Bajo la claridad a un tiempo severa y dulce de un crepúsculo que pintaba de sombrío violeta el mar plomizo y esparcía sobre toda la escena una luz propicia a la tragedia, lady Joan Brett volvía a caminar sin rumbo, sola y melancólica, por la orilla del mar. La tarde había sido lluviosa y el cielo estaba cubierto de nubes; la temporada de vacaciones tocaba a su término y ella era casi la única persona en la playa, pero había tomado la costumbre de dar largos paseos junto al mar, lo que al parecer satisfacía algún apetito subconsciente de su compleja psicología. A pesar de sus agitadas meditaciones sus sentidos permanecían extrañamente alerta; respiraba el olor del mar, aunque se hubiese replegado casi a los confines del horizonte. Con la misma facilidad, a pesar del viento y del rumor de las olas, percibió el roce y el aleteo de un vestido de mujer, que caminaba apresuradamente detrás de ella. Hay algo inconfundible, pensó, en los movimientos de una dama que camina habitualmente despacio pero por alguna razón tiene prisa.
Se volvió para a ver quién era; levantó las cejas y le tendió la mano. Conocía a la recién llegada: era lady Enid Wimpole, prima de lord lvywood. Era una mujer alta y llena de gracia, aunque poco favorecida por un traje moderno, a la vez fúnebre y fantástico, que se había puesto. Su cabellera abundante era de un rubio clarísimo y su rostro aguileño no sólo resultaba bello, sino refinado.
Cuando se la examinaba con atención, se advertía en sus facciones una expresión de modestia, de sensibilidad, hasta de emotividad, pero sus ojos, de un azul desleído y ligeramente saltones, tenían ese frío entusiasmo que se nota en las mujeres que hacen preguntas al orador en las reuniones públicas.
Lady Joan Brett pertenecía, como ella misma decía en la carta dirigida a Hump, a la familia de lord Ivywood. Lady Enid Wimpole era prima de éste y a todos los efectos prácticos como una hermana, ya que desempeñaba el papel de ama de casa. La madre de Ivywood, reducida por su avanzada edad a un papel pasivo y casi mudo, era poco más que un mueble; de forma que era Enid la que llevaba las riendas. Su semblante revelaba el mismo buen sentido, distante y algo distraído, que caracterizaba la fisonomía de su primo.
--¡Oh, qué contenta estoy de haberte alcanzado! -dijo a Joan-. ¡Lady Ivywood desea tanto que vengas a pasar el fin de semana con nosotros, mientras Philip está en casa! A él siempre le ha encantado tu soneto sobre Chipre y querría hablar contigo de sus asuntos políticos en Turquía... Naturalmente, está ocupadísimo como siempre, pero yo le veré hoy después de la reunión.
--Ningún mortal -dijo Joan con una sonrisa- le ha visto a otra hora que antes o después de una reunión.
--¿Eres un Alma Simple? -preguntó ingenuamente lady Enid.
--¿Que si soy un alma simple? -repitió Joan frunciendo ligeramente las cejas-. ¡Dios me salve, no! ¿Qué quieres decir?
--Celebran una reunión esta noche en el pequeño Salón Universal, y Philip ocupará la presidencia -explicó Enid-. Está muy contrariado porque tiene que retirarse antes de que termine la reunión para ir a tomar la palabra en la Cámara de los Comunes. Pero le sustituirá Mr. Leveson. También estará allí Misysra Ammon.
--¿Tu qué? -preguntó cándidamente lady Joan.
--De todo te burlas -dijo lady Enid con una cortés desaprobación-. Es el hombre del que habla todo el mundo y lo sabes tan bien como yo. Las Almas Simples se crearon precisamente por su influencia.
--¿De veras? -dijo lady Joan Brett. Y después de un silencio agregó- ¿Pero, qué es eso de las Almas Simples? Me gustaría conocer alguna, si es posible -y volvió su semblante pensativo hacia el mar de un violeta cada vez más oscuro.
--¿Quieres decir que aún no has conocido a ninguna? -preguntó lady Enid.
--No -dijo Joan con la vista fija en la línea del horizonte-. En toda mi vida no he hallado más que un alma simple.
--¡Entonces tienes que venir a la reunión! -replicó lady Enid con una vivacidad sin calor-. Tienes que venir ahora mismo. Philip estará tan elocuente como siempre y Misysra Ammon es siempre un portento.
Aunque no tenía una idea muy precisa de dónde iba a meterse ni de por qué iba allí, lady Joan se dejó llevar hacia un pabellón metálico de una sola planta, situado más allá de los últimos y aislados hoteles. Las delgadas paredes dejaban escapar los ecos de una voz que creyó reconocer. Cuando entró en la sala, lord Ivywood estaba en pie, vestido de impecable etiqueta; su abrigo de entretiempo yacía sobre una silla próxima. A su lado, con indumentaria de menor gusto, pero más vistosa, estaba el vejete que lady Joan había visto en la playa.
No había nadie más sobre el estrado, pero con gran sorpresa, lady Joan reconoció delante de la tarima a miss Browning, que vestida de negro taquigrafiaba con diligencia las palabras de lord Ivywood. Y con mayor sorpresa aún vio a la hermana de aquélla, la hogareña miss Browning, sentada un poco más lejos y también dedicada a tomar notas.
--Ahí está Misysra Ammon -murmuró lady Enid, señalando con su delicado índice al vejete que estaba sentado al lado del presidente.
--Lo conozco. ¿Dónde ha dejado su quitasol verde? -preguntó lady Joan.
--Es evidentísimo -decía lord Ivywood- que una de esas incompatibilidades ancestrales ha desaparecido para siempre. Oriente y Occidente son una misma cosa. Oriente ya no es Oriente;
Occidente ya no es Occidente, puesto que por la brecha abierta en un pequeño istmo, el Atlántico y el Pacífico han mezclado definitivamente sus aguas. Y nadie, seguramente, ha contribuido en mayor escala a semejante obra de unificación que el brillante filósofo que van a tener el gusto de escuchar esta noche y que yo, sintiéndolo mucho, voy a verme privado de oír, porque así me lo vedan asuntos más urgentes, ya que no más importantes. Mr. Leveson ha aceptado sustituirme y, antes de retirarme, quiero expresaros mi profunda simpatía por los objetivos y los argumentos que van a ser definidos aquí, puesto que ya desde hace tiempo vivo íntimamente convencido de que el islamismo, pese a esa máscara de austeridad que ha llevado a través de los siglos, en lo cual se asemeja a la religión judía, es la religión con más potencial progresista que existe; de manera que en un siglo o dos quizá veamos las causas de la paz, la ciencia y la reforma impulsadas en todas partes por la religión de Mahoma de igual modo que ocurre con la de los judíos. No en vano, creo yo, esta fe ha adoptado como símbolo la luna en creciente, es decir, la cosa que avanza. Mientras que otras creencias se adornan con emblemas más o menos significativos de fijeza, la imperfección del suyo resulta un motivo de orgullo para esta fe llena de esperanza. Los hombres, de hoy en adelante, marcharán con renovada intrepidez por los caminos recién abiertos, fijos los ojos en la creciente curva que se alza sobre su horizonte como una promesa eterna del orbe.
Aunque realmente tenía mucha prisa, lord Ivywood no dejó de sentarse con su lentitud y gravedad características en medio de una gran ovación. Para el gran orador no sólo eran indispensables los aplausos, sino ese arte que había puesto en el movimiento de sentarse: sólo así la estética de la peroración resultaba completa. Y cuando se hubo extinguido la última palmada y el último pataleo de entusiasmo, lord Ivywood se volvió a levantar con presteza, gabán en mano, estrechó la mano del conferenciante, se inclinó ante el auditorio y se deslizó rápidamente hacia la salida. Entonces, Mr. Leveson, el joven de tez morena y gafas caídas sobre la nariz, se aproximó hasta la tarima, ocupó el sitio que acababa de dejar vacante el presidente y presentó en pocas palabras al eminente místico turco, Misysra Ammon, a veces designado con el nombre de Profeta de la Luna.
Lady Joan notó que el trato con la buena sociedad había mejorado un poco la pronunciación del profeta, aunque seguía modificando la «o» con el mismo deje ovino, y sus observaciones conservaban la misma extravagancia furibunda y candorosa que caracterizara su elucubración sobre las tabernas inglesas. Al parecer esta vez el sermón trataba de la superioridad de la poligamia, pero empezó por una defensa general de la civilización musulmana, alzándose contra la acusación de esterilidad y de ineficacia en el terreno material que suelen achacársele.
--Es precisamente en la esfera material donde nuestros métodos, si los apreciáis imparcialmente, resultan superiores a los vuestros. Nuestros antepasados inventaron el sable curvo porque con el sable curvo se corta mejor. Vuestros antepasados, al servirse de la espada recta, no hacían más que obedecer a una cierta fantasía romántica sobre la condición de rectitud que tanto se aprecia en las cosas morales. Pero voy a tomar un ejemplo más sencillo, fruto de mi propia experiencia. Cuando por primera vez tuve el honor de conocer a lord Ivywood no estaba acostumbrado a vuestras diferentes formalidades y tuve una dificultad, una pequeña dificultad, cuando quise efectuar mi entrada en el hotel de Mr. Claridge, al que me había invitado su señoría. Un empleado del hotel se hallaba junto a mí en el umbral de la puerta, cuando me agaché para quitarme los zapatos. El empleado me preguntó: «¿Qué está haciendo?». Le contesté: «Amigo mío, me quito los zapatos».
Se oyó algo así como una risa sofocada en el sitio que ocupaba Joan, pero el conferenciante no lo notó y siguió con admirable sencillez:
--Le expliqué que en mi país, para demostrar el respeto que nos inspira un lugar, nos quitamos los zapatos y no el sombrero. Y, a pesar de mi explicación, cuando él vio que persistía en mi propósito de quitarme los zapatos y quedarme con el sombrero, dio a entender que Alá me había sorbido el seso. ¿No resulta chocante?
--¡Mucho! -dijo lady Joan tratando de sofocar su risa con el pañuelo.
Algo que podría calificarse de sonrisa se asomó en el serio semblante de dos o tres de las más inteligentes entre las Almas Simples, mientras que las demás se quedaban más simples que nunca, con sus rostros desvalidos y mustios, con sus cabellos lacios y trajes como viejas cortinas verdes.
--Pero yo le expliqué -continuó el orador-, yo le expliqué extensamente que era más práctico, más conveniente para hombres de negocios y, en resumidas cuentas, más útil, quitarse los zapatos que quitarse el sombrero. Hay que considerar, le decía, hay que considerar que las quejas contra el calzado son numerosas, al paso que las quejas contra los sombreros son escasas. Os quejaréis sin duda si unos zapatos llenos de barro pisan la alfombra de vuestro salón; ¿alguna vez os habéis quejado de las manchas que pueda haber producido el paso de un sombrero fangoso? ¡Cuántos de vuestros maridos la emprenden con vosotras a puntapiés! En cambio, ¡qué pocos os azotan con el sombrero!
El turco paseó sobre la asamblea una mirada de una seriedad radiante que dejó a lady Joan tan incapaz de expresar su aprobación como de dar rienda suelta a su hilaridad. Se dio cuenta de que se hallaba ante un hombre realmente convencido.
--Pero el empleado que estaba en el umbral no quiso comprender -continuó penosamente Misysra Ammon-. Me dijo que la gente joven formaría corro si persistía en mi propósito de quedarme con los zapatos en la mano. Yo no sé por qué en vuestro país tenéis la costumbre de poner a los jóvenes en primera línea de las multitudes. ¡Y os aseguro que aquellos jóvenes eran escandalosos!
Lady Joan se levantó bruscamente y mostró un vivísimo interés por la parte del auditorio que ocupaba el fondo de la sala. Se dio cuenta de que si continuaba mirando un segundo más el rostro grave del turco, con su nariz semítica y su barba asiria, iba a acabar poniéndose en evidencia, y lo que es peor, pondría en ridículo al conferenciante. En tal apuro, creyó que la contemplación en masa de las Almas Simples podría ejercer una acción sedante. Y no se equivocó; la vista de las Almas Simples producía no sólo un efecto calmante, sino también deprimente. De modo que lady Joan pudo volver a sentarse sin perder la compostura.
--¿Por qué -decía el filósofo oriental- os he contado esta pequeña historia de Londres, algo que sucede todos los días? El pequeño error no causó perjuicio alguno. Lord Ivywood salió finalmente a la puerta del hotel. No se esforzó en hacer entender mi punto de vista sobre un asunto tan importante al empleado de Mr. Claridge, a pesar de que dicho empleado no se movía del umbral. No hizo más que mandarle que recogiese mis zapatos, que habían caído sobre los escalones de la entrada, mientras yo le explicaba lo inofensivo que resultaba el sombrero. De manera que al final no sufrí inconveniente alguno. Pero, ¿por qué os estoy contando esta historia?
Volvió a separar las manos en forma de abanico, según su costumbre oriental. Pero inmediatamente las juntó con tal violencia que lady Joan se estremeció e instintivamente se volvió para asegurarse de que aquella seña mágica no había hecho aparecer quinientos esclavos negros cargados de joyas. No: se trataba sólo de un gesto oratorio y Misysra continuó con una exaltación que aumentaba la extravagancia de su fonética.
--Porque, amigos míos, ésta es la mejor prueba que puedo daros del carácter difamatorio y erróneo de la acusación de que descuidamos la economía doméstica y que nos equivocamos particularmente en nuestra manera de tratar a las mujeres. Apelo al testimonio de todas las mujeres y al de toda mujer cristiana. ¿No es más devastador, más temible para la casa, el zapato que el sombrero? El zapato salta, se dispara, corre por todas partes, rompe mil cosas, deposita sobre las alfombras el barro de los jardines. El sombrero, en cambio, permanece juiciosamente colgado del perchero. ¡Miradlo, miradlo qué tranquilo y qué lindo en su percha! ¿Por qué no dejarlo tranquilo sobre la cabeza?
Lady Joan aplaudió calurosamente, como la mayoría de las damas, y el sabio, alentado, prosiguió:
--¿No podéis pues, señoras mías, confiar en que esta gran religión os sea igual de útil en lo demás como en lo concerniente a los zapatos? ¿Cuál es la objeción habitual de los que se oponen a la poligamia? Que menosprecia y rebaja a la mujer. ¿Cómo es posible, pregunto yo, que mi religión os menosprecie cuando, precisamente, permite que las mujeres abunden en tan gran número? Cuando en vuestra Cámara de los Comunes reunís cien diputados ingleses y un solo miembro galés, no se os ocurre decir: «¡El galés reina! ¡El galés es nuestro sultán! ¡Viva el galés!», y si vuestro jurado estuviese compuesto por once señoras grandes y gruesas y por un solo hombre, tampoco diríais: «Aquí se agravia a las señoras grandes y gruesas». ¿Por qué habría de repugnaros a vosotras, señoras mías, este gran experimento poligámico que el mismo lord Ivywood...
Los ojos negros de Joan permanecieron fijos en el terco y arrugado conferenciante, pero a partir de aquel momento no escuchó una palabra más del discurso. Su reluciente rostro de coloración española comenzó a palidecer sobrecogido por una emoción extraordinaria, pero no se movió ni un ápice.
Por la puerta, que había quedado abierta, se percibían los ruidos exteriores, no muy frecuentes en aquella parte casi desierta del pueblo. Primero se oyó cómo se acercaban dos hombres por el paseo marítimo, uno de ellos cantando. Es bastante corriente que los obreros canten al volver del trabajo, y la voz, aunque fuerte, sonaba demasiado lejos para que Joan pudiera distinguir lo que cantaba. Pero ella conocía la letra, casi veía formarse cada palabra ante sus ojos, trazada por una escritura redonda y vacilante, escrita tiempo atrás en las páginas rosadas de un viejo cuaderno escolar. Reconocía las palabras y reconocía la voz.
Vengo de Castlepatrick con el corazón en la solapa,
y cualquier espadachín me lo puede acuchillar,
recio como un diamante, como una cadena de plata,
es noble como mi nombre y reluce como el mar.
Porque vengo de Castlepatrick con el corazón en la solapa
partido en dos pedazos por una muchacha guapa.
De repente, y con gran dolor, recordó como si estuviera ante sus ojos un terreno lleno de brezos que ocultaba una profunda excavación de arena blanca, con una pendiente iluminada por un sol deslumbrante. Era una visión sin nombre y sin palabras.
Dicen que los de Liverpool no muestran el corazón
lo tienen metido en las botas por si llega la ocasión,
cuando entran en el infierno ya no pueden bailar
pues lo único que baila es el fuego al crepitar.
Porque vengo de Castlepatrick con el corazón en la solapa
partido en dos pedazos por una muchacha guapa.
Dicen que los de Belfast se tragan el corazón
y siempre hablan de nosotros con gran excitación;
piensan que somos todos un atajo de granujas,
y que nos pasamos el día quemando perros y brujas.
Porque vengo de Castlepatrick con el corazón en la solapa
partido en dos pedazos por una muchacha guapa.
La voz calló, pero los últimos versos habían resonado con tanta claridad que era evidente que el cantor se había acercado en vez de alejarse.
Entonces Joan, sumergida en una especie de nube, oyó la conclusión a la que llegaba en su elocuente discurso el indomable turco:
--... Y si no rechazáis el sol que reaparece todas las mañanas levantándose en Oriente, no rechazaréis tampoco esa gran experiencia social, la gran doctrina poligámica que renace incesantemente en el Oriente y de allí se propaga al orbe entero. Porque al igual que el sol, se levanta en el este y no llega a su apogeo hasta que alcanza el cenit.
Sólo a medias se enteró del comentario encomiástico que el señor Leveson, el hombre de las gafas y la cara morena, dedicó a aquella elocuente conferencia y de la invitación que dirigió a todas las Almas Simples para que preguntasen cuanto les viniese en gana. Las Almas Simples, antes de resolverse a aceptar la invitación, desplegaron todo su repertorio de incómodas negativas y aspavientos de modestia. Lady Joan tardó un rato en darse cuenta de que la persona que por fin había tomado la palabra tras la petición de Leveson decía cosas que se apartaban de lo corriente.