El doctor Moses Meadows, fuera ése su apellido o una versión inglesa del mismo, era oriundo de una pequeña ciudad de Alemania y había escrito sus dos primeras obras en lengua germana. Aquellos fueron sus mejores libros, pues al principio había sentido un verdadero entusiasmo por las ciencias naturales, entusiasmo desgraciadamente contaminado de hostilidad contra lo que él llamaba supersticiones, pero que muchos de nosotros consideramos como el alma del Estado. Tal entusiasmo se manifestó sobre todo en su primer libro, consagrado a demostrar que, «en la mujer, la suspensión del desarrollo mental está en relación con la falta de barba». En su segundo libro se dedicó especialmente a combatir las falsas ilusiones, y durante algún tiempo se consideró que había probado -para los ya convencidos, se entiende- que el «Fantasma del Tiempo había caminado en los tiempos recientes con especial rapidez, y el Mito de Cristo podía explicarse por el alcoholismo». Desgraciadamente, había acabado por dar con esa institución que se llama la Muerte y le dio por enfrentarse a ella. No hallando ninguna explicación racional de la costumbre de morir, tan extendida entre los contemporáneos, había llegado a la conclusión de que es una institución puramente tradicional (cosa que para él quería decir pasada de moda), y sólo pensaba en el modo de suprimirla o de retrasar sus efectos. Con lo cual se redujo el campo de sus especulaciones y perdió buena parte del áspero ardor que había humanizado el ateísmo de su juventud, cuando de buena gana se habría suicidado por el solo gusto de burlarse de la inexistencia de Dios. Su idealismo tardío se había vuelto cada vez más materialista, hasta degenerar en una serie de hipótesis volubles y descubrimientos sobre los alimentos más sanos. No vale la pena detenerse en lo que se llama su Período del Aceite; su Período de las Algas ha sido magistralmente expuesto en el valioso librito del profesor Nym, y por lo que se refiere a su Período de las Gelatinas, será preferible pasarlo por alto.
Durante una larga estancia en Inglaterra descubrió la longevidad especial de los bebedores de leche, y edificó sobre este hecho una teoría que, por lo menos al principio, fue enteramente sincera. Por desgracia, también fue acogida con éxito: la riqueza comenzó a fluir en dirección al inventor y propietario de la Leche de la Montaña. Fue entonces cuando empezó a sentir un cuarto y último entusiasmo, que no es raro en la vejez, pero que ciertamente no amplía el horizonte de las ideas.
Si en el altercado que suscitaron las bufonadas de Mr. Dalroy se mostró muy digno, no puede, en cambio, decirse que se mostrara muy tolerante, porque había perdido la costumbre de ver que en toda la extensión de sus dominios ocurriese algo sin su permiso. Empezó por insinuar que el capitán había robado el bote de la leche en alguno de sus depósitos, y mandó a varios obreros para que contasen las latas. Pero Dalroy tardó poco en sacarlo de su error:
--La he comprado en una tienda de Wyddington -dijo- y nunca he utilizado otra. Seguro que no me cree -y realmente costaba creerlo-, pero cuando entré en la tienda era un hombre muy pequeño. No hice más que tomar un vaso de su Leche de la Montaña y ¡míreme!
--No tiene derecho a vender esta leche aquí -dijo el doctor Meadows con un ligero acento alemán-. Usted no forma parte de mi plantilla. Yo no respondo de sus métodos. Usted no es un representante de la casa.
--Soy un anuncio viviente -replicó el capitán-. Le hacemos propaganda en toda Inglaterra. ¿Ve a aquel hombrecillo tan flaco que está allá? -continuó, señalando al indignado Mr. Pump-. Pues representa el personaje «Antes de la Leche de la Montaña». Yo, en cambio, soy el «Después» -concluyó el capitán con satisfacción.
--Se va usted a reír del juez -replicó el otro con voz amenazadora.
--Con mucho gusto -asintió Patrick-. Pero es preciso que le diga toda la verdad, señor, que la leche que vendemos nosotros no tiene nada que ver con la suya. Su gusto es enteramente distinto, como podrán confirmar estos señores.
Una risa contenida entre el público allí congregado provocó un comienzo de congestión en el rostro del eminente capitalista.
--Entonces es que uno de ustedes dos ha robado el bote, y, por consiguiente, son unos ladrones, o bien han agregado ingredientes extraños a mi descubrimiento, y entonces son ustedes unos adúlter.. adúlteros...
--Querrá decir adulteradores -corrigió Dalroy con amabilidad-. El príncipe Alberto siempre decía adulterista. ¡El bueno de Alberto! Parece que fue ayer. Pero es obvio que se trata de hoy. Y es tan claro como el agua que esta sustancia no tiene el mismo sabor que su leche. No puedo decirle exactamente a qué sabe -risas sofocadas en la multitud-, pero es una cosa que está entre el sabor de su primer caramelo y el del cigarro de su padre. Es inocente como el cielo y ardiente como el infierno. Tiene el mismo gusto que una paradoja o que una contradicción histórica... ¿Me explico? A quien más les gusta es a los hombres más sencillos, y siempre les recuerda la sal porque es azucarada. ¡Pruébela!
Y con ademán imperiosamente hospitalario tendió su largo brazo cuya mano sostenía un vasito. La invencible curiosidad del prusiano pudo más que su tiránica dignidad. Sorbió un trago del líquido y los ojos se le salieron de las órbitas.
--¡Ha mezclado algo con la leche! -fueron las primeras palabras que pronunció.
--Sí -respondió Dalroy-, y usted también, si es que no es un timador. ¿Quiere decirme por qué su leche se anuncia en todas partes como diferente de las demás si no le ha agregado nada para conseguir diferenciarla? ¿Por qué vale un vaso de su leche el triple que el vaso de leche de otra compañía, si no la ha mezclado con algo que lo justifique? Y ahora, óigame bien, doctor Meadows. El inspector del Servicio de Fraudes de este distrito es un hombre honrado. Tengo una lista de los veintidós hombres honrados que pertenecen a ese cuerpo. Voy a hacerle una proposición justa. Un inspector decidirá sobre el ingrediente que yo he agregado a mi leche si usted permite que haga lo mismo con la suya. Si no mezcla nada con su leche, ¿a qué vienen todas esas máquinas? ¿Quiere decirme ahora mismo qué es lo que le echa usted a su leche para que resulte tan extraordinariamente montañesa?
Hubo un largo silencio durante el cual la multitud se puso otra vez a reír por lo bajo. Pero el filántropo era víctima de un ataque de histeria y agitando los puños de manera completamente extraña a los ingleses allí reunidos, gritó.
--¡Aaag! ¡Ya sé lo que echa en la leche! ¡Ya lo creo! ¡Alcohol! No tiene letrero y ahora se va a reír del juez.
Entonces Dalroy se inclinó ceremoniosamente, fue hasta el auto y volvió con el enorme letrero de El Viejo Navío en que aparecía un barco de tres puentes con la cruz de San Jorge en la popa. Lo clavó en la estrecha tira de césped y lanzó una mirada a su alrededor.
--Resguardado en mi vieja taberna con sus paredes de robles, puedo reírme de un millón de jueces. En mi taberna todo es higiénico. Nada de techos bajos, nada de olor a rancio. Ventanas por todos lados, menos en el suelo. Y como he oído decir que quien vende bebidas fuertes debe al mismo tiempo vender alimentos, aquí tengo un queso, querido doctor Meadows, que le va a convertir en otro hombre. Eso espero. Por lo menos lo intentaremos.
Pero el doctor Meadows hacía rato que había sobrepasado el estado de cólera. La aparición del letrero le ponía en un apuro serio. Como acontece con la mayoría de los escépticos, aunque sean de la categoría de Bradlaugh, 19.1 era tan respetuoso de la ley como escéptico. Tenía un miedo horrible, en el fondo del cual había algo de razón, de que le encontraran culpable de algo en un juicio o en una investigación. También sufría la tragedia que hoy acucia a todos los habitantes de la Inglaterra moderna: la de estar seguro de que hay que respetar siempre la ley aunque no se esté nunca seguro de lo que manda. Recordaba vagamente que cuando lord Ivywood presentó o defendió la ley que llevaba su nombre, insistió muy especialmente sobre la importancia y sobre el significado de los letreros de las tabernas. Y temía exponerse, si vulneraba alguna disposición, a que le impusieran una multa e incluso a que lo metiesen en la cárcel, pese a su éxito como hombre de negocios. No es que ignorase la cantidad de cosas que podía objetar a la insolente afirmación de Dalroy. Un trozo de césped no es una taberna; el letrero no estaba siquiera hincado en tierra cuando el capitán había empezado a distribuir ron. Pero no ignoraba tampoco que estas circunstancias podían no ser decisivas ante el enigmático monstruo que es la ley inglesa. ¡Cuántas veces había visto que el juez hacía oídos sordos a objeciones de esta clase! En lo hondo de su espíritu, se daba cuenta de lo siguiente: lord Ivywood le había hecho rico; ¿a quién daría la razón lord Ivywood?
--Capitán -dijo Humphrey abriendo la boca por primera vez-, tengo la corazonada de que lo más prudente sería que nos largásemos.
--¡Tabernero inhospitalario! -exclamó el capitán con indignación-. ¡Con lo que me costó obtener una licencia para tu establecimiento! Pero, ¿qué es esto? ¿No ves que es el amanecer de la paz en la gran villa de Peaceways? Aún confío en que veremos al doctor Meadows tomando un trago antes de cerrar. Entretanto, nuestro colega Hugby va a decirnos cuatro palabras.
Mientras hablaba iba repartiendo leche con ron a su alrededor, y el doctor estaba demasiado aterrorizado por los tecnicismos de la ley inglesa como para atreverse a chistar.
Cuando Mr. Hugby oyó pronunciar su nombre pegó tal brinco que estuvo a punto de caérsele el sombrero de copa. Aceptó, sin embargo, un vaso de la nueva Leche de la Montaña y, apenas se humedeció el gaznate, su rostro se inflamó de elocuencia antes incluso de haber dicho palabra.
--Viene un automóvil por la carretera de la sierra -dijo Pump tranquilamente-. Dentro de diez minutos habrá atravesado el último puente y estará aquí.
--¿Y qué? -replicó el capitán con impaciencia-. Se diría que es la primera vez que ves un coche.
--En este valle, y en esta mañana, sí, es la primera vez.
--Señor presidente -dijo Mr. Hugby, que a punto estuvo de decir a continuación «señor vicepresidente» por el hábito de los banquetes gremiales de otro tiempo-, estoy seguro de que aquí todos somos respetuosos con la ley, y queremos seguir siendo amigos, sobre todo de nuestro buen amigo, el doctor Meadows, aquí presente; que nunca le falte un amigo o una botella de vino... o lo que sea, en nuestro camino hacia la prosperidad, etcétera. Pero como quiera que nuestro amigo, aquí presente, parece estar en su derecho puesto que posee un letrero, creo que hay que considerar las cosas con una nueva perspectiva, por así decirlo. Desde luego, yo admito que todas esas tabernuchas de tres al cuarto hacen más mal que bien, y es innegable que los que las frecuentan forman un hatajo de ignorantes que no valen más que una piara de cerdos. No seré yo quien critique al doctor por habernos librado de ello. Pero un gran negocio, dirigido como Dios manda, es un asunto bien distinto. Pues bien, amigos míos, todos ustedes saben que yo me dedicaba a esta clase de asuntos, cuando la promulgación de la ley me obligó a cerrar mis puertas -en este punto los hombres-chivo se miraron las pezuñas con un sentimiento de culpabilidad-. Pero tengo, no obstante, algunos ahorros y no vacilaría en invertirlos en El Viejo Navío si nuestro amigo, aquí presente, estuviese dispuesto a consentir que se desarrollase el negocio sobre sólidas bases empresariales. Y, sobre todo, si podemos agrandar un poco el local. ¡Je, je! Y si nuestro buen amigo el doctor...
--¡Grandísimo truhán! -estalló Meadows-. ¡Su buen amigo el doctor le va a leer a usted la cartilla delante del juez!
--¡Por Dios, tenga sentido de los negocios! -clamó el cervecero-. Lo mío no le va a quitar ventas. ¿No ve que es una clientela distinta? ¡Hay que tener sentido de los negocios!
--¡Yo no soy hombre de negocios! -declaró el sabio con una mirada fulminante-. Yo soy un servidor de la humanidad.
--Entonces -dijo Dalroy-, ¿por qué no sirve nunca a su amo?
--El coche ya ha cruzado el río -dijo Humphrey Pump.
--¡Lo que ustedes quieren es destruir mi obra! -chilló el doctor con una indignación sincera-. ¡Ahora que tengo construida esta villa, y que con mi esfuerzo le he inculcado sobriedad y salud, y que desde que apunta el día no hago más que velar por sus intereses, vienen a destruirla vendiendo su bárbara e infecta cerveza! ¿Y encima se atreve a llamarme amigo? ¡Yo no soy su buen amigo!
--No sabría qué decirle a eso -gruñó Hugby-, pero en ese caso, no quiere usted vender...
Un auto se detuvo en medio de una nube de polvo y bajaron de él media docena de hombres. A pesar de sus guardapolvos, Pump comprobó que la mayor parte tenía la estatura y el ademán de la policía. Uno de ellos, que se apartaba ostensiblemente de la regla, se quitó las gafas y apareció la faz morena y atontada de J. Leveson, secretario. Se acercó inmediatamente al viejecito millonario, que le reconoció enseguida y le estrechó la mano. Hablaron unos instantes, hojeando varios documentos de aspecto oficial. Por fin, el doctor Meadows tosió para aclarar la voz y se dirigió a la multitud.
--Tengo la satisfacción de poderles anunciar que este escandaloso desafío a la ley ha llegado demasiado tarde. Con la prontitud que le caracteriza, lord Ivywood ha comunicado inmediatamente a lugares de tanta importancia como éste una modificación en el texto de la ley que hace imposible una tentativa de este género.
--Esta noche dormiremos en la cárcel -dijo Mr. Pump-. Ya lo sabía yo.
--Baste decirles -continuó el millonario- que según la redacción actual de la ley, todo propietario de taberna, aunque tenga un letrero, puede ser penado con cárcel si vende alcohol que no haga tres días que esté en el establecimiento.
--Me imaginaba que era algo así -refunfuñó Pump-. ¿Nos entregamos, capitán, o intentamos huir?
A pesar de su habitual descaro, el propio Dalroy parecía atónito y sin palabras. Con ojos mortecinos contemplaba el abismo celeste que se abría encima de él como si, a la manera de Shelley, pudiese obtener inspiración de cualquier nubecilla blanca o del impecable azul del firmamento.
Por fin murmuró con voz reposada estas dos sílabas:
--¡Vender!
Pump le lanzó una mirada cómplice mientras una expresión singular se desparramaba sobre su rostro. El doctor saboreaba su triunfo con demasiada satisfacción para poder cazar las intenciones del capitán.
--Vender alcohol, ésta es la expresión exacta de la ley -insistió, agitando la hoja azulada en que estaba impreso el nuevo producto de la sabiduría parlamentaria.
--En tal caso la ley no me concierne -dijo el capitán Dalroy con una cortés indiferencia-. Yo no he vendido alcohol; yo lo he distribuido gratis. ¿Vio alguno de los presentes que recibiese dinero? Soy un filántropo, ni más ni menos que el doctor Meadows. Soy igualito que él.
Leveson y Meadows se miraron. Mientras el rostro de aquél se llenó de consternación, el de éste reflejaba otra vez su terror ante las complicaciones legales.
--Me propongo quedarme aún varias semanas en esta localidad -dijo el capitán apoyándose elegantemente en el bote de leche-, y seguiré distribuyendo gratuitamente esta inmejorable bebida a cuantos lo soliciten. Me consta que la comarca anda escasa de esta sustancia y estoy seguro de que nadie querrá oponerse a este acto de puro altruismo y por lo demás perfectamente legal.
En este punto se equivocaba pues varios de los presentes parecían oponerse con todas sus fuerzas a semejante acto. Y lo curioso fue que no eran ni Meadows, con rostro demacrado y fanático, ni Leveson, con su rostro ovino y oscuro, los que más se distinguían en esta protesta.
El que revelaba una antipatía más profunda contra aquel rasgo caritativo era Hugby, el ex propietario de las Cervecerías Hugby. Sus ojos de carnero degollado se le salían materialmente de las órbitas, mientras vociferaba sin pensar en lo que decía.
--¿Y piensa que yo voy a dejar que continúe obsequiándonos con sus payasadas y robándome los clientes...?
El viejo Meadows se volvió en redondo, como si le hubiese picado una víbora:
--¿Y qué demonios vende a sus clientes, Mr. Hugby? -le preguntó.
El cervecero estallaba de cólera. Los chivos, siguiendo la costumbre que el poeta latino reconoce en los animales inferiores, miraban al suelo con obstinación, mientras que el hombre -representado por Mr. Patrick Dalroy-, seguía una interpretación libre pero feliz del pasaje literario latino: «miraba al cielo y con los ojos en alto contemplaba el dominio hereditario de su patria celeste».19.2
--Bueno -rugió Mr. Hugby-; lo único que le puedo decir es que si la policía no es ni siquiera capaz de meter entre rejas a un vagabundo harapiento, se acabó: no pago más impuestos y...
--Sí -interrumpió Dalroy con una voz cortante como un hacha-. Se acabó. Y son los cerveceros de su calaña los que a fuerza de vender venenos a los clientes han conseguido que la gente acabe por reclamar el cierre de todas las tabernas. Usted es peor que los abstemios y los abolicionistas, porque ha corrompido lo que ellos no conocieron siquiera. Y en cuanto a usted, eminente hombre de ciencia, idealista y demoledor de tabernas, permítame que le informe de algo. A usted no se le respeta, se le obedece. ¿Por qué va a tener que respetarle nadie? Nos dice que ha construido esta villa y que madruga para velar por ella. La ha construido por dinero y vela por ella para conseguir más dinero. ¿Por qué le voy a respetar? ¿Porque se preocupa de su digestión de viejo con el fin de vivir más que otros que valen el doble que usted? ¿Con qué título se proclama rey de este valle, usted, que no tiene más Dios que su barriga y que la teme más que la quiere? ¡Vaya, vaya a rezar, vejestorio, que todos los hombres tenemos que morir! Lea la Biblia como acostumbran en Alemania y como la leía usted para encontrar textos antes de releerla para hallarle faltas. Yo confieso que no la leo a menudo, pero aún recuerdo algunas palabras de la antigua traducción de Mulligan, a ver si le sirven de algo: «Si Dios -dijo, y al mismo tiempo hizo con la mano un gesto tan natural y tan grande que durante un momento la villa apareció como un juguete de cartón a los pies de un gigante-, si Dios no ha construido la ciudad, los que la han construido han trabajado en vano; y si Dios no protege sus murallas, en balde vela el vigía sobre ellas. Trabajáis en vano cuando os levantáis antes del alba y os alimentáis con pan de inquietud, porque Él da el sueño a sus elegidos». Esfuércese un poco para comprender lo que esto significa y no se preocupe en saber si es un texto elohísta. Y ahora, Hump, vámonos. Ya estoy harto de este decorado verde. Venga, lléname la copa -y colocó violentamente el barril en el coche-, ensilla mis caballos y llama a mis hombres. Y temblad, alegres cabras, en vuestro momento de gloria; porque aún no habéis oído el último sonido de mi lata.
Y con esta proclama improvisada y jubilosa se alejó el vehículo fugitivo; y sus dos tripulantes estaban ya a muchas millas de Peaceways cuando decidieron detenerse. Lo hicieron a orillas de aquel largo y noble río que no habían dejado a pesar de lo que habían corrido, y que ahora serpenteaba en mitad de un paisaje de altos helechales y de plateados abedules.
--A propósito -dijo de pronto Hump-, hay algo que no he comprendido. ¿Por qué tenía tanto miedo de que analizasen su leche? ¿Con qué venenos y productos químicos la mezcla?
--H20 -Contestó el capitán-. Yo la prefiero sin leche.
Y, en efecto, se agachó para beber agua del río como hiciera por la mañana.