Cuando se trata de reunir las razones que hablan en favor del capitalismo, de buenas a primeras se presenta un candidato, que no es otro que la ciencia económica. ¿Acaso no es en la ciencia económica y, en particular, en sus corrientes dominantes -clásicas y neoclásicas-, donde los responsables de las instituciones del capitalismo han buscado, desde la primera mitad del siglo XIX hasta nuestros días, todo tipo de justificaciones? La fuerza de los argumentos que encontramos en ella proviene precisamente de que se presentan como argumentos no ideológicos y no dictados por principios morales, por más que incorporen una referencia a resultados finales globalmente conformes a un ideal de justicia, en el caso de los más sólidos de entre ellos, así como a una idea de bienestar, en la mayoría. El desarrollo de la ciencia económica, ya se trate de la economía clásica o del marxismo, ha contribuido, como ha demostrado L. Dumont (1977), al surgimiento de una representación del mundo radicalmente nueva con respecto al pensamiento tradicional, destacando, en particular, «la separación radical de los aspectos económicos del tejido social y su constitución como ámbito autónomo» (p. 15). Esta concepción permitió dar cuerpo a la creencia de que la economía constituye una esfera autónoma, independiente de la ideología y de la moral, que obedece a leyes positivas, dejando de lado el hecho de que semejante convicción es el resultado de un trabajo ideológico que sólo ha podido ser llevado a cabo tras incorporar justificaciones, parcialmente recubiertas después por el discurso científico, según las cuales las leyes positivas de la economía estarían al servicio del bien común19.
En particular, la idea de que la persecución del interés individual contribuye al interés general ha sido objeto de un enorme trabajo, retomado y profundizado continuamente a lo largo de toda la historia de la economía clásica. Esta disociación de la moral y de la economía, así como la incorporación a la economía, en el mismo movimiento, de una moral consecuencialista20 basada en el cálculo de la utilidad, facilitaron una garantía moral a las actividades económicas por el simple hecho de ser lucrativas21. Haciendo un rápido resumen que explicite un poco más el movimiento de la historia de las teorías económicas que aquí nos interesa, podemos observar que la incorporación del utilitarismo a la economía ha permitido que se asuma como «natural» que «todo lo que es beneficioso para el individuo lo es también para la sociedad. Y por analogía, todo lo que engendre beneficios (y sirva, por lo tanto, al capitalismo) sirve también a la sociedad» (Heilbroner, 1986, p. 95). Tan sólo el crecimiento de la riqueza, sea quien sea su beneficiario, es, desde esta perspectiva, considerado como un criterio del bien común22. En los usos más cotidianos y en los discursos públicos de los principales actores que se encargan de realizar la exégesis de los actos económicos -jefes de empresa, políticos, periodistas, etc.-, el recurso a esta vulgata permite vincular, de forma íntima y a la vez lo suficientemente vaga, beneficio individual (o local) y beneficio global, resolviendo de este modo la exigencia de justificación de las acciones que concurren en la acumulación. Para este tipo de justificaciones resulta evidente que el coste moral específico (entregarse a la pasión por el lucro) de la puesta en marcha de una sociedad adquisitiva (coste que preocupaba aún a Adam Smith), difícilmente cuantificable, se encuentra ampliamente compensado por las ventajas cuantificables (bienes materiales, salud,...) de la acumulación. Permiten también sostener que el crecimiento global de la riqueza, sea quien sea el beneficiario, es un criterio de determinación del bien común, de lo cual da fe todos los días el hecho de presentar la salud de las empresas de un país -medida por sus tasas de beneficio, su nivel de actividad y de crecimiento- como un criterio de medida del bienestar social23. Este inmenso trabajo social llevado a cabo para instaurar el progreso material individual como un -si no el- criterio del bienestar social, ha permitido al capitalismo adquirir una legitimidad sin precedentes, logrando legitimar al mismo tiempo sus objetivos y su motor.
Los trabajos realizados por la ciencia económica permiten también sostener que, entre dos organizaciones económicas diferentes, orientadas ambas hacia el bienestar material, la organización capitalista es siempre más eficaz. La libertad de empresa y la propiedad privada de los medios de producción introducen en el sistema la competencia o su posibilidad. Ésta, desde el momento en que existe, aunque no sea pura y perfecta, es el medio más seguro para que los clientes se beneficien del mejor servicio al menor coste. Aunque su principal preocupación sea la acumulación de capital, los capitalistas también están obligados a satisfacer a los consumidores para lograr sus objetivos. Es así como, extensivamente, la empresa privada competitiva es juzgada siempre como más eficaz y eficiente que la organización no lucrativa (pero lo es pagando el precio, siempre olvidado, de una mutación del aficionado al arte, del ciudadano, del estudiante, del niño con respecto a sus profesores, del beneficiario de la ayuda social...en consumidor). La privatización y la mercantilización máxima de todos los servicios son, de este modo, vistas socialmente como las mejores soluciones, ya que reducen el despilfarro de recursos y obligan a anticiparse a lo que esperan los clientes 24.
A los tópicos de la utilidad, del bienestar global o del progreso -movilizados de forma casi inmutable desde hace dos siglos-, a la justificación en términos de eficacia sin igual a la hora de ofrecer bienes y servicios, hay que añadir, por supuesto, la referencia a los poderes liberadores del capitalismo y a la libertad política como efecto colateral de la libertad económica. Los tipos de argumentos que se presentan a este respecto evocan la liberación que supone el régimen salarial con respecto a la servidumbre, el espacio de libertad que permite la propiedad privada o, incluso, el hecho de que las libertades políticas en la época moderna no han existido nunca, salvo de forma episódica, en ningún país abierta y fundamentalmente anticapitalista, a pesar también de que tampoco todos los países capitalistas conozcan dichas libertades políticas25.
Evidentemente, sería poco realista no tener en cuenta estos tres pilares justificativos centrales del capitalismo -progreso material, eficacia y eficiencia en la satisfación de las necesidades, modo de organización social favorable al ejercicio de las libertades económicas y compatible con regímenes políticos liberales- en el espíritu del capitalismo.
Pero precisamente a causa de su carácter excesivamente general y estable en el tiempo, estos elementos26 no bastan para obtener el compromiso de las personas ordinarias en las circunstancias concretas de la vida y, en particular, de la vida en el trabajo, para facilitarles recursos argumentativos que les permitan hacer frente a las denuncias o a las críticas que puedan serles dirigidas personalmente. Es poco probable que un trabajador asalariado se regocije verdaderamente de que su trabajo sirva para incrementar el PIB de la nación, de que permita mejorar el bienestar de los consumidores, o de que esté inserto en un sistema que garantiza la libertad de empresa, de venta y de compra, porque posiblemente le cueste establecer un vínculo entre estas ventajas generales y las condiciones de vida y de trabajo propias y de sus allegados. A menos que se haya enriquecido directamente sacando partido de la libre empresa -algo que está reservado a un reducido número de personas- o de que haya obtenido, gracias al trabajo elegido libremente, una holgura financiera suficiente como para aprovecharse plenamente de las posibilidades de consumo que ofrece el capitalismo, le faltarán demasiadas mediaciones para que la propuesta de adhesión que le es hecha pueda alimentar su imaginación27 y encarnarse en hechos y gestos en la vida cotidiana.
Frente a lo que podríamos denominar -parafraseando a M.Weber- el capitalismo de cátedra, un capitalismo que repite desde arriba el dogma liberal, las expresiones del espíritu del capitalismo que nos interesan deben incorporarse en descripciones lo suficientemente consistentes y detalladas, así como comportar los suficientes asideros, como para sensibilizar a aquellos a los que se dirige, es decir, ser capaces, simultaneamente, de aproximarse a su experiencia moral de la vida cotidiana y proponerles modelos de acción en los que puedan apoyarse. Veremos cómo el discurso de la gestión empresarial, discurso que pretende ser a la vez formal e histórico, global y situado, que mezcla preceptos generales y ejemplos paradigmáticos, constituye hoy la forma por excelencia en la que el espíritu del capitalismo se materializa y se comparte.
Este tipo de discurso se dirige ante todo a los cuadros, cuya adhesión al capitalismo es particularmente indispensable para la buena marcha de las empresas y para la formación de beneficios. El problema, sin embargo, es que el alto nivel de compromiso exigido no puede obtenerse por pura coacción, a la vez que, en la medida en que están menos sometidos a la necesidad que los obreros, pueden oponer una resistencia pasiva, comprometerse con reticencias, o incluso minar el orden capitalista criticándolo desde dentro. Existe también el peligro con los hijos de la burguesía, que constituyen el vivero casi natural de reclutamiento de los cuadros y pueden iniciar un movimiento de defección, por emplear la expresión de A. Hirschman (1972), dirigiéndose hacia profesiones menos integradas en el juego capitalista (profesiones liberales, arte y ciencia, servicio público) o incluso retirarse parcialmente del mercado de trabajo, posibilidades todas ellas tanto más probables cuanto más numerosa sea su posesión de recursos diversificados (escolares, patrimoniales y sociales).
Así pues, el capitalismo debe complementar su aparato justificativo, en un primer momento, en dirección a los cuadros o de los futuros cuadros. Si, en el transcurso normal de su vida profesional, éstos son convencidos en su mayoría de adherirse al sistema capitalista, ya sea por razones financieras (miedo al paro principalmente, sobre todo si están endeudados y con cargas familiares) o por dispositivos clásicos de sanciones y recompensas (dinero, ventajas diversas, esperanzas de promoción...), podemos pensar que las exigencias de justificación se desarrollarán particularmente en los periodos caracterizados, como ocurre en la actualidad, por un lado, por un fuerte crecimiento numérico de los cuadros, con la llegada a las empresas de numerosos cuadros jóvenes provenientes del sistema educativo, escasamente motivados y en búsqueda de incitaciones normativas28 y, por otro, por profundas transformaciones que obligan a los cuadros más veteranos a reciclarse, algo que les resultará más sencillo si logran dar un sentido a los cambios de orientación que les son impuestos y vivirlos como fruto de la libre elección.
Los cuadros, en la medida en que son al mismo tiempo asalariados y portavoces del capitalismo, constituyen, por su posición -sobre todo si los comparamos con otros miembros de las empresas-, un objetivo prioritario de la crítica -en particular de la efectuada por sus subordinados-, una crítica a la que a menudo ellos mismos están dispuestos también a prestar un oído atento. No les basta tan sólo con las ventajas materiales que se les conceden, sino que deben también disponer de argumentos para justificar su posición y, de forma más general, los procedimientos de selección de los que son producto o que ellos mismos han puesto en marcha. Una de sus necesidades de justificación es el mantenimiento de una separación culturalmente tolerable entre su propia condición y la de los trabajadores que tienen a sus órdenes (como muestran, por ejemplo, en el punto de inflexión histórico de la década de 1970, las reticencias de numerosos jóvenes ingenieros de las grandes escuelas, formados de manera más permisiva que las generaciones anteriores, a mandar sobre los O.S. [obrero descualificado]29, asignados a tareas muy repetitivas y sometidos a una severa disciplina de fábrica).
Las justificaciones del capitalismo que aquí nos interesan no serán, por lo tanto, aquellas que los capitalistas o los economistas universitarios puedan desarrollar de cara al exterior y, en particular, de cara al mundo político, sino las justificaciones destinadas prioritariamente a los cuadros e ingenieros. Ahora bien, las justificaciones en términos de bien común que necesitan deben apoyarse en espacios de cálculo locales para poder ser eficaces. Sus juicios hacen referencia, en primer lugar, a la empresa en la que trabajan y al grado en que las decisiones tomadas en su nombre son defendibles en cuanto a sus consecuencias sobre el bien común de los asalariados empleadas en la misma y, secundariamente, respecto al bien común de la colectividad geográfica y política en la cual está inserta. A diferencia de los dogmas liberales, estas justificaciones situadas están sujetas al cambio, debiendo vincular las preocupaciones expresadas en términos de justicia con las prácticas ligadas a las diferentes etapas históricas del capitalismo y con las formas específicas de obtener beneficios características de una época. Al mismo tiempo, estas justificaciones deben suscitar disposiciones a la acción y proporcionar la seguridad de que las acciones emprendidas son moralmente aceptables. De este modo, en cada momento histórico, el espíritu del capitalismo se manifiesta indisociablemente en las evidencias de las que disponen los cuadros en lo que respecta a las «buenas» acciones que han de realizar para obtener beneficios y a la legitimidad de estas acciones.
Además de las justificaciones en términos de bien común, necesarias para responder a la crítica y explicarse frente a los demás, los cuadros, en particular los cuadros jóvenes, necesitan también, como los empresarios weberianos, encontrar motivos personales para el compromiso. Para que el compromiso valga la pena, para que les resulte atractivo, el capitalismo debe presentarse ante ellos en actividades que, en comparación con oportunidades alternativas, pueden ser calificadas de «excitantes», es decir, portadoras, con variaciones según las épocas, de posibilidades de autorrealización y de espacios de libertad para la acción.
Sin embargo, como veremos a continuación con mayor detalle, este anhelo de autonomía suele encontrarse con otra demanda con la que suele entrar en tensión: la búsqueda de seguridad.. En efecto, el capitalismo debe ser capaz de inspirar a los cuadros la confianza en la posibilidad de beneficiarse del bienestar que les promete de forma duradera para ellos mismos (de forma al menos tan duradera, si no más, que en las situaciones sociales alternativas a las cuales han renunciado con su adhesión al capitalismo) y de garantizar a sus hijos el acceso a posiciones que les permitan conservar los mismos privilegios.
El espíritu del capitalismo propio de cada época debe proporcionar, en términos históricamente variables, elementos capaces de apaciguar la inquietud suscitada por las tres siguientes cuestiones: