Mr. Humphrey Pump estaba otra vez a la puerta de su taberna, con su escopeta limpia y cargada sobre la mesa, mientras el letrero blanco de El Viejo Navío se balanceaba suavemente sobre su cabeza a impulsos de la brisa marina. Su rostro apergaminado se contraía por culpa de una nueva preocupación. En la mano tenía dos cartas de bien distinta procedencia, pero que aludían al mismo problema. La primera decía así:
Querido Hump:
Estoy tan desazonada que no tengo más remedio que llamarte por el nombre familiar que utilizaba en mejores días. Comprenderás que debo conservar buenas relaciones con mi gente. Lord Ivywood es primo mío, aunque lejano, y por esta causa y por otras, mi pobre madre se moriría si la ofendiese. Como sabes, padece del corazón; pero tú sabes todo lo que se puede saber de cuanto sucede en el condado. De todos modos, te escribo para informarte de algo que se prepara contra tu vieja taberna. No sé lo que va a ser de nosotros. Hace un mes o dos, oí a un viejo chiflado que peroraba en la playa bajo un quitasol verde y que soltaba las mayores majaderías que he escuchado en mi vida. Hace tres semanas me dijeron que había dado conferencias en las sociedades éticas4.1-o lo que sean- a cambio de unos magníficos honorarios. Bueno; pues la última vez que fui a la mansión Ivywood -tuve que ir porque a mi madre le gusta- me encontré allí con ese lunático ambulante, vestido de etiqueta y tratadoa cuerpo de rey por personas que pueden o que deberían saber lo que hacen.
Lord Ivywood está enteramente sometido a su influencia y opina que es el mayor profeta que vieron los siglos. No obstante, lord Ivywood dista de ser un loco, y una no puede dejar de admirarle. Mi madre, tengo la impresión, quiere que haga algo más que admirarle. Te cuento todo esto, querido Hump, porque creo que va a ser ésta la última carta sincera que escribiré en esta vida. Y te advierto que lord Ivywood obra con perfecta buena fe, lo cual es todavía más terrible. Quiere ser el más grande de los estadistas ingleses, y tiene el firme propósito de acabar con... los viejos navíos. Si en el futuro me ves colaborando en semejante cruzada, espero que me perdones.
Confío a tu amistad la persona de la que hemos hablado y a la que no veré nunca más. Es la mejor cosa que puedo confiarte, a excepción de una sola, y aún no es seguro que no resulte la mejor sin excepción alguna. Adiós.
J.B.
La segunda pareció causar a Pump más inquietud que sorpresa. Decía así:
Estimado señor:
La Junta de la Comisión Imperial para la Inspección de las Bebidas Alcohólicas se ve obligada a llamar su atención por haber hecho usted caso omiso de la advertencia concerniente al artículo 5º apartado a) de la Ley Reguladora del FFuncionamiento de los Establecimientos de Bebidas, por lo cual se le debe aplicar el artículo 47, apartado c) del reglamento de la mencionada ley. Los cargos que se concretan contra usted son los siguientes:
I. Infracción del párrafo 23, apartado f) de la Ley, que prohíbe que los establecimientos que paguen un impuesto anual inferior a cuatrocientas libras exhiban en el exterior letrero alguno.
II. Infracción del párrafo 113, apartado d) de la Ley, que prohíbe la venta de bebidas espirituosas en toda posada, taberna o establecimiento público; se exceptúa el caso de demanda justificada mediante receta de un médico colegiado y salvo las excepciones nominativamente designadas del Criterion Bar y el Hotel Claridge, en los cuales el carácter de urgencia ha sido previamente reconocido.
No habiendo usted acusado recibo de nuestras advertencias anteriores, le comunicamos que de forma inmediata se tomarán las medidas oportunas establecidas por la Ley.
Reciba un cordial saludo de
El presidente,
IVYWOOD
El secretario,
J. LEVESON.
Mr. Humphrey Pump se dejó resbalar sobre el banco que estaba junto a la mesa y exhaló un silbido que, combinado con sus patillitas, le dio el aspecto de un mozo de cuadra. Al poco rato su natural inteligencia y su agudeza volvieron a reflejarse en su semblante y se puso a contemplar el mar gris y frío con sus ojos cálidos y oscuros. Pero el mar no le sugirió gran cosa. Desde luego, Humphrey Pump podía arrojarse de cabeza al océano, lo cual era preferible a verse separado de El Viejo Navío. Inglaterra podía quedar sepultada bajo el mar, lo cual era preferible a no ver nunca más lugares como El Viejo Navío en Inglaterra. Pero semejantes ideas no solucionaban ningún problema y Pump tuvo la impresión de que el mar no había hecho más que combar su espalda, al igual que había ocurrido con los manzanos. En resumen, el mar se le antojó un espectáculo bastante triste. Una silueta solitaria recorría la playa. Y sólo cuando esta figura, cada vez más cercana y voluminosa, sobrepasó la estatura normal de los seres humanos, Pump se puso bruscamente en pie y lanzó un grito. Porque, además, en aquel momento, la luz horizontal de la mañana iluminaba su cabellera, y su cabellera era roja.
Era el rey de Ítaca. Subía despacio, y como quien no quiere la cosa, el sendero que conduce desde la playa hasta El Viejo Navío. Le había traído a tierra la chalupa de un barco de guerra que se divisaba en el horizonte y vestía aún el uniforme verde y blanco de aquella Marina que jamás había existido plenamente, pero que ahora había dejado completamente de existir. De su cinto pendía aún su sable recto de marino, ya que en las cláusulas del tratado no se había exigido su entrega, y junto al sable, dentro del uniforme, se hallaba, como siempre, un mocetón pelirrojo, de aspecto a ratos cohibido y cuya desgracia consistía en que, a pesar de tener un cerebro sólido, su fuerza y sus pasiones corporales resultaban demasiado fuertes para su cerebro.
Antes de que el posadero hallase palabras para expresar cuánto se alegraba y se sorprendía de volverlo a ver, el enorme peso del recién llegado ya se había instalado en una silla. Su saludo fue éste:
--¿Tienes algo de ron?
Luego, como si percibiese que su actitud precisase una explicación , añadió:
--Supongo que después de esta noche nunca más volveré a ser marino. Así que hoy beberé ron.
Humphrey Pump poseía el don de la amistad y comprendía a sus antiguos amigos. Se metió en su casa sin decir palabra y volvió a salir dando puntapiés a dos objetos que por su forma y por su aptitud para rodar incitaban al fútbol. Uno de ellos era un barrilillo de ron; el otro, un enorme queso de bola. Entre las mil mañas de que estaba dotado, Pump poseía la de abrir un tonel sin necesidad de espita ni de otro accesorio que le impidiese rodar. Estaba buscando en su bolsillo el instrumento con que solía realizar el susodicho milagro cuando el irlandés pareció despertar bruscamente, y erguido sobre su asiento, se puso a perorar con un fuerte y curioso acento irlandés.
--¡Oh! Gracias mil veces, Hump; pero creo que no necesito nada. Ahora que puedo beber, se me pasa la sed. ¡Lo que quiero -y al decir esto descargó tan terrible puñetazo sobre la mesa que una de sus patas estuvo a punto de rajarse-, lo que quiero es que alguien me cuente lo que ocurre en Inglaterra, lo que ocurre de verdad, y no una sarta de estupideces!
--¡Ah! -dijo Pump acariciando pensativo las dos cartas que llevaba en el bolsillo-. ¿Y qué entiendes por estupideces?
--Llamo estupidez -exclamó Dalroy- la pretensión de meter el Corán dentro de la Biblia en lugar de los textos apócrifos. Llamo estupidez la idea descabellada de ese pastor loco que quiere colocar la Media Luna sobre la catedral de San Pablo. ¡Ya sé que los turcos son actualmente nuestros aliados, pero también lo fueron otras veces y nunca oí que a Palmerston o a Colin Campbell4.2 se les ocurrieran semejantes majaderías!
--Es verdad que lord Ivywood está muy entusiasmado con esas ideas -dijo Pump tratando de contener la risa-. El otro día, en la Feria de Horticultura, aseguró que estábamos maduros para una unión completa del cristianismo y el islam.
--Y podíamos llamarlo crislam -exclamó el irlandés con una mirada sombría que no tardó en fijarse en el bosque gris y púrpura que se extendía detrás de la taberna y en el que desaparecía un camino blanco. Aquel camino inclinado parecía el comienzo de una aventura, y Dalroy era un aventurero.
--Pero tampoco hay que exagerar -repuso Pump, frotando otra vez la escopeta- en lo de la Media Luna sobre San Pablo. No era eso exactamente lo que proponían. Si no he entendido mal, la proposición del doctor Moole era crear una especie de doble emblema combinando la cruz y la Media Luna...
--Sí; la cruciluna -murmuró Dalroy.
--Tampoco puedes decir que el doctor Moole sea un pastor -agregó Mr. Pump sin dejar de frotar su escopeta-. En realidad, dicen que es ateo, lo que se llama un agnóstico, algo así como el terrateniente Brunton, que se divertía mordiendo los álamos en Marly. La gente de la nobleza se mueve por modas, capitán; pero que yo sepa nunca han durado mucho.
--Me temo que esta vez la cosa es más grave -le replicó su amigo meneando su cabellera roja-. Esta taberna es la única que queda abierta en esta costa y pronto será la única en toda Inglaterra. ¿Te acuerdas de la taberna Cabeza de Moro, en Plumsea, junto al mar?
--La conozco -asintió el tabernero-. Mi tía estaba allí cuando ahorcaron a aquella mujer; es un sitio muy agradable.
--Acabo de pasar por allí -dijo Dalroy-. Ya no hay taberna.
--¿Un incendio? -preguntó Pump, suspendiendo por un momento el fregoteo de su escopeta.
--No; una inundación de limonada -replicó Dalroy-. Le han quitado la licencia, o la patente, o como se llame. He compuesto una canción en su honor, y te la voy a cantar...
Y a renglón seguido, con todo el aspecto de un hombre que acaba de recobrar su buen humor, se puso a rugir con voz atronadora las siguientes coplas, para las que él mismo había inventado una tonadilla:
Cabeza de Moro,
¡qué triste es tu sino!
Ayer, sin desdoro,
me dabas buen vino,
cerveza de oro,
licor peregrino.
Mas hoy han venido
señoras sin fe,
que te han convertido
en salón de té.
De Arabia has venido,
Cabeza de Moro.
El buen rey Ricardo
te trajo consigo.
En cada descanso
del largo camino,
clavó su estandarte
honrado e invicto;
clavó su estandarte
que luce en sus pliegues
Cabeza de Moro.
Mas hoy han venido, etc.
Trofeo de gloria
y no de venganza.
Cabeza de Moro
corona su lanza,
que aquí se clavó
como remembranza.
Mas hoy han venido, etc.
¡Cabeza de Moro,
qué triste revancha!
Hoy sirves tan sólo
agua que no mancha.
--¡Vaya! -exclamó Pump, prolongando esta exclamación con un tenue silbido-. Diría que ese que viene es su señoría lord Ivywood. Y hasta apostaría a que el pollito con gafas que le acompaña es el secretario de la Comisión o lo que sea.
--¡Que vengan! -dijo Dalroy, y continuó cantando con un vozarrón que hacía temblar las piedras:
¡Moruna cabeza
cual mascarón,
que al fin nos privaste
de vino y cerveza,
de sidra y de ron!
Mientras se extinguía el último eco de esta expansión lírica entre los manzanos que crecían al borde del camino y el bosque colindante, el capitán Dalroy se retrepaba en la silla y saludaba con un movimiento de cabeza lleno de buen humor a lord Ivywood, que se quedó parado en el césped, frío como el mármol, según su costumbre, pero con la boca ligeramente fruncida. Detrás de él había un joven moreno, con gafas de recios cristales y con un fajo de papeles impresos bajo el brazo; sin duda J. Leveson, secretario. Por la carretera venía un trío que a Pump se le antojó algo disparatado, digno de figurar en una farsa cómica. Estaba compuesto de un inspector de policía, de uniforme; un obrero con mandil de cuero, y finalmente un vejete incómodamente vestido a la europea, pero cubierto con un fez rojo. Decía algo a propósito de la taberna, y el inspector y el carpintero que le escuchaban parecían esforzarse por disimular su regocijo.
--¡Bonita canción, milord! -dijo Dalroy con agradable fatuidad-. Le voy a cantar otra... -y se aclaró la voz con una breve tos.
--Mr. Pump -dijo lord Ivywood con su hermosa voz cristalina-. He querido venir personalmente para demostrarle que hemos llevado nuestra indulgencia hasta los límites de lo posible. La fecha en que ha sido fundada esta taberna la coloca de lleno bajo los preceptos de la Ley de 1909; fue construida en vida de mi abuelo; aunque, según creo, tuvo otro nombre...
--¡Ah, milord! -interrumpió Pump con un suspiro-. Preferiría habérmelas con su abuelo, aunque se casó con cien negras en vez de una, más que ver a un miembro de su familia quitando el pan a un pobre hombre.
--La ley fue precisamente concebida con la intención de acabar con la pobreza -continuó imperturbablemente lord Ivywood-, y sus consecuencias serán ventajosas para todos los ciudadanos.
Se volvió un instante hacia al secretario de pelo oscuro y le dijo:
--¿Tiene el segundo informe?
Tomó el pliego que le tendía el secretario, se caló las gafas y lo desplegó diciendo:
--Este informe expone claramente que la ley que estamos aplicando tiene por principal objeto la protección de las clases más necesitadas y humildes. En el tercer párrafo, nos dice concretamente: «Aconsejamos con particular insistencia que se excluya del comercio ese producto de nocividad reconocida que es el alcohol, salvo, claro está, en los lugares que el Gobierno estime convenientes, y especialmente el Parlamento y otros sitios de similar utilidad pública. Aconsejamos igualmente que se prohíba la exhibición procaz y desmoralizante de los letreros de tabernas, excepto en los casos antes aludidos, ya que la desaparición de tales tentaciones contribuirá, a nuestro juicio, a mejorar la comprometida situación financiera de las clases trabajadoras». Esto bastará, me figuro, para persuadir a Mr. Pump de que nuestra acción, por otra parte inevitable, de reforma social, no tiene nada de opresora. Sin duda, Mr. Pump, desde su personalísimo punto de vista, pensará que es una medida de gran dureza con él, pero -y aquí la voz de lord Ivywood adquirió su particular estilo oratorio-, ¿qué mejor prueba puede darse de la insidiosa influencia de la pérfida bebida, qué mejor demostración de la corrupción social que engendra que la existencia de ciudadanos como Mr. Pump, que ayer gozaron de excelente reputación y hoy, por culpa de las emanaciones alcohólicas y de las reflexiones antisociales que inspiran, sólo ven su caso egoísta y se ríen de la miseria de los indigentes?
El capitán Dalroy no había dejado un segundo de examinar a lord Ivywood con sus ojos más azules y brillantes que nunca. Pero cuando se puso a hablar, lo hizo en términos inesperadamente mesurados:
--¿Me permite una palabra, milord? -preguntó-. No estoy seguro de haber entendido bien uno de los puntos de su discurso. Debo comprender que van a ser retirados todos los letreros de las tabernas, pero ¿sin que ello implique supresión de la venta de bebidas? Más claro: ¿quiere decir que aunque un inglés no pueda encontrar una sola taberna en toda Inglaterra, si ve un letrero es señal de que el establecimiento que lo tiene puede, con la graciosa autorización de su señoría, seguir llamándose taberna?
Lord Ivywood poseía un admirable dominio de sí mismo que le había ayudado extraordinariamente en su carrera. No quería perder tiempo en discutir el derecho del capitán a intervenir en el asunto y replicó con sencillez:
--Exacto.
--Por consiguiente, dondequiera que encuentre un letrero autorizado por la policía, ¿puedo entrar y pedir un vaso de cerveza, con toda legalidad?
--Eso es, siempre que haya un letrero -respondió Ivywood con manifiesta amabilidad-; pero confío que no tardaremos en suprimirlos todos.
El capitán Dalroy levantó su corpachón de la silla, desperezándose y bostezando.
--Bueno, Pump; me parece que lo mejor que podemos hacer es llevarnos las cosas importantes.
Con dos vigorosos puntapiés disparó el barrilillo de ron y el queso de bola por encima de la valla, de tal manera que ambos tomaron la pendiente y rodaron por ella con creciente velocidad hasta llegar al bosque sombrío. Después agarró el poste que sostenía el letrero, y con un par de sacudidas lo arrancó de su hoyo como si se tratase de una manta de hierba.
Todas estas operaciones fueron ejecutadas sin que nadie tuviese tiempo de moverse y sólo cuando Dalroy empezaba a bajar por la pendiente, el policía corrió tras él. Pero el gigante le dio tal trastazo en pleno pecho con la tabla del letrero, que salió despedido hasta la cuneta al otro lado del camino. Inmediatamente, se volvió hacia el turco y colocó la punta del poste en el punto preciso en que su cadena de oro cruzaba el chaleco, haciéndole sentar de un golpe en el suelo con un semblante extraordinariamente serio.
El secretario hizo un amago de acudir en auxilio de sus compañeros, pero Humphrey Pump, con un grito, echó mano a la escopeta que estaba en la mesa y le encañonó; el espanto de J. Leveson, secretario, fue tan grande que estuvo a punto de virar en redondo y de echar a correr. Pump, en vista de esto, con la escopeta debajo del brazo, salió correteando detrás del capitán, que a su vez correteaba tras el queso y el barrilillo de ron.
Mucho antes de que el policía pudiese levantarse del suelo, los dos habían desaparecido en la espesura del bosque. Lord Ivywood, que había presenciado sin ni siquiera pestañear toda esta escena, no había dado muestra alguna de temor, impaciencia ni, preciso es reconocerlo, de diversión. Alzó la mano y detuvo al policía en su carrera.
--Persiguiendo a esos dos vagabundos no conseguiríamos más que poner a la ley y a nosotros mismos en ridículo. En el actual estado de las vías de comunicación, no pueden ni hacernos daño ni escapársenos. Lo que realmente urge es que destruyamos sus depósitos y centro de operaciones. La Ley de 1911 nos da derecho a confiscar y destruir cuanto se halle dentro de una taberna en que la ley ha sido infringida.
Y durante varias horas se quedó de pie en el césped, regalándose los oídos con el ruido de las botellas que se rompían y de los toneles que se despanzurraban, embriagándose con los goces del fanático, que eran los únicos que conocía su extraña naturaleza, incapaz de apreciar los manjares, ni el vino, ni las mujeres.