18. La República de Peaceways

En una aldea próxima a Windermere o, si lo prefieren, en un lugar del país de Wordsworth, había una casa en que vivía un campesino. Hasta aquí la cosa no tiene nada de particular y el visitante sólo habría advertido la presencia de un viejo campechano y algo charlatán, provisto de una cara redonda como una sandía y de una barba blanca. Pero este personaje siempre insistía en que el invitado conociera a su padre, un hombre un poco más anciano que él con una barba algo más larga, pero que todavía conservaba una gran vitalidad. Los dos se juntaban entonces para iniciar al neófito en la sociedad de su abuelo, que tenía más de cien años y estaba muy orgulloso de ello.

A renglón seguido le revelaban que aquel milagro era debido a la leche. Y cantando las excelencias de aquel régimen maravilloso el más viejo de los tres empezaba y no acababa. Por lo demás, se podría decir que sus placeres eran exclusivamente de orden aritmético. Muchos hombres cuentan sus años con pesadumbre; él contaba los suyos con una vanidad pueril. Los hay que coleccionan sellos de correos o medallas; él coleccionaba días. Los periodistas que iban a interrogarle respecto a los acontecimientos históricos de que había podido ser testigo no sacaban nada en limpio salvo que se había puesto a beber leche en la época en que la mayoría de nosotros dejamos de mamar. Cuando le preguntaban si había vivido en 1815, contestaba que fue precisamente el año en que se percató de que no es una leche cualquiera la que conviene beber, sino la buena Leche de la Montaña, recomendada por el doctor Meadows. Tampoco os hubiese entendido si le hubieseis dicho que en aquel año, en una llanura cercana a Bruselas,18.1 los muchachos de su generación conquistaron el amor de los dioses dejando su vida precozmente.

Sobra decir que fue el filantrópico doctor Meadows quien descubrió esta especie inmortal y sobre ellos edificó su filosofía dietética, dando origen también a las lecherías y granjas de Peaceways. Atrajo a su lado a muchos discípulos y partidarios adinerados e influyentes; jóvenes que, por decirlo así, se entrenan para ganar la marca de longevidad, anciano-niños y embriones de nonagenarios. Sería exagerado decir que espiaban el nacimiento de su primera cana como Fascination Fledgeby18.2 espiaba el del primer pelo de su barba, pero es cosa cierta que habían desdeñado la belleza de las mujeres, la vieja idea de la muerte joven y gloriosa, seducidos por la búsqueda de la segunda infancia.

Peaceways estaba edificado en forma de ciudad jardín. Comprendía un círculo de casas en que trabajaban los obreros y en el centro del círculo se elevaba una pequeña ciudad muy decorativa en la que se vivía al aire libre. Era indiscutible que aquel plan, en conjunto, era mucho más sano que el de las grandes ciudades obreras y que este solo hecho explicaba en parte el sereno aspecto del doctor Meadows y de sus adeptos, si es que podemos mermar en lo más mínimo las maravillas de la Leche de la Montaña. El sitio estaba muy apartado de las grandes vías de comunicación inglesas y los habitantes podían gozar sin molestia alguna de un cielo tranquilo y de unos bosques amplios, a la vez que asimilaban cuanto pudiese haber de bueno en los métodos del doctor Meadows. Pero eso terminó con la irrupción de un pequeño y sucio automóvil en el medio del pueblo. El vehículo se detuvo junto a una de las isletas triangulares cubiertas de césped tan frecuentes en los cruces y descendieron dos hombres con gafas, uno alto y otro bajo, para ponerse en el centro del espacio herboso, como si fuesen dos bufones que se preparasen para ejecutar su número. Y, en efecto, lo eran.

Antes de entrar en la población se habían parado a la orilla de un magnífico arroyo de la montaña que se despeñaba para transformarse en río. Se quitaron los cascos y las gafas para comer algo de pan que habían comprado en Wyddington y beber agua del arroyo que se ensanchaba más abajo, en el valle de Peaceways.

--Tengo la impresión de que empiezo a aficionarme al agua -dijo el más alto de los dos caballeros-. Hasta ahora había creído que era una bebida demasiado peligrosa y que sólo debía administrarse a las personas que están a punto de desmayarse. Les sienta mucho mejor que el brandy. Además, imagínate qué desperdicio, dar de beber brandy a una persona que se está desmayando. Pero ya no soy tan fanático y hasta sin receta del médico consentiré que la beban. Entonces estaba dominado por la intransigencia moral de la juventud, por la inocencia y la fuerza de un corazón sin experiencia. Imaginaba que con sólo probarla una vez, ya iba a acostumbrarme a ella. Pero hoy empiezo a comprender que el agua tiene su lado bueno. ¡Ah, qué rica es cuando realmente se tiene sed! ¡Cómo burbujea, cómo gorgotea! ¡Qué fresca! Si bien se mira, es la mejor de las bebidas, a falta de otra. Y como dice la canción:


Si buena es el agua

mejor es el vino

para conservarse

contento y tranquilo.

Si un ángel os brinda

algún otro líquido,

«¡Ah, gracias -decid-,

mas ya estoy servido!»


El té de Asia vino,

y es un mandarín

galante y pulido.

Las damas lo sorben

con gusto infinito

sin ver que exaspera

sus nervios cansinos.


Pero aunque oriental

el té es caballero

y no un vil rufián

de aliento fatal,

como el malvado cacao,18.3

que da a quien lo toma

un aire vulgar.


¿Y qué os diré ahora

del efervescente

diluvio de soda

que inunda la patria?

No es más que el castigo

de los que deshonran,

a fuerza de excesos,

al más noble vino.


--¡Tiene un gusto exquisito! Me pregunto de qué cosecha será. Yo diría que de 1881.

--En materia de gustos, nada está escrito -dijo el más bajo de los dos hombres-. Mr. Jack, que siempre andaba gastando bromas, llegó a servir agua en copas de licor y todo el mundo juraba que era un licor delicioso y preguntaba dónde podía adquirirse... excepto el almirante Guffin, que le descubrió un gusto de aceituna muy pronunciado. Pero para nuestros propósitos, el agua es lo mejor que hay.

Patrick meneó la cabeza en señal de aprobación y después dijo:

--Lo pondría en duda si no tuviese el consuelo de mirar esto -dijo dando un puntapié al barril de ron- y de pensar que nos echaremos un buen trago uno de estos días. Parece que estamos en un cuento de hadas, llevándolo de un lado a otro como si fuese el tesoro de un pirata. ¡Y qué buenas jugarretas podemos gastar a los demás con este ron! A propósito, ¿cuál es la broma que se me ocurrió esta mañana? Ah, sí, ¡ya lo sé! ¿Dónde está mi bote de leche?

Durante los veinte minutos siguientes se dedicó a manipular el barril y el bote de leche. Pump le contemplaba con un interés rayano en la angustia. Por fin, Patrick Dalroy levantó la cabeza, frunció las cejas y preguntó:

--¿Qué es eso?

--¿Qué? -preguntó a su vez el segundo viajero.

--Eso -dijo el capitán señalando a un personaje que iba hacia ellos por la carretera paralela al río-. ¿Qué significa eso?

El individuo en cuestión tenía una barba bastante larga y una cabellera que le caía sobre la espalda. En su rostro se dibujaba una expresión a un tiempo seria y tranquila. Su vestido, de buenas a primeras, le pareció un camisón al inexperto Mr. Pump, pero acabó por descubrir que era una especie de túnica de piel de cabra sin mezcla de la nociva lana de oveja. No llevaba calzado alguno. Avanzó hasta un recodo del río, después retrocedió bruscamente -como quien da por terminado un paseo- y volvió a la villa modelo de Peaceways.

--Debe de ser uno de los habitantes de esa villa de la leche -dijo Mr. Humphrey Pump con indulgencia-. Parecen un poco chiflados.

--No veo mal en ello -dijo Dalroy-; yo también tengo mis horas de desvarío. Pero un loco tiene por lo menos un mérito y conserva un vínculo con Dios. Un loco es siempre lógico. Pero, ¿qué relación hay entre beber leche a cántaros y llevar melena? La mayoría de los mortales nos hemos alimentado de leche cuando no teníamos pelo en la cabeza. ¿Cómo combinan las dos cosas? ¿Hay base para una asociación tan disparatada? ¿Querrán decir: leche-agua-agua de jabón-afeitarse-pelo? ¿O bien: leche-sociable-insociable-presidiarios-pelo? ¿Qué relación lógica existe entre tener mucho pelo y no llevar zapatos? ¿A qué viene eso? ¿No será: cabello-peluca-cuero cabelludo-zapatos de cuero? ¿O acaso: cabello-barba-ostra-orilla del mar-playa-pies descalzos? El hombre está expuesto al error, sobre todo en una época en que todo error nuevo recibe el nombre de movimiento, pero ¿por qué todas las locuras se irán a concentrar en un solo punto?

--Porque todos los locos tendrían que vivir juntos -dijo Humphrey-. Si hubieses visto lo que ocurrió en Crampton, donde quisieron realizar la idea de una granja-manicomio, comprenderías lo que quiere decir. La idea está muy bien, pero te aseguro que nunca dejarán que un aristócrata acabe enterrado hasta el cuello en el estiércol de una granja.

Tosió como para excusarse, y estaba a punto de reanudar la conversación cuando vio que su compañero metía el pote de leche y el barril en el auto antes de instalarse en él.

--Llévame a la guarida donde viven esos seres -dijo a Hump.

No llegaron de un solo tirón hasta el centro urbano de la tribu. Se separaron del río para seguir al hombre de la barba y de la pelliza de cabra; el hombre se detuvo ante una casa situada en las afueras del pueblo. Los dos aventureros también se detuvieron, movidos por la curiosidad, y en un principio quedaron satisfechos al verle salir rápidamente, como quien ha resuelto una transacción con una celeridad increíble. Pero, fijándose mejor, descubrieron que el hombre que salía no era el mismo que acababa de entrar, sino otro vestido de manera absolutamente idéntica. Prolongaron su estacionamiento por unos minutos y asistieron a un verdadero desfile de miembros de la secta del pelo de cabra, todos con el mismo sencillo uniforme.

--Debe de ser un templo o una capilla -murmuró Patrick-; aquí dentro deben de ofrecer una libación de leche de vaca o lo que sea. La broma dura demasiado, pero no tenemos más remedio que esperar a que la congregación se disperse.

Cuando por fin desapareció el último de aquellos fantasmas peludos, Dalroy echó pie a tierra y, después de clavar el poste con el letrero en el suelo con enorme violencia, llamó suavemente a la puerta.

El individuo que parecía dueño de la casa y de quien los dos últimos idealistas descalzos y melenudos se despedían de una manera por demás apresurada, no tenía pinta de ejercer las funciones que le suponía Dalroy.

El irlandés y Pump jamás habían visto un individuo de tan triste aspecto. Su semblante tenía esa rubicundez que no es síntoma de jovialidad, sino de indigestión permanente en la cabeza. Su bigote oscuro pendía desmañadamente y sus cejas parecían aún más oscuras y pesadas. Dalroy recordaba haber visto una expresión parecida en el rostro de las personas sujetas a una sumisión humillante, pero no acabó de establecer una relación entre aquel hecho y las pacatas virtudes de Peaceways. La cosa resultaba tanto más chocante cuanto que el hombre parecía en plena prosperidad. Llevaba un traje informal pero elegante y el interior de su casa parecía por lo menos cuatro veces más suntuoso que el exterior.

Pero lo que más le sorprendió fue que en vez de manifestar la curiosidad de un hombre bien educado que ve llegar a dos forasteros, dio muestras de ansiedad y de incomodidad. Durante el rato que duraron las disculpas y preguntas corteses, pero numerosas, que le dirigió Dalroy sobre la topografía y los alojamientos de Peaceways, sus ojos -que eran como los de un carnero degollado- iban constantemente desde un armario a la ventana. Acabó por levantarse y echar un vistazo a la carretera.

--Oh, sí, señor; Peaceways es un lugar muy saludable -dijo, mientras miraba por las rendijas de la persiana-. Sí, sí... Muy saludable... Pero, ¿qué les pasa ahí? Claro que la gente de aquí tiene también sus rarezas.

--No beben más que leche, ¿verdad? -preguntó Dalroy.

El dueño de la casa le lanzó una mirada más bien recelosa y emitió un gruñido.

--Eso dicen... -y volvió junto a la ventana.

--Compré un poco -dijo Patrick golpeando el pote de leche que llevaba cariñosamente bajo el brazo, como si un sentimiento vivísimo le impidiese separarse del recipiente que contenía el descubrimiento del doctor Meadows.

Los ojos saltones de su interlocutor se le salieron aún más de las órbitas como a impulso de la cólera... o de otra emoción análoga.

--¿Qué quieren ustedes? -refunfuñó-. ¿Son de la secreta o qué?

--Somos agentes y distribuidores de la buena Leche de la Montaña -anunció el capitán con énfasis-. ¿Quiere probarla?

El amo de la casa tomó el vaso con aire intrigado y bebió un sorbo; la expresión de su cara cambió enseguida de un modo sorprendente.

--¡Vaya! ¡Esta sí que es buena! -exclamó con una mueca de pícaro-. El golpe tiene gracia. Ya veo que están ustedes en el ajo.

Se acercó otra vez a la ventana y añadió:

--Pero, si estamos entre compadres, ¿qué diablos hacen los otros que no entran? Nunca tardan tanto.

--¿Quiénes son los otros? -preguntó Mr. Pump.

--La gente de Peaceways -dijo el hombre-. Siempre vienen antes de trabajar. El Dr. Meadows no quiere que trabajen muchas horas, porque no sería saludable o como quiera que lo llame; pero eso sí, siempre exige que sean puntuales. Otras veces llegan corriendo, con sus ropas pulcras, cuando suena el último bocinazo.

Abrió entonces la puerta, invitando a los que había en el exterior sin levantar demasiado la voz.

--Entrad de una vez o nos delataréis a todos si os quedáis ahí fuera como tontos.

Patrick también echó un vistazo al exterior y lo que descubrió no dejó de sorprenderle. Estaba acostumbrado a ver formarse grupos a la puerta de los establecimientos que decoraba con el letrero de El Viejo Navío, pero la gente que los integraba se contentaba con dar señales de una franca sorpresa o de un no menos franco regocijo. Pero las veinte o treinta personas que llevaban lo que Mr. Pump había creído un camisón y se habían congregado por la aparición del letrero se movían de un lado a otro como sonámbulos, en apariencia ciegos con respecto al barco pintado en madera; examinaban el horizonte, las nubes matinales y sólo se paraban furtivamente para murmurar unas palabras al oído del vecino. Pero cuando el propietario interpeló con su recia voz a uno de aquellos seres tan ostensiblemente abstraídos y le preguntó qué ocurría, el bebedor de leche no tuvo más remedio que mirar el letrero. Los ojos de carnero degollado y el rostro que los contenía le imitaron, y a continuación fueron presa inmediata de un apopléjico asombro:

--¿Qué demonios han puesto delante de mi casa? -interrogó-. Ahora me explico por qué no entran.

--Lo quitaré, si le parece -dijo Dalroy, y uniendo la acción a la palabra, arrancó el poste del suelo como quien coge una flor, para sorpresa de la gente allí congregada, que creía asistir a un cuento de hadas-. Pero, en compensación, querría que me explicase qué es lo que pasa aquí.

--Espere que les haya servido -replicó el dueño de la casa. Los de la pelliza de cabra se agolparon en el interior como un rebaño de corderos (o, si se quiere, de cabras), y bebieron un alcohol que Pump supuso de bajísima calidad. Cuando la última cabra hubo salido, el capitán Dalroy declaró:

--Le confieso que todo esto me parece el mundo al revés. Creía que, con la ley actual en la mano, se tenía derecho a beber donde hubiese letrero y no donde no lo hubiese.

--¡La ley! -exclamó el hombre con un violento desprecio-. ¿Acaso cree que esos imbéciles le tienen tanto miedo a la ley como al doctor?

--¿Y por qué le tienen miedo al doctor? -preguntó inocentemente Dalroy-. Oí decir siempre que Peaceways es una comunidad autónoma.

--¡Y un cuerno autónoma! -contestó sin entusiasmo-. Pero, ¿acaso no es él el propietario de todas las casas y puede ponerlos de patitas en la calle cuando se le antoje? ¿No es él quien les da trabajo y podría condenarlos al hambre en un mes? ¡La ley! -dijo con desdén.

Un momento después, clavó los codos en la mesa y empezó a explicar la situación con detalle.

--Yo era cervecero y tenía la mayor cervecería de la comarca. Sólo quedaban dos establecimientos que no fuesen míos, y al cabo de un tiempo los magistrados acabaron por retirarles la licencia. Hace diez años hubiese visto Cerveza Hugby en todas las tabernas del condado. Pero después de que subieran al poder esos malditos radicales, va lord Ivywood, jefe de nuestro partido, y se alía con ellos y deja que el doctor compre todos los terrenos, gracias a una nueva ley que decreta la desaparición de las tabernas. ¡Ha arruinado mi comercio para que él pueda vender su leche! Por suerte, tenía algunos ahorros y también me han pagado una indemnización. Yo me las compongo para seguir haciendo un poco de negocio de tapadillo. Pero, claro, no hago ni la mitad de lo que antes, porque la gente tiene miedo de que el doctor les pille. ¡Maldito viejo!

Y el hombre del traje elegante escupió sobre la alfombra.

--Yo también soy radical -dijo el irlandés en tono algo frío-. Para informes sobre el partido conservador hable con mi amigo Mr. Pump, que, naturalmente, está en todos los secretos de sus jefes. Pero debo decirle que me parece un radicalismo bien especial ese que consiste en beber y comer lo que ordene un amo loco, sencillamente porque es millonario. ¡Ah, libertad, cuántas reformas sociales complicadas y nocivas se perpetran en tu nombre! ¿A qué esperan para darle al viejo unas cuantas patadas en el culo en medio del pueblo? ¿Será por eso que no les dejan llevar zapatos?¿Y si lo metieran dentro de un bote de leche y lo echaran a rodar por una pendiente? Contra esto no tendría nada que objetar.

--No sé -dijo Pump con acento meditabundo-. En mi pueblo lo hizo la tía del joven Mr. Christian. Claro que las mujeres tienen una forma de ser muy especial.

--¡Óigame! -exclamó Dalroy-. Si clavo ese letrero delante de la puerta y me quedo aquí para ayudarle a servir, ¿tendría usted valor para hacerles frente? ¡Estaría en su derecho y le aseguro que si vienen a coaccionarle se las entenderán conmigo! Vamos a poner el letrero en la calle y podrá vender su mercancía abiertamente, como un hombre, y la historia inglesa le recordará como a un libertador.

El ex soberano de las Cervecerías Hugby bajó la vista tristemente. No pertenecía a la casta de bebedores ni de taberneros que encarnan los sentimientos revolucionarios.

--Bueno -dijo el capitán-, ¿quiere, por lo menos, venir conmigo, a animarme y aplaudirme si pronuncio un discurso en la plaza del mercado? Ande, venga con nosotros. Hay sitio en el coche.

--Si se empeña -replicó Mr. Hugby sin entusiasmo-. No hay duda de que si autorizan su negocio, probablemente harán lo mismo con el mío.

Y diciendo esto se puso un sombrero de copa y siguió al capitán y al tabernero hasta su coche. El decorado de la villa modelo casaba bastante mal con el sombrero de seda de Mr. Hugby. De hecho, parecía que el sombrero realzaba lo fantástico del lugar por contraste.

Hacía horas que había amanecido y la mañana era espléndida. En la parte del cielo que tocaba al círculo sombrío de las sierras y de sus bosques se veían aún las transparentes nubecillas de la aurora, delicadamente teñidas de rojo, verde y amarillo. Pero en lo alto, la bóveda celeste pasaba de color turquesa al azul brillante y denso sobre el cual otras nubes, los colosales cúmulos, parecían derribarse en una batalla de almohadas. La masa de los edificios era tan blanca como las nubes, de modo que si no fuese abusar de la metáfora, diríamos que parecían caídos del cielo. Pero la mayor parte de aquellas blancas mansiones estaban animadas por toques de colores vivos, ora por un adorno anaranjado, ora por un festón amarillo limón, como si hubiesen sido rozadas por el pincel de un niño gigante. Las casas no estaban cubiertas de paja, sin duda por razones higiénicas, sino por una especie de tejas del verde que se ve en las plumas de pavo real, probablemente adquiridas a precio bajo en un bazar prerrafaelista; o por ladrillos de color terracota. No tenían nada de inglés, ni se adaptaban al paisaje, revelando bien a las claras que no habían sido construidas por hombres libres, sino que obedecían al plan de un cacique antojadizo. No obstante, constituían un decorado realmente pintoresco si se las consideraba como una ciudad de duendes levantada para la puesta en escena de un cuento de hadas.

Y mucho me temo que los gestos y actitudes de Mr. Dalroy podrían encajar perfectamente en dicha representación. Por de pronto, dejó el letrero, el bote de leche y el barril de ron dentro del auto. Se despojó de su indumentaria de automovilista y reapareció en su uniforme verde que resultaba más insolente cuanto más andrajoso. Después, con una solicitud maternal, sacó del coche el bote de leche y lo depositó, con actitud casi reverencial, sobre el césped. Se colocó a su lado como Napoleón junto a una pieza de artillería, con una expresión tremendamente seria, por no decir severa. Desenvainó el sable y con su hoja golpeó la lata de metal, que vibró de una manera tan ensordecedora que Mr. Hugby se apresuró a saltar del auto y a alejarse tapándose los oídos con los dedos. Mr. Pump, en cambio, no se movió del volante, a sabiendas de que quizá fuera necesario salir a toda prisa.

--¡Vengan, vengan, vengan, gentes de Peaceways! -llamaba Dalroy sin dejar de tocar a rebato contra la lata y adaptando a la ocasión el famoso poema de Scott18.4 en el que el proscrito clan de los MacGregor se reúne para luchar contra la injusticia-. ¡Nos han quitado la tierra, nos han quitado la tierra, gentes de Peaceways!

Dos o tres de los portadores de pelliza se acercaron al grupo, no sin haber lanzado a Mr. Hugby una mirada angustiosa. El capitán les chillaba como si se dirigiese a todo un ejército tendido en la llanura de Salisbury:18.5

--¡Ciudadanos -bramó, y a continuación comenzó a hablar de manera improvisada- prueben la única y auténtica Leche de la Montaña! La misma que Mahoma fue a buscar a la montaña. La verdadera leche de la Tierra Prometida, en que manaban la leche y la miel, la única que por su alta calidad pudo hacer sabrosa una mezcla tan poco agradable. ¡Pruébenla! ¡La única que cuenta con denominación de origen! ¿Puede alguien vivir sin leche? Incluso las ballenas la necesitan. ¡Si alguno de los presentes tiene en casa una ballena, no vacile; aproveche, que ésta es la ocasión! ¡A las ballenas jóvenes les encanta! ¡Fíjense qué leche! ¡Y si no pueden fijarse en la leche porque está en la lata, fíjense qué lata! ¡Fíjense qué lata! ¡Tienen que fijarse! Cuando los hombres oyen una voz que les dice: «Lo tienes en el bote», los jóvenes y valientes responden: «Lo tengo en el bote» -y golpeaba con el sable una y otra vez el bote con un estridente ruido metálico, como el repicar de unas diabólicas campanas de acero.

Este discurso de introducción deja abierta las puertas a los críticos que lo quieran analizar como texto filosófico en lugar de considerar su valor teatral. El presente narrador (cuyo único objetivo es la verdad) se ve obligado a dejar constancia de que el éxito de esta arenga de Dalroy fue rotundo en lo que a sus propósitos se refiere: un numeroso grupo se sintió atraído por el ruido que metía aquel solo hombre que berreaba como toda una multitud. Multitudes hay que no tienen ningún deseo de provocar la insurrección, pero no hay ninguna que no se recree viendo que alguien se rebela en su lugar, y las oligarquías mejor aposentadas deberían meditar sobre este hecho.

El último triunfo de Dalroy, siento tener que decirlo, fue el de ofrecer a algunos de sus oyentes más cercanos una cata del inocente brebaje. El efecto fue asombroso. Los hubo que quedaron paralizados por la sorpresa. Otros se partían de risa y algunos se pusieron a dar gritos de entusiasmo. Pero todos fijaron sus miradas radiantes en el excéntrico predicador.

De pronto todo este entusiasmo se apagó y se ensombrecieron los rostros. Un vejete acababa de incorporarse al grupo; un vejete vestido de tela blanca con una barba puntiaguda y una cresta de pelo semejante al vello de los cardos, un vejete que cualquiera de los demás hombres allí presentes hubiera matado de un revés, incluso con la mano izquierda.