--Estoy seguro -había declarado Mr. Leveson, secretario, con una sonrisa un poco forzada- de que después del histórico discurso que acabamos de oír, algunos de ustedes sentirán la necesidad de formular algunas preguntas o de pedir algunas aclaraciones que tendrán la virtud de engendrar un debate. Seguro que alguien quiere preguntar algo.
Después, con la vista puesta en un caballero de aire cansino sentado en la cuarta fila, preguntó con solicitud:
--¿Quizá Mr. Hinch?
Pero Mr. Hinch meneó la cabeza con una lánguida obstinación y dijo:
--Realmente, señor, no podría, no podría.
--Nos felicitaríamos todos -repuso Mr. Leveson- si alguna señora quisiese formular una pregunta.
En el silencio subsiguiente, por Dios sabe qué proceso psicológico, se formó la convicción de que una señora particularmente grande y gruesa (como diría el orador) sentada en la segunda fila tenía una pregunta que formular. Pero la expectación dio paso a la decepción debido a la inmovilidad de la dama, rígida como una estatua de cera. «¿Alguna otra pregunta?», insistía Mr. Leveson como si realmente ya se hubiese formulado alguna, con una actitud que reflejaba una especie de alivio.
En aquel momento se produjo un cierto revuelo en el fondo de la sala y en uno de los laterales. Hubo murmullos sofocados y voces que decían: «¡Anda, George! ¡Te toca a ti, George! ¿Que si hay más preguntas? ¡Ya lo creo!».
Mr. Leveson alzó la vista con una viveza que tenía mucho de alarma. Y se dio cuenta de que algunos hombres del pueblo, con su traje de faena, se habían introducido en la sala aprovechando que la puerta estaba abierta. No eran verdaderos campesinos, pertenecían más bien a esa clase, mitad labradora, mitad obrera, que se ve en los arrabales de las grandes estaciones balnearias. La palabra «señor» no forma parte de su repertorio y tienden a llamar George a todo bicho viviente.
Mr. Leveson comprendió la situación y la aceptó. Imitando el elevado ejemplo de lord Ivywood, hizo poco más o menos lo que éste hubiera hecho en semejante caso, pero con una timidez que ciertamente no estaba en las maneras del lord. Y los mismos hábitos de sociedad que eran responsables del malestar que sentía en presencia de tales sujetos le obligaban a disimular su malestar. La misma concepción moderna de la vida que le llevaba a sentir repugnancia ante aquellos harapos le conducía a dominar su repugnancia.
--Estoy seguro de que todos nos congratulamos -dijo nerviosamente- de ver que nuestros amigos de fuera vienen a sumarse a nuestra indagatoria. Claro está -agregó, lanzando a todas aquellas grandes señoras que le rodeaban una mirada circular acompañada de una sonrisa espantosa-, claro está que aquí todos somos demócratas. Tenemos todos la mayor confianza en la voz del pueblo y esas cosas. Si nuestro amigo que está en el fondo de la sala se aviene a formular brevemente su pregunta, creo que podremos dispensarle de que la formule por escrito.
Se renovaron las voces que jaleaban a George, que con justicia se oía llamar campeón y que echó a andar hacia el estrado con sus pantalones sujetos por dos cordeles. Parecía no haberse sentado desde su entrada en la sala y comenzó a hablar en lo que llamaremos el pasillo central.
--Pues, bueno -comenzó-, yo querría preguntar al propietario...
--Las preguntas -interrumpió Mr. Leveson, entregándose a la obstrucción del debate, que es el arte magno de los moderadores modernos-, las preguntas deben dirigirse al presidente si se trata de una cuestión de orden, al orador si conciernen a la conferencia.
--Entonces -dijo el paciente George- pregunto al orador ¿si no es verdad que cuando la cosa está fuera, también debe estar dentro? (Ruidosos aplausos en el fondo de la sala.)
Mr. Leveson estaba realmente intrigado; el asunto empezaba a olerle a chamusquina, pero el entusiasmo del Profeta de la Luna, que se inflamaba inmediatamente y con cualquier pregunta, no dejó margen a la intervención del presidente.
--¡Sí, realmente es ésa la esencia de nuestro mensaje! -decía el turco abriendo de par en par los brazos como para abrazar al mundo entero-. La manifestación exterior y la manifestación interior han de ser una misma cosa. ¡Y es precisamente esta misma verdad que acaba de ser apuntada por nuestro amigo, la que explica la aparente falta de todo simbolismo que se advierte en el islam! ¡Parece que desdeñemos el símbolo cabalmente porque sólo codiciamos el símbolo satisfactorio! Mi amigo del pasillo seguramente entrará en una mezquita y preguntará: «¿Dónde está la estatua de Alá?». Pero ¿sería capaz mi amigo del pasillo de realizar una estatua de Alá que mereciese la aprobación de todo el mundo?
Misysra Ammon se sentó satisfecho de su réplica, pero muchos de los presentes dudaron de que «su amigo del pasillo» participase de tal satisfacción. Aquel buscador de verdades se pasó el revés de la mano por la boca con aire dubitativo y repuso:
--No lo tome a mal, señor, pero, ¿no dice la ley que cuando eso está en el exterior, estamos en nuestro derecho? ¡He entrado aquí por pura casualidad, pero, caray, nunca he visto cosa igual! (Ruidosas carcajadas en el fondo.)
--No tiene necesidad de excusarse, amigo mío -exclamó con fervor el sabio oriental-. Me hago perfecto cargo de que no está acostumbrado a encontrarse en una escuela de verdad como ésta. ¡Pero la ley, la ley lo es todo! ¡La ley es Alá! La unidad más íntima de...
--Entonces... ¿no es lo que dice la ley?... -insistió el pertinaz George, y cada vez que invocaba la ley, los pobres, que son generalmente su víctima, aplaudían ruidosamente-. A mí no me gusta armar jaleo. Soy un ciudadano respetuoso de la ley, eso seguro -más aplausos-. Pero, ¿no dice la ley que si tienen puesto el letrero, y si pertenecen ustedes al gremio, deben servirnos?
--Me temo que no acabo de comprenderle -exclamó impaciente el turco-. ¿Que debo qué?
--¡Servirnos! -berreó un coro de voces recias desde el fondo de la sala, donde, evidentemente, había mucha más gente que antes.
--¿Serviros? -exclamó Misysra poniéndose en pie de un brinco-. ¡El santo Profeta bajó del cielo para serviros! ¡Hace un milenio que la virtud y el valor arden en deseos de serviros! Entre todas las creencias, la nuestra es por excelencia la que sirve. De todas las religiones, la nuestra es la que más piensa en serviros. Nuestro profeta máximo no es más que un siervo de Dios, como lo soy yo, como lo sois vosotros. Hasta hemos adoptado como símbolo un satélite y honramos a la Luna porque sirve a la Tierra y no pretende ser el Sol.
--Estoy seguro -intervino Mr. Leveson levantándose con una sonrisa llena de tacto- que el punto ha quedado dilucidado por el orador de la manera más elocuente y más precisa que pueda apetecerse. Y como los autos esperan a las señoras, algunas de las cuales han venido de bastante lejos... y creo que el programa...
Todas las señoras, por su parte, se habían apoderado de sus abrigos con rostros que expresaban desde la estupefacción hasta el terror puro y simple. Únicamente Joan se quedó atrás temblando de una emoción inexplicable. Mr. Hinch, que hasta entonces había permanecido mudo, se había deslizado hasta el sillón del presidente y le sugería:
--Es preciso que haga salir a las señoras. No sé qué es lo que están tramando, pero algo traman.
--Bueno -repetía el paciente George-, si es de ley, ¿dónde está?
--Señoras y señores -dijo Mr. Leveson multiplicando la gracia de sus ademanes-, me parece que hemos pasado una velada deliciosa.
--¡Pues nosotros no! -gritó una voz ruda que salía del fondo de la sala-. ¿Dónde está?
--Tenemos derecho a saberlo -dijo George-. ¿Dónde está?
--¿Dónde está el qué? -exclamó Leveson, secretario, al borde de un ataque de histeria-. ¿Qué quieren?
Mr. George, el ciudadano respetuoso de la ley, se volvió hacia atrás e hizo un gesto a un hombre que estaba en un rincón de la sala, diciéndole:
--¿Qué vas a tomar, Jim?
--Tomaré un whisky -contestó el hombre del rincón.
Lady Enid Wimpole, que se había quedado sobre todo por consideración a Joan, única dama que aún permanecía en la sala, la cogió por las muñecas y le dijo con voz angustiada:
--¡Por Dios, vámonos, querida! ¡Ya empiezan a decir barbaridades!
Lejos, sobre la franja húmeda de la playa, la marea borraba lentamente las huellas de dos ruedas y de cuatro pezuñas, que era precisamente lo que buscaba el llamado Humphrey Pump al conducir su asno y su carro por la arena con el agua hasta los tobillos.
--Supongo que se te ha pasado la borrachera -dijo con cierta severidad al coloso que caminaba pesada y casi humildemente a su lado, con el sable golpeándole la cadera-. Porque eso de ir a clavar el letrero ante aquel barracón de hojalata ha sido una estupidez. Casi nunca te he hablado de este modo, capitán, pero dudo que en todo el país encuentres otro hombre capaz de sacarte del lío como yo te he sacado. ¡Mira que ir a espantar a todas aquellas señoronas! No se le ocurre ni a un loco de remate. ¿Oíste los chillidos que pegaban?
--He oído algo peor antes de retirarme -dijo el hombretón sin levantar la cabeza-. He oído a una que reía... ¿O es que crees que no la he oído reír?
Hubo un silencio.
--No quería ser duro contigo -dijo Humphrey Pump con esa incorruptible bondad que constituye el fondo del carácter inglés y que podría salvar el alma de los ingleses-. Pero lo cierto es que no estaba seguro de que íbamos a salir bien parados de ésta. Tú eres más valiente que yo, y yo reconozco que tenía miedo por los dos. Si no hubiese conocido el camino del túnel abandonado, aún estaría asustado.
--¿Si no hubieses conocido el qué? -preguntó el capitán levantando por primera vez la cabeza.
--¡Venga, seguro que tú también conoces el túnel de Ivywood el Chiflado! -replicó Pump sin darle importancia-. Todos lo buscábamos cuando éramos chiquillos. Pero yo fui el único que lo encontró.
--Ten lástima de este desterrado -suplicó casi humildemente el capitán Dalroy-. Yo no sé que duele más, si las cosas que se olvidan o las que se recuerdan.
Mr. Pump quedó callado unos instantes; después volvió a tomar la palabra con más seriedad:
--La gente de Londres dice que deben erigirse monumentos, fijar placas en los muros, recoger fondos, componer epitafios y qué sé yo cuántas cosas en honor de las personas que han inventado trucos de éxito. Pero sólo un hombre que conozca el país en cuarenta millas a la redonda sabe que hay una cantidad de tipos, ¡de tipos listos!, que han inventado trucos y que han tenido que llevárselos a la tumba porque no llegaron a cuajar. Sin ir más lejos, ahí tienes al doctor Boone, de Gillin-Hugby, que llevaba la contra al doctor Collison y a su vacuna. Su tratamiento salvó de la viruela a sesenta enfermos, mientras que el doctor Collison mató a noventa y dos que estaban sanos. Pero Boone se ha visto obligado a callar porque hacía salir bigote a todas las mujeres que usaban su método. Era un resultado del tratamiento al que él no le daba demasiada importancia. También está el caso del pobre decano, Arthur, que inventó los globos antes que nadie. Pero en aquel entonces la gente no estaba dispuesta a esta clase de cosas, porque había un recrudecimiento de la hechicería, a pesar de los sermones de los pastores, y le hubieran obligado a confesar de dónde le vino la idea. Es comprensible que no le apeteciera firmar un papelito diciendo que la idea le vino contemplando al tonto del pueblo un día que se entretenía haciendo pompas de jabón con él. ¡Porque es lo único que hubiera podido declarar honradamente el bueno del decano! También está Jack Arlingham y su campana sumergible... Pero esa historia ya la conoces. Pues bien, lo mismito le ocurrió al hombre que construyó ese túnel: era uno de esos chiflados de la familia Ivywood. Hay más de un hombre, capitán, al que le han levantado una estatua en una plaza de Londres por haber ayudado a construir los ferrocarriles, y más de uno también que tiene el nombre inscrito en la abadía de Westminster por haber descubierto algún detalle relacionado con los barcos de vapor. Ese pobre Ivywood había descubierto las dos cosas juntas y le pusieron un loquero. Tuvo la idea de un tren que al meterse en el agua se transformaba en barco de vapor, y la cosa, según sus planos, no parecía imposible. Pero la familia estaba tan avergonzada del doble invento que no quería ni oír hablar del túnel. Creo que únicamente Bunchy Robinson y yo sabemos donde está. Llegaremos dentro de uno o dos minutos. Uno de los extremos está tapiado con piedras y en el otro han dejado crecer la maleza. Pero yo hace tiempo conseguí meter en él a un caballo de carreras, para esconderlo del coronel Chepstow, y creo que no me costará hacer lo mismo con este borrico. Francamente, después de lo que acabamos de hacer en Pebblewick, creo que es el único sitio en que estaremos tranquilos. No hay mejor escondrijo para esperar a que pase la tormenta y comenzar con nuevas energías. Aquí está. A primera vista parece que no se puede pasar detrás de la roca, ¿verdad? Pues sí se puede.
Una vez al otro lado de la roca, Dalroy se halló, no sin sorpresa, dentro de un largo cilindro, un túnel de tinieblas que terminaba en el otro extremo en una vaga mancha verdosa. Al oír a su espalda el ruido de los cascos del pollino y los pasos de su compañero se volvió, pero no percibió más que la negrura de un sótano sin luz. Se volvió entonces de cara a la mancha verde y se felicitó al ver que se ensanchaba a medida que él avanzaba y que se tornaba cada vez más brillante hasta ofrecer la coloración de una enorme esmeralda. Desembocó por fin bajo una bóveda de follaje formada por árboles jóvenes, pero plantados tan espesos y tan arrimados a la entrada del túnel, que revelaban a las claras su propósito de obstruirlo y sumergirlo en el olvido. La luz que se filtraba a través de los árboles era tan confusa y tan temblorosa que era difícil decir si provenía del alba o del claro de luna.
--Sé que por aquí hay agua -dijo Pump-. Cuando construían el túnel no podían cegar los manantiales y el viejo Ivywood llegó en el calor de una discusión a pegar al ingeniero hidráulico con un nivel de agua. Con este techo de matorrales aquí y con el mar detrás, podremos conseguir comida cuando se nos acabe el queso y el borrico puede pastar en cualquier parte. Y a propósito -añadió con cierta timidez-, perdona que te lo diga, pero creo que haríamos bien en guardar el ron para las grandes ocasiones. Es el mejor ron que puede encontrarse en Inglaterra y tal vez el último de esta calidad si continúa esta locura. Saber que va a estar aquí cuando nos haga falta nos dará mucho ánimo. El barril está casi lleno todavía.
Dalroy tendió la mano y estrechó la de su compañero.
--Hump -dijo con seriedad-, tienes razón. Es un depósito sagrado que pertenece a la humanidad entera y no lo beberemos más que para celebrar grandes victorias. Y para inaugurar la costumbre, voy a beber un trago inmediatamente para celebrar nuestra gloriosa victoria sobre Leveson y su templo de hojalata.
Vació su vaso y enseguida se sentó sobre el tonel como para volver la espalda a la tentación. Sus pupilas, azules como el centro de una diana, parecían cada vez más perdidas en la contemplación del follaje esmeraldino y se quedó largo rato sin hablar.
Por fin, dijo:
--Antes dijiste que uno de tus amigos, un caballero llamado Bunchy Robinson o como fuera, venía con frecuencia aquí.
--Sí, conocía el camino -dijo Pump llevando el asno al sitio en que la hierba crecía más abundante.
--¿Crees, pues, que tendremos el gusto de recibir una visita de Mr. Robinson? -inquirió el capitán.
--Lo dudo -contestó Pump-, a menos que en la cárcel de Blackstone sean algo descuidados.
Y diciendo esto puso el queso en el lugar más resguardado del túnel. Dalroy continuaba sentado en el tonel con la barbilla apoyada en la palma de la mano y la mirada fija en el misterio verde del follaje.
--Estás muy pensativo, capitán -observó Humphrey.
--Los pensamientos más profundos son lugares comunes -dijo Dalroy-. Por eso creo en la democracia, algo de lo que no sabes mucho, viejo tory sanguinario. Y el mayor lugar común es esa vanitas vanitatem; lo cual no es pesimismo, sino exactamente lo contrario. Es la futilidad del hombre lo que le hace creer que es un dios. Y pienso en aquel viejo chiflado, paseando sobre esta hierba y viendo cómo construían su túnel, con el alma inflamada de cuanto veía en el futuro. Veía cómo el mundo entero cambiaba de aspecto y el mar se cubría de sus novísimos artefactos y ahora -su voz se quebró al llegar a este punto-, ahora es un sitio con pasto para pollinos y muy tranquilo para descansar.
--Sí -respondió Pump, que sabía que el capitán estaba pensando además en otras cosas.
Éste prosiguió, meditativo:
--Y pienso también en otro lord Ivywood más conocido, que también ha tenido una gran visión. Porque la suya, después de todo, es una gran visión, y aunque sea un pedante, es un hombre valiente. Él también quiere abrir un túnel, un túnel de Oriente a Occidente, para hacer más británico el imperio de Asia, para realizar lo que él llama la orientalización del Imperio británico y que yo llamo la ruina de la cristiandad. Y yo me pregunto ahora si la lúcida inteligencia y la valerosa voluntad de un loco tendrán fuerza bastante para abrir ese túnel, como todo parece indicar actualmente, o si, por el contrario, restan todavía en vuestra Inglaterra vida y energía suficientes para dejar ese proyecto en el mismo estado que este túnel, es decir, enterrado por los bosques ingleses y devastado por los mares ingleses.
El silencio volvió a espesarse entre los dos y no se oyó más que el ruido que producía el asno al pastar. Como había observado Dalroy, era un sitio muy tranquilo para descansar.
En cambio, Pebblewick estaba agitadísimo aquella noche. El jefe de la policía leyó públicamente el decreto sobre los disturbios y dirigió las citaciones pertinentes, a pesar de lo cual los que habían visto el letrero clavado ante la capilla se pegaron con los que no lo habían visto; y, al día siguiente, los niños y los naturalistas que buscan conchas u otros objetos a la orilla del mar descubrieron en la arena algunos jirones del traje de J. Leveson y algunos fragmentos de palastro acanalado.