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La estupidez del poder
 
Tercera parte de “El poder de la estupidez”

(La primera y la segunda parte están online)


por Giancarlo Livraghi
gian@gandalf.it
 
abril 2002
 



 
Escribí un primer esbozo de este texto en octubre de 1997. Quedó “incompleto” durante cuatro años y medio. Me encontraba frente a un problema similar al que había afrontado Walter Pitkin cuando, en 1934, había publicado su “Introducción a la historia de la estupidez humana” (ver la primera parte de “El poder de la estupidez”).

Cada vez que retomaba e trabajo había algún vistoso ejemplo de la estupidez del poder. En los sucesos cotidianos – o en alguna parte de la historia reciente o remota. El análisis de cada uno de esos ejemplos habría requerido el estudio de eventos complejos, graves o trágicos, o bien de fenómenos capaces de producir consecuencias desastrosas de las cuales nadie se ocupa de manera adecuada. Cosas demasiado complejas como para poder ser examinadas adecuadamente en un breve artículo. Así me convencí de que es mejor no dar ejemplos, ni hablar de casos específicos, sino limitarse a la teoría general. Que, espero, es clara y simple – aunque desafortunadamente no está en condiciones de proponer alguna solución específica.




La esencia de la estupidología es el intento de explicar por qué las cosas no funcionan – y en qué medida esto se debe a la estupidez humana, que es la causa de casi todos nuestros problemas. Y cuando la causa no es la estupidez, las consecuencias son mucho peores porque son estúpidas nuestras reacciones y nuestros intentos de solución.

Este análisis es esencialmente diagnóstico, no terapéutico. El concepto es que, si nos damos cuenta de cómo funciona la estupidez, podríamos controlar un poco mejor sus consecuencias. No podemos derrotarla del todo, porque es parte de la naturaleza humana. Pero sus efectos pueden ser menos graves si sabemos que existe, entendemos cómo funciona y, de este modo, no nos toma completamente por sorpresa.

Ya hemos hablado un poco de esto en la primera y en la segunda parte de “El poder de la estupidez”. (Como saben todos los estupidólogos, el tema es tan complejo que en breves comentarios se puede dar al respecto sólo algún apunte superficial. Si, como parece, he logrado ofrecer a los lectores algún pequeño acercamiento sobre el cual pensar... éste es el máximo resultado que podría esperar.)

La estupidez de cada ser humano es, en sí misma, un problema preocupante. Pero el cuadro cambia cuando se trata de la estupidez de personas que tienen “poder”: es decir posibilidades de control sobre el destino de otras personas.

Como en las primeras dos partes, seguiré basándome en la definición de estupidez, inteligencia, etcétera, según el método de Carlo Cipolla. Pero hay una diferencia sustancial cuando la relación no se establece “entre iguales”. Una persona, o un pequeño grupo de personas, puede influir sobre la vida y el bienestar de muchos. Esto cambia las relaciones de causa y efecto en el sistema.


“Grande” o “pequeño” poder

El poder está en todos lados. Todos estamos sujetos al poder de otros y (si no en casos de extrema esclavitud) todos ejercemos poder sobre alguien. Personalmente la idea me resulta desagradable – pero es parte de la vida. Los padres tienen (o se supone que tienen) poder sobre los hijos, pero los niños tienen mucho poder sobre los padres, un poder que a menudo usan despiadadamente. Podemos ser “propietarios” de perros y gatos, caballos o hamsters, elefantes o camellos, barcos o automóviles, teléfonos o computadoras, pero frecuentemente somos sometidos a su poder.

Sería demasiado complicado, para el propósito de este análisis, entrar en el terreno complejo de la multiplicidad de las relaciones humanas. Por este motivo me limito a los casos más obvios de “poder”: esas situaciones en las cuales cada uno tiene un rol definido de autoridad sobre un gran (o pequeño) número de personas.

En teoría, todos estamos más o menos de acuerdo sobre el hecho de que debería haber la menor cantidad posible de poder; y que quien tiene poder debería estar sujeto al control de las demás personas. Este es el sistema al cual llamamos “democracia”. O lo que en las organizaciones llamamos repartición de tareas, colaboración, motivación, responsabilidad distribuida – al contrario de autoridad, burocracia, centralización, disciplina formal.

Pero son muchas las personas que no desean una verdadera libertad. La responsabilidad es un peso. Es más cómodo ser “secuaces”. Dejar la tarea de pensar y de decidir a los gobernantes, jefes, dirigentes, “intelectuales”, gurúes de todo tipo, personalidades televisivas, etcétera – y darles a ellos la culpa si no estamos contentos.

Por el otro lado, hay un tipo particular de personas que ama el poder, les da placer y gozo. Como se dedican con más energía a los notables esfuerzos y sacrificios necesarios para tener más poder, a menudo estas personas llevan las de ganar.

Debemos partir del concepto de aplicar, también en este caso, la “segunda ley” de Cipolla: hay tantos estúpidos en el poder como en el resto de la humanidad – y son más numerosos de lo que creemos. Pero dos cosas son diferentes: la relación y la actitud.


El poder del poder

Las personas en el poder tienen más poder que las otras personas. Esta afirmación no es tan obvia como lo parece. Existen personas aparentemente poderosas que son mucho menos influyentes que otras menos visibles. En estos razonamientos debemos evitar ocuparnos de esa distinción. Independientemente del modo en que el poder es obtenido y ejercido, o de las apariencias que a menudo esconden o disfrazan los roles, aquí se trata del poder real. Esa relación desequilibrada en la cual algunos tienen más influencia que otros – y en tantas situaciones pocos pueden hacer bien o mal a muchos.

Una definición fundamental en el método de Cipolla establece que los resultados de un comportamiento no deben ser medidos desde el punto de vista de quien hace las cosas (o no hace lo que debiera) sino desde el punto de vista de quien sufre sus efectos. Una clara consecuencia de este principio es un desfasaje en el diagrama de Cipolla. El daño (o la ventaja) es mucho más grande, en base al número de personas involucradas y a la intensidad de las consecuencias de un acto o de una decisión. Esto que en las habitaciones del poder aparece como un detalle puede ser un evento importante en la vida de las “personas comunes”.

Si en una “relación entre iguales” una persona consigue una ventaja equivalente al daño que inflige a algún otro, esa persona en la definición de Cipolla es un “bandido perfecto”, mientras el otro es un “perfecto desprevenido” – y el sistema, en general, permanece en equilibrio. Obviamente no es así cuando hay una diferencia de poder.

En teoría, podríamos presumir que si el porcentaje de estúpidos es el mismo, los efectos del poder pueden ser balanceados. Pero cuando el poder se ocupa de un gran número de personas, se pierde todo equilibrio. Es mucho más difícil escuchar, entender, medir los efectos y las percepciones. Hay un “efecto doppler”, un desfasaje, que aumenta el factor de estupidez. Todos los estudios serios sobre los sistemas de poder (aun si no tienen en cuenta la estupidez) ponen en evidencia la necesidad de separar los poderes – y de formalizar los conflictos de poder para evitar que se traduzcan en violencia – para evitar que se instaure un “poder absoluto” (es decir, extrema estupidez). Este es un problema bastante grande y serio, como para tener a todos alerta contra cualquier exagerada concentración de poder – y nos ayuda a entender por qué tantas cosas están yendo de mal en peor. Pero hay más.


El síndrome del poder

¿Cómo hace una persona para tener poder? A veces lo logra sin querer. A alguno se le da confianza porque se confía en esa persona. En ese modo el poder es atribuido a personas capaces, competentes y con un fuerte sentido de la responsabilidad. Este proceso tiene buenas probabilidades de generar poder “inteligente”. Una situación en la cual las personas elegidas hacen el bien a sí mismos y aún más a los otros. A veces se puede arribar al sacrificio, cuando las personas se hacen daño a sí mismas por el bien de los otros (si esto es un hecho intencional no siempre coloca a esas personas en la categoría de los “desprevenidos”, porque hay que tener en cuenta las ventajas morales, incluyendo la estima por uno mismo y la confianza de los otros, que pueden derivar del consciente sacrificio). Pero vemos menos ejemplos de “poder inteligente” de cuanto nos gustaría ver. ¿Por qué?

El motivo es que hay competencia. Competencia por el poder. Las personas que no buscan el poder como tal, sino que vigilan más el bien de los otros, tienen menos tiempo y energías para gastar en la conquista del poder – o incluso para tratar de conservar el que tienen. Las personas sedientas de poder, independientemente de sus efectos sobre la sociedad, se concentran en la lucha por el poder. La mayor parte de las personas se coloca en algún punto intermedio entre los dos extremos, con muchas diversas tonalidades y matices. Pero el elemento manipulador tiende a ser más agresivo, y por eso adquiere más poder.

También las personas que comienzan con las mejores intenciones pueden ser constreñidas, con el tiempo, a dedicar más energías para mantener o acrecentar su poder – hasta perder de vista sus objetivos iniciales.

Otro elemento, que empeora las cosas, es la megalomanía. El poder es una droga, un estupefaciente. Las personas en el poder son inducidas a pensar que porque están en el poder son mejores, más capaces, más inteligentes, más sabias que el resto de la humanidad. También están rodeadas de cortesanos, secuaces y aprovechadores que refuerzan continuamente esa ilusión.

El poder es “sexy”. Esto no es sólo un modo de decir. Hay un instinto en la naturaleza de nuestra especie que hace sexualmente atractivo a quien tiene poder (o parece tenerlo). Pese a que las personas empeñadas en la lucha por el poder tienen, usualmente, poco tiempo y pocas energías disponibles para una sana vida sexual – o para ocuparse de emociones, afectos y sentimientos.

Las personas que tienen o buscan el poder no son más inteligentes, ni más estúpidas, que las otras. A menudo son hábiles y astutas. Pero si seguimos el método de Cipolla, que mide la estupidez y la inteligencia en base a los resultados, vemos que hay un claro desfasaje. Como es visible en este gráfico, donde la flecha roja es el factor “P” (poder). Aumenta el factor “sigma” en el sistema y hay un desplazamiento de “I” (inteligencia) a “S” (estupidez).


grafico

Un lector atento podría observar que la flecha
no está al centro del gráfico. El motivo es que,
aunque el sistema pueda ser desbalanceado,
al daño general corresponde
alguna ventaja para una minoría.
Por lo tanto el recorrido no va del centro
del área inteligente al centro
de la estúpida, sino del sector
Ib” (bandidos inteligentes)
hacia “Sb” (bandidos estúpidos).

Para quien pueda estar interesado
en una pequeña profundización,
en un breve anexo hay otros cuatro gráficos
que representan algunas “variaciones sobre el tema”.
 


El deseo de poder aumenta el factor estupidez. El efecto puede ser más o menos grande según la cantidad de poder (la importancia de los hechos influidos por el poder y el número de personas que sufren sus consecuencias) y la intensidad de la competición por el poder.

Esta es la más relevante, si no la única, excepción a la “segunda ley” de Cipolla. Sigue siendo verdad que la probabilidad de que una cierta persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona. Pero el poder, como sistema, es mucho más estúpido de cuanto puede serlo una sola “persona común”.

El problema es que el poder puede ser limitado, controlado y condicionado – pero no se puede eliminar del todo. La humanidad tiene necesidad de alguien que gobierne. Las organizaciones necesitan personas que asuman responsabilidades y esas personas tienen necesidad de un poco de poder para poder desarrollar su tarea.

En suma, debemos convivir con el poder – y con su estupidez. Pero eso no significa que debamos aceptarlo, tolerarlo o sostenerlo. Ni confiar en palabras, promesas o intenciones declaradas. El poder no merece ser admirado, reverenciado y ni siquiera respetado si no demuestra inteligencia práctica en lo que hace a nosotros y al mundo. No creo que haya una solución “universal” y estandarizada que pueda resolver todos los aspectos de este problema. Pero hemos hecho la mitad del camino si somos conscientes de su existencia – y si no nos dejamos engañar o seducir por el falso, y a menudo mentiroso, esplendor del poder.




Un eficaz antídoto contra la estupidez del poder es la capacidad,
que algunas personas tienen, de hacer funcionar las cosas
sin colocarse en un “rol de poder”.
Como ha sido explicado en una breve, bella historia
de hace setenta años que se llama Brown’s Job.



Ver también: Cuatro gráficos: Un pequeño suplemento a "La estupidez del poder"


Traducción de María Copani mcopani@sion.com y Pino Laurenza lauren@uni.net


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