Lord Ivywood adolecía del defecto común a cuantos se alimentan sólo de libros; ignoraba no sólo el valor sino hasta la existencia de otros medios de información. De modo que Humphrey Pump se daba perfecta cuenta de que lord Ivywood le tenía por un ser ignorante que llevaba en el bolsillo los Papeles póstumos del Club Pickwick de Dickens, pero que era incapaz de leer ningún otro libro. En cambio, lord Ivywood no advertía que cada vez que Mr. Pump le veía no podía evitar recordar lo bien que se disimulaban sus cabellos de rubio grisáceo y su cara cenicienta en la penumbra de un bosque de abedules. Hay motivos para pensar que Mr. Pump, durante su juventud, se había obsequiado con perdices y faisanes del coto de lord Ivywood, el cual no sólo ignoraba que estaba ofreciendo semejante hospitalidad, sino que vivía convencido de la imposibilidad material de burlar la eficacia de su sistema de vigilancia. Y es que quien se supone superior a las cosas materiales vale más que no se meta a hablar de imposibilidades materiales.
Se equivocaba, pues, lord Ivywood, cuando aseguraba que los fugitivos no podían escapar en la Inglaterra moderna. En la Inglaterra moderna se pueden hacer muchas cosas que la mayoría de los mortales no conocen más que de oídas o en pintura. Si, por ejemplo, os habéis percatado de que los setos que hay a lo largo de los caminos son más altos y más tupidos de lo que parecen y que hasta el hombre de mayor corpulencia, si se tiende de bruces detrás de ellos, ocupa mucho menos sitio del que podría pensarse; si estáis enterados de que innumerables ruidos de la naturaleza se asemejan entre sí más de lo que un oído fino pueda creer, como sucede con el rumor del viento en las hojas y del mar en las playas; si sabéis que resulta más cómodo caminar descalzo que calzado, a condición, eso sí, de pisar en el lugar apropiado; si sabéis que el número de perros realmente capaces de morderos es notablemente inferior al de personas capaces de asesinaros en un vagón; si sabéis que no tenéis por qué ahogaros en un río a no ser que la corriente sea muy fuerte o que vuestra intención original sea la de suicidaros; si sabéis que las estaciones de algunos pueblos tienen salas de espera en que jamás espera nadie y que los campesinos si os da por hablarles no os harán caso, pero que si no les decís nada hablarán de vosotros todo el día; si sabéis todo esto entonces os serán fáciles y hacederas muchas cosas.
Fue mediante el empleo de conocimientos de este orden y de algunos otros, que Humphrey Pump consiguió guiar a su amigo -que no abandonaba barrilillo, queso y letrero- a través de montes y llanos, ora atravesando terrenos vedados, ora hollando pasos prohibidos, hasta salir de un pinar sombrío y poner pie en un camino blanco que se deslizaba por un territorio donde era probable que nadie fuese a buscarlos.
Delante de ellos se extendía un campo de trigo y a su derecha una casita rodeada de pinos, cuyas paredes medio derrumbadas parecían ceder al peso de su techo de paja. Al verla, la fisonomía del irlandés pelirrojo se iluminó con una curiosa sonrisa. Clavó el letrero al borde del camino y fue a llamar a la puerta.
Abrió con temor un viejo de cara tan arrugada que las arrugas resultaban más marcadas que sus propias facciones, las cuales parecían perderse en un laberinto. Lo mismo se le podía suponer salido del tronco nudoso de un árbol que atribuirle mil años.
No pareció advertir el letrero que quedaba algo a la izquierda de la puerta, pero los últimos restos de vida que quedaban en sus ojos parecieron despertar y maravillarse al ver la estatura de Dalroy, su extraño uniforme y la espada que llevaba al cinto.
--Discúlpeme -dijo cortésmente el capitán-. Temo que mi uniforme le sorprenda; es la librea de lord Ivywood. Todos sus criados deben llevarla. En realidad, creo que todos sus arrendatarios y quizás usted mismo... Excuse mi sable. lord Ivywood da mucha importancia al sable. Sin duda estará usted al corriente de su magnífica elocuencia: «¿Cómo podemos profesar -me decía el otro día mientras yo le cepillaba los pantalones-, cómo podemos profesar la doctrina de la fraternidad de todos los hombres, si al mismo tiempo les negamos el derecho de ostentar el signo de la virilidad? ¿Cómo nos atrevemos a afirmar que la prohibición de llevar lo que siempre simbolizó la diferencia entre el hombre libre y el esclavo sea un progreso? No tenemos motivo alguno para temer que se haga del sable el uso bárbaro que pronostica mi digno amigo el afilador; al contrario, llevar dicha arma no es más que un acto de sublime confianza en nuestra unánime pasión por los austeros esplendores de la paz. Porque sólo tiene derecho a herir el que sabe retener su brazo».
Mientras soltaba esta retahíla de despropósitos con acompañamiento de amplios gestos oratorios, Dalroy había metido el queso y el barrilillo en la casa del campesino estupefacto. Mr. Pump le seguía, plácido y digno, con la escopeta bajo el brazo.
--Lord Ivywood -continuó Dalroy, poniendo el barrilillo sobre la mesa- desea que beba usted un vaso de vino a su salud, o mejor dicho, un vaso de ron. Por Dios, no vaya a dar crédito a todas las habladurías que nos pintan a lord Ivywood como un enemigo de la bebida. No le digo más, que en la cocina le llamamos Tres Botellas Ivywood. Pero, ah, es preciso que se trate de ron; no le dé otra cosa a los Ivywood. «El vino puede convertirnos en bufones», nos decía hace pocos días... Y con una elocuencia tan feliz que parecía extraordinaria incluso en boca de su señoría. Yo estaba en el rellano de la escalera y dejé de fregar los escalones para escucharle... «¡El vino -iba diciendo- puede extraviarnos, las bebidas fuertes pueden conducirnos al furor, pero en ningún libro sagrado hallaréis la menor censura contra el dulce licor que adoran cuantos desafían los peligros del mar! ¡No, ninguna lengua de sacerdote ni de profeta se ha movido jamás para romper el sacro silencio de las Sagradas Escrituras respecto al ron!» Y me explicó entonces -continuó Dalroy mientras hacía señas a Pump para que pusiese en práctica su arte de abrir barriles-, me explicó entonces que el gran secreto para evitar las enojosas consecuencias que puede experimentar un bebedor novato después de ingerir una o dos botellas de ron consiste en comer queso y, especialmente, queso de esta clase que tengo aquí y de cuyo nombre no me acuerdo en este momento.
--Cheddar -dijo Pump con gravedad, procediendo a ejecutar la orden.
--Pero, ¡cuidadito! -prosiguió el capitán con una expresión casi feroz y agitando un índice enorme junto a las narices del viejo-, ¡cuidadito!, ¡ni una miga de pan! ¡Nada de pan con el queso! ¡Las espantosas ruinas que han devastado tantos hogares de este país, prósperos en otra época, son debidas a la funesta e insensata manía de comer pan con cheddar! Puede estar tranquilo que yo no le daré pan. Lord Ivywood ha prescrito que toda alusión a esta costumbre tan infame como atrasada se elimine del Padrenuestro. ¡A su salud!
Había servido ya un poco de ron en dos recios vasos de vidrio y en una taza sin asa, que había obtenido del anciano, con el que brindó solemnemente.
--Me hace usted mucho honor, caballero -dijo el anciano haciendo oír por primera vez su voz cascada. Enseguida se echó el ron al coleto y su semblante se aclaró como una lámpara cuando su llama empieza a elevarse-. Pues yo tengo un hijo marino.
--Le deseo buen viento -dijo el capitán- y voy a cantarles una canción sobre el primer marino que se hizo a la mar y que, como afirma certeramente lord Ivywood, vivió mucho tiempo antes de que se inventase el ron.
Y, sentado sobre una silla de madera, entonó su canción con voz sonora mientras marcaba el compás con la taza sin asa.
A Noé dentro del arca se le vació el vientre de pena;
asose una avestruz, friose una ballena,
y a guisa de entremeses, zampose un palomino.
Mas antes y después, su néctar requería
y con la copa en alto, así decir solía:
Por fuera corra el agua, por dentro corra el vino.
El cielo se venía abajo hecho raudales:
los astros palpitaban en turbios barrizales,
quizá ya se apagaban los fuegos infernales.
El pico más enhiesto rindiose a su sino...
Noé, a pesar de todo, sereno y sin temor
alzaba a Dios los ojos, rezando con fervor:
Por fuera corra el agua, por dentro corra el vino.
Noé pecó y nosotros también hemos pecado,
por eso el cielo justo castigo nos ha dado
y el monstruo Antialcoholismo se ha desencadenado
¡Ay, ese no poder, ni con dinero en mano,
beber zumo de viña ni zumo de manzano!
¿A quién se le ocurrió, tamaño desatino?
¡Bah! ¡Qué más da! ¡Volvamos la espalda a los pedantes!
y con la copa en alto, digamos como antes:
Por fuera corra el agua, por dentro corra el vino.
--Es la canción favorita de lord Ivywood -concluyó Patrick Dalroy echando otro trago-. Ahora, cante usted.
Con gran sorpresa del auditorio, el anciano, sin hacerse rogar, se puso a cantar con voz temblorosa:
El rey Jorge meditabundo
está en su torre de Londres,
para defender el trono
ha convocado a sus hombres.
Bonaparte, Bonaparte,
¿qué es lo que tú te propones...?
Quizá sea una suerte, desde el punto de vista de la agilidad de esta narración, que la canción del viejo, integrada nada menos que por cuarenta y siete estrofas, fuese interrumpida al llegar a este punto por un curioso incidente. La puerta de la casa se abrió y dio paso a un hombre vestido de fustán que se quedó unos segundos de pie sin decir palabra, y después, sin más preámbulo, soltó:
--Cuatro cervezas.
--¿Cómo dice? -preguntó cortésmente el capitán.
--Cuatro cervezas -repitió el hombre con decisión. Después, viendo a Humphrey, pareció recordar otras palabras de su vocabulario-. Hola, Mr. Pump. No sabía que El Viejo Navío hubiese cambiado de local...
Con una sonrisa furtiva, Mr. Pump señaló al anciano que repentinamente había dejado de cantar.
--Quien se ocupa actualmente de esto es Mr. Marne -dijo Pump con la meticulosa cortesía que se estila en el campo-. Pero tengo que advertirle, Mr. Gowl, que por ahora sólo tiene ron.
--Menos da una piedra -replicó Mr. Gowl dejando unas monedas ante el anciano Marne, que no entendía ni jota. Mientras se despedía secándose los labios con el revés de la mano, la puerta se abrió de nuevo dejando entrar la luz del día y un hombre con un pañuelo rojo al cuello.
--Buenos días, Mr. Marne, buenos días, Mr. Pump, buenos días, Mr. Gowl -dijo el hombre del pañuelo rojo.
--Buenos días, Mr. Coote -respondieron sucesivamente los interpelados.
--¿Una copita de ron? -preguntó amablemente Humphrey Pump-. Por el momento es lo único que puede servirle Mr. Marne.
Mr. Coote tomó a su vez un vaso de ron y dejó también una moneda ante la mirada distraída del respetable aldeano. Mr. Coote se lanzó a perorar sobre el rigor de los tiempos, explicando que la situación estaba mal para la cosa del beber, pero que mientras hubiera un letrero no había problema. Por lo menos, así se lo había asegurado un abogado de Grunton Abbot. En aquel momento todos los presentes fijaron su atención en un personaje que acababa de entrar, un ruidoso calderero ambulante que encargó inmediatamente una ronda general y explicó que había dejado delante de la puerta su asno y su carro. Siguió una conversación bulliciosa, confusa y dilatada en que se evaluaron los méritos respectivos del animal y del vehículo. Gradualmente, Dalroy se fue dando cuenta de que el calderero trataba de venderlos.
De repente asaltó su cerebro una idea digna de la absurda aventura romántica en que se había metido y al momento se precipitó al exterior para echar un vistazo al carro y al burro. Al minuto volvió a entrar y preguntó al calderero qué precio pedía y sin esperar respuesta le ofreció una suma que aquél no había soñado siquiera. La cosa fue tomada como la ocurrencia de un aristócrata chiflado; el vendedor se atizó otro vaso de ron para celebrar el pago y Dalroy presentó sus excusas a la asamblea, tapó el barrilillo de ron y lo cargó, junto con el queso, en la parte trasera del carro. El precio del ron que se había bebido quedó amontonado ante la barba plateada del anciano Marne.
Cuantos conocen la extraña y silenciosa camaradería de las clases pobres de Inglaterra no necesitan que se les diga que todos los presentes salieron de la casa para ver cómo cargaban el vehículo y enjaezaban el burro, todos menos el anciano, que se quedó como hipnotizado por el montoncito de monedas. Y en aquel momento divisaron una silueta oscura en el camino blanco que no les causó la menor satisfacción. Era Mr. Bullrose, el administrador de las propiedades de lord Ivywood.
Mr. Bullrose era un hombrecito corpulento, de cabeza cuadrada con bucles negros y tupidos, con cara de sapo y dos ojos vivos y recelosos. Llevaba un sombrero de copa e iba envarado dentro de la exigua levita de los hombres de negocios. Mr. Bullrose no era simpático. A decir verdad, no es frecuente que el administrador de una gran propiedad resulte simpático. En cambio, no es raro que el propietario lo sea, y lord Ivywood estaba dotado de una fría magnanimidad que bastaba para que mucha gente prefiriese dirigirse a él personalmente. Pero Bullrose era mezquino, como todos los tiranuelos con sentido de la eficacia.
Es evidente que no entendía lo que ocurría delante de la casa, pero no dejó de notar que allí había gato encerrado. Quería poner al viejo Marne en la calle, sin ofrecerle, claro está, indemnización alguna. Confiaba en que el anciano finalmente se moriría, pero sabía que en cualquier caso el desahucio sería fácil porque el anciano no tenía con qué pagar el alquiler de una sola semana. Y no es que el alquiler fuese elevado, no; pero resultaba exorbitante para el bolsillo del inquilino, falto de todo recurso e incapaz de obtener ningún crédito. He aquí la caballerosidad de nuestro aristocrático sistema de propiedad agraria.
--¡Adiós, amigos! -estaba diciendo el coloso del uniforme fantástico-. «Todos los caminos llevan a ron», como dijo lord Ivywood en uno de sus momentos de mayor felicidad; no tardaremos mucho en volver aquí para inaugurar un hotel de gran lujo. Pronto recibirán un folleto con toda la información.
En aquel momento el rostro del batracio del administrador se afeó aún más en una expresión de asombro, y los ojos se le salían de tal modo de las órbitas que parecían, más que de rana, de caracol. La imperdonable alusión a lord Ivywood ya hubiera bastado por sí sola para desencadenar una tempestad, pero el anuncio de la apertura de un hotel sin licencia provocó un verdadero terremoto. Apresurémonos a decir que tanto el temporal como el terremoto abortaron antes de estallar con el efecto que produjeron el poste y el letrero que se erigían ante la miserable casa de Mr. Marne.
--¡Ah, ahora sí que le pillé! -murmuró Mr. Bullrose-. ¡De esta no sale! ¡Le pongo de patitas en la calle!
Y rápidamente se plantó en la entrada de la choza al tiempo que Dalroy arreaba a su asno.
--¡Oiga, caballero! -estalló Mr. Bullrose apenas puso el pie en el umbral-. Esta vez se la ha buscado usted mismo. Lord Ivywood ha sido demasiado indulgente, pero ¡se acabó! Lo que acaba de hacer, sabiendo cuál es la opinión del señor sobre la materia, es la gota que colma el vaso.
Se calló un instante y a continuación dijo con sorna:
--Así que o paga hasta el último céntimo de los alquileres que debe o se larga. Estamos hartos de gentuza como usted.
De manera torpe y titubeante el anciano empujó el montoncito de monedas que tenía delante hacia el administrador, que se hallaba al otro lado de la mesa. Mr. Bullrose se sentó bruscamente en la silla de madera sin quitarse el sombrero. Contó el dinero, lo volvió a contar y lo contó una tercera vez. Luego miró fijamente las monedas, más sorprendido de lo que se había quedado el propio Marne.
--¿De dónde ha sacado el dinero? -acabó por preguntar brutalmente-. ¿No lo habrá robado?
--¡Ya no tengo fuerzas para robar! -contestó el anciano con una tristeza irónica.
Bullrose lo miró y después miró las monedas y recordó con rabia que aunque Ivywood era un juez riguroso en el tribunal del condado no por ello dejaba de ser justo.
--¡No importa! -exclamó-. De todos modos, con lo que sé tengo de sobra para desahuciarlo. ¡Ese letrero que ha clavado ante la casa va contra la ley y además vulnera las cláusulas de nuestro contrato! ¿Qué dice a eso? ¿Eh?
El inquilino no contestó.
--¿Eh? -repitió el administrador.
--No sé -contestó el arrendatario.
--¿Tiene o no tiene un letrero de una taberna delante de su casa? -vociferó Mr. Bullrose, golpeando la mesa con el puño.
El anciano le miró largamente con rostro paciente y venerable.
--Tal vez sí, tal vez no... -contestó al fin.
--Ya le daré yo tal vez... -chilló Bullrose levantándose y echándose atrás el sombrero de copa-. No sé si estará demasiado borracho para verlo, pero yo lo he visto con mis propios ojos. ¡Salga y niéguelo si se atreve!
--¿Eh? -dijo Mr. Marne con aire de duda.
Y siguió con paso inseguro al administrador, que acababa de abrir la puerta con una furia incontenible. Bullrose se detuvo de repente en el umbral, sin decir palabra durante un rato. En el fondo de su espíritu materialista luchaban dos ideas que durante mucho tiempo fueron sus enemigas: los antiguos cuentos de hadas en los que todo se puede creer y el nuevo escepticismo que inclina a no creer en nada... En el paisaje no quedaba rastro de letrero alguno.
En el rostro apergaminado del viejo Marne reapareció fugazmente esa sonrisa que ha permanecido dormida desde la Edad Media.