Hemos visto cómo, para lograr la adhesión de las personas indispensables para la continuación de la acumulación, el capitalismo tuvo que incorporar un espíritu susceptible de proporcionar perspectivas de vida seductoras y excitantes, y que ofreciese a la vez garantías de seguridad y argumentos morales para poder continuar haciendo aquello que se hace. Esta amalgama de motivos y razones varía en el tiempo de acuerdo con las expectativas de las personas a las que hay que movilizar, las esperanzas con las cuales han crecido, así como en función de las formas adoptadas por la acumulación en las diferentes épocas. El espíritu del capitalismo debe responder a una exigencia de autojustificación, sobre todo para poder resistir a la crítica anticapitalista, lo que implica un recurso a convenciones de validez universal en cuanto a lo que es justo e injusto.
Es necesario que precisemos, a estas alturas del análisis, que el espíritu del capitalismo, lejos de ocupar simplemente el lugar de un «suplemento del alma», de un «pundonor espiritualista» o de una «superestructura» -como lo definirían, en efecto, determinados enfoques marxistas de las ideologías-, desempeña un papel central en el proceso capitalista a cuyo servicio está, que consiste en limitarlo: en efecto, las justificaciones planteadas que permiten movilizar a las partes implicadas obstaculizan la acumulación. Si consideramos seriamente las justificaciones planteadas por el espíritu del capitalismo, no todo beneficio es legítimo, no todo enriquecimiento es justo, no toda acumulación, por más que sea importante y rápida, es lícita. Ya Max Weber se dedicó a mostrar cómo el capitalismo, obstaculizado de esta suerte, se distinguía claramente de la pasión por el oro cuando uno se entrega a ella de forma desenfrenada. El capitalismo tendría, desde su punto de vista, como rasgo específico la moderación racional de este impulso40.
Así pues, la interiorización por parte de los actores de un espíritu del capitalismo determinado implica la incorporación a los procesos de acumulación de constricciones no meramente formales, que los dota de este modo de un marco específico. El espíritu del capitalismo proporciona, al mismo tiempo, una justificación al capitalismo (que se opone a los cuestionamientos que pretenden ser radicales) y un punto de apoyo crítico, que permite denunciar la separación entre las formas concretas de acumulación y las concepciones normativas del orden social.
Asimismo, para ser tomada en serio, la justificación de las formas de realización histórica del capitalismo debe, frente a las numerosas críticas de las que es objeto este último, someterse a pruebas de realidad. Para resistir a estas pruebas, la justificación del capitalismo recurre a dispositivos, es decir, a ensamblajes de objetos, de reglas o de convenciones -de los que el derecho puede ser una expresión a escala nacional- que no se limitan a la búsqueda de beneficios, sino que están también encaminadas a la obtención de justicia. Por este motivo, el segundo espíritu del capitalismo es indisociable de los dispositivos de gestión de las posibilidades promocionales en las grandes empresas, de la puesta en marcha de la jubilación redistributiva y de la extensión, a un número cada vez mayor de situaciones, de la forma jurídica del contrato de trabajo asalariado, de tal forma que los trabajadores puedan beneficiarse de las ventajas asociadas a esta condición (Gaudu, 1997). Sin estos dispositivos, nadie habría podido creer realmente las promesas del segundo espíritu.
Las limitaciones que el espíritu del capitalismo impone al capitalismo se ejercen de dos formas distintas. Por un lado, la interiorización de las justificaciones por parte de los actores del capitalismo introduce la posibilidad de una autocrítica y favorece la autocensura y la autoeliminación, en el propio interior del proceso de acumulación, de las prácticas no conformes con dichas justificaciones. Por otro lado, la puesta en marcha de dispositivos constrictivos, los únicos que son capaces de proporcionar credibilidad al espíritu del capitalismo, permite incorporar pruebas de realidad que ofrecen elementos tangibles con los que responder a las denuncias.
Daremos dos ejemplos particularmente apropiados para comprobar cómo la referencia a las exigencias expresadas en términos de bien común (en términos de una ciudad, si seguimos el modelo que estamos utilizando) llega a poner trabas al proceso de acumulación. En la ciudad comercial el beneficio es válido y el orden resultante de la confrontación entre personas diferentes en búsqueda de beneficios sólo es justo si la prueba comercial responde a las estrictas limitaciones impuestas por la exigencia de la igualdad de oportunidades, de tal forma que el éxito de una persona pueda ser atribuido al mérito -es decir, en este caso, a la capacidad de aprovechar las oportunidades ofrecidas por el mercado y al poder de atracción de los bienes y servicios propuestos- y no a una simple relación de fuerzas. Entre las limitaciones impuestas podemos citar, en primer lugar, todas aquellas destinadas a garantizar la competencia: la ausencia de una posición predominante, de acuerdos previos y de cárteles o, incluso, la transparencia de la información y de las disponibilidades de capital en el momento previo a la prueba para que no sean demasiado desiguales, lo que justificaría, por ejemplo, la tributación de las herencias. Por lo tanto, solo bajo ciertas condiciones muy restrictivas la prueba comercial puede ser considerada como legítima. Sin embargo, el cumplimiento de estas condiciones no sólo no contribuye de forma específica a la formación de beneficios, sino que puede llegar a frenarla. Podemos realizar observaciones similares a propósito del modo en que la referencia a la ciudad industrial permite justificar las formas de producción capitalistas, imponiéndoles al mismo tiempo limitaciones que no se derivan directamente de las exigencias inmediatas de la acumulación. Tales son, por ejemplo, la planificación a largo plazo, el aprovisionamiento de recursos de cara al futuro, las medidas encaminadas a reducir riesgos o a evitar el despilfarro, etc.
Cuando tomamos en serio los efectos de la justificación del capitalismo en términos de bien común, nos alejamos tanto de los enfoques críticos que sólo estiman real la tendencia del capitalismo a la acumulación ilimitada a cualquier precio y por cualquier medio (para los cuales las ideologías tienen como única función ocultar la realidad de las relaciones de fuerza económicas que siempre se imponen en toda la línea), como de los enfoques apologéticos que, confundiendo elementos de apoyo normativos y realidad, ignoran los imperativos de obtención de beneficios y de acumulación que pesan sobre el capitalismo y sitúan en el centro de éste las exigencias de justicia a las que se ve confrontado.
Estos dos planteamientos no son ajenos a la ambigüedad del calificativo de «legítimo», al que le acompañan sus dos derivados: legitimación y legitimidad. En el primer caso, se hace de la legitimación una simple operación de ocultamiento que conviene desvelar para ir a lo real. En el segundo, se hace énfasis en la pertinencia comunicativa de los argumentos y el rigor jurídico de los procedimientos, sin interrogarse sobre las condiciones de realización de las pruebas de realidad gracias a las cuales los grandes -es decir, en un mundo capitalista, los ricos- han adquirido su grandeza cuando ésta es considerada como legítima. La noción de espíritu de capitalismo, tal y como nosotros la definimos, nos permite superar la oposición que ha dominado buena parte de la sociología y la filosofía de los últimos treinta años -al menos en lo que respecta a los trabajos que se ubican en la intersección entre lo social y lo político-, entre teorías, a menudo de inspiración nietzscheano-marxistas, que no ven en la sociedad sino violencia, relaciones de fuerza, explotación, dominación y lucha de intereses41 y, por otro lado, teorías que, inspirándose más bien en filosofías políticas contractualistas, han hecho hincapié en las formas del debate democrático y las condiciones de la justicia social42. En las obras provenientes de la primera corriente la descripción del mundo resulta demasiado negra para ser verdad: un mundo semejante no sería soportable durante mucho tiempo. Pero en las obras que se inscriben dentro de la segunda corriente, el mundo social es, hay que confesarlo, demasiado de color de rosa para ser creíble. La primera orientación teórica a menudo aborda el capitalismo, pero sin concederle una dimensión normativa. La segunda tiene en cuenta las exigencias morales que se derivan de un orden legítimo pero, al subestimar la importancia de los intereses y de las relaciones de fuerza, tiende a ignorar la especificidad del capitalismo, cuyos contornos se difuminan fundiéndose con los rasgos de las convenciones sobre las cuales reposa siempre el orden social.