En algún rincón de los numerosos jardines, terrazas, pabellones, caballerizas y otros parajes análogos pertenecientes a lord Ivywood nació un perro que fue obsequiado con el nombre de Quoodle. Lord Ivywood no le llamaba Quoodle; lord Ivywood era, por decirlo así, físicamente incapaz de articular semejante sonido. A lord Ivywood no le interesaban los perros; lo que sí le interesaba era la Causa de los perros y, más aún, mostrar su propio decoro intelectual. Jamás habría tolerado que se maltratase a un perro en su casa; ni a una rata, en cualquier caso; ni, tampoco, a un hombre. Pero aunque Quoodle no estaba maltratado, sí estaba descuidado desde el punto de vista social, cosa que al perro no le agradaba. Porque los perros desean más la compañía que los mimos que se les prodiga.
Lord Ivywood probablemente habría vendido aquel perro, pero consultó a los especialistas (como hacía en casi todos los asuntos en que no entendía y en muchos en que entendía) y sacó la impresión de que el perro, técnicamente considerado, carecía de valor, sobre todo por la mezcolanza de sus cualidades. Era una especie de cruce de foxterrier y de bulldog, aunque tirando más al segundo, lo que disminuía su valor comercial al paso que robustecía su quijada. Su señoría tenía también la impresión de que el perro hubiera podido ser utilizado como guardián si no fuese por su marcada afición a seguir la caza como un perro de muestra, pero pensaba que, incluso en esta segunda profesión, habría hecho un mal papel, porque nadaba con tanta gracia como un perro corriente. Mas no nos fiemos demasiado de las impresiones de lord Ivywood, que al formarlas quizás estaba pensando en la Piedra Negra de La Meca o en cualquier otro asunto del momento. En definitiva, la víctima de aquel exceso de dones naturales siguió calentando al sol de Ivywood una anatomía que no revelaba nada de su singular desgracia, como no sea su espantosa fealdad.
La que realmente quería a los perros era Joan Brett. Su carácter, no menos que su tragedia, consistía en que cuanto era natural en su manera de ser se mantenía vivo bajo todas las capas de artificialidad; olía desde tan lejos el perfume del espino blanco o del aire del mar como un perro puede olfatear su comida. Como la mayoría de los aristócratas, llevaba su cinismo hasta las puertas del reino de Satán y, en cierto sentido, era tan irreligiosa como lord Ivywood, si no más. Podía ser tan fría y altiva como él cuando le venía en gana. Y en el arte mundano de aparentar aburrimiento le daba mil vueltas cuando se lo proponía. La diferencia entre aquellas dos naturalezas consistía en que, a pesar de toda su sofisticación mundana, las formas elementales de conexión entre lady Joan y la naturaleza subsistían, mientras que las de lord Ivywood habían sido cercenadas. Para lady Joan el amanecer seguía siendo el momento en el que el sol salía y no el acto de encender una luz a manos de un eficiente criado cósmico. Para ella la primavera seguía siendo una de las cuatro estaciones del año y no simplemente la «temporada» de la ciudad. Para ella las gallinas y los gallos seguían siendo el complemento natural e indispensable de una casa de campo inglesa y no simplemente (como le había demostrado lord Ivywood con refuerzo de enciclopedias) unos animales de origen indio importados en época relativamente reciente por Alejandro Magno. Para ella un perro era un perro y no un animal superior o inferior o algo que participaba del carácter sagrado de la vida, ni algo que debe ir con o sin bozal, ni algo que debe o no someterse a la vivisección. Le constaba que se ocupaban del perro, como de hecho se ocupó de los perros de Constantinopla Abdul Hamid,10.1 cuya vida estaba escribiendo lord Ivywood para la colección titulada Potentados progresivos. No se crea por ello que lady Joan fuese una sentimental o que tuviese deseos de convertir al perro en su mascota. Simplemente al pasar cerca de él sentía ganas de acariciarle a contrapelo o de darle el primer nombre que se le ocurría y olvidarlo al instante.
El hombre que estaba cortando el césped levantó la cabeza porque nunca había visto a Quoodle comportarse de aquella manera. Quoodle se empinó sobre sus patas, se sacudió y se echó a correr delante de la dama, guiándola hacia una escalera de hierro que ella no había utilizado nunca. Por primera vez, sin duda, Joan le miraba con atención y, al hacerlo, experimentaba un placer humorístico análogo al que sentía contemplando al Profeta de la Luna. Porque aquel complejo cuadrúpedo, con sus patas zambas de bulldog y su ridículo cuarto trasero, recordaba, visto por detrás, a un comandante retirado que camina contoneándose hacia su club.
El perro y la escalera de hierro la condujeron hasta una serie de piezas alargadas que formaban parte de un ala hasta entonces inhabitada de la casa de los Ivywood, abandonada sin duda por culpa de algún estrago obra del antepasado loco, cuyo recuerdo no le parecía útil evocar al último lord Ivywood, temeroso quizá de que perjudicase su carrera política. Pero Joan creyó notar señales recientes de una tentativa de restauración. En una de las habitaciones vacías se veía un bote de pintura blanca; en la otra una escalera de pintor y aquí y allá varillas de cortina. En la cuarta pieza había de hecho una cortina que pendía, solitaria y sin pareja, sobre el viejo arrimadero; se trataba de una opulenta tapicería de un dorado anaranjado, realzada por unas listas ondulantes de color carmesí que evocaban la imagen y la presencia de serpientes, aunque no ofreciesen nada que pudiese recordar ni la boca ni las órbitas de dichos animales.
En la habitación siguiente halló una especie de otomana tapizada de tela rayada, plata y verde, que ocupaba el suelo vacío de la sala. Un impulso en que participaban la fatiga y la impudencia la llevó a sentarse, porque aquel asiento acababa de traerle a la memoria la divertida historia de una señora teósofa que tenía la costumbre de descansar en una otomana y que descubrió un buen día que se trataba de un faquir envuelto en su atavío oriental y postrado en éxtasis perfecto. No es que ella esperase sentarse también sobre un faquir, pero aquella idea bastaba para hacerla reír, porque ponía en ridículo a lord Ivywood. No habría podido decir si quería o detestaba a lord Ivywood, pero estaba segura de que habría gozado tomándole el pelo. En el mismo instante en que se había sentado en la otomana, el perro se sentó junto a la orla de su vestido.
Al poco rato se levantó, movimiento que el perro se apresuró a imitar, y prosiguió su paseo por aquellas salas interminables en que los hombres como Philip Ivywood se olvidan de que no son más que hombres. La sala siguiente estaba más adornada que la que acababa de dejar y la otra todavía más. Se adivinaba que el tema decorativo cuyo desarrollo estaba viendo debía de empezar en el otro extremo del edificio. Podía distinguir ya que el ala que estaba recorriendo terminaba por unas salas que ofrecían el aspecto de lo que se ve en el fondo de un calidoscopio, unas salas que parecían construidas con nidos de pájaros exóticos y de fuegos artificiales petrificados. Mientras observaba aquel espacio repleto de colores se dio cuenta de que lord Ivywood avanzaba hacia ella, vestido de negro y con una cara que resultaba más pálida en medio de aquella policromía. Hablaba solo, como hacen a menudo los oradores. No pareció advertir su presencia y Lady Joan tuvo que reprimir el grito instintivo y absurdo que le venía a los labios: ¡Está ciego!
Un minuto después él le decía que se felicitaba de su inesperada incursión, con la sorpresa y la amena simplicidad que cuadra a tales situaciones, mientras Joan se decía que acababa de descubrir el porqué su rostro le había parecido más descolorido y sombrío que de costumbre. Tal impresión se debía al contraste. Como sus antepasados que cazaban con halcón, el lord sostenía en el puño un ave de apariencia tropical, pequeña, de plumaje abigarrado, cuya cabeza, cuello y ojos tenían una expresión enteramente opuesta a la suya. Lady Joan nunca había visto una criatura viviente dotada de tanta vivacidad y arrogancia. Sus ojos provocativos, su cabecilla afilada, parecían desafiar a la vez a cincuenta gallos de pelea. No resultaba sorprendente, se dijo, que junto a aquella vistosa fierecilla con plumas, los cabellos pálidos y el rostro frío de lord Ivywood parecieran los cabellos y el rostro de un cadáver ambulante.
--No adivinarás nunca lo que es este pájaro -decía lord Ivywood con su acento más encantador-. Habrás oído hablar de él centenares de veces sin imaginar ni remotamente su aspecto. Es un bulbul.
--No lo habría adivinado nunca -replicó Joan- y me temo que nunca me he preocupado de adivinarlo. Me ha parecido siempre una especie de ruiseñor.
--Sí -contestó lord Ivywood-, pero éste es el verdadero bulbul, la especie oriental, el Pycnonotus haemorrhous. Y tú estás pensando en el Daulias golzii.
--Es muy posible -replicó Joan reprimiendo una sonrisa-. Es una verdadera obsesión. Me pregunto, ¿cuándo dejaré de pensar en el Daulias golfillo? Es «golfillo», ¿verdad?
Después, conmovida sin duda por la suave austeridad que reflejaban las facciones de su interlocutor, acarició con dedo leve al ave agresiva y deslumbrante.
--Es una monada -dijo.
Lo cual no agradó al cuadrúpedo que respondía al nombre de Quoodle. Semejante en esto a la mayoría de sus congéneres, gustaba de la compañía de los seres humanos mientras permanecían silenciosos, y les concedía una magnánima tolerancia durante todo el rato que se dedicaban a hablar entre ellos. Pero una conversación sobre otros animales ajenos a su especie hería a Mr. Quoodle en sus sentimientos más íntimos y respetables. Emitió un gruñido. Joan, inspirada por sus instintos, se agachó y le tiró de los pelos para repartir más equitativamente las atenciones monopolizadas hasta aquel momento por el Pycnonotus haemorrhous. Después dirigió la vista al decorado de la sala del fondo a la que habían llegado. Consistía en una marquetería multicolor no terminada aún, pero exquisita, completamente oriental. Por uno de sus ángulos, el ala entera del edificio parecía ir a acabar en la sala redonda y estrecha de un torreón que daba sobre el paisaje y que Joan, que conocía la casa desde su infancia, estaba segura de no haber visto nunca. Al otro lado, un orificio oscuro que se abría en la parte inferior de la marquetería inacabada le recordó de pronto algo que había olvidado.
--Estoy segura -dijo después del momento de éxtasis estético de rigor en tales casos- de que aquí había antes una escalera que conducía al antiguo huerto, a la capilla o algo por el estilo.
Ivywood inclinó gravemente la cabeza.
--Sí -dijo-, tienes razón... Era una escalera que conducía a las ruinas de la capilla medieval. Y, a decir verdad, a otras dependencias que no puedo considerar gloriosas para nuestra familia. Me temo que el escándalo del túnel, del que te habrá hablado tu madre, y las burlas que provocó no nos han hecho bien alguno en el condado; por eso, hoy no es más que un trozo de terreno junto al mar que he dejado que cubra la maleza. Pero si he cerrado el extremo de esta ala es por otra razón. Me gustaría que lo vieses con tus propios ojos.
La condujo entonces a la torre de la esquina en que terminaban las piezas recientemente restauradas y Joan, sensible a la belleza, no pudo reprimir un estremecimiento de bienestar ante lo que divisaba. Cinco ventanas moras delicadamente dibujadas dejaban ver desde los bronces amarillentos y las púrpuras del bosque otoñal hasta los reflejos del mar, semejantes a las plumas de un pavo real. No se veía casa ni objeto de ninguna clase, y por más que estaba familiarizada con aquel trecho de costa, comprendió que lo veía bajo un ángulo enteramente nuevo.
--Tú compones sonetos, ¿verdad? -preguntó Ivywood con una voz en que vibraba algo que se aproximaba a la emoción y que para ella era una novedad en él-. ¿Qué es lo primero que se te ocurre ante esas ventanas?
--¡Comprendo lo que quieres decir! -exclamó Joan después de un breve silencio-. «La misma que otras veces...»
--Sí -dijo él-, es lo mismo que yo siento: «... a peligrosos mares en tierras ya olvidadas...».10.2
Se produjo otro silencio durante el cual el perro dio varias vueltas a la torre sin parar de husmear.
--¡Así es como quiero que sea! -dijo Ivywood con voz ahogada, pero muy conmovida-. Quiero que esto sea el fin de la casa. Quiero que esto sea el fin del mundo. ¿No te das cuenta de que la belleza del arte oriental consiste en esta coloración propia del extremo final de las cosas, como las diminutas nubes del alba o las islas bienaventuradas? Ves -y bajó la voz-, esta decoración tiene el poder de hacerme sentir ausente, distante, como si fuese un viajero de Oriente perdido en algún rincón del mundo y que los demás hombres están buscando. Cuando veo este esmalte, amarillo como un limón pálido, yo mismo me siento a cien leguas del punto en que realmente me hallo.
--Tienes razón -dijo Joan mirándolo con cierta sorpresa-, yo también he sentido lo mismo.
Como perdido en un sueño, Ivywood continuó:
--Realmente es verdad que este arte toma las alas de la mañana y se sumerge en lo hondo de los mares. Dicen que proscribe las formas vivas, pero estoy seguro de que su alfabeto se descifra tan bien como los rojos jeroglíficos de la aurora y del poniente que son las orlas de la vestidura divina.
--Nunca te había oído hablar así -dijo ella volviendo a acariciar con el dedo las plumas violetas de la avecilla oriental.
Mr. Quoodle no podía aguantar más. La opinión que el perro se había formado de la cámara de la torre y del arte oriental evidentemente era bastante mediana, y al ver las atenciones que Joan prodigaba a su rival decidió largarse. Atravesó trotando la sala grande y, habiendo hallado en la pared recién decorada un hueco que todavía no habían tapado y que daba a una antigua escalera oscura, bajó por ella rápidamente.
Lord Ivywood puso suavemente el pajarillo en la mano de la muchacha y acercándose a uno de los ventanales se asomó un poco.
--Mira -le dijo-, ¿no está aquí expresado lo que sentimos los dos? ¿No es ésta la mansión de ensueño colgada en la última estribación del mundo?
Le indicó que se acodara en el antepecho de una ventana, exactamente debajo del sitio en que pendía la jaula de metal dorado, verdadera joya de orfebre, destinada al pájaro.
--¡Oh, qué hermoso! -exclamó lady Joan-. Parece que estamos en un cuento de Las mil y una noches. Y que ésta es la torre de los genios gigantescos, cuyas almenas llegan a la luna, y que este pajarillo es un príncipe, encantado, preso en un palacio de oro colgado del lucero de la tarde.
Algo se disparó de repente en la parte oscura de su conciencia; algo que le produjo una sensación semejante a la que nos advierte que el tiempo está a punto de cambiar o la sensación que se experimenta cuando la música lejana que estábamos escuchando enmudece súbitamente.
--¿Dónde está el perro? -preguntó de pronto.
Ivywood la miró con ojos grises y afables.
--¿Había un perro aquí?
--Sí -dijo lady Joan devolviéndole el pájaro que él colocó cuidadosamente en la jaula.
El perro había bajado la espiral de una escalera sombría para ir a encontrar la luz del día en una parte del jardín que ni él ni nadie había visto desde hacía tiempo. Era un rincón de tierra invadido por la maleza y en el que no había más rastro de intervención humana que las ruinas de una capilla gótica hundida hasta la mitad en las ortigas y cuyos muros estaban cubiertos de líquenes y hongos. La mayor parte de aquella vegetación fungosa no hacía más que dar color a las piedras grises, cubriéndolas de una gama que iba desde el pardo basta el bronceado, pero algunas, especialmente en el lado más distante del edificio, ofrecían matices anaranjados y violáceos casi tan brillantes como las decoraciones de lord Ivywood. Un espectador de imaginación viva habría podido descubrir una especie de alegoría en aquellos santos y aquellos arcángeles derrumbados, rotos, que alimentaban una vegetación parasitaria de color dorado y sangriento. Pero a Quoodle nunca le había dado por las alegorías y se limitó a adentrarse en aquella jungla inglesa de tonos grisáceos. Sus frecuentes gruñidos contra las zarzas y las ortigas se parecían mucho a los de un hombre de ciudad que refunfuña cuando se encuentra en medio de una multitud que se mueve a empujones. Pero no por ello dejó de seguir adelante, pegada la nariz al suelo, como si hubiera olido algo que le interesase. Y, ciertamente, lo que descubrió era para interesar a un perro. Después de atravesar una última barrera de zarzales agrestes y amoratados, salió a un claro en forma semicircular relativamente desbrozado, pero provisto de unos cuantos árboles esbeltos tras los cuales, como telón de fondo, aparecía la bóveda de un túnel. Dicho túnel estaba obstruido por una empalizada carcomida que ofrecía el vago aspecto de un barracón para pantomimas. Ante ella un individuo robusto, vestido con una cazadora algo raída, manejaba una sartén abollada sobre una llama intermitente que despedía un olor a ron quemado. En la sartén, así como sobre el barril que hacía las veces de mesa en aquella cocina al aire libre, había muchos de los hongos pardos, grises y anaranjados que servían de adorno a los ángeles y a los dragones de piedra de la capilla derruida.
--¡Hola, amigo! -dijo el individuo de la cazadora con tranquilidad y sin levantar la vista del guiso-. Has venido a visitarnos, ¿eh? Entra, entra -lanzó un vistazo al perro y en seguida volvió a su tarea-. Si tuvieses media cola menos, valdrías un centenar de libras. ¿No has desayunado?
El perro se le acercó y empezó a buscar y a olfatear el suelo en torno a sus gastadas polainas de cuero. El hombre no separaba la vista de su cocina, que le ocupaba las dos manos, pero con el pie y con la rodilla hizo una caricia al perro, debajo de la mandíbula, caricia cuyo efecto (a decir de ciertos sabios) representa para el perro un placer equivalente al de un buen cigarro para el hombre. En aquel momento, un vozarrón parecido al de un ogro retumbó bajo el túnel.
--¿Con quién hablas? -dijo la voz.
Después, en lo alto de la pintoresca casucha, se abrió una especie de ventanilla y apareció una cabezota cubierta de una maraña rojiza y provista de dos ojos azules y redondos, enormes como los de un sapo gigante.
--¡Hump! -exclamó el ogro-, veo que mis consejos de moral no han servido de nada. Durante la última semana, he cantado al menos catorce canciones de mi propia cosecha y lo único que haces es robar perros. Me temo que vas a seguir el mal ejemplo del famoso pastor.
--No, no -contestó el hombre que manejaba la sartén, con aire juicioso-. El pastor Whitelady descubrió una excelente forma de volver a Pebblewick sin que lo vieran y yo he tenido la suerte de seguir su ejemplo. Pero creo que hizo una tontería al dedicarse a robar perros. Le excusa su juventud y que sólo sabía de teología. Yo conozco demasiado a los perros para dedicarme a robarlos.
--Entonces, ¿de dónde has sacado éste? -preguntó el hombre de la cabezota roja.
--Dejo que sea él el que me robe -contestó.
Y hay que reconocer que el perro se había sentado a su lado, muy tieso, muy arrogante, como si fuese un perro guardián retribuido con esplendidez e instalado allí desde antes de la apertura del túnel.