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La necesidad de un espíritu para el capitalismo

El capitalismo es, en muchos aspectos, un sistema absurdo: los asalariados pierden en él la propiedad sobre el resultado de su trabajo y la posibilidad de llevar a cabo una vida activa más allá de la subordinación. En cuanto a los capitalistas, se encuentran encadenados a un proceso sin fin e insaciable, totalmente abstracto y disociado de la satisfación de necesidades de consumo, aunque sean de lujo. Para estos dos tipos de protagonistas, la adhesión al proceso capitalista requiere justificaciones.

Ahora bien, la acumulación capitalista, aunque en grados desiguales en función de los caminos seguidos para la obtención de beneficios (por ejemplo, dependiendo de si se trata de extraer beneficios industriales, comerciales o financieros), exige la movilización de un gran número de personas para las cuales las posibilidades de obtenerlos son escasas (sobre todo cuando su capital de partida es mediocre o inexistente) y a cada una de las cuales no le es atribuida más que una responsabilidad ínfima -que en cualquier caso es difícil de evaluar- en el proceso global de acumulación, de manera que están poco motivadas a comprometerse con las prácticas capitalistas, cuando no se muestran directamente hostiles a ellas.

Algunos podrán evocar una motivación de tipo material en la participación, algo que resulta más evidente para el trabajador asalariado, que necesita de su salario para vivir, que para el gran propietario cuya actividad, superado cierto nivel, no se encuentra ya ligada a la satisfacción de necesidades personales. Sin embargo, este motor resulta, por sí sólo, bastante poco estimulante. Los psicólogos del trabajo han puesto de manifiesto con regularidad lo insuficiente que resulta la remuneración para suscitar el compromiso y avivar el entusiasmo por la tarea asignada. El salario constituiría, a lo sumo, una razón para permanecer en un empleo, no para implicarse en él.

Del mismo modo, para vencer la hostilidad o la indiferencia de estos actores, la coacción no es suficiente, sobre todo cuando el compromiso exigido de ellos supone una adhesión activa, iniciativas y sacrificios libremente consentidos, tal y como se exige, cada vez más a menudo, no sólo a los cuadros, sino al conjunto de los asalariados. La hipótesis de un «compromiso por la fuerza» establecido bajo la amenaza del hambre y del paro no nos parece muy realista, porque si bien es probable que las fábricas «esclavistas» que aún existen en el mundo no desaparecerán a corto plazo, parece difícil contar únicamente con el recurso a esta forma de movilización de la fuerza de trabajo, aunque sólo sea porque la mayor parte de las nuevas modalidades de obtener beneficios y las nuevas profesiones, inventadas a lo largo de los últimos treinta años y que generan hoy una parte importante de los beneficios mundiales, han hecho énfasis en lo que la gestión de recursos humanos denomina «la implicación del personal».

La calidad del compromiso que puede esperarse depende más bien de los argumentos que puedan ser invocados para justificar no sólo los beneficios que la participación en los procesos capitalistas puede aportar a título individual, sino también las ventajas colectivas, definidas en términos de bien común, que contribuye a producir para todos. Llamamos espíritu del capitalismo a la ideología que justifica el compromiso con el capitalismo.

Este compromiso con el capitalismo conoce en la actualidad una importante crisis de la que dan fe el desconcierto y el escepticismo social crecientes, hasta el punto de que la salvaguarda del proceso de acumulación, que se encuentra hoy por hoy amenazada por una reducción de sus justificaciones a una argumentación mínima en términos de necesaria sumisión a las leyes de la economía, precisa de la formación de un nuevo conjunto ideológico más movilizador. Así ocurre al menos en los países desarrollados que permanecen en el centro del proceso de acumulación y que pretenden continuar siendo los principales suministradores de un personal cualificado cuya implicación positiva en el trabajo es fundamental. El capitalismo debe ser capaz de proporcionar a estas personas la garantía de una mínima seguridad en zonas salvaguardadas -donde poder vivir, formar una familia, educar a los niños, etc.- como son los barrios residenciales de las ciudades de negocios del hemisferio norte, escaparates de los éxitos del capitalismo para los nuevos admitidos de las regiones periféricas y elemento crucial para la movilización ideológica mundial de todas las fuerzas productivas.

Para Max Weber, el «espíritu del capitalismo»11 hace referencia al conjunto de elementos éticos que, si bien ajenos en su finalidad a la lógica capitalista, inspiran a los empresarios en sus acciones a favor de la acumulación de capital. Teniendo en cuenta el carácter especial, incluso transgresor, de los modos de comportamiento exigidos por el capitalismo con respecto a las formas de vida observadas en la mayor parte de las sociedades humanas12, podemos comprender que Weber se viese obligado a postular que el surgimiento del capitalismo supuso la instauración de una nueva relación moral de los seres humanos con su trabajo, determinada en forma de vocación, de tal forma que, con independencia de su interés y de sus cualidades intrínsecas, cada cual pueda consagrarse a él con convicción y regularidad. Según Max Weber, será con la Reforma cuando se impondrá la creencia en que el deber se cumple primero mediante el ejercicio de una profesión en el mundo, en las actividades temporales, en contraposición al énfasis puesto en la vida religiosa fuera del mundo terrenal que privilegiaba el ethos católico. Será esta nueva concepción la que permitará esquivar, en los albores del capitalismo, la cuestión de la finalidad del esfuerzo en el trabajo (el enriquecimiento sin fin), superando de este modo el problema del compromiso que planteaban las nuevas prácticas económicas. La concepción del trabajo como Beruf -vocación religiosa que exige ser cumplida- ofrecía un punto de apoyo normativo a los comerciantes y empresarios del capitalismo naciente y les facilitaba buenas razones -una «motivación psicológica», en palabras de M. Weber (1964, p. 108)- para consagrarse, sin descanso y conscientemente, a su tarea; para emprender la racionalización implacable de sus negocios, indisociablemente ligada a la búsqueda del máximo beneficio; o para la búsqueda de ganancias, signo del éxito en el cumplimiento de la vocación13. La idea de trabajo como Beruf servía también en la medida en que los obreros que la compartían se mostraban dóciles y firmes en su tarea, al mismo tiempo que -convencidos de que el hombre debe cumplir su deber allí donde la providencia le ha situado- no trataban de poner en cuestión la situación que les era dada.

Dejaremos de lado la importante controversia posweberiana -referida básicamente a la cuestión de la influencia efectiva del protestantismo en el desarrollo del capitalismo y, más en general, de la influencia de las creencias religiosas sobre las prácticas económicas- para, dentro de un enfoque weberiano, retener sobre todo que las personas necesitan poderosas razones morales para adherirse al capitalismo14.

Albert Hirschman (1980) reformula la pregunta weberiana («¿cómo una actividad, a lo sumo tolerada por la moral, ha podido transformarse en vocación en el sentido de Benjamin Franklin?») de la siguiente manera: «¿Cómo es posible que se llegase a considerar como honorables, en semejante momento de la época moderna, actividades lucrativas como el comercio y la banca que, durante siglos, fueron reprobadas y consideradas deshonrosas por ver en ellas la encarnación de la codicia, el lucro y de la avaricia?» (p. 13). Sin embargo, en lugar de recurrir a móviles de tipo psicológico y a una supuesta búsqueda, por parte de las nuevas elites, de medios con los que garantizar su bienestar personal, A. Hirschman evoca motivos que habrían alcanzado, en primer lugar, a la esfera política antes de afectar a la economía: las actividades lucrativas fueron revalorizadas en el siglo XVIII por las elites debido a las ventajas sociopolíticas que esperaban de ellas. En la interpretación de A. Hirschman, el pensamiento laico de la Ilustración justifica las actividades lucrativas en términos de bien común para la sociedad, mostrando de este modo cómo la emergencia de prácticas en armonía con el desarrollo del capitalismo fueron interpretadas como una relajación de las costumbres y un perfeccionamiento del modo de gobierno. Partiendo de la incapacidad de la moral religiosa para vencer las pasiones humanas, de la impotencia de la razón para gobernar a los seres humanos y de la dificultad de someter a las pasiones simplemente mediante la represión, no quedaba otra solución que utilizar una pasión para contrarrestar a las otras. Así, el lucro, hasta entonces situado a la cabeza en el orden de los desórdenes, obtuvo el privilegio de ser definido como pasión inofensiva en la que descansaba desde ese momento la tarea de someter a las pasiones ofensivas15

Los trabajos de Weber insisten en la necesidad percibida por el capitalismo de proporcionar justificaciones de tipo individual, mientras que los de Hirschman hacen énfasis en las justificaciones en términos de bien común. Nosotros retomamos estas dos dimensiones, entendiendo el término justificación en una acepción que permita compaginar simultaneamente las justificaciones individuales (gracias a las cuales una persona encuentra motivos para adherirse a la empresa capitalista) y las justificaciones generales (según las cuales el compromiso con la empresa capitalista sirve al bien común).

La cuestión de las justificaciones morales del capitalismo no es sólo pertinente desde el punto de vista histórico para aclarar sus orígenes o, en la actualidad, para comprender mejor las modalidades de conversión al capitalismo de los pueblos de la periferia (países en vías de desarrollo y países ex socialistas). Es también de extrema importancia en los países occidentales como Francia, cuya población se encuentra a menudo integrada -hasta un punto jamás alcanzado con anterioridad- en el cosmos capitalista. En efecto, las constricciones sistémicas que pesan sobre los actores no bastan por sí solas para suscitar el compromiso de éstos16. La constricción en cuestión debe de ser interiorizada y justificada, una función que, por otro lado, la sociología ha adjudicado tradicionalmente a la socialización y a las ideologías. Éstas, participando en la reproducción del orden social, tienen como efecto permitir que las personas no encuentren su universo cotidiano invivible, lo cual es una de las condiciones para la permanencia de un mundo determinado. Si el capitalismo no solo ha sobrevivido -contra todos los pronósticos de quienes habían anunciado regularmente su hundimiento-, sino que tampoco ha dejado de extender su imperio, se debe a que ha podido apoyarse en un cierto número de representaciones -susceptibles de guiar la acción- y de justificaciones compartidas, que han hecho de él un orden aceptable e incluso deseable, el único posible o, al menos, el mejor de los órdenes posibles. Estas justificaciones deben apoyarse en argumentos lo suficientemente robustos como para ser aceptados como evidentes por un número lo suficientemente grande de gente, de manera que pueda contenerse o superarse la desesperanza o el nihilismo que el orden capitalista no deja de inspirar igualmente, no sólo entre quienes oprime, sino también, a veces, entre quienes tienen la tarea de mantenerlo y, a través de la educación, transmitir sus valores.

El espíritu del capitalismo es, precisamente, este conjunto de creencias asociadas al orden capitalista que contribuyen a justificar dicho orden y a mantener, legitimándolos, los modos de acción y las disposiciones que son coherentes con él. Estas justificaciones -ya sean generales o prácticas, locales o globales, expresadas en términos de virtud o en términos de justicia- posibilitan el cumplimiento de tareas más o menos penosas y, de forma más general, la adhesión a un estilo de vida favorable al orden capitalista. Podemos hablar en este caso, de ideología dominante con la condición de que renunciemos a ver en ella un simple subterfugio de los dominantes para asegurarse el consentimiento de los dominados y de que reconozcamos que la mayoría de las partes implicadas, tanto los fuertes como los débiles, se apoyan en los mismos esquemas para representarse el funcionamiento, las ventajas y las servidumbres del orden en el cual se encuentran inmersos17.

Si, siguiendo la tradición weberiana, colocamos a las ideologías sobre las cuales descansa el capitalismo en el centro de nuestros análisis, daremos un uso a la noción de espíritu del capitalismo alejado de sus usos canónicos. En Weber, la noción de espíritu del capitalismo se inserta dentro del análisis de los «tipos de conductas racionales prácticas» y de las «incitaciones prácticas a la acción»18 que, en tanto que constitutivos de un nuevo ethos, han hecho posible la ruptura con las prácticas tradicionales, la generalización de la disposición al cálculo, la supresión de las condenas morales que pesaban sobre la obtención de beneficios y el desarrollo del proceso de acumulación ilimitada. Nosotros no pretendemos explicar la génesis del capitalismo, sino comprender bajo qué condiciones puede seguir atrayendo hoy a los actores necesarios para la obtención de beneficios, razón por la cual nuestra óptica será diferente. Dejaremos de lado las disposiciones frente al mundo necesarias para participar en el capitalismo como cosmos -adecuación medios-fines, racionalidad práctica, aptitud para el cálculo, autonomización de las actividades económicas, relación instrumental con la naturaleza, etc.-, así como las justificaciones del capitalismo de tipo más general producidas principalmente por la ciencia económica y que evocaremos más adelante. Estas justificaciones y disposiciones indican en la actualidad, al menos entre los actores de la empresa en el mundo occidental, competencias comunes que, en armonía con las limitaciones institucionales que se imponen de alguna manera desde el exterior, son constantemente reproducidas a través de los procesos de socialización familiares y escolares. Éstas constituyen el zócalo ideológico a partir del cual se pueden observar las variaciones históricas aún cuando no pueda excluirse que la transformación del espíritu del capitalismo implique a veces la metamorfosis de algunos de sus aspectos más duraderos. Nuestro propósito es el estudio de las variaciones observadas y no la descripción exhaustiva de todos los componentes del espíritu del capitalismo. Esto nos llevará a desprender del concepto de espíritu del capitalismo los contenidos sustanciales, en términos de ethos, que están ligados a él en la obra de Weber, para abordarlo como una forma que puede ser objeto de un contenido muy diferente según los distintos momentos de la evolución de los modos de organización de las empresas y de los procesos de extracción del beneficio capitalista. Podemos, de este modo, tratar de integrar dentro de un mismo marco expresiones históricas muy distintas del espíritu del capitalismo y plantearnos la cuestión de su transformación. Haremos hincapié en la forma que debe adoptar una existencia en armonía con las exigencias de la acumulación para que un gran número de actores estimen que vale la pena de ser vivida.

Sin embargo, a lo largo de este recorrido histórico, permaneceremos fieles al método de los tipos ideales weberianos, sistematizando y destacando cuanto nos parezca específico de una época en oposición a aquellas otras que le han precedido, otorgando más importancia a las variaciones que a las constantes, sin ignorar, no obstante, las características más estables del capitalismo.

La persistencia del capitalismo como modo de coordinación de las acciones y como mundo de vida, no puede ser comprendida sin tener en cuenta las ideologías que, justificándolo y confiriéndole un sentido, contribuyen a generar la buena voluntad de aquellos sobre los que se levanta y a asegurar su adhesión, incluso cuando, como sucede en el caso de los países desarrollados, el orden en el que éstos son insertados parece descansar, casi en su totalidad, en dispositivos que le son afines.


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2002-04-27