9. La eminente crítica y Mr. Hibbs

Pebblewick se enorgullecía de poseer un periódico vespertino de gran iniciativa llamado El Globo de Pebblewick y uno de los mayores orgullos en la vida de su editor fue la publicación de una edición especial dedicada a la desaparición del letrero fantasma de manera casi simultánea a dicho acontecimiento. Y en la algarada que provocó, suerte tuvieron los hombres-anuncio de estar protegidos por los cartelones que llevaban y en los que se leía:


LA TABERNA FANTASMA


Un cuento de hadas en Pebblewick
Edición especial


El periódico que se anunciaba de este modo contenía una información completa y más o menos exacta de lo ocurrido, o de lo que parecía haber ocurrido, en presencia de George y de sus numerosos partidarios:

George Burn, carpintero de nuestra ciudad, y Samuel Gripes, carretero al servicio de los señores Jay y Gubbins, cerveceros, pasaban en compañía de varios habitantes de Pebblewick por delante del pabellón recién erigido en la playa oeste para la celebración de toda clase de reuniones y conocido con el nombre de pequeño Salón Universal. Viendo a su entrada uno de esos letreros al extremo de un poste, hoy rarísimos, dedujeron con lógica irrefutable que en aquel sitio, a diferencia de otros, estaba autorizada la venta de bebidas alcohólicas. Las personas que se reunían en el interior afirmaron desconocer el hecho y cuando unos y otros salieron a la calle -despuésde algunas escenas deplorables, que afortunadamente no ocasionaron muerte alguna- se dieron cuenta de que dicho letrero había sido robado o destruido. Todas las personas que participaron en el asunto estaban perfectamente serenas, y aunque hubieran querido no hubieran hallado dónde embriagarse. El misterio está siendo objetode una investigación.

Pero esta información espontánea debía su exactitud a la honradez accidental del director. Agréguese que los periódicos vespertinos son, en general, más honrados que los de la mañana porque casi siempre están redactados por subalternos tan mal retribuidos y abrumados de trabajo urgente que la copia no pasa por manos de personas temerosas que no dejarían de retocarlo. De modo que, cuando al día siguiente aparecieron los periódicos matutinos, la historia del escurridizo letrero había sufrido una alteración sutil, pero notable. En el diario de mayor tirada e influencia en la comarca, el problema había sido confiado a un caballero conocido bajo el nombre -extraño para los que no eran periodistas- de Hibbs Nobstante. El apodo de Nobstante se lo había ganado a fuerza de exagerar, hasta convertirla en manía, su tendencia a suavizar sus opiniones, que prácticamente se desvanecían bajo una retahíla de «peros», «no obstante», «por más que» y demás conjunciones adversativas. A medida que aumentaban sus emolumentos (algo que suele ser del agrado de directores y propietarios de periódicos) y el número de sus antiguos amigos disminuía (porque el más generoso de los amigos acababa por resentirse ante un éxito que no tiene nada que ver con el infeccioso sabor de la gloría), estimó cada vez más su valor de diplomático y de hombre «que dice siempre lo que conviene». Pero ésa fue también su perdición intelectual; de tan diplomático como se volvió, acabó por resultar oscuro, farragoso, en una palabra, ininteligible. Los que lo conocían no dudaban en proclamar que cuanto decía era lo que se tenía que decir, la palabra oportuna; pero se hubieran visto apurados para explicar qué es lo que había dicho. Desde sus comienzos, había demostrado particulares aptitudes para cultivar uno de los mayores artificios del periodismo moderno, o sea, para dejar a un lado lo esencial de la cuestión, como si fuese algo que no corre prisa, y dedicarse con esmero a cualquier aspecto secundario. De modo que podía escribir: «Pensemos como pensemos sobre la vivisección de los niños pobres, todos estamos de acuerdo al exigir que sea practicada por cirujanos debidamente cualificados». Y en la época más oscura de su diplomático estilo, parecía inclinarse a olvidar enteramente la cuestión principal, y consagrarse a un tema por completo diferente, relacionado con ella mediante alguna tenue y esquiva asociación de ideas. En sus días más penosos podía escribir lo siguiente: «Pensemos como quiera que pensemos sobre la vivisección de los niños pobres, está fuera de toda duda que la influencia del Vaticano se halla en plena decadencia». Conquistó su apodo gracias a un párrafo cuya paternidad se le atribuía sobre el atentado del que fue víctima el presidente de los Estados Unidos, herido en Nueva Orleans por el disparo de un loco. Este párrafo decía así: «El presidente pasó buena noche y su estado ha mejorado notablemente. No obstante, el asesino no es un alemán como se creyó primeramente». Este misterioso «no obstante» mantuvo perplejos durante horas a los lectores empeñados en entenderlo, hasta que perdiendo el juicio sintieron también ganas de emprenderla a tiros con alguien.

Hibbs Nobstante era un hombre alto y flaco, de cabello amarillento y maneras suaves y conciliadoras, pero en lo íntimo era un hombre arrogante y orgulloso. En Cambridge había sido amigo de Leveson y en aquella época los dos presumían de ser «moderados» en política. Pero cuando a uno le han hundido el sombrero hasta las narices y se ha visto obligado a echar a correr dejando parte de la levita en manos ajenas, y ha tenido que acelerar aún más al observar que varias personas de mayor fuerza que uno mismo le obsequian con una lluvia de ladrillos, los sentimientos de moderación, políticos o no políticos, suelen evaporarse. Hibbs Nobstante ya había redactado una nota sobre el suceso de Pebblewick que, en la medida en que sus artículos decían algo, decía la verdad sobre lo acontecido. Por lo demás, sus motivos para escribir sobre el asunto eran, como siempre, complejos. Sabía, por una parte, que el propietario del periódico tenía la afición del espiritismo y que, por consiguiente, sería peligroso no insertar una historia misteriosa y sobrenatural. Sabía, por otra parte, que por lo menos dos de los prósperos comerciantes que habían certificado la autenticidad de la historia eran miembros entusiastas del Partido. Sabía, por fin, que perteneciendo lord Ivywood al Otro Partido, su deber era combatirlo moderadamente. Le atacaría, pues, más o menos vagamente, dando crédito a un hecho que venía apoyado por sólidos testimonios exteriores, cosa que no acontecía con numerosas noticias engendradas por entero en las oficinas de la redacción. Teniendo presentes todas estas consideraciones, Hibbs Nobstante se disponía a presentar un artículo de carácter confirmatorio, cuando la aparición de Mr. Leveson con el cuello arrancado y las gafas rotas y la conversación subsiguiente, que sostuvieron a puerta cerrada los antiguos condiscípulos, condujeron al ilustre periodista a modificar un poco sus propósitos. Naturalmente, no llegó a escribir de nuevo el artículo; Nobstante no pertenecía a esa divina casta de hombres que crean sin cesar cosas nuevas. Se limitó a recortar y a retocar su primer artículo de manera que lo transformó en algo que dejó muy atrás cuanto había salido de su pluma, convirtiéndolo en un artículo estupefaciente que aún hoy es recordado con cariño por las personas cultivadas que coleccionan las peores muestras literarias del mundo.

Lo cierto es que comenzaba con una fórmula relativamente aceptable:

«Por más que todos conservemos nuestros puntos de vista más o menos progresistas sobre la cuestión tan vieja como debatida de los letreros de las tabernas, no dejaremos por ello de admitir con unanimidad que las escenas que se han desarrollado en Pebblewick distan de hacer honor a los que en ellas tomaron parte.» Pero inmediatamente el hombre se sumergía en un mar de absurdidades. Era un artículo maravilloso, donde el lector podía encontrar las opiniones de Mr. Hibbs sobre todos los temas, excepto el que se trataba. La primera parte de la siguiente frase dejaba entender con relativa claridad que, de haberse hallado presente, Mr. Hibbs no hubiera prestado el menor apoyo a los matarifes de San Bartolomé ni a los de las Matanzas de Septiembre.9.1 Pero en la segunda mitad de dicha oración se apresuraba a añadir que como hace tiempo nadie se proponía reproducir semejantes atrocidades y, además, cualquier tentativa para impedirlas resultaba actualmente un poco tardía, él se consideraba autorizado a experimentar la más calurosa simpatía hacia la nación francesa. Insistía por lo demás en que dicha amistad sólo debía expresarse en francés, llamándola entente en el idioma que los mozos de café inculcan a los turistas y no «entendimiento» en la lengua que entiende el pueblo. A partir de la primera mitad de la frase siguiente, el lector podía inferir que Mr. Hibbs había leído a Milton, por lo menos el pasaje que alude a los hijos de Belial, y después, que no entendía una jota en cuestión de vino malo por no hablar del bueno. A continuación hacía una alusión a la corrupción del Imperio romano para acabar citando al doctor Clifford. Continuaba con un alegato bastante flojo en favor de la eugenesia y una ardiente catilinaria contra el servicio militar obligatorio, ya que no era propiamente eugenésico. Con esto concluía. El título del artículo era: «El motín de Pebblewick».

Con todo, sólo cometiendo una injusticia podríamos callar que el tal artículo valió a este caótico paladín un considerable montón de cartas de lectores. Hay que suponer que los que escriben cartas a los periódicos, al igual que cuantos ejercen alguna influencia en el Estado moderno, forman una congregación excéntrica. Pero al revés de lo que pasa con los abogados, financieros, diputados, hombres de ciencia, aquellos son gente que pertenecen a todas las clases sociales, a todas las promociones, edades, sectas y sexos así como a todos los grados de la chifladura. Las cartas que recibió Hibbs por su artículo pueden aún consultarse en los polvorientos archivos del periódico.

Una anciana de la parte más poblada de los Midlands escribía para señalar que quizá en la costa en que habían ocurrido los sucesos se hallara realmente un viejo navío embarrancado. «Mr. Leveson pudo no advertirlo y a aquella hora tardía tomarlo por un letrero; no tendría nada de particular, sobre todo tratándose de una persona más o menos miope. Mi propia vista no cesa de acortarse de un tiempo a esta parte, pero sigo siendo lectora asidua de su periódico.» Si la diplomacia de Hibbs hubiese dejado en libertad una sola fibra de su carácter se habría puesto a reír o a llorar después de una carta de este género; o se habría embriagado o entrado en una orden monástica.

Pero, fiel a su genio y a su figura, la midió con un lápiz y comprobó que era un poco larga para insertarla en el periódico. Se recibió también la carta de un teórico, de la peor especie de teóricos. No hay mal irreparable en el teórico que inventa una nueva teoría para cada nuevo fenómeno. Pero el teórico que primero elabora una nueva teoría y después ve pruebas de dicha teoría en todo, es el más peligroso enemigo de la razón humana. La carta se disparaba como un tiro cuando se aprieta el gatillo: «¿Acaso no está resuelto todo el asunto en Ex 4, 3?9.2 Adjunto a la presente varios panfletos en los que he demostrado este punto de la manera más concluyente, los cuales no han sido rebatidos, ni siquiera comentados, por ningún obispo ni pretendido ministro de la Iglesia libre. La relación entre la estaca o el poste y la serpiente, tan claramente indicada por la Escritura, no resulta menos evidente en este caso. Moisés da fe con toda precisión de cómo un poste o estaca se transformó en serpiente. Todos sabemos que cuantos se entregan a las bebidas espirituosas tienden a afirmar que han visto una serpiente. No tiene, pues, nada de particular que hubieran visto un poste en el estado previo a su transformación. Véase también Deut 18, 2». La carta continuaba así durante treinta y tres páginas de apretada escritura y esta vez Mr. Hibbs estaba en su derecho al encontrarla un poco larga.

Tampoco faltó el corresponsal científico que se despachaba de este modo: «¿No nos hallaremos quizá en presencia de un efecto de acústica?». Un salón de actos construido con palastro acanalado ya le parecía algo indigno de su confianza. La misma palabra «salón» (añadía con espíritu cómico) hacía eco en ocasiones en el interior de edificios fabricados con dicho material, de forma que tomaba la forma de «Salomón», provocando numerosos embrollos teológicos y confusiones de todo tipo. En vista de tales circunstancias, deseaba llamar la atención del director sobre algunos curiosos detalles relacionados con la presencia o la ausencia del letrero. Era un hecho que numerosos testigos y, especialmente los más respetables, insistían en referirse a algo que debía hallarse «fuera». La palabra se repite al menos cinco veces en las denuncias de los querellantes. Ahora bien: tenemos el derecho de inferir, sin por ello infringir ninguna regla científica, que la insólita expresión «letrero» es un error de acústica debido a la deformación de «dentro». Esta palabra ha podido entrar en la discusión de la manera más natural del mundo, ya sea para aludir al edificio, ya para referirse a las personas, desde el momento que lo que se debate es una cuestión de higiene. La firma de esta carta decía: «Un estudiante de Medicina»; los fragmentos más absurdos de la misma fueron insertados en el periódico.

Hubo un gracioso que escribió diciendo que a su juicio en aquel asunto no había nada de extraordinario ni de inexplicable. A él también le había sucedido ver un letrero al entrar en una taberna y a la salida no estar en condiciones de dar con él. Esta carta, la única que tenía cierto valor literario, fue eliminada por Hibbs con un ademán despectivo.

Un caballero culto, pero algo frívolo, se limitaba a ofrecer una sencilla sugerencia. ¿Había alguien leído el cuento de H. G. Wells sobre la curva del espacio? La carta estaba redactada de tal manera que parecía suponer que sólo él, además del propio Wells, había oído hablar del relato. La historia en cuestión probaba que era perfectamente posible que los ojos de un hombre se hallasen en una parte del mundo mientras sus pies estaban en otra. El caballero hacía esta sugerencia por si resultaba útil para resolver el misterio. El montón de cartas a que fue a sumarse indicaba bien a las claras la utilidad que tenía.

Hubo también, claro está, un hombre que vio en todo aquello un complot contra la insularidad británica. Pero como no precisaba si el delito principal de los invasores consistía en haber clavado el letrero o en quitarlo, el valor de sus observaciones fue poco estimado, ya que el resto de la carta trataba exclusivamente de la grosería verbal de un heladero italiano cuya relación con el asunto estaba insuficientemente desarrollada.

Y por último, y no por ello de menor importancia, había una avalancha de cartas de los que quieren resolver un problema que no han comprendido mediante la abolición de todo lo que ha contribuido a que se origine. ¿Quién no conoce esta clase de individuos? Si un barbero degüella a uno de sus clientes porque una muchacha cambió de pareja para un baile o para una excursión en burro por los brezales de Hampstead, no faltarán comentaristas que la emprenden contra todas las instituciones concomitantes. Tal crimen no se habría perpetrado si se hubiesen abolido los barberos o la repulsión que sienten las muchachas contra las barbas de varios días, o si se aboliesen todas las muchachas, o si se aboliesen los brezos y los espacios libres, o si se aboliesen los burros. Pero los burros, mucho me temo, nunca serán abolidos.

Desde luego, en el prado comunal de aquella discusión, los asnos se contaban por decenas. Algunos lectores esgrimían argumentos contra la democracia porque George era carpintero. Otros contra la inmigración porque Misysra Ammon era turco. Los de más allá proponían que se prohibiese a las mujeres asistir a conferencia de ninguna clase, sólo porque su presencia en la de marras había creado algunas dificultades tan leves como transitorias y, además, sin culpa por su parte. Los de acullá exigían la abolición de las estaciones balnearias; otros, más radicales, pedían que se suprimiesen las vacaciones. Alguno argumentaba de forma vaga contra la orilla del mar; otros se decantaban, más vagamente aún, por la abolición del mar. Todos aseguraban que si esto, que si aquello, que si las piedras, que si las algas, que si los visitantes extranjeros, que si el mal tiempo, o pretendían muy serios que una limpieza enérgica de las casetas de baño habría evitado semejante disturbio. Los discursos de unos y otros no tenían más que un pequeño defecto: que ninguno tenía la más remota idea de lo que realmente había ocurrido. Pero en esto no eran los únicos, pues nadie sabía con exactitud lo que había sucedido y nadie lo sabe todavía. Cosa naturalísima, porque si no fuese así no nos hubiese pasado por la cabeza la idea de escribir esta historia, cuyo objeto -¿es menester decirlo?- no es otro que el de exponer la lisa y llana verdad.

El artificioso y confuso estilo que constituía la única habilidad de Mr. Hibbs Nobstante había indudablemente obtenido un éxito, ya que todos seguían su argumentación, aunque quizá con más inteligencia y menos acaloramiento. Parecía cada vez más probable que una explicación divertida y escéptica no tardaría en salir a la luz y que con ella quedaría enterrado el asunto.

La historia del letrero y del salón construido en palastro acanalado se discutió y hasta fue puesta un poco en duda por los semanarios religiosos, pero así como las críticas de la Iglesia baja parecían dirigirse preferentemente contra el letrero, las de la Iglesia alta iban más bien contra el salón. No obstante, una y otra estaban contentas en afirmar que aquel acoplamiento resultaba disparatado, por no decir fabuloso. Las únicas instituciones intelectuales que parecieron aceptar la cosa con facilidad fueron los periódicos espiritistas, y su interpretación del hecho no hubiera satisfecho a Mr. George.

Sólo un año después los círculos filosóficos juzgaron que se había dicho la última palabra sobre la cuestión. En efecto, en la célebre obra del profesor Widge sobre El historial de los fenómenos petropiscatoriales, aparecía un juicio sobre el incidente y su alcance desde el punto de vista natural y sobrenatural, que tuvo no poca resonancia en el pensamiento moderno cuando se publicó en fragmentos en el Hibbert Journal. Todos los lectores recordarán la principal proposición sentada por el profesor Widge: la crítica moderna debe aplicar a la taumaturgia del lago Tiberíades los mismos principios que el doctor Bunk y otros investigadores han aplicado a la historia de las bodas de Canaán. Esto es lo que escribió: «Autoridades tan indiscutidas como Pink y Toscher -escribió el profesor-, han demostrado con una precisión que ningún espíritu libre osará poner en duda, que la taumaturgia acuavínica de Canaán está en abierta contradicción con la psicología del `amo del festín' (según ha quedado fijada por los análisis modernos), y en realidad, con toda la psicología judeoaramea en aquella fase de su desarrollo; y no es menos penoso su desacuerdo con las elevadas ideas del aludido profesor de moral. Pero cuando alcancemos un nivel superior de desarrollo ético, probablemente consideraremos necesario aplicar los principios cananeos a acontecimientos ulteriores del mismo relato. Quien ha defendido este principio ha sido principalmente Huscher, que ha llegado a la conclusión de que todo el episodio es apócrifo; al paso que la teoría contraria, o sea, que el vino no era alcohólico sino aguado, está sostenida por un pensador tan eminente como Minus. Salta a la vista que si aplicamos esta alternativa a la supuesta pesca milagrosa, tendremos que admitir o bien que, como quiere Gilp, los peces estaban disecados y previamente dispuestos en el lago (véase la obra del reverendo Y. Wyse El vegetarianismo cristiano como sistema cósmico que expone vigorosamente dicha hipótesis), o bien, de acuerdo con la hipótesis huscheriana, negar toda autenticidad al relato piscatorio.

»La dificultad con que chocan los críticos más audaces, sin olvidar a Pooke, cuando quieren adoptar esta actitud enteramente negativa, proviene de la improbabilidad de una narración tan detallada incluida en la frase tan superficial a que los críticos aluden. Pooke afirma con la firmeza característica de su razonamiento que según la teoría de Huscher una declaración tan metafórica, pero no por ello menos notable, como `Os convertiré en pescadores de hombres',9.3 se ha transformado, por extensión, en una crónica realista de los acontecimientos, crónica que no contiene, sin embargo, la menor mención, ni siquiera en los pasajes más evidentemente interpolados, de que jamás al retirar las redes del mar, o, mejor dicho, de la laguna, se haya hallado un hombre.

»Tal vez parecerá un rasgo de petulancia o de mal gusto el disentir de la opinión de Pooke sobre un tema cualquiera, pero yo me atrevo a sugerir que ha sido precisamente su esplendor académico y la posición eminentísima que ocupa el venerable profesor (cuyo nonagésimo séptimo aniversario se celebró con inusitada magnificencia en Chicago el año pasado) lo que puede haberle impedido llegar a un conocimiento intuitivo de la manera en que nacen los errores en los espíritus vulgares. Me permito traer a colación un caso reciente que ha llegado a mi conocimiento (en verdad de una manera indirecta, pero no sin un estudio diligente de cuantos informes han llegado hasta mí). Este caso presenta un curioso paralelismo con esas antiguas conversiones de un pasaje en un acontecimiento real, confirmando la ley de Huscher.

»Este hecho tuvo lugar en Pebblewick, en el sur de Inglaterra. La población se hallaba sumida desde hacía tiempo en un peligroso estado de excitación religiosa. El gran genio místico que después ha alterado tan profundamente nuestra actitud hacia todas las religiones del mundo, Misysra Ammon, había dado en la playa una serie de conferencias escuchadas por una muchedumbre entusiasta. Sus mítines se habían visto interrumpidos por servicios de niños celebrados de acuerdo con la ortodoxia más rígida y por la `Liga de la Roseta Roja', la temible organización atea y anarquista. Y como si esto no bastara para desencadenar el torbellino del fanatismo, la antigua controversia popular entre los sublapsarianos moderados y los sublapsarianos intransigentes se reprodujo en aquella playa predestinada. Puede, pues, conjeturarse con toda legitimidad que en la atmósfera de Pebblewick, sobresaturada de teología, alguno de los polemistas haya citado el texto: `Una generación mala y adúltera busca un barco en el que llegar a buen puerto. Pero no encontrará barco alguno, como no sea el del profeta Jonás'.

»Un espíritu de la contextura mental de Pooke admitirá difícilmente que ese texto produzca tal efecto a los campesinos ignorantes de la Inglaterra meridional que los arroje a la búsqueda de un barco real. Como quiera que sea, el barco del profeta Jonás se convirtió dentro de su inteligencia obtusa en su objeto de búsqueda. Se echaron a andar buscando, literalmente, una imagen de un barco, y algunos, víctimas de la alucinación de Smail, lo vieron realmente. El incidente, como se ve, ofrece una curiosa analogía con el relato evangélico y nos aporta una prueba decisiva a favor de la ley de Husher.»

Lord Ivywood felicitó públicamente al profesor Widge, diciéndole que había librado al país de algo que podía ser fuente de un diluvio de supersticiones. Pero en realidad era el pobre Hibbs quien había dado el primero y el más vigoroso de los golpes que dejaron tambaleando a la razón humana.