidas del populacho. Un río de vinos de color oro y púrpura corría por las aceras.
--¡Y ahora, al aire libre! -exclamó Dalroy precipitándose al exterior de la botica con el letrero en alto, mientras el perro Quoodle ladraba con furia, y Dorian con el queso y Humphrey con el barril se disponían a seguirlo-. ¡Buenas noches, milord!
Nos veremos quizá pronto y mejor
en vuestro castillo de Tamworth.22.4
--¡Adelante, amigos míos, en marcha! ¡No perdáis tiempo en romper cristales! Acabamos de empezar.
--¿Y adónde vamos? -preguntó el albañil.
--Vamos todos al Parlamento -contestó el capitán- poniéndose al frente de la muchedumbre.
Después de doblar dos o tres esquinas, en el final de la última y larga calle, Dorian Wimpole, que cerraba la marcha, divisó el ojo ciclópeo de la gran torre gris del Big Ben, aquel ojo de oro que había visto destacar sobre el fondo verdoso del cielo crepuscular en aquella noche tranquila y a la vez volcánica; la noche en que se vio traicionado a la vez por el sueño y por un amigo. Y casi a la misma distancia, a la cabeza de la procesión, podía ver el letrero del navío y de la cruz, como un emblema, mientras rugía una voz profunda:
Hombres renacidos, ¿quién vuelve a casa?
Trompetas y tambores; ¿quién vuelve a casa?
Y resuena una voz: ¿Quién lucha por la victoria?
¿Quién por la libertad? ¿Quién vuelve a casa?