20. El turco y los futuristas

Mr. Adrian Crooke era un próspero farmacéutico cuya botica se hallaba en las inmediaciones de la estación de Victoria, aunque su cara expresaba más cosas de lo habitual en un farmacéutico próspero. Se trataba de un rostro extraño, precozmente envejecido y apergaminado, pero limpio y resuelto, con mucha vida en cada arruga. Y cuando se decidía a hablar, su conversación no desmentía sino que corroboraba semejante impresión. Había viajado mucho y poseía un abundante repertorio de anécdotas curiosas concernientes al aspecto más confidencial y a veces más siniestro de su profesión, historias relativas a las drogas de Asia o hipótesis sobre los ingredientes que utilizaron los grandes envenenadores del Renacimiento. Inútil decir que él, por su parte, era un farmacéutico respetable e íntegro como el que más, lo que le valía una clientela numerosa entre las familias, especialmente en las de las clases más elevadas. Pero le gustaba estudiar las épocas en que su arte había tenido que ver con el del hechicero e incluso a veces con el del criminal. De ahí que ciertas personas, aun cuando advertidas del carácter perfectamente inofensivo de su manía erudita, al salir de su tienda, sobre todo en determinadas noches brumosas, con la cabeza llena de historias de comedores de hachís o de envenenamientos con rosas, no podían sino imaginar que aquel establecimiento, con sus frascos de líquidos púrpuras o amarillentos que parecían llenos de sangre o de azufre, era un antro de magia negra.

Sin duda para saborear una conversación de dicho género y también para sorber una toma de cierta pócima reconstituyente, Mr. Hibbs Nobstante había entrado en aquella farmacia. Estaba todavía con el vasito en la mano cuando Leveson le divisó a través del escaparate. Lo cual no impidió que Hibbs manifestase una considerable sorpresa, acompañada de cierto embarazo, cuando Leveson entró a su vez y pidió un vaso de la misma sustancia. Lo cierto es que el cansancio y la tensión que parecía arrastrar Mr. Leveson justificaban dicha medicación.

--No estaba usted aquí estos últimos días, ¿verdad? -dijo Leveson-. ¡No ha habido suerte! Se nos han vuelto a escapar de las manos gracias a una nueva treta. La policía no quiso actuar y hasta el viejo Meadows pensó que podía haber complicaciones con la ley. Estoy hasta la coronilla. ¿Usted adónde va?

--Pensaba pasar por la exposición postfuturista -contestó Mr. Hibbs-. Creo que lord Ivywood estará allí. Va a enseñársela al profeta. No me las quiero dar de entendido en arte, pero dicen que está muy bien.

Hubo un largo silencio hasta que Mr. Leveson dijo:

--La gente siempre tiene prejuicios contra las ideas nuevas.

Se produjo otra pausa que al fin rompió Mr. Hibbs:

--Después de todo, lo mismo le pasó a James Whistler.20.1

Tranquilizado por esta especie de ritual, Mr. Leveson advirtió la presencia de Crooke y le dijo cordialmente:

--En su gremio sucede lo mismo, ¿verdad? Supongo que los grandes adelantados de la química se estrellaron ante la misma incomprensión.

--¡Fíjese en los Borgia! -replicó Mr. Crooke-. ¡No cayeron bien precisamente!

--¡Mira qué gracioso! -dijo Leveson con acento fatigado-. Bueno, ¡hasta luego! ¿Viene, Hibbs?

Y los dos caballeros, con chaqué y sombrero de copa, se alejaron de la farmacia. Hacía un hermoso día de sol, hermano gemelo del que había brillado tan espléndidamente sobre la villa de Peaceways, y el paseo, a través de una linda calle de casas altas y de árboles pequeños junto al río, les resultó agradabilísimo. La exposición estaba instalada en una galería pequeña pero famosa, cuyo edificio bastante rococó proyectaba los últimos peldaños de la escalera que le da acceso hasta casi tocar el agua del Támesis. Por todos lados el edificio estaba rodeado de macizos floridos y en el umbral, bajo un pórtico de aspecto bizantino, aparecía su viejo amigo Misysra Ammon, con una ancha sonrisa en la cara y un traje de insólito esplendor sobre los hombros. Pero ni siquiera al ver aquella flor perfumada del Oriente recobró fuerzas el ánimo desfallecido del secretario.

--¿Vienen a ver las decoraciones? -preguntó el profeta, radiante-. Ya están aprobadas. Ya las he aprobado.

--Hemos venido a ver los cuadros postfuturistas -dijo Hibbs, mientras Leveson persistía en su silencio.

--No hay cuadros -dijo el turco con sencillez-. Si hubiera cuadros yo no los hubiese aprobado. Para la gente de nuestra religión, amigos míos, los cuadros son mala cosa, son ídolos. Miren -dijo dando media vuelta y tendiendo, casi bajo sus narices, y en dirección de la galería, un índice solemne-, miren, no encontrarán ningún ídolo. Yo he mirado uno tras otro todos esos objetos con marco. ¡Y los apruebo! ¡Ni rastro de forma humana! ¡Ni de forma animal! Todas las decoraciones son tan buenas como en la mejor alfombra; no son dañinas. Lord Ivywood está feliz porque le he dicho que el islam progresa. Los antiguos musulmanes permitieron retratar las plantas. Aquí, ¡ni eso!

El don que tenía Hibbs para discernir las exigencias del tacto le condujo a juzgar poco prudente que el eminente Misysra siguiese perorando desde lo alto de los peldaños de la entrada en dirección al río y a los transeúntes. Procuró, pues, arrastrarlo al interior, donde hallaron a lord Ivywood con el rostro tan pálido como el de una estatua. Era la única estatua que los neomusulmanes podían reverenciar sin cometer pecado.

Sobre un sofá, parecida a una isla de púrpura en medio del océano reluciente del entarimado, estaba sentada Enid Wimpole, que sostenía una conversación animada con su primo Dorian, con el objeto de evitar la ruptura familiar que resultaba poco menos que inevitable después del incidente de Westminster. Detrás se vislumbraba la silueta de lady Joan Brett. Y aunque su actitud ante las pinturas postfuturistas no tenía nada de humilde ni de curiosa, justo es confesar que no parecía más aburrida del decorado que del suelo que pisaba o la sombrilla que llevaba puesta. Otros grupos del mismo medio mundano deambulaban por la sala. Es un mundo muy restringido y que, sin embargo, basta para gobernar un país, es decir, un país sin religión. Tiene, por otra parte, todas las flaquezas de una multitud y toda la exclusividad de una sociedad secreta.

Leveson se acercó enseguida a lord Ivywood y con papeles que sacó del bolsillo le estuvo describiendo lo ocurrido en Peaceways. El rostro de Ivywood permaneció impasible; estaba -o se suponía- por encima de ciertas cosas, y una de ellas era reñir a un inferior delante de gentes socialmente superiores a éste. De modo que nadie habría podido decir si estaba más o menos marmóreo que antes.

--He llevado a cabo todas las pesquisas imaginables -se oyó decir a Leveson- sobre el camino que han tomado, y los indicios más fiables apuntan a que han venido a Londres.

--Es probable -replicó la estatua-, y entonces será más fácil echarles el guante.

A fuerza de palabras -siento tener que decirlo, falsas en su mayoría-, lady Enid había al fin logrado impedir que Dorian se enfrentase públicamente a su primo. Pero hubiera demostrado conocer bien poco el temperamento masculino si hubiese imaginado que realmente apaciguaba la ira del poeta contra el político. Desde que había oído cómo Mr. Hibbs, con la mayor tranquilidad, daba orden al policía de que le detuviese, los sentimientos de Dorian Wimpole habían tomado un rumbo diametralmente opuesto al ideal de Mr. Hibbs, y la súbita aparición de aquel inocente diplomático bastó a transformar en catarata lo que sólo era un torrente. Pero como no podía insultar a Hibbs, al que apenas conocía, ni a Ivywood, con el que, aparentemente, al menos, acababa de reconciliarse, le era absolutamente indispensable descubrir alguna otra cosa que insultar. Cuantos aguardan con ilusión la aurora de los nuevos tiempos, sin duda tendrán un disgusto al saber que fue la escuela pictórica postfuturista el blanco de ese furor equivocadamente encaminado. En vano repitió Leveson varias veces: «La gente siempre tiene prejuicios contra las ideas nuevas»; en vano se tomó Hibbs el trabajo de repetir en los momentos más adecuados: «Lo mismo se dijo contra Whistler»; aquellos formalismos de salón no podían dominar la cólera de Dorian.

--Ese turco tiene más sentido común que tú -dijo-. Para él esto no es más que un papel bonito para decorar la pared, del que daría fiebre a un enfermo si no la tuviese ya. Pero llamarlo cuadros... también podríamos decir que son entradas para un espectáculo. Una entrada no es una entrada si no puedes ver el espectáculo. Un cuadro no es un cuadro si no puedes ver ningún cuadro. Se está mucho más cómodo sentado en casa que en un espectáculo en el que no hay nada que ver. Y se pasea también con más tranquilidad en casa que en una galería de pintura. Lo único que se puede decir a favor de una exposición o de un espectáculo es que hay algo que ver. Bueno, pues haz el favor de decirme qué es lo que hay que ver aquí.

--Con gusto -dijo lord Ivywood de buen humor, tendiendo la mano hacia la pared de enfrente-. Permíteme que te presente este Retrato de señora mayor.

--A ver, ¿cuál es? -preguntó Dorian imperturbable.

Mr. Hibbs se apresuró a señalar uno, pero tuvo la desgracia de detener su índice ante un cuadro titulado Lluvia en los Apeninos, con lo que no hizo más que aumentar la irritación de Wimpole. Claro que este error, según explicó luego el propio Hibbs, se debió a un codazo que sin querer le dio Mr. Wimpole y que había desviado su puntería. Fuese cual fuese la razón, lo cierto es que Mr. Hibbs se quedó tan confuso que no tuvo más remedio que acercarse al restaurante para zamparse tres empanadas de langosta y hasta una copa de aquel champán que fue responsable de su desgracia. Esta vez, sin embargo, supo detenerse después de la primera copa y su corrección diplomática salió indemne.

Al reincorporarse al grupo vio que Dorian Wimpole, olvidando el sitio, el momento y su amor propio, discutía con lord Ivywood, del mismo modo que en otra ocasión olvidó todo mientras discutía con el capitán Dalroy en un bosque sombrío, junto a un carro y un pollino. Philip Ivywood no estaba menos interesado en el debate y su fría mirada parecía cobrar cierto calor, a pesar de que su deleite no pasaba de la esfera puramente intelectual.

--Pues yo confío en todo lo que no se ha probado nunca; soy partidario de lo no experimentado aún -declaró sin alterar el tono de su voz bellamente modulada-. Dices que esto es cambiar la misma esencia del arte... Pero es que yo quiero cambiar la esencia misma del arte. La vida de toda cosa consiste en transformarse en algo distinto. La exageración es crecimiento.

--Pero, ¿la exageración de qué? -replicó Dorian-. En estos cuadros yo no llego a descubrir un solo vestigio de exageración; porque no puedo siquiera imaginar qué es lo que se han propuesto exagerar. No se puede exagerar la pluma de una vaca o las patas de una ballena. Uno puede, por diversión, dibujar una vaca con plumas o una ballena con patas. ¿Pero no comprendes, querido Philip, que la broma consiste en que parezca una vaca y no sólo una cosa con plumas? Y lo mismo pasa con las patas de la ballena. Hasta cierto punto, todo se puede combinar y todo se puede exagerar hasta cierto punto, pero más allá de ese punto, la identidad desaparece y con ella todo lo demás. En un centauro hay una parte que tiene que parecer humana. Y la sirena debe conservar su aspecto femenino, por más que el resto de su cuerpo obligue a pensar en un bacalao.

--En absoluto -dijo lord Ivywood con su voz inalterablemente tranquila-. Comprendo lo que quieres decir, pero no estoy de acuerdo contigo. Yo quisiera que el centauro acabase por transformarse en algo que no fuese ni hombre ni caballo.

--Pero no en algo que no tenga absolutamente nada ni de uno ni de otro.

--Sí -respondió lord Ivywood con la extraña frialdad de sus ojos desvaídos-, algo que no tenga nada ni de uno ni de otro.

--¿Y para qué? -preguntó Dorian-. Una cosa que se transforma del todo no se transforma en absoluto. Le falta punto de referencia. No conserva huella del cambio. Si mañana te levantas convertido en Mrs. Dope, serás sencillamente una vieja que alquila habitaciones en Broadstairs (y, por lo demás, no dudo que Mrs. Dope sea una persona más sensata y más feliz que tú). Pero, entonces, ¿en qué sentido habrías progresado? ¿Qué parte de ti habría mejorado? ¿No ves que el hecho primordial de toda identidad consiste en el límite impuesto a todo ser viviente? ¿No lo comprendes?

--No -gritó Philip con violencia contenida-. Niego que ninguna cosa viviente sea esclava de sus límites.

--Ahora -dijo Dorian- comprendo por qué nunca has escrito poesía aunque seas un buen orador.

Lady Joan, que miraba con expresión de aburrimiento una opulenta combinación de morado y de verde en que Misysra procuraba interesarle (rogándole que olvidase el título idolátrico, que decía: Primera comunión entre nieves), volvió de pronto el rostro hacia Dorian. Y en aquel momento el rostro de lady Joan habría dejado indiferente a muy pocos hombres, sobre todo si se les revelaba así, de repente.

--¿Por qué no iba a poder escribir poesía? -preguntó-. ¿Piensas que le molestarían los límites que imponen la rima y del acento?

El poeta se quedó silencioso unos instantes y después contestó:

--En parte, sí; pero me refiero a algo más que eso. Creo que entre parientes se puede hablar claro y repetir lo que todos dicen de él: carece del sentido del humor. Pero no es esto lo que le reprocho: lo malo es que también carece del sentido de lo patético. O sea, que no tiene la menor idea de las limitaciones humanas. Y éste es el motivo por el cual no puede escribir poesía.

El frío e impasible perfil de lord Ivywood estaba vuelto hacia un cuadrito negro y amarillo titulado Entusiasmo. Lady Joan colocó su rostro moreno y ansioso ante el suyo y le gritó con aire desafiante:

--Dorian dice que no tienes sentido de lo patético. Que no tienes sentido de los límites humanos.

Sin apartar los ojos del cuadro titulado Entusiasmo, Ivywood contestó sencillamente:

--En efecto; carezco del sentido de las limitaciones humanas -después se puso sus lentes de viejo para examinar mejor el cuadro. Se los quitó al poco rato y volvió hacia Joan un semblante más pálido que de costumbre.

--Joan -dijo-, quisiera ir donde no ha llegado hombre alguno y hallar una región más allá de la risa y de las lágrimas. Mi camino será totalmente mío, puesto que lo construiré yo mismo, como los romanos construían sus calzadas. Y mis aventuras no se desarrollarán en las cloacas ni en los bosques, sino en los confines del cerebro humano, que nunca se detiene. Quiero pensar cosas que nadie pensó antes que yo y amar algo que nadie haya podido amar... Quiero estar tan solo como lo estuvo el primer hombre.

--Dicen -repuso ella después de un silencio- que fue el primer hombre el de la caída.

--¿Te refieres a los curas? Sí, pero aun así tienen que admitir que el hombre, al caer, descubrió el bien y el mal. De la misma manera estos artistas se esfuerzan por descubrir una distinción que todavía desconocemos.

--¡Oh! -dijo Joan, posando en él una mirada impregnada de una curiosidad tan nueva como sincera-. ¿Pero entonces tú no ves nada en estas pinturas?

--Veo en ellas la ruptura de las barreras -dijo- y nada más.

Joan clavó por un instante la vista en el suelo, mientras la punta de su sombrilla trazaba vagos dibujos, como alguien que tiene materia sobre la que reflexionar. Después, bruscamente, repuso:

--Pero la ruptura de tales barreras quizá signifique la destrucción de todo.

Los ojos claros y descoloridos la miraron fijamente un instante.

--¡Es posible! -dijo Ivywood.

Dorian Wimpole, que se había alejado un poco para estudiar un cuadro, hizo un gesto brusco, mientras exclamaba: «¡Vaya! ¿Qué es esto?», y Mr. Hibbs miraba la entrada completamente atónito.

Dentro del marco del pórtico bizantino aparecía un mozo corpulento con un traje raído, pero meticulosamente limpio. Su rostro de facciones acusadas y rudas, pero de expresión inteligente, cobraba -gracias a la barba negra que lo subrayaba- un carácter que tenía algo de puritano. Pero cuando abrió la boca y dejó oír su acento del norte, pareció que toda su personalidad se revelaba de una vez:

--¡Anda! -dijo jovialmente-. ¡Qué de pinturas! Yo, la verdad, sólo vengo a echarme un trago. ¡Je, je!

Leveson y Hibbs se miraron. Y Leveson inmediatamente se precipitó afuera.

Lord Ivywood no había pestañeado siquiera, al paso que Mr. Wimpole, impulsado por una especie de curiosidad poética, se había acercado al hombre para examinarlo mejor.

--¡Es increíble! -exclamó lady Enid Wimpole con un murmullo que oyeron todos los presentes-. Este hombre está completamente bebido.

--No lo crea, guapa -contestó el hombre galantemente-. No he llenado el depósito desde la última feria de Hurley, que no fue ayer. Soy un honrado currante y voy de camino a casa, en Wharfdale. Una pinta de cerveza no hace daño a nadie.

--¿Está seguro, lo que se dice seguro, de no haber bebido demasiado? -intervino Dorian Wimpole con cierta curiosidad diplomática.

--No, no estoy borracho -respondió el hombre sin perder su jovialidad.

--Aunque estuviese usted en un establecimiento autorizado... -empezó a decir Dorian con las mismas precauciones oratorias.

--En la puerta está el letrero -interrumpió el intruso.

La expresión de trastorno que reflejaba el rostro de lady Joan desapareció de repente. Dio unos pasos hasta la entrada y volvió enseguida para dejarse caer en una otomana tapizada de violeta.

Pero Dorian parecía fascinado por sus averiguaciones sobre la respetabilidad de aquel «currante» de Wharfdale.

--Aunque se halle usted en un establecimiento autorizado para vender bebidas alcohólicas, si está usted ebrio se pueden negar a servirle. Y ahora dígame: ¿está borracho? ¿Sería capaz de distinguir si está lloviendo o no?

--Pues claro -dijo el hombre con plena convicción.

--¿Sería capaz de reconocer cualquier cosa de las que ve habitualmente en su pueblo? -prosiguió Dorian con un rigor verdaderamente científico-. ¿Por ejemplo, una mujer, o mejor dicho una vieja?

--Claro que sí -repitió el hombre con buen humor.

--Pero, por Dios, ¿a qué viene esto? -murmuró impaciente Enid.

--Me esfuerzo -dijo el poeta- por evitar que un hombre lleno de sentido común la emprenda contra todas estas tonterías. Perdone, caballero. Quería preguntarle si sería capaz de reconocer tales cosas en un cuadro. ¿Conoce la diferencia que hay entre un paisaje y un retrato? Disculpe mi insistencia, pero somos responsables del decoro del establecimiento.

Al llegar a este punto la susceptibilidad propia de la gente del norte se alzó como un vuelo de cornejas.

--No somos tan ignorantes, amigo -replicó-. En mi pueblo hay una galería de cuadros tan buena como las de Londres. ¡Y me la sé de memoria!

--Muchas gracias -dijo Wimpole, tendiendo el dedo hacia la pared-. Tenga la bondad de mirar estos cuadros. Uno representa una vieja y el otro un día de lluvia en la sierra. Se trata de un simple trámite y en cuanto lo haya usted cumplido le pondrán lo que desee.

El hombre del norte encorvó su corpachón ante los dos cuadros y los examinó pacientemente. El silencio que se produjo en aquellos instantes debió de resultar insoportable para lady Joan, porque se la vio levantarse con aire contrariado, asomarse a la ventana y salir fuera por la puerta grande.

Al cabo de un rato el improvisado crítico de arte se irguió de nuevo y volvió hacia los espectadores una cara en que la indecisión luchaba con la calma filosófica.

--Pues, señor -dijo-, después de todo quizá esté borracho.

--Su testimonio me basta -exclamó Dorian con alborozo-. Ha salvado a la civilización. Y no seré yo quien le niegue un trago.

Trajo del restaurante una enorme copa del champán que tanto agradaba a Hibbs y evitó pagarla por el elegante método de echarse a correr hasta salir de la galería y bajar los cuatro escalones que la separaban de la calle.

Allí estaba Joan. Por la ventanilla lateral había podido descubrir la increíble escena que presentía y que explicaba la absurda situación que acababa de desarrollarse en el interior. Vio el letrero en madera roja y azul de Mr. Pump, clavado en un parterre y brillando con toda la serenidad de una gigantesca flor tropical. Y, sin embargo, cuando estuvo en la puerta, después del brevísimo tiempo que necesitó para llegar a ella, el objeto había desaparecido como para recordar que sólo se trataba de un sueño fugaz. Dos hombres, entretanto, se instalaban en un pequeño automóvil que les aguardaba a poca distancia y se disponían a ponerlo en marcha. Sus trajes de automovilistas dificultaban su identificación, pero Joan los reconoció. Cuanto había en ella de escéptico y de estoico y de noble la obligó a quedarse quieta, rígida, como uno de los pilares del pórtico. Pero un perro que respondía al nombre de Quoodle se empinó de repente en el auto que se alejaba y, al verla, se puso a ladrar de alegría. Joan hubiese soportado todo lo demás, pero a la vista del inocente animal las lágrimas comenzaron a desbordar sus ojos.

Estas lágrimas no le impidieron ver la escena siguiente. Mr. Dorian Wimpole, que no iba vestido precisamente de automovilista, sino con un traje que combinaba el arte y la moda y que parecía perfecto para visitar una galería pictórica, no se sintió en forma alguna inclinado a permanecer inmóvil junto a las columnas de la entrada. Se lanzó a la carrera tras el auto y saltó dentro de él sin comprometer el equilibrio de su sombrero whistleriano.

--Buenas tardes -dijo a Dalroy en tono amable-. Espero que no haya olvidado que me debe un paseo.