De las diferentes caracterizaciones del capitalismo (hoy por hoy quizá más bien capitalismos) realizadas desde hace un siglo y medio retendremos una fórmula mínima que hace hincapié en la exigencia de acumulación ilimitada de capital mediante medios formalmente pacíficos. La perpetua puesta en circulación del capital dentro del circuito económico con el objetivo de extraer beneficios, es decir, de incrementar el capital que será a su vez reinvertido de nuevo, sería lo que caracterizaría primordialmente al capitalismo y lo que le conferiría esa dinámica y esa fuerza de transformación que han fascinado a sus observadores, incluso a los más hostiles.
La acumulación de capital no consiste en un acaparamiento de riquezas, es decir, de objetos deseados por su valor de uso, su función ostentatoria o como signos de poder. Las formas concretas de la riqueza (inmobiliaria, bienes de equipo, mercancías, moneda, etc.) no tienen interés en sí y pueden suponer incluso debido a su falta de liquidez, un obstáculo para el único objetivo realmente importante: la transformación permanente del capital, de los bienes de equipo y de las distintas adquisiciones (materias primas, componentes, servicios...) en producción, la producción en dinero y el dinero en nuevas inversiones (Heilbroner, 1986).
Este desapego que muestra el capital por las formas materiales
de la riqueza le confiere un carácter verdaderamente abstracto
que contribuye a perpetuar la acumulación. En la medida en
que el enriquecimiento es evaluado en términos contables y
el beneficio acumulado en un periodo se calcula como la diferencia
entre los balances de dos épocas diferentes1, no existe límite alguno,
no hay saciedad posible2,
justo lo contrario de lo que ocurre cuando la riqueza se orienta
a cubrir las necesidades de consumo, incluidas las de lujo.
Existe sin duda otra razón que explicaría el carácter
insaciable del proceso capitalista, que ha sido señalada por
Heilbroner (1986, p.47 s.). El capital, al ser constantemente
reinvertido y al no poder seguir creciendo sino siendo puesto
en circulación, hace que la capacidad del capitalista para
recuperar su dinero invertido incrementado con algún beneficio
se encuentre perpetuamente amenazada, en particular debido a
las acciones de otros capitalistas con quienes se disputa el
poder de compra de los consumidores. Esta dinámica genera una
inquietud permanente y ofrece al capitalista un motivo de autopreservación
muy poderoso para continuar sin descanso el proceso de acumulación.
Sin embargo, la rivalidad existente entre operadores que tratan de obtener beneficios no genera automáticamente un mercado en el sentido clásico, es decir, un mercado en el que el conflicto entre una multiplicidad de agentes que toman decisiones descentralizadas se ve resuelto gracias a la transacción que hace surgir un precio de equilibrio. El capitalismo, en la definición mínima que manejamos, debe ser distinguido de la autorregulación del mercado que descansa sobre convenciones e instituciones -sobre todo jurídicas y estatales- que están encaminadas a garantizar la igualdad de fuerzas entre los operadores (competencia pura y perfecta), la transparencia, la simetría de la información, un banco central que garantice un tipo de cambio inalterable para la moneda de crédito, etc. El capitalismo se apoya en transacciones y contratos, pero estos contratos pueden no amparar más que simples arreglos en beneficio de las partes o no comportar más que claúsulas ad hoc, sin publicitarlo ni someterlo a la competencia.
Siguiendo a Fernand Braudel, distinguiremos, por lo tanto, el capitalismo de la economía de mercado. Por un lado, la economía de mercado se ha constituido «paso a paso» y es anterior a la aparición de la norma de acumulación ilimitada del capitalismo (Braudel, 1979, Les jeux de l'échange p. 263). Por otro lado, la acumulación capitalista sólo se pliega a la regulación del mercado cuando se le cierran los caminos más directos para la obtención de beneficios, de tal forma que el reconocimiento de las cualidades beneficiosas del mercado y la aceptación de las reglas y las obligaciones de las que depende su funcionamiento «armonioso» (libre intercambio, prohibición de las alianzas y de los monopolios, etc.) pueden ser considerados como una forma de autolimitación del capitalismo3.
El capitalista, en el marco de la definición mínima de capitalismo que estamos utilizando, es en teoría cualquier persona que posea un excedente y lo invierta para extraer un beneficio que supondrá un incremento del excedente inicial. El arquetipo sería el accionista que invierte su dinero en una empresa y espera por ello una remuneración, aunque la inversión no tiene porqué cobrar necesariamente esta forma jurídica: piénsese, por ejemplo, en la inversión dentro del sector inmobiliario de alquiler o en la compra de bonos del Tesoro. El pequeño inversor, el ahorrador que no quiere que «su dinero duerma» sino que «se multiplique» -como se dice popularmente-, forma parte, por lo tanto, del grupo de los capitalistas con tanto derecho como los grandes propietarios que solemos imaginar más fácilmente bajo esta denominación. En su definición más amplia, el grupo de los capitalistas engloba al conjunto de poseedores de un patrimonio4, grupo éste que no constituye, sin embargo, más que una minoría desde el momento en que tomamos en consideración la superación de un cierto umbral de ahorro: aunque sea difícil de estimar teniendo en cuenta las estadísticas existentes, podemos pensar que no representa más que alrededor del 20 por 100 de los hogares en Francia, que es, sin embargo, uno de los países más ricos del mundo5. A escala mundial, el porcentaje es, como podemos imaginar, mucho más débil.
En este ensayo reservamos, sin embargo, la denominación de «capitalistas» para los principales actores responsables de la acumulación y crecimiento del capital que presionan directamente a las empresas para que obtengan el máximo de beneficios. Son, por supuesto, un número mucho más reducido. Reagrupan no solamente a los grandes accionistas, personas particulares que por su propio peso son susceptibles de influir en la marcha de los negocios, sino también a las personas morales (representadas por algunos individuos influyentes, ante todo, los directores de empresa) que detentan o controlan mediante su acción la mayor parte del capital mundial (holdings y multinacionales -incluidas las bancarias- a través de filiales y participaciones, o fondos de inversión, fondos de pensiones). Las figuras de los grandes patrones, de los directores asalariados de las grandes empresas, de los gestores de fondos o de los grandes inversores en acciones, detentan una influencia evidente sobre el proceso capitalista, sobre las prácticas de las empresas y las tasas de beneficios extraídas, a diferencia de lo que ocurre con los pequeños inversores evocados más arriba. A pesar de que constituya una población atravesada a su vez por grandes desigualdades patrimoniales -partiendo siempre, no obstante, de una situación favorable en general-, este grupo merece recibir el nombre de capitalistas en la medida en que asume como propia la exigencia de maximización de los beneficios, que a su vez es trasladada a las personas, físicas o morales, sobre las que ejercen un poder de control. Dejando por ahora de lado la cuestión de las limitaciones sistémicas que pesan sobre el capitalista y, en particular, la cuestión de saber si los directores de empresa no pueden hacer otra cosa más que adaptarse a las reglas del capitalismo, nos limitaremos a retener que se adaptan a estas reglas y que sus acciones están guiadas en gran medida por la búsqueda de beneficios sustanciales para su propio capital y/o para el que les han confiado6.
Otro rasgo por el que caracterizamos al capitalismo es el régimen salarial. Tanto Marx como Weber sitúan esta forma de organización del trabajo en el centro de su definición de capitalismo. Nosotros consideraremos el régimen salarial con independencia de las formas jurídicas contractuales de las que pueda revestirse: lo importante es que existe una parte de la población que no detenta nada o muy poco capital y en cuyo beneficio no está orientado naturalmente el sistema, que obtiene ingresos por la venta de su fuerza de trabajo (y no por la venta de los productos resultantes de su trabajo), que además no dispone de medios de producción y que depende para trabajar, por lo tanto, de las decisiones de quienes los detentan (pues en virtud del derecho de propiedad, estos últimos pueden negarles el uso de dichos medios) y, finalmente, que abandona, en el marco de la relación salarial y a cambio de su remuneración, todo derecho de propiedad sobre el resultado de su esfuerzo, que va a parar íntegramente a manos de los detentores del capital7. Un segundo rasgo importante del régimen salarial es que el trabajador asalariado es teóricamente libre de mostrar su rechazo a trabajar en las condiciones propuestas por el capitalista, al igual que éste es también libre de no proporcionar empleos en las condiciones demandadas por el trabajador. Sin embargo, la relación es desigual en la medida que el trabajador no puede sobrevivir mucho tiempo sin trabajar. No obstante, la situación es bastante diferente de la del trabajo forzado o la esclavitud y presupone siempre por este motivo una cierta dosis de sumisión voluntaria.
El régimen salarial, a escala de Francia, así como a escala mundial, no ha dejado de desarrollarse a lo largo de toda la historia del capitalismo, hasta el punto de que en la actualidad afecta a un porcentaje de la población activa a la que nunca antes había alcanzado8. Por un lado, reemplaza poco a poco al trabajo autónomo, a la cabeza del cual encontrábamos históricamente a la agricultura9; por otro lado, la población activa ha aumentado considerablemente como consecuencia de la salarización de las mujeres, que realizan, de forma cada vez más numerosa, un trabajo fuera del hogar 10.