Mientras Dorian Wimpole, diputado, magistrado, etc., hacía esta singular entrada, seguida de una salida aún más singular, lady Joan miraba fuera de los muros mágicos de la torre, que se había convertido, en sentido metafórico, no menos que en el literal, en el extremo final de la casa de Ivywood. La antigua brecha y la oscura escalera, por donde el can abandonado que respondía al nombre de Quoodle tenía costumbre de entrar y salir, estaban desde hacía tiempo obstruidas por un tabique cubierto de arabescos exquisitos. Su tema se desarrollaba con exclusión de toda forma animal, tal y como lo había diseñado Ivywood. Pero como todo buen dogmático no exento de lucidez, había comprendido muy bien todas las libertades que le consentía su propio dogma. Y en aquel extremo de la casa, Ivywood había admitido toda una constelación de soles y de lunas, con una Vía Láctea por zócalo y hasta algunos cometas a guisa de nota cómica. Dentro de su género, la cosa estaba bien ejecutada, como todas las que encargaba Ivywood para su uso personal, y cuando todas las cortinas de las ventanas de la torre estaban corridas, un poeta con cierta afición al champán como Hibbs hubiera podido creer que estaba contemplando un cielo estrellado tendido sobre el mar. Y, cosa más importante, Misysra Ammon, ese meticuloso pensador, no habría podido calificar a la luna de animal viviente sin caer en idolatría.
Pero Joan, que estaba viendo un cielo de verdad y un mar de verdad a través de una ventana de verdad, hacía tan poco caso de aquel estilo astronómico como de cualquier otro estilo. Se preguntaba por milésima vez, con una emoción teñida de mal humor, algo que quedaba sin respuesta. Se trataba de una pregunta de la que dependía su definitiva elección entre la ambición y el recuerdo. Lo que pesaba en la balanza era que la ambición era probablemente cosa realizable, mientras que el recuerdo probablemente no pasaría de recuerdo. Es el mismo peso que ha gravitado sobre el mismo platillo de la balanza desde que Satán se erigió en príncipe de este mundo. Pero las estrellas nocturnas brillaban cada vez más sobre la vieja costa rocosa y también tenían un peso similar al de los diamantes.
En el mismo instante en que llegaba a aquel punto de sus meditaciones, oyó detrás de ella el rápido frufrú de la falda de lady Enid que jamás se apresuraba sin motivo.
--¡Joan! ¡Ven en seguida, haz el favor! Creo que sólo tú eres capaz de detenerle.
Joan miró a lady Enid y se dio cuenta de que la joven estaba a punto de llorar. Palideció ligeramente y le preguntó sobresaltada por la causa de su inquietud.
--Philip dice que quiere ir a Londres con la pierna en este estado y no quiere atender a razones.
--Pero ¿qué ha pasado?
Lady Enid se declaró incapaz de contar lo que había pasado y será el autor quien se encargue momentáneamente del relato. El hecho escueto era que lord Ivywood, hojeando unos periódicos que tenía en su sofá, vino a fijar la vista en uno de la región de Midlands.
--Las noticias de Turquía -le había dicho Leveson con acento turbado- están en la otra página.
Pero lord Ivywood siguió recorriendo el lado de la página que no contenía las noticias de Turquía con la misma tranquilidad con que había leído el mensaje escrito por el capitán en el dorso de un menú.
En la página en que figuraba la información local destacaba un titular que rezaba así: «Más noticias sobre el misterio de Pebblewick. Presunta reaparición de la Taberna Fantasma». Y debajo, en letra más pequeña, se leía lo siguiente:
Se nos comunica de Wyddington la noticia casi increíble de que el misterioso letrero de El Viejo Navío ha hecho su aparición en esta comarca, por más que las investigaciones de los hombres de ciencia han desechado tiempo ha semejantes supersticiones. Según la versión local, un lechero de Wyddington, llamado Mr. Simmons, estaba tras su mostrador cuando entraron en su tienda dos automovilistas y le pidieron un vaso de leche. Llevaban ambos la indumentaria habitual de los automovilistas, con gafas negras y el cuello levantado, de manera que no se posee dato alguno de su aspecto físico, excepto la extraordinaria estatura de uno de ellos. Al poco rato este último salió de la lechería para volver a entrar en compañía de uno de los más miserables ejemplares de vagabundo que se hayan visto, de los que deambulan pidiendo por las calles día y noche, desafiando a las autoridades. La suciedad y el hedor que despedía este individuo eran de tal índole que Mr. Simmons se negó en principio a servirle el vaso de leche que el más recio de los automovilistas se empeñaba en pagarle.Consintió al fin y entonces asistió a un incidente contra el que sin duda tenía derecho a protestar con toda energía.
Después de haber dicho al vagabundo: «¡Pero, amigo, si casi no puede caminar!», el gigantón automovilista hizo una seña a su compañero, el cual se puso enseguida a agujerear una caja o baulito cilíndrico que parecía constituir su único equipaje y del que extrajo algunas gotas de un líquido amarillo que vertió en la leche del pobre harapiento. Se descubrió después que el líquido era ron y ya pueden suponerse cuáles fueron las protestas de Mr. Simmons. Mas el automovilista corpulento defendió con calor su gesto, como si se tratase realmente de un acto de caridad. «Este infeliz estaba a punto de perder el conocimiento -decía-. No estaría más agotado de frío y de necesidad si se le hubiese encontrado sobre una balsa en medio del mar. Y si usted le hubiera encontrado sobre una balsa, le habría dado un trago de ron... ¡Sí, por san Patricio, aunque fuese usted el peor de los piratas y después decidiera ahorcarlo!» Mr. Simmons le replicó, muy dignamente, que allí, en la lechería, no había por qué hablar de balsas y que no podía tolerar aquel lenguaje. Agregó después que se exponía a ser perseguido judicialmente por consumo de alcohol en su establecimiento pues no tenía letrero que le autorizara a ello. Al oír esto el automovilista le dio esta sorprendente respuesta: «¿Cómo que no tiene letrero, picarón? ¿O cree que no sé reconocer el letrero de El Viejo Navío?». Completamente convencido de que sus visitantes se hallaban en estado de embriaguez, rehusó el vaso de ron que le ofrecían con insistencia y salió al umbral de su establecimiento en busca de un policía. Allí descubrió, sin apenas dar crédito a lo que veía, que ya había un policía, ocupado en dispersar una muchedumbre que se había congregado para mirar un objeto colocado detrás de él. «Al darme la vuelta -explicó el lechero en su declaración- descubrí algo que era sin duda un letrero de esas tabernas de baja estofa que antes abundaban en Inglaterra.» Por lo demás, no pudo en manera alguna explicar la presencia del letrero, y como el letrero legitimaba, sin lugar a dudas, la acción de los automovilistas, el policía se negó a intervenir.
Últimas noticias. Los dos automovilistas han abandonado Wyddington sin mayor problema en un pequeño coche de dos plazas. No habría pistas sobre su destino de no ser por otro incidente. Parece que cuando esperaban a tomar su segundo vaso de leche uno de ellos pidió información al lechero sobre una lata que le era desconocida y que no era sino la Leche de la Montaña que ahora recomiendan con frecuencia los médicos. El automovilista más alto (que curiosamente parecía desconocer la evolución de la ciencia y la sociedad modernas) le preguntó a su compañero si lo conocía, a lo que el otro respondió que se trataba de la leche elaborada en la comunidad modélica de Peaceways bajo la supervisión personal del doctor Meadows, distinguido inventor y filántropo. Al oír esto el automovilista alto, de carácter notablemente irresponsable, compró dicha lata, afirmando al recibirla que le serviría para recordar la dirección.
Últimas noticias. Nos felicitamos en poder comunicar a nuestros lectores que la leyenda de El Viejo Navío se ha disuelto una vez más bajo el robusto escepticismo de la ciencia. Nuestro reportero especial se ha personado en Wyddington, a donde llegó cuando los mistificadores habían desaparecido. Pero después de haber examinado minuciosamente la fachada de la lechería de Mr. Simmons puede afirmar que no halló en ella el menor vestigio del presunto letrero.
Lord Ivywood dejó el periódico y fijó la vista en la rica y ondulante decoración de las paredes, como pudo hacerlo un gran general al descubrir la ocasión de hundir al enemigo mediante un brusco cambio de su plan de campaña. Su perfil pálido y clásico estaba tan inmóvil como el de un camafeo, pero cuantos le conocían sabían que tras aquella máscara impasible, su mente funcionaba con la rapidez de un coche de carreras que ha superado con creces la velocidad máxima.
Volvió la cabeza y dijo:
--Dígale a Hicks que traiga el coche grande dentro de media hora. Dentro se puede instalar un sofá. Y dígale al jardinero que corte un palo de unos cinco pies y que le clave un travesaño para que me sirva de muleta. Esta noche me voy a Londres.
La mandíbula inferior de Mr. Leveson se desprendió literalmente a causa de la sorpresa.
--El doctor le ha prescrito tres semanas de reposo absoluto -dijo-. ¿Puedo permitirme una pregunta? ¿Adónde quiere ir?
--Al Parlamento -contestó lacónicamente.
--Pero, señor, yo podría llevar el recado.
--Un recado sí -admitió lord Ivywood-; pero me temo que no le dejarán pronunciar un discurso.
Lady Enid, que había llegado unos momentos después, había tratado en vano de hacerle cambiar de opinión. Y cuando Joan regresó de la torre se halló con lord Ivywood en pie, sostenido por una rudimentaria muleta, obra del jardinero, y lo admiró como nunca había hecho. Mientras le llevaban escaleras abajo y le ayudaron a instalarse dentro del vehículo -que no le ofrecía más que limitadas comodidades-, Joan sintió que era digno de su antiguo linaje, digno de aquellas colinas y de aquel mar.
Porque sentía en él aquel soplo divino, aquel soplo que viene no se sabe de dónde y que se llama Voluntad del Hombre y que es la única justificación de su vida. El estridente berrido de la bocina le sonó como un centenar de trompetas, como las que en otro tiempo convocaron a sus antepasados a las glorias de la Tercera Cruzada.
Tales honores marciales, en cierto sentido estratégico, no habrían resultado inmerecidos. Lord Ivywood realmente había abarcado de un vistazo napoleónico toda la situación que se le presentaba y rápidamente había formado un plan para hacerle frente de una manera digna de un gran conquistador. Las realidades del momento se habían desplegado ante sus ojos y las había subrayado una tras otra en su mente como con un lápiz.
Por de pronto, adivinó que Dalroy intentaría algo contra la aldea modelo. Era el típico sitio al que sentiría la necesidad de acudir. Sabía que Dalroy era incapaz de resistirse ante la oportunidad de montar jaleo en un lugar así.
En segundo lugar, se dio cuenta de que si no se las arreglaba para encontrar a Dalroy en aquel pueblo, es probable que después ya no diera con él en parte alguna, porque él y Mr. Pump eran muy hábiles para borrar sus huellas.
En tercer lugar, por un atento examen del mapa había llegado a calcular, reloj en mano, que para llegar a aquella región en un coche de escasa potencia como el que llevaban necesitarían dos días por lo bajo y tres en total para intentar algo decisivo. Tenía, pues, el tiempo justo para desbaratar sus planes.
En cuarto lugar, comprendía que desde el día en que Dalroy había dado la vuelta al letrero de El Viejo Navío para tirar al suelo al policía, había también dado la vuelta a la ley de Ivywood para volverla contra su propio autor. Lord Ivywood había pensado, y no sin razón, que al no dejar subsistir los letreros más que en ciertos lugares selectos que pueden permitirse el lujo de ser excéntricos y prohibir en el resto del país aquellos símbolos pintorescos, llegaría en la práctica a suprimir la venta del alcohol en todo el territorio. Los letreros podían mantenerse como un favor que se otorgaba a sí misma la clase dominante. Si un aristócrata quería tomarse las libertades de un bohemio, tenía la puerta abierta de par en par, pero si un bohemio pretendía gozar de las mismas libertades consentidas a un aristócrata, la puerta se cerraba a cal y canto. De este modo esperaba lord Ivywood que los antiguos letreros degenerarían en una simple curiosidad como el ciripolen o el hidromiel que aún se toma en algunas localidades. Pero sus cálculos, como los de muchos hombres de Estado, no habían tenido en cuenta que hasta la madera puede transformarse en cosa moviente. Y mientras sus inasequibles enemigos pudiesen clavar su letrero donde les diese la gana, con regocijo o con repulsa del pueblo -eso era indiferente-, la ley quedaba burlada y la insurrección era patente. Sólo una cosa, desde aquel momento, era peor que la aparición de El Viejo Navío: su desaparición.
Se dio perfecta cuenta de que era su propia ley la que garantizaba la actuación de los rebeldes, ya que las autoridades locales vacilaban en intervenir contra un signo que de tan raro como era se había vuelto imponente. Era, pues, indispensable que se modificase la ley. Y que se modificase inmediatamente, a ser posible antes de que los fugitivos hubiesen salido de la aldea modelo de Peaceways.
Esto acontecía en martes. Era precisamente el día en que cualquier miembro del Parlamento puede presentar un proyecto de ley, de los que no suscitan mayor oposición, y hacerlo aprobar sin debate si ninguno de los miembros presentes se oponía a ello. Y tenía la impresión de que ninguno de los miembros del Parlamento tendría nada que decir contra una enmienda introducida en una ley que llevaba su nombre y presentada por él en persona.
No se le escapaba tampoco que con dicha enmienda era posible solventar este asunto de una manera definitiva. Bastaba con modificar la parte en que la ley decía (Ivywood conocía su ley de memoria, como un hombre de carácter más jovial conoce su canción favorita): «Si dicho letrero se encuentra en el establecimiento se autoriza la venta de bebidas alcohólicas» por «La venta de bebidas alcohólicas queda autorizada en todos los establecimientos que tengan letreros, a condición de que los líquidos expedidos estén depositados desde tres días antes en los susodichos locales». Era un jaque mate en pocas jugadas. El Parlamento no se molestaría en discutir una enmienda de esta índole y la rebelión de El Viejo Navío y del rey de Ítaca quedaría definitivamente aplastada.
Como hemos dicho, algo de napoleónico debía de existir en el espíritu de aquel hombre cuando su plan fue concebido y planeado antes de que divisase el cuadrante luminoso del gran reloj que brilla junto al Parlamento y que se diese cuenta de que llegaba a tiempo.
Pero dio la casualidad de que poco más o menos al mismo tiempo, otro caballero de rango equivalente y, aunque indirectamente, de la misma familia, después de haber dejado el restaurante de Regent Street y el cuadrilátero de Piccadilly, bajaba tranquilamente a lo largo de Whitehall y lanzase una mirada al mismo ojo ciclópeo que esparcía su luz rojiza en la torre del Big Ben.
El poeta de los pájaros, que en esto se asemejaba a muchos otros estetas, conocía tan mal la vida de la ciudad como la del campo. Lo que no quita que se hubiese acordado de un buen establecimiento para cenar y, mientras desfilaba por delante de ciertos grandes clubes construidos en piedra tallada que parecían sarcófagos asirios, se acordó de que pertenecía a varios de ellos. Así, cuando columbró a lo lejos, majestuosamente asentado a la orilla del río, el que muy inexactamente se ha dado en llamar el mejor club de Londres, también conocido como el Parlamento, se acordó que también era miembro de él. No recordaba muy bien cuál era la circunscripción del sur de Inglaterra que le había confiado su representación, pero sabía con certeza que podía entrar en la casa si así le convenía. Quizás él no hubiera explicado la cosa de este modo, pero sabía que, en una oligarquía, las personas tienen más importancia que los derechos, y las tarjetas de visita más peso que las papeletas de votación. Hacía años que no había puesto los pies en la Cámara de los Comunes, porque el voto que a él le tocaba contrarrestar de una manera permanente era el de un célebre patriota al que el Gobierno había encomendado la misión de alojarse en un manicomio. Incluso en sus momentos de mayor obcecación, jamás había sentido el menor respeto a la política y se había apresurado a poner a sus propios líderes de partido y a los líderes de los patriotas en la lista de las criaturas que conviene olvidar. Sólo había pronunciado un discurso realmente elocuente y lo había dedicado a los gorilas, pero después se dio cuenta de que había hablado contra su propio partido. De todos modos, el Parlamento le parecía un lugar imposible. Hasta el mismo lord Ivywood sólo se personaba en él para determinados asuntos que no podían arreglarse en ninguna otra parte, como sucedía con el de aquella noche.
Ivywood era lo que suele llamarse «un par por cortesía», lo que quiere decir que su sitio se hallaba en los Comunes y desde hacía tiempo en las filas de la oposición. Pero por más que no frecuentase a menudo la casa, conocía lo bastante sus costumbres para saber que no debía entrar en la Cámara. Cojeando llegó al salón para los fumadores (aunque no fumaba nunca), se procuró un cigarrillo inútil y un papel que le hacía mucha falta y redactó una nota breve, pero cuidadosamente calculada, destinada a un miembro del Gobierno que sabía que se hallaba presente. Después de mandarle la nota, aguardó.
También, en el exterior, Mr. Dorian Wimpole estaba esperando. Acodado en la baranda de Westminster Bridge, miraba pasar el agua. Mientras tanto se unía a las ostras de una manera más solemne y sólida de lo que jamás imaginara, acompañándolas con un brebaje estrictamente vegetariano que lleva el nombre estrellado y nobilísimo de Nuits. Se sentía en paz con todas las cosas y, en cierto sentido, hasta con la política. Era una de esas horas vespertinas y mágicas, en que las luces rojizas o doradas de las mansiones humanas se reflejan en el río como duendes que danzan sobre las aguas, mientras el día se retarda todavía en un cielo verde, frío y delicado. El río le sugería algo de esa gloriosa y sonriente tristeza que dos ingleses han expresado mediante la imagen de un viejo barco de vela que se desvanece como un fantasma: Turner en pintura y Henry Newbolt en poesía. Había vuelto a la tierra como un hombre caído de la luna y como no era sólo un poeta sino un amante de su país, experimentaba una cierta tristeza. Su melancolía estaba, sin embargo, impregnada de esa fe inconmovible, aunque un poco falta de sentido, que pocos ingleses dejan de experimentar incluso en nuestra época cuando vislumbran Westminster o la altura coronada por la catedral de San Pablo.
Mientras fluya el río sagrado,
mientras siga en pie la sagrada colina...
Murmuró, recordando, con recuerdo de colegial, la balada sobre el lago Regillus.17.1
Mientras fluya el río sagrado,
mientras siga en pie la sagrada colina
los viejos farsantes, fatuos y achacosos,
que bostezan escuchando sus propias mentiras,
recibirán los debidos honores,
en ese execrable sanedrín donde
por falta de luz confunden sus sombreros
en una sala emponzoñada con tan pocas
ventanas como el infierno.
Aliviado por haber traspuesto las palabras de Macaulay de este modo que sus amigos cultos conocían como vers libre, llegó a la puerta de los Comunes y se metió por ella.
Como carecía de la experiencia de lord Ivywood, se fue directamente al salón de sesiones y se sentó en un banco tapizado de verde. Al principio tuvo la impresión de que no iba a haber sesión, pero acabó por distinguir algunas sombras vagas que dormitaban en los escaños mientras que una voz senil, complicada con un acento de Essex, salmodiaba monótonamente frases no separadas por puntuación alguna:
--... sin el menor deseo de considerar esta proposición más que bajo su verdadero aspecto y no creo que el preopinante haya agregado nada a su reputación al presentarla bajo un aspecto que los que piensan como yo no pueden menos de considerar inexacto y por lo que a mí respecta me hallo perfectamente libre de decir que si en su deseo de arreglar el asunto principal ha adoptado ese procedimiento arbitrario e incluso revolucionario por lo que se refiere a los pizarrines, es de temer que se vea desbordado por los experimentos que le siguen y que querrán aplicar la misma medida a los lápices con mina de plomo y si personalmente sería el último que descendiese a caldear el debate mediante personalismos debo confesar que a mi modo de ver mi honorable contradictor no ha hecho más que imprimirle carácter personal de modo que él debe deplorarlo antes que nadie no tengo intención alguna de emplear términos poco parlamentarios y usía sin duda señor presidente no me lo permitiría debo decir a mi honorable preopinante que el sillón de ruedas a que ha aludido irónicamente no tiene nada que ver con este debate y que seré el último...
Dorian Wimpole acababa de levantarse para escabullirse, cuando le detuvo la aparición de alguien que acababa de entrar para entregar una nota al hombre de los párpados pesados, que en aquel momento gobernaba a toda Inglaterra desde la primera fila de asientos. Al ver que volvía a salir, Dorian experimentó como un dulzor de amarga esperanza (como habría podido escribir en una de sus primeras poesías), en la idea de que al fin iba a ocurrir algo con sentido, y salió detrás de él con ligereza.
En aquel momento, el gobernante solitario y adormilado de Gran Bretaña descendió a las criptas subterráneas de aquel templo de la libertad y entró en una estancia en que Wimpole se asombró de encontrar a su primo Ivywood sentado a una mesita contra la cual se apoyaba una larga muleta, y tan tranquilo como Long John Silver, el cojo de La isla del tesoro. El joven de los párpados pesados fue a sentarse delante de él y entablaron una conversación que Wimpole, naturalmente, no pudo escuchar.
Se retiró a una habitación vecina, en la que se procuró sin la menor dificultad café y licor, un excelente licor cuyo sabor había olvidado hacía tiempo y que se aplicó a recordar varias veces.
Estaba colocado de tal manera que lord Ivywood no pudo salir sin pasar por delante de él y esperó con exquisita paciencia. Lo que le chocó fue que un timbre se pusiese de vez en cuando a sonar en distintas salas. Y cada vez que sonaban los timbres, lord Ivywood movía la cabeza como si formase parte del mecanismo eléctrico, mientras el joven se levantaba y como un cabritillo echaba a correr al piso superior para volver pocos momentos después y reanudar la conversación. A la tercera vez que se produjo aquel fenómeno, el poeta empezó a notar que muchos de los que ocupaban las estancias vecinas también galopaban escalera arriba como obedeciendo al son de la campanilla, para reaparecer al poco rato a paso algo menos rápido que expresaba algo así como la satisfacción del deber cumplido. Lo que no sabía es que el deber en cuestión era nada menos que el mismísimo fundamento del Gobierno representativo y el único medio para que las reivindicaciones de Cumberland o de Cornualles llegasen hasta el Rey de Inglaterra.
De pronto, el joven se levantó sin el estímulo del timbre, y salió a grandes zancadas. Y el poeta, sin querer, le oyó decir, mientras emborronaba unas notas antes de abandonar la mesa: «El alcohol podrá venderse si tres días antes estuvo depositado en el local... Creo que podremos, pero no antes de media hora».
Diciendo esto se lanzó de nuevo escalera arriba y cuando Dorian vio a Ivywood, que avanzaba penosamente apoyándose en una rústica muleta, experimentó la misma mudanza repentina que Joan un rato antes. Se levantó apresuradamente de la mesa que ocupaba y que se hallaba en uno de los comedores particulares y tocó el codo de su primo:
--Quería disculparme, Philip -le dijo-. Lamento sinceramente lo que te he dicho esta tarde. Una noche al raso y en la cárcel pone los nervios de punta, pero lo que no me perdono es no haber sabido darme cuenta de que tú no tienes culpa alguna. No habría imaginado nunca que vendrías esta noche aquí con la pierna en este estado. Haces mal en fatigarte de este modo. Siéntate un momento, te lo suplico.
Le pareció que el rostro pálido y frío de Philip se suavizaba un poco, pero la extensión de semejante suavidad no podrá apreciarse hasta que los hombres como él dejen de ser un enigma para los que los rodean. Lo cierto es que separó la muleta de debajo del brazo y se sentó enfrente de Dorian. El poeta golpeó la mesa con fuerza y llamó: «¡Mozo!», como si se hallase en un restaurante abarrotado. En seguida, y antes de que Ivywood hubiese tenido tiempo de protestar, declaró:
--Es una suerte que nos hayamos encontrado. ¿Supongo que has venido para tomar la palabra? Me gustaría mucho oírte. No siempre hemos estado de acuerdo, pero ¡qué caramba!, si algo bueno queda en la literatura son tus discursos que leo en los periódicos. Aquel que termina: «... la muerte es el cierre postrero de las puertas de hierro de la derrota», amigo, ¡lo menos hay que remontarse hasta el último discurso de Strafford para hallar un inglés semejante! Déjame que vaya a escucharte. Ya sabes que tengo escaño.
--Como quieras -se apresuró a decir Ivywood-, pero te advierto que no diré gran cosa esta noche.
Su mirada se posó en la pared que había detrás de Wimpole, mientras unos surcos tempestuosos se marcaban en su frente. Para el éxito de su brillante plan de emergencia era indispensable que los Comunes no formulasen observación alguna contra su enmienda.
Un mozo había acudido a la llamada de Wimpole y se mostró muy sorprendido por la presencia y la muleta de lord Ivywood. Ante el ademán de rechazo del noble cojo, Dorian llevó su abnegación hasta pedir una segunda copa de licor.
--Supongo que lo que vas a decir se refiere a tu ley sobre los establecimientos de bebidas. Me gustará mucho oír lo que dices. Puede que yo también tome la palabra. He pensado mucho en ello durante todo el día. Sabes lo que yo diría a la Cámara si estuviera en tu lugar: «En primer término, ¿creen ustedes posible la supresión completa de los establecimientos de bebidas? ¿Son ustedes lo suficientemente importantes como para pretenderlo? En resumidas cuentas, por justo o injusto que sea el principio, ¿se consideran más autorizados para impedir que el labrador se zampe su pinta de cerveza, que yo esta copa de Chartreuse?».
Al oír este vocablo, el mozo se acercó otra vez, pero lo que escuchó no era un encargo que entrase en sus atribuciones.
--¡Acuérdate del vicario! -decía Dorian meneando distraídamente la cabeza en dirección al camarero-. Acuérdate del buen vicario de la Iglesia alta, que, cuando le pidieron que predicase un sermón contra el alcohol, eligió por texto: «¡Dios mío, líbranos de las aguas del diluvio!». Te aseguro, Philip, que estás navegando por aguas más profundas de lo que supones. ¡Vosotros queréis suprimir la cerveza! ¡Queréis obligar a la gente de Devonshire a quedarse sin su lúpulo y a los de Kent sin su sidra! El destino de las tabernas se va a decidir en el salón caldeado que está aquí encima. ¡Cuidado, no sea que vuestro destino se resuelva en la taberna! ¡Cuidado, no sea que los ingleses vayan a juzgaros al mismo sitio en que se reúnen a menudo para hablar sobre otros cadáveres y otras cuestiones: en un bar! ¡Cuidado! No sea que la última taberna que subsista al fin, cerrada y evitada como un lugar de perdición, sea ésta en que estoy bebiendo esta noche, simplemente porque es la peor taberna de la ciudad. Ten cuidado, no sea que este sitio en que estamos ahora acabe teniendo la misma fama que los tugurios en que los marinos se embriagan y las muchachas se echan a perder. ¡Esto, esto es lo que yo les diría! -dijo levantándose con buen humor-. ¡Ya veremos, ya veremos si la insignia que se acaba destruyendo es la de El Viejo Navío o la de la Maza y el Cetro35!17.2 Ya veremos, como dijo el famoso cervecero, si habrá algún perro que ladre cuando os vayáis...
Lord Ivywood lo observaba con una calma perfecta. Otra idea acababa de ingresar en su espíritu. Sabía que por más que su primo estuviese excitado, no estaba absolutamente ebrio y sabía también que era muy capaz de hablar e incluso de hablar bien. No ignoraba tampoco que cualquier discurso, fuese malo o bueno, haría añicos su plan y la taberna errante seguiría su camino como si tal cosa. Y recordaba que un hombre que ha velado toda la noche en un bosque, que no se acuesta y que al llegar la noche siguiente bebe vino, está muy expuesto a un accidente que no es la embriaguez, sino algo mucho más sano.
--¿Supongo que no tardarás en hablar? -dijo Dorian con la vista en la mesa-. Me avisarás, ¿verdad? Sentiría perderme tu discurso. Ya no me acuerdo de las costumbres de la casa y estoy muy cansado. Me avisarás, ¿verdad?
--Sí -dijo Ivywood.
Hubo un silencio hasta que lord Ivywood lo interrumpió.
--La discusión es una cosa excelente, pero hay ocasiones en que perjudica más que favorece el juego de las instituciones parlamentarias.
No recibió respuesta alguna. Dorian estaba sentado como si mirase la mesa, pero en realidad estaba amodorrado. Casi al mismo tiempo, el representante del Gobierno, también medio adormilado, compareció a la puerta de la ancha sala e hizo una seña con ademán cansino.
Philip Ivywood se levantó ayudándose de la muleta y se quedó unos instantes en pie e inmóvil, fija la vista en el hombre dormido. Después, él y su muleta salieron de la estancia cojeando, dejando en su sitio al durmiente. Pero no fue lo único que dejó en aquella sala. También dejaba allí un cigarrillo intacto, su honor, toda la Inglaterra de sus antepasados, y todo lo que podía servir para distinguir el magno edificio erigido junto al río de una de esas tabernas en que se emborrachan los marineros. Subió al piso superior y despachó su asunto en veinte minutos. El discurso que pronunció en aquella ocasión fue el único de los suyos enteramente exento de elocuencia. Y a partir de aquel día no fue más que un simple fanático cuya mente sólo miraba hacia el futuro.