La sociedad que se había reunido para oír al Profeta de la Luna con motivo de sus últimas alocuciones era mucho más selecta que el público burgués y relativamente variado de las Almas Simples. No obstante, miss Browning y su hermana Mrs. Mackintosh estaban allí porque lord Ivywood las había contratado como secretarias y no las dejaba un minuto de descanso. También se hallaban presentes Mr. Leveson, en cuyos talentos de organizador tenía fe lord Ivywood, y Mr. Hibbs, cuyo criterio político le merecía idéntica confianza, por lo menos cuando llegaba a descifrarlo. Mr. Hibbs, de pelo rubio y lacio, parecía nervioso. Mr. Leveson, de pelo moreno y lacio, también parecía nervioso. El resto de la concurrencia pertenecía al mundo de los Ivywood y al de las altas finanzas, que en Inglaterra, como en el continente, se halla siempre mezclado con la aristocracia. Lord Ivywood acogió casi con efusión a un diplomático extranjero, que no era otro que el silencioso representante de Alemania que había participado con él en la última conferencia de la Isla de los Olivos. El doctor Gluck no llevaba ya su discreto traje negro, sino que vestía un uniforme de diplomático con bordados sobre todas las costuras, espada al cinto y condecoraciones prusianas, austriacas y turcas sobre el pecho, porque al salir de la casa de los Ivywood tenía que asistir a una ceremonia con la realeza. Pero el ribete rojo de sus labios, su bigote ensortijado y sus inexpresivos ojos de almendra habían cambiado tanto como el rostro de un maniquí.
También el profeta había introducido una mejora en su indumentaria. Cuando predicaba en la playa, aparte del fez, su traje raído pero respetable era como el de cualquier oficinista inglés. Pero desde que frecuentaba la alta sociedad, es decir, las personas que cuidan sus sentidos con tanto mimo como sus almas, no podía seguir así. Tenía que transformarse en algo parecido a un loto o a un tulipán oriental recién cortado. Lucía, pues, un traje blanco largo y suelto, adornado con bordados color de fuego, y se tocaba la cabeza con un turbante verde pálido y dorado. Tenía que dar la impresión de que había llegado a Europa sobre una alfombra mágica o que acababa de caer de su paraíso lunar.
Las damas de la sociedad de Ivywood eran tal como las habíamos visto. Lady Enid Wimpole seguía abrumando su elegante figura y su semblante tímido y serio con un estrambótico vestido, más parecido a un cortinaje sobre el que Aubrey Beardsley11.1 hubiese pintado una procesión fúnebre, que a un traje. Lady Joan Brett mantenía la belleza de una noble mujer española que hubiese perdido todas sus ilusiones respecto a construir castillos en el aire.11.2 La voluminosa dama que se negó a formular pregunta alguna en la reunión de las Almas Simples, y que ostentaba el nombre de lady Crump, feminista distinguida, daba la impresión de hallarse tan atiborrada de preguntas letales para los hombres que había dejado atrás el deseo de hablar para pasar a un estado de silenciosa hostilidad. Su única contribución a la ceremonia fue un silencio cargado y una mirada amenazadora. Por fin, la vieja lady Ivywood, que exhibía unas blondas tan bellas y tan antiguas como sus maneras, tenía ese aspecto siniestro que se ve a menudo en los padres de los intelectuales puros, con una cara de madre abandonada, más lastimosa aún que la de un niño abandonado.
--¿Con qué va a deleitarnos hoy? -preguntó lady Enid al profeta.
--Mi conferencia -contestó gravemente Misysra- versará sobre el cerdo.
Era un rasgo propio de su muy respetable sencillez el no darse cuenta de la incongruencia que había en los textos y los símbolos arbitrarios y aislados que escogía. Lady Enid no se sobresaltó ante la mención de aquel tema singular, procurando no perder la expresión de atención deferente que revestía por principio cuando se dirigía a personajes de aquella especie.
--El cerdo es un tema vastísimo -continuó el profeta trazando con la mano una serie de curvas como si dibujase en el aire un ejemplar especialmente voluminoso de dicho animal-. Su materia es copiosa. Me sorprende, por ejemplo, que los cristianos se admiren de que nosotros consideremos su contacto como un estigma, nosotros y otro pueblo del Libro. Y, sin embargo, los propios cristianos no dejáis de considerar al cerdo o al puerco como impuro, ya que con su nombre expresáis habitualmente vuestro desprecio y vuestra aversión. Decís: «¡Puerco, cochino!», mi querida señora, y no se os ocurre mencionar otro animal mucho más antipático, como el caimán.
--Ya veo -dijo la dama-. ¡Es maravilloso!
--Y cuando tenéis queja de alguien -continuó con exaltación el caballero turco al sentirse animado-, cuando tenéis queja de alguien ¿qué es lo que decís? A una criada desagradable no la llamáis «¡caballo!» o «¡camella!».
--Claro -apuntaló lady Enid.
--«¡La cochina de la criada!», decís en lenguaje informal -continuó el profeta, imperturbable-. Y, no obstante, consentís que ese horrible animal, ese monstruo, cuya sola invocación os parece bastante para dejar en el sitio a vuestro enemigo, se acerque a vuestra intimidad. Incorporáis el cerdo a vuestra propia persona.
Lady Enid empezaba apenas a dar señales de sorpresa ante semejante descripción de sus costumbres, cuando lady Joan indicó a lord Ivywood que tal vez sería mejor que se llevase al conferenciante a su pupitre. Ivywood abrió entonces la marcha hacia una gran sala con numerosas sillas alineadas ante una especie de tarima y junto a unas mesas largas llenas de toda clase de refrescos. Y, señal del curioso entusiasmo que animaba a aquella sociedad, una de las mesitas estaba llena de manjares vegetales y de platos orientales. Se diría una mesa servida para satisfacción de un eremita indio extremadamente riguroso. Pero el hecho de que las otras mesitas más frecuentadas que la primera estuviesen repletas de platos de caza, langostas y champán no era menos significativo. Tampoco tuvo nada que objetar contra el champán de lord Ivywood Mr. Hibbs, que habría considerado más fuera de lugar meterse en un bar que en un burdel.
Y es que la conferencia no estaba exclusivamente consagrada al cerdo, y menos aún la reunión. Lord Ivywood, cuyo espíritu era un volcán rebosante de fantasías que pronto tomaban la forma de ambiciones, deseaba abrir un debate sobre los méritos comparados de la alimentación oriental y la alimentación occidental, y había comprendido que nada resultaba más a propósito para entrar en materia que aquella justificación del veto contra el cerdo que había iniciado Misysra. Él se reservaba para el segundo turno.
El profeta comenzó por unos cuantos despropósitos vertiginosos. Informó a su auditorio de que los ingleses habían vivido siempre en un terror inconfesado del cerdo por ser un símbolo sagrado del mal. Lo demostró por la costumbre general en Inglaterra de dibujar un cerdo guiñando el ojo. Lady Joan sonrió, pero sin poderlo remediar se preguntó si algunas aserciones de la ciencia moderna no serían tan fantásticas como la del turco como, por ejemplo, cuando determinados sabios han querido ver en la institución del «muchacho de honor», acompañante del novio que forma parte del cortejo en las bodas inglesas, un vestigio del matrimonio por rapto.
Afirmó a renglón seguido que ya se observaba el despertar de una nueva forma de entendimiento en algunos dichos populares en los que se expresa la repugnancia por la «imagen porcuna», pero sin rastro de miedo, más bien con el desdén racional de la duda, como en el caso de la expresión, ejemplificó el profeta, «¡Y un jamón con chorreras!».11.3
Lady Joan volvió a sonreír, pero preguntándose otra vez si aquella explicación no sería más forzada que la del historiador moderno que había querido probar la impopularidad del catolicismo en el reinado de los Tudor por la existencia de la expresión «galimatías»22.11.4
El conferenciante se lanzó entonces a la más laberíntica disquisición filológica para descubrir una relación entre los pecados de que se habla en las primeras páginas del Génesis y la palabra «jamón». Y también en aquella ocasión Joan hubo de preguntarse si todo aquello no era menos absurdo que otras disquisiciones que había oído sobre el hombre primitivo, desarrolladas por personas que no lo habían visto nunca.
Sugirió después que si los irlandeses se habían visto reducidos al papel de guardianes de cerdos era porque constituían una casta inferior y envilecida, odiada por los sajones que no podían ver al cerdo. Y Joan se dijo que esto no era ni más ni menos descabellado que lo que había dicho sobre Irlanda un año antes un venerable archidiácono; lo cual condujo a un irlandés que ella conocía a tocar el Shan Van Voght11.5 al piano antes de hacer trizas el instrumento.
De unos días a aquella parte, lady Joan Brett estaba pensativa. En parte se debía a aquella escena de la torre en la que había descubierto en Philip Ivywood un lado sensible y artístico que no le conocía, y, en parte, al día en que recibió malas noticias de la salud de su madre, noticias que, sin ser alarmantes, la obligaron a pensar en su soledad. En las sesiones anteriores no había hecho más que divertirse con las extravagancias del conferenciante que ahora peroraba sobre la tarima. Pero en esta ocasión experimentaba el extraño deseo de analizarlo y tratar de comprender cómo era posible que un hombre estuviese a la vez tan convencido, tan bien relacionado y tan lejos de la verdad. Y mientras escuchaba atentamente, cruzadas las manos sobre las rodillas, empezó a imaginar que ya lo comprendía.
Entretanto, el conferenciante se dedicaba a demostrar que a lo largo de la literatura inglesa la «imagen porcina» sólo se había empleado para significar desprecio. Y el conferenciante conocía bastante bien la historia y la literatura inglesa, más que ella y que su aristocrático auditorio. Pero Joan se percató de que, en cada caso, el conocimiento del turco era fragmentario, y lo que no conocía era el contexto. Desconocía la tradición. Y se sorprendió apuntando mentalmente cada ejemplo del discurso, como si redactara un acta de acusación.
Misysra Ammon sabía, cosa que ignoraban todos los ingleses presentes, que Ricardo II había sido llamado «jabalí» por un poeta del siglo XIII y «verraco» por un poeta del siglo XV. Pero, en cambio, no sabía ni una palabra de las tradiciones heráldicas y venatorias. No sabía algo que Joan, sin haber jamás pensado en ello, descubrió al instante, a saber, que los animales valientes y duros de pelar eran a los ojos de una época caballeresca animales nobles. El jabalí, por consiguiente, era un símbolo honroso y su cabeza servía de emblema a los más gloriosos capitanes. Ahora bien: Misysra se esforzaba en probar que Ricardo no había sido llamado «cerdo» hasta que cayó fiambre en la batalla de Bosworth.
Misysra sabía, cosa que ignoraban casi todos los ingleses presentes, que no había existido nadie que se llamase lord Bacon, apelación que no fue más que un seudónimo de lord Verulam o lord St. Albans. Lo que no sabía y lo que Joan comprendió por puro instinto en aquel instante, es que un título no es más que un simple juego de palabras, mientras que un apellido es algo serio. Bacon era un caballero cuyo apellido real era Bacon, cualesquiera que fuesen sus títulos. Pero Misysra se esforzaba en probar que Bacon era un apodo injurioso que le había valido su impopularidad y su caída.
Misysra Ammon sabía también, cosa que ignoraban casi todos los ingleses presentes, que Shelley tenía un amigo llamado Hogg, que una vez le jugó una mala pasada. Trató de probar inmediatamente que si aquel hombre fue llamado Hogg, que en lengua inglesa también significa verraco, se debía a su mal comportamiento con Shelley. Y para reforzar tal argumento recordó que otro poeta, casi contemporáneo, también se llamaba Hogg. Lo que se le escapaba es una cosa que Joan había comprendido siempre por intuición, o sea, la naturaleza de las gentes que intervenían en tales historias, las tradiciones de aristócratas como Shelley o los poetas escoceses de la frontera como el Pastor de Ettrick.11.6
El conferenciante terminó con un pasaje impenetrablemente oscuro en que salieron a relucir los «cochinos» y los «coches» y que lady Joan renunció a comprender. «¿Cómo es posible que Philip Ivywood tome en serio estas cosas», se preguntó, y mientras se lo preguntaba, lord Ivywood se puso en pie.
Como Pitt y como Gladstone,11.7 poseía el don de la dicción clásica; incluso cuando improvisaba, sus palabras se combinaban correctamente, cada una en su sitio como las columnas de un ejército bien disciplinado. Y Joan no tardó en notar que, a pesar de su oscuridad, la última frase del conferenciante había proporcionado a Ivywood la introducción perfecta para su discurso. Estaba segura de que los dos se habían puesto previamente de acuerdo.
--Recuerdo, aunque no hay motivo para que vosotros lo recordéis también, que cuando tuve hace días el honor de preceder en el uso de la palabra al conferenciante ilustre al que hoy tengo el honor de suceder, adelanté una afirmación que, a pesar de su sencillez, debió de parecer paradójica a muchos de mis oyentes. Dije entonces de manera más o menos explícita que la religión de Mahoma era la religión del progreso. Lo cual está en tan abierta contradicción con las convenciones y con los prejuicios históricos, que no me sorprenderá, ni me enojará que la opinión pública inglesa tarde todavía algún tiempo en admitir el hecho. Creo, sin embargo, señoras y señores, que ese tiempo va a quedar notablemente acortado por obra del notable alegato que acabamos de oír. Porque en la alimentación musulmana se halla un excelente ejemplo de la aptitud que tienen para una purificación progresiva, no menos que en su actitud ante las bebidas alcohólicas. Y además ilustra a la perfección lo que me he atrevido a llamar «principio de la Media Luna» o «principio del Cuarto Creciente», el principio del crecimiento perpetuo hacia la perfección infinita.
»En principio la religión musulmana no prohíbe el consumo de la carne. Pero de acuerdo con el principio de crecimiento que es la fórmula orgánica de su desarrollo, ha señalado el camino de una perfección que tal vez no sea todavía aplicable a nuestra naturaleza, al indicar, mediante un ejemplo sencillo pero impresionante, el peligro que implica el consumo de carne, al suspender ante nuestros ojos el repugnante y asqueroso esqueleto porcino como una advertencia, como una señal. En el tránsito gradual de la humanidad desde un sistema de alimentación grosero y sanguinario a otro sistema más refinado, es el semita el que ha mostrado el camino. Es él, en cierta manera, quien ha empezado por lanzar una especie de anatema simbólico sobre la bestia por antonomasia, la bestia de las bestias. Con el instinto de un auténtico místico, ha elegido para proscribirlo de nuestros festines canibalescos al animal que simultáneamente alude a los dos aspectos de la suprema ética vegetariana. El cerdo es a la vez la criatura que mayor piedad nos inspira por su impotencia y que mayor asco nos produce por su fealdad.
»Sería insensato afirmar que no surgirá dificultad alguna a causa de las diferencias de nivel moral que se dan entre las distintas razas. Por ello se ha dicho siempre, y no sin razón, que los seguidores del Profeta que se habían especializado en las artes de la guerra entraron en contacto, que tenía poco de amistoso, con los hindúes que se habían especializado en las artes de la paz. Igualmente tenemos que confesar que el adelanto conseguido en materia de alimentación por los hindúes sobre los mahometanos es tan importante como el de los mahometanos sobre los europeos en materia de bebidas.
»Por otra parte, señoras y señores, conviene recordar sin descanso que todas las descripciones de conflictos habidos entre hindúes y mahometanos nos llegan por conducto de cristianos y, por consiguiente, deben ponerse en cuarentena. Pero, volviendo a nuestro tema, ¿cómo podemos descuidar una señal de peligro tan visible como la constituida por la prohibición de comer cerdo? ¿No hemos estado a punto de ver cómo todo un imperio se escurría de nuestras manos untadas de grasa de vaca? ¿No se inundaron de sangre los pozos de Kanpur porque nosotros no respetamos el horror que sienten los orientales por la efusión de una sangre sagrada?
»No obstante, si propusiésemos a todos el abandono gradual de la carne, tal como ordena el budismo y en parte el islam, algunas personas que se alteran ante la sola vista del progreso podrían preguntarnos: ¿dónde comienza la prohibición de la carne? ¿Puedo comer ostras? ¿Huevos? ¿Beber leche? A lo cual responderé: Puede. Puede comer y beber cuanto sea necesario en el estado que ha alcanzado en su evolución hacia un ideal de vida material más claro y más elevado. Si -agregó gravemente- me fuese lícito bromear sobre semejante tema, diría: Comed diez docenas de ostras hoy, si ello os ha de permitir no comer más que cinco mañana. Porque, decidme: ¿ha habido otra manera de realizar cualquier progreso en las costumbres públicas o privadas? ¿Por ventura el caníbal primitivo no se sorprendería ante la distinción que establecemos nosotros entre animales y personas? Todos los historiadores están de acuerdo cuando se trata de honrar a los hugonotes y al gran príncipe hugonote Enrique IV. Ninguno osará negar que su deseo de que cada francés tuviera todos los días una gallina que echar al puchero constituía una alta aspiración humanitaria. Mas no faltaremos al respeto debido a dicho gran hombre si ascendemos a concepciones más elevadas respecto a la suerte de la gallina, ya que en nuestra augusta ascensión hacia la verdad tenemos derecho a pasar sobre figuras de mayor alcance aún que la de Enrique de Navarra. De acuerdo en este punto con el islam, concedo y concederé siempre un gran lugar a la eminente figura, mítica o real, que está en el origen del cristianismo. Y estoy seguro de que la fábula, por lo demás increíble e irritante, que narra el chapuzón en el mar de una manada de cerdos es una alegoría que nos revela cuán precozmente se presintió que en todo animal existe un demonio que nos invita a devorarlo. No puedo dudar tampoco de que la historia del hijo pródigo que abandona sus pecados en el corral de sus cerdos es una ilustración de la tesis sentada por el Profeta de la Luna. Pero también en este caso es implacable el avance del progreso, y no pocos de nosotros hemos lamentado que los ecos gozosos que despertó la vuelta del hijo pródigo se vieran deshonrados por los berridos de agonía de un becerro.
»Por lo demás, quien ahora nos interrogue sobre la meta hacia la cual nos encaminamos desconoce la significación de la palabra progreso. Si tenemos que acabar viviendo sólo de la luz como dicen que hace el camaleón; si algún descubrimiento mágico semejante al del radio debe permitirnos un día transformar el propio metal en carne, sin tener que quebrar para ello el frágil abrigo de la vida, tiempo nos quedará para ocuparnos de tales cosas cuando efectivamente se hayan realizado. Por hoy nos basta haber alcanzado un nivel espiritual suficiente para querer que la cabeza viviente que abatimos no tenga ojos para acusarnos y que la hierba viva de que nos nutrimos no tenga voz, como la mandrágora, para echarnos en cara nuestra crueldad.
Lord Ivywood se volvió a sentar, sin dejar de mover sus labios descoloridos. Sin duda obedeciendo a lo acordado de antemano, Mr. Leveson se levantó y puso sobre la mesa el tema del vegetarianismo. Mr. Leveson expresó su parecer en el sentido de que el veto judaico y mahometano contra el cerdo era el verdadero origen del vegetarianismo. A su juicio, este veto constituía un inmenso avance y de ello sacaba argumento para subrayar el carácter progresivo de la religión del islam. Se afirmó en la idea de que las persecuciones infligidas a los hindúes por los mahometanos habían sido, sin duda alguna, muy exageradas; agregó que la rebelión india demostraba que Inglaterra no había respetado bastante los sentimientos de los orientales en esta materia. Estimaba que el vegetarianismo constituía un progreso sobre el cristianismo ortodoxo y que debíamos prepararnos a nuevos avances. Y como el secretario se había limitado a repetir punto por punto cuanto había dicho lord Ivywood, huelga indicar que este gentilhombre no dejó de felicitarlo por la audacia y la originalidad de los puntos de vista que acababa de exponer.
Obedeciendo a otra seña no menos concertada, Nobstante se levantó a continuación, aunque con aire algo indeciso, para apoyar a su predecesor. Empezó por declarar que sentía debilidad por la concisión. Él no era un orador, como lo era Bruto.11.8 Únicamente con la pluma en la mano y ante su escritorio inundado de libros llegaba a sentir aquella sensación de responsabilidad confusa que era el solo placer de su vida. En aquel momento, sin embargo, se sentía algo más despierto que de costumbre, en parte porque le gustaba hallarse en casa de un lord; en parte por efecto del champán que probaba por primera vez y, en parte, porque el tema del progreso le brindaba una ocasión de lucir su don de sutilizar hasta el infinito.
--Sea cual sea nuestro punto de vista sobre la antigua disputa entre el islamismo y el budismo -comenzó con empaque solemne-, no hay manera de negar que la responsabilidad incumbe a las Iglesias cristianas. Si las Iglesias libres hubiesen accedido a dar un solo paso en el camino indicado por Mr. Opalstein, nos habríamos ahorrado no pocos conflictos teológicos.
En su estado actual, la situación le recordaba a Napoleón. Si de algo valía su opinión, se veía en la necesidad de afirmar que la Conferencia Wesleyana no había considerado con suficiente atención el problema de las verduras asiáticas. Evidentemente no sería él quien dedujese responsabilidades para nadie. Por nada del mundo querría culpar a nadie sobre el asunto. Nadie ignoraba las virtudes del doctor Coon. Todos sabían tan bien como él mismo que ningún obrero había prestado su concurso a la causa del progreso social con tanto ardor como Charles Chadder. Pero a veces se puede juzgar como indiscreción lo que en realidad no lo es, cosa que -él lo afirmaba sin temor- se había producido con excesiva frecuencia en los últimos tiempos. Era muy bonito eso de hablar del café, pero hay que recordar, sin que implique menosprecio a los canadienses, que todo ello ocurrió antes de 1891. Nadie se hallaba menos deseoso que él de ofender a los ritualistas, pero no vacilaba en afirmar que la cuestión que ponían sobre la mesa estaba mal planteada y que si bien, desde cierto punto de vista, los chivos...
Lady Joan se movió en su silla, como si se sintiese súbitamente atacada por un dolor. Y, en efecto, acababa de experimentar un nuevo acceso de su mal crónico. Era como casi todas las mujeres, incluso las de vida más confortable, valerosa ante la dolencia física, pero de vez en cuando la aquejaba un mal bautizado por los filósofos con muy diversos nombres, aunque ninguno tan filosófico como el de Aburrimiento.
Se dio cuenta de que no podría soportar a Hibbs ni un momento más. Sintió que si se quedaba allí oyendo hablar de chivos -fuese desde el punto de vista de Hibbs o el de cualquiera- se moriría. Abandonó su silla y se deslizó a un lado, simulando acercarse a las mesas de refrescos preparadas en el ala del edificio recientemente restaurada. Pronto llegó a las nuevas estancias orientales, cuyo
decorado estaba casi terminado, pero se abstuvo de probar un solo bocado de los manjares que cubrían las mesas. Se dejó caer en una otomana y allí se quedó con los ojos fijos en la cámara actualmente vacía de la torre mágica, en que Philip Ivywood le había hecho comprender que también él experimentaba alguna vez un deseo de belleza y de paz. Después de todo, era una especie de poeta a su manera, con una poesía más cercana a Shelley que a Shakespeare. Era cierto lo que había dicho sobre el torreón fantástico. Parecía, sin duda, el fin del mundo, y en cierto modo le mostraba a Joan que al final siempre hay un confín donde reina la serenidad.
Se incorporó apoyándose en el codo, emitiendo una breve risa. Acababa de aparecer un perro de aspecto grotesco y familiar que se acercaba a ella. Joan se agachó inmediatamente para levantarlo del suelo. Al levantarlo y alzar la vista, acababa de divisar algo que, en un sentido más cristiano y catastrófico, se le antojaba más evocador del fin del mundo que la estancia vacía de la torre.