El gran dragón marino de cambiantes colores que serpentea alrededor de los continentes como un gigantesco camaleón se mostraba de un verde pálido en torno a las rocas de Pebblewick y de un intenso añil alrededor de las islas Jónicas. Uno de los innumerables islotes de este archipiélago, poco más que una roca en medio de la inmensidad azul, se conocía por el nombre de Isla de los Olivos, no porque fuese pródigo en esta clase de árboles sino porque el capricho combinado del suelo y del clima había hecho crecer dos o tres ejemplares de inusitada altura. Incluso en el pleno ardor de los países meridionales es raro que un olivo sobrepase en altura a un peral pequeño, pero los tres olivos que se erguían como una especie de emblema sobre aquella tierra pelada y estéril podían, si no hubiese sido por su forma, pasar por pinos o alerces del norte. Tenía también que ver con alguna antigua leyenda griega relativa a la diosa Palas, patrona de los olivos, ya que todo aquel mar es la cuna de la primitiva mitología de la Hélade. Desde la terraza de mármol situada bajo los olivos se divisaba el perfil gris de Ítaca.
Bajo tales árboles había una mesa al aire libre cubierta de papeles y de tinteros. Sentados a su alrededor había cuatro hombres, dos de uniforme y dos vestidos de negro. Edecanes, secretarios y otras personas de similar rango se agrupaban discretamente en un segundo plano. Detrás, sobre el mar, se columbraba una fila de dos o tres barcos, anclados y silenciosos. Se acababa de dar la paz a Europa.
Había en aquel momento terminado uno de esos largos e infructuosos esfuerzos que hacía Europa para librar del poder de los turcos a las pequeñas naciones cristianas. Otros muchos conciliábulos se habían celebrado ya antes que éste, a medida que, una tras otra, las pequeñas potencias abandonaban la lucha por voluntad propia o bajo la presión de las grandes. De modo que al final las partes interesadas se habían reducido a cuatro: Inglaterra y Alemania, a las cuales habían confiado su representación las demás naciones europeas, dispuestas a dejar en sus manos la solución del conflicto sobre la base de aceptar las pretensiones turcas; un representante del sultán, naturalmente; y, por último, el único enemigo de éste que no había sido obligado aún a rendirse.
Porque una diminuta potencia había proseguido la guerra meses y meses, con una tenacidad y unos éxitos esporádicos que habían maravillado al mundo entero. Un príncipe misterioso y apenas reconocido por nadie, que se hacía llamar rey de Ítaca, había llevado a cabo por todo el Mediterráneo oriental unas hazañas casi tan fabulosas como las del marido de Penélope. Los poetas se preguntaban si no sería el propio Ulises redivivo, mientras que los patriotas griegos, obligados a deponer las armas, se morían de curiosidad por saber qué sangre corría por sus venas y cuál era la ciudad afortunada que podía vanagloriarse de tenerlo por hijo. No nos extrañe, pues, que el mundo se enterase con cierto regocijo de que el supuesto vástago de Ulises no era más que un audaz aventurero irlandés, llamado Patrick Dalroy, ex oficial de la Armada Británica que a causa de sus simpatías por los fenianos2.1 se había visto en la necesidad de renunciar a su cargo. Desde entonces, había corrido diversas aventuras bajo uniformes no menos variados, metiéndose o metiendo a otros en todo tipo de líos, con una extraña mezcla de cinismo y de quijotismo. En su reino, tan pequeño como extraordinario, fue su propio general, su propio ministro de Exteriores y su propio embajador; pero siempre tuvo cuidado de seguir al pie de la letra los íntimos deseos de su pueblo respecto a la paz y la guerra, y si ahora estaba dispuesto a envainar la espada era sólo por complacerle. Aparte de su gran habilidad profesional, se había hecho célebre por su extraordinario vigor físico y su descomunal estatura. Los diarios de hoy día han tomado la costumbre de decir que la simple fuerza muscular ha perdido todo valor en la guerra moderna, pero semejante opinión puede resultar tan exagerada como la contraria. En las guerras del Oriente Próximo, en las que luchan poblaciones enteras con pocas armas y abundan los combates cuerpo a cuerpo, un jefe que esté en condiciones de vender cara su vida tiene considerables ventajas y sería un grave error suponer que la fuerza bruta no le va a servir para nada. Así tuvo que reconocerlo lord Ivywood,2.2 el ministro plenipotenciario británico, que una vez comentaba al rey de Ítaca la superioridad del cañón de campaña turco por su ligereza, y el monarca de Ítaca, admitiendo dicha superioridad técnica, le replicó tomando el cañón en brazos y echando a correr. También era de la misma opinión el más grande de los guerreros turcos, el terrorífico Omán Pachá, tan famoso por sus heroicidades durante la guerra como por sus atrocidades durante la paz, que lucía en la frente un recuerdo del sablazo que le descargara Patrick al cabo de tres horas de duelo a muerte y que el asiático recibió sin guardar luego rencor ni vergüenza, hay que reconocerlo, pues los turcos en dichas circunstancias están en su terreno. Mr. Hart, un financiero amigo del representante alemán, también podía dar fe de la eficacia muscular de Patrick Dalroy; pues éste en una ocasión, después de preguntar al diplomático germano por qué ventana de la fachada quería volver a entrar en su casa, lo había proyectado a través de la de su cuarto, situado en el primer piso, con tanta precisión y cortesía que fue a caer sobre su propio lecho, donde mejor podía recibir asistencia médica. De todos modos, un caballero irlandés, por muy fornido que sea, no puede combatir indefinidamente contra toda Europa, y al que nos ocupa le fue preciso acudir, no sin cierta sorna, para aceptar las condiciones que le dictaba su patria adoptiva. No podía arrojar al suelo a todos los diplomáticos (como estaba en su poder y en su gusto), porque se daba cuenta, utilizando la parte más racional de su persona, de que aquellos hombres, como él, simplemente obedecían órdenes. Así es que se sentó, pesado y somnoliento, a la mesilla de los plenipotenciarios, vestido con el uniforme verdiblanco que él mismo había ideado para la Marina de Ítaca; un verdadero toro, monstruosamente joven para su corpulencia, con cuello de toro, ojos azules con mirada de toro y coronado por una cabellera roja que brotaba como fuego de su cuero cabelludo, de tal manera que parecía dar razón a los que decían que su cabeza ardía en llamas.
El más distinguido de los personajes presentes era el propio Omán Pachá, con su rudo semblante demacrado por las privaciones de la guerra y cuyos bigotes y cabellos parecían haber blanqueado más por obra del rayo que por culpa de los años. Llevaba un fez rojo, y entre el fez y el bigote se extendía una cicatriz en la que el rey de Ítaca procuraba no poner la vista. Su mirada resultaba terriblemente inexpresiva.
Lord Ivywood, el ministro británico, podría haber pasado por el hombre más guapo de Inglaterra, si no fuese por su piel blanquecina y su pelo de albino. Sobre el fondo de aquel mar de cobalto, se asemejaba a una de nuestras antiguas estatuas de mármol, puras de líneas, pero sin otros matices que el gris y el blanco. Tan sólo la iluminación del lugar en que se hallara dictaba si su pelo había de mostrarse de un mate plateado o de un castaño pálido. Era uno de los últimos oradores de la vieja escuela parlamentaria a pesar de su edad relativamente joven. Podía convertir cuanto mencionaba en flores retóricas, aunque sólo sus labios conservaran un hálito de vida en aquel rostro muerto. Era algo anticuado en sus maneras, dejes del antiguo Parlamento, como, por ejemplo, la de ponerse en pie, como ante una numerosa asamblea, para dirigir la palabra a los tres hombres que estaban reunidos con él en aquel peñón rodeado de agua.
Quién sabe si esto contribuía a darle más relieve y más carácter que al hombre que se sentaba a su lado, un hombre que nunca decía nada, pero cuya cara hablaba sola. Este hombre era el doctor Gluck, el representante alemán, que no tenía ni las facciones ni la expresión soñolienta de su raza. Su rostro era tan vivo, tan animado como una fotografía retocada o una película. Sus ojos almendrados brillaban con los cambiantes destellos de un ópalo, su bigotito ensortijado se erguía como por impulso propio, como una serpiente negra, pero ni el más leve sonido salía de sus labios. Puso un papel delante de lord Ivywood, que se caló las gafas y con ellas se echó encima diez años más.
No se trataba más que del orden del día, con las pocas cuestiones que tenían que ser resueltas en aquella última conferencia. La primera decía así:
«El embajador de Ítaca pide que las jóvenes incorporadas a los harenes después de la toma de Pilos sean devueltas a sus familias. No se accede a ello.»
Lord Ivywood se levantó. La sola belleza de su voz sobrecogió de admiración a todos los que no le habían oído antes.
--Excelencias, señores -comenzó-, un estadista cuya política no puede ser la mía, pero a cuya reputación histórica no puedo aspirar, os ha hablado, con frase hoy día célebre, de la paz con honor. En este momento en que vamos a celebrar la paz entre dos soldados de la talla legendaria de Omán Pachá y del rey de Ítaca, creo que tenemos derecho a sustituir el término «honor» por el más brillante de «gloria».
Hizo una pausa de medio segundo, pero sus palabras habían sido tan maravillosamente dichas que el silencio del mar y de las rocas pareció poblarse de aplausos.
--Creo poder afirmar que estamos dominados por un solo pensamiento, por grandes que hayan sido las divergencias que nos han separado en el transcurso de estos meses de negociación laboriosa. Creo, repito, que un solo pensamiento nos domina: que la paz resulte tan fecunda como la guerra, ¡tan valerosa como la guerra!
Se detuvo de nuevo y de nuevo pasó, si no por las manos, por los cerebros, el fantasma de una ovación.
--Si hemos puesto fin a la lucha, podremos ponerlo también a las recriminaciones, y cuando una paz tan sublime viene a terminar una guerra tan gloriosa, se impone como una necesidad un estatuto restrictivo, o si os parece mejor, una amnistía. Si en mi calidad de viejo diplomático puedo atreverme a daros un consejo, no os daré otro que el de velar porque nada perturbe las uniones amistosas o domésticas contraídas durante el curso de estos tiempos de agitación. Me reconozco lo bastante anticuado para deciros abiertamente que toda injerencia en la vida íntima de las familias podría engendrar un precedente no exento de peligros. No voy a mostrarme tan poco liberal que conceda menos respeto a las antiguas costumbres del islam que a las añejas costumbres de la cristiandad. Se nos pide que entremos en un nuevo combate de recriminaciones para poner en claro si ciertas personas que han desertado de sus hogares lo han hecho por propia voluntad o por la fuerza. No concibo controversia más peligrosa de abrir ni más difícil de cerrar. Y me aventuro a decir que expreso la opinión de todos cuando digo que cualesquiera que sean los anteriores agravios de unos y de otros, el estado actual de los hogares, de los matrimonios y de las instituciones familiares del gran Imperio otomano debe permanecer como está hoy en día.
Nadie se movió, excepto Patrick Dalroy, que llevó la mano al puño de su espada mientras miraba a los demás con ojos que se salían de las órbitas. Pero enseguida dejó caer la mano y soltó una carcajada.
Lord Ivywood aparentó no haber oído nada, tomó de nuevo el documento y se caló otra vez las gafas que tanto le avejentaban. Leyó el segundo artículo y, ocioso es decirlo, no en voz alta. Lo que el representante de Alemania, de aspecto tan poco germánico, había escrito allí para el inglés era lo siguiente:
«Coote y Bernstein insisten en la necesidad de emplear la mano de obra china para la explotación de las canteras de mármol. El empleo de mano de obra griega parece inoportuno en las presentes circunstancias.»
--Pero -continuó lord Ivywood-, si deseamos ver respetadas las instituciones fundamentales, como lo es la familia musulmana, no somos, sin embargo, partidarios del estancamiento social. Lejos de nosotros la intención de sostener que la tradición del islam sea capaz por sí sola de dar solución a todos los problemas del Oriente Próximo. Y pregunto seriamente a Sus Excelencias si podemos caer en la vanidad de suponer que únicamente el Occidente Próximo puede remediar las dificultades del Oriente Próximo; si nuevas concepciones, si una sangre nueva, se revelan necesarias, ¿qué más natural que apelar a esas poblaciones laboriosas y fuertes que forman las profundas reservas del Asia? Las incursiones de Asia en Europa, si mi amigo Omán Pachá me permite esta observación, han revestido siempre un carácter guerrero. ¿No podríamos asistir por fin a una pacífica compenetración de ambas civilizaciones? Éstas son, por lo que me concierne, las razones que me conducen a declararme en favor de un proyecto de colonización.
Asiéndose con una mano a la rama de olivo que pendía sobre su cabeza, Patrick Dalroy se levantó de su asiento y se enderezó bruscamente. Para asegurar su equilibrio apoyó una mano en el tronco del árbol y pasó revista a los presentes. Experimentaba como nunca la impotencia de la fuerza física. Podía sin duda arrojarlos a todos al mar; pero, ¿qué ganaría con eso? Las potencias habrían simplemente acreditado a otros representantes que se situarían al otro lado de la mesa en la batalla diplomática, mientras que de su lado el único paladín de la justicia quedaría desacreditado para siempre. Su brazo sacudió furiosamente la rama de olivo que aún tenía asida. Pero no consiguió turbar un solo momento a lord Ivywood, que precisamente acaba de leer el artículo tercero en su memorando: «Omán Pachá exige la destrucción de las viñas» y a renglón seguido pronunció el famoso discurso que hoy figura en muchos libros y manuales sobre retórica. Estaba a la mitad cuando Dalroy, apenas repuesto de su estupefacción y de su rabia, empezó a comprender a qué se refería.
--... ¿Estamos realmente seguros -decía el diplomático- de no deber gratitud alguna al gesto de altivo rechazo con que, hace varias centurias, el gran místico árabe apartó de sus labios la copa de vino? ¿No debemos nada a la sobriedad de su heroica raza y al prolongado ayuno con que ha sabido oponerse a la insidiosa seducción de la viña? Vivimos una época en que los hombres empiezan a darse cuenta de que un credo tiene tesoros para los otros credos, una religión tiene secretos que revelar a las otras, una fe puede comunicarse con otra, y una Iglesia enseñar a otra Iglesia. Si es cierto, y otra vez pido perdón a Omán Pachá por lo que voy a apuntar, si es cierto, repito, como yo creo, que nosotros los occidentales hemos podido brindar algo, algunas luces, al islam, sobre todo en materia de paz y de orden civil, ¿por qué no vamos a admitir que a su vez el islam puede ofrecernos algo precioso, algo susceptible de sembrar la paz en miles y miles de hogares y con ello poner freno a la locura que ha frustrado las virtudes de la cristiandad? En mi propio país, aquellas orgías que deshonraron las noches de las familias de alto linaje no son más que un recuerdo del pasado. La legislación ya se afana con creciente empeño por librar al pueblo del azote de la más destructora de las drogas. Sin duda, es justo que el Profeta de la Meca obtenga el premio de su esfuerzo y que el sacrificio de los viñedos sea la prenda más significativa para complacer al más valeroso de sus campeones en este día glorioso en que el Oriente se verá libre del monstruo de la guerra y el Occidente libre del monstruo del vino. Comprendemos que esta decisión le produzca cierto pesar sentimental al gallardo príncipe que por fin ha aceptado esta conferencia para ofrecernos una rama de olivo, no menos gloriosa que su espada. Pero confío en que vivirá lo bastante para darse cuenta personalmente de los felices efectos de dicha medida. Y por otra parte no puedo dejar de recordar que la viña no fue jamás la única fuente de prosperidad de las regiones meridionales. Existe otra planta sagrada, limpia de oprobio, no manchada por la sangre de Penteo o de Orfeo, ni responsable de la ruptura de su lira. Pasaremos nosotros como todo pasa y perece:
Se alejan nuestras naves, llamadas por lo ignoto.
Las luces de la costa se extinguen una a una.
Nuestras glorias de ayer no están menos difuntas
que las de Babilonia, de Nínive y de Tiro...2.3
«Pero mientras el sol siga brillando y la tierra nos dé alimento, unos hombres y mujeres más felices que nosotros volverán los ojos hacia este encantador islote y divisarán estos tres olivos que se yerguen en un gesto de bendición inmortal sobre este humilde lugar que habrá dado cuna a la pacificación del mundo.»
Los otros dos diplomáticos no podían apartar la vista de Patrick Dalroy, que empuñaba con redoblada obstinación la rama de olivo que tenía asida y cuyo gigantesco esfuerzo hinchaba los músculos de su amplio pecho. De entre las raíces del árbol salió disparada una piedra como un enorme saltamontes. Después, lentamente, las raíces del olivo surgieron de la tierra como los miembros de un dragón que despertase de su sueño.
--Voy a ofreceros una rama de olivo -dijo el rey de Ítaca, bamboleando el tronco casi enteramente descuajado, de forma que proyectó una sombra más grande que el propio árbol sobre los diplomáticos-. ¡Una rama de olivo más gloriosa que mi espada! Y también más pesada... -balbuceó.
Y con un nuevo esfuerzo, lo tiró al mar que se extendía a sus pies. El alemán, que no parecía alemán, había levantado los brazos con miedo cuando la sombra del árbol pasó sobre su cabeza. Al ver que el terrible irlandés se disponía a arrancar un segundo árbol, se apartó precipitadamente de la mesa. El segundo descuaje fue más fácil que el anterior y, antes de mandarlo a reunirse con el otro, lo mantuvo un momento encima de su cabeza como un malabarista.
Lord Ivywood mostró más aplomo, pero se levantó con expresión de profundo disgusto. Sólo el turco permaneció impávido, con la mirada perdida. Dalroy arrancó el último árbol y lo tiró al mar, dejando la isla enteramente calva.
--¡Ahí lo tienen! -dijo Dalroy mientras el tercero y último olivo desaparecía en un remolino de espuma-. Y ahora me voy. Hoy he conocido algo peor que la muerte y a lo que vosotros habéis dado el nombre de paz.
Omán Pachá se levantó y le tendió la mano.
--Tiene razón -le dijo en francés-; confío en que nos veremos en la única vida que merece ser vivida. Y ahora, ¿adónde va usted?
--Voy a volver a El Viejo Navío -dijo Dalroy con aire pensativo.
--¿Va a unirse de nuevo a la Armada del rey de Inglaterra?
--No -contestó el otro-. El Viejo Navío al que voy a volver es el que se halla detrás de los manzanos de Pebblewick, cerca del lugar en que el río Ule se desliza entre los árboles. Me temo que allí no nos vamos a encontrar.
Después de un momento de vacilación, sacudió la mano rojiza del gran tirano y se dirigió hacia su barco sin conceder una sola mirada a los diplomáticos.