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Las diferentes etapas históricas del espíritu del capitalismo

Las transformaciones del espíritu del capitalismo que se perfilan en la actualidad -y a las cuales está consagrado este libro- no son, desde luego, las primeras que ha conocido. Además de esa especie de reconstrucción arqueológica del ethos inspirador del capitalismo original que encontramos en la obra de Weber, disponemos al menos de dos descripciones estilizadas o tipificadas del espíritu del capitalismo. Cada una de ellas especifica los diferentes componentes señalados más arriba e indica, para su momento histórico, el tipo de gran aventura dinamizadora que pudo representar el capitalismo, los sólidos cimientos que eran necesarios de cara al futuro y las respuestas al ansia de una sociedad justa que el capitalismo pudo representar. Son estas diferentes combinaciones entre autonomía, seguridad y bien común las que recordaremos ahora de forma muy esquemática.

La primera descripción, llevada a cabo a finales del siglo XIX -tanto en la novela como en las ciencias sociales propiamente dichas- coloca su epicentro en la figura del burgués emprendedor y en la descripción de los valores burgueses. La figura del emprendedor, del capitán de industria, del conquistador (Sombart, 1928, p. 55), concentra los elementos heroicos de la descripción30, haciendo énfasis en el juego, la especulación, el riesgo y la innovación. A un nivel más general, para categorías más numerosas, la aventura capitalista significa en primer lugar la liberación, ante todo espacial o geográfica, posibilitada por el desarrollo de los medios de comunicación y el avance del trabajo asalariado, que permiten a los jóvenes emanciparse de las comunidades locales, del sometimiento a la tierra y del arraigo familiar, y posibilitan la huida del pueblo, del gueto y de las formas tradicionales de dependencia personal. En contrapartida, la figura del burgués y de la moral burguesa aportan los elementos de seguridad gracias a una combinación original que añade a las disposiciones económicas innovadoras (avaricia, espíritu de ahorro, tendencia a racionalizar la vida cotidiana en todos sus aspectos, desarrollo de las capacidades necesarias para la contabilidad, el cálculo y la previsión), disposiciones domésticas tradicionales: la importancia otorgada a la familia, al linaje, al patrimonio, a la castidad de las hijas para evitar las uniones desafortunadas y la dilapidación del capital; el carácter familiar o patriarcal de las relaciones mantenidas con los empleados (Braudel, 1979, pp. 526-527) -que será denunciado como paternalismo- donde las formas de subordinación continúan siendo de tipo personal, en el seno de empresas generalmente de reducido tamaño; el papel concedido a la caridad como alivio del sufrimiento de los pobres, etc. (Procacchi, 1993). Las justificaciones de mayor generalidad que hacen referencia a formulaciones del bien común, tendrían menos que ver con la referencia al liberalismo económico, al mercado31 o a la economía científica -cuya difusión continuaba siendo bastante limitada- que con la creencia en el progreso, en el futuro, en la ciencia, en la técnica o en las ventajas de la industria. Se trataba de un utilitarismo vulgar que pretendía justificar los sacrificios que exigía el avance del progreso. Precisamente esta amalgama de disposiciones y valores muy diferentes e incluso incompatibles -sed de beneficios y moralismo, avaricia y caridad, cientificismo y tradicionalismo familiar- que constituye el eje principal de la división de los burgueses entre sí mismos de la que habla François Furet (1995, pp. 19-35), explica lo que será denunciado más unánime y duraderamente en el espíritu burgués: su hipocresía.

Una segunda caracterización del espíritu del capitalismo encuentra su pleno desarrollo entre la década de 1930 y la de 1960. En este caso el énfasis apunta no tanto al empresario individual, sino a la organización. Esta segunda caracterización gira en torno al desarrollo -a principios del siglo XX- de la gran empresa industrial centralizada y burocratizada, fascinada por el gigantismo. Este segundo espíritu del capitalismo tiene como figura heroica al director32 quien, a diferencia del accionista que busca aumentar su riqueza personal, se encuentra atravesado por la voluntad de hacer crecer sin límites el tamaño de la empresa que tiene a su cargo, de manera que pueda llevarse a cabo una producción en masa que encontraría su razón de ser en las economías de escala, en la estandarización de los productos, en la organización racional del trabajo y en las nuevas técnicas de extensión de los mercados (marketing). Para los jóvenes diplomados resultaban particularmente «excitantes» las oportunidades que ofrecían las organizaciones de acceder a posiciones de poder desde las que poder cambiar el mundo y, para la gran mayoría, de conseguir liberarse del reino de la necesidad, logrando la realización de los deseos gracias a la producción en masa y a su corolario, el consumo de masas.

En esta versión, la dimensión securitaria queda garantizada por la fe puesta en la racionalidad y la planificación a largo plazo -tarea prioritaria de los dirigentes- y, sobre todo, por el gigantismo mismo de las organizaciones, las cuales se convierten en ambientes protectores que ofrecen no sólo oportunidades de hacer carrera, sino que también intervienen en la vida cotidiana (vivienda oficial, centros de vacaciones, organismos de formación...) siguiendo el modelo del ejército (tipo de organización del que IBM fue el paradigma durante los años 1950-1960).

La referencia al bien común está asegurada no sólo por su imbricación con un ideal de orden industrial encarnado por los ingenieros -creencia en el progreso, esperanza puesta en la ciencia y la técnica, la productividad y la eficacia- más rico de significados aún que en la anterior versión, sino también a través de un ideal que podríamos calificar de cívico, en la medida en que hace hincapié en la solidaridad institucional, la socialización de la producción, de la distribución y del consumo, así como en la colaboración entre las grandes firmas y del Estado en una perspectiva de justicia social. La existencia de directores asalariados y el desarrollo de las categorías de técnicos, de «organizadores», la constitución, en Francia, de la categoría de los cuadros (Boltanski, 1982), la multiplicación de propietarios constituidos por personas morales más que por personas físicas o las limitaciones a la propiedad privada de la empresa a causa del desarrollo de los derechos de los asalariados y de la existencia de reglas burocráticas que restringen las prerrogativas patronales en materia de gestión de personal, son interpretadas como muestras de un cambio en profundidad del capitalismo que se caracterizaría por una atenuación de la lucha de clases, por una disociación de la propiedad del capital y del control sobre la empresa (que es transferido a la «tecnoestructura») (Galbraith, 1952, 1968) y por la aparición de un nuevo capitalismo animado por un espíritu de justicia social. Tendremos ocasión de volver una y otra vez sobre las especificidades de este «segundo» espíritu del capitalismo.

Las transformaciones del espíritu del capitalismo acompañan por consiguiente a las profundas modificaciones de las condiciones de vida y de trabajo, así como a los cambios en los anhelos -para ellos o para sus hijos- de los trabajadores, que dentro de las empresas pasan a desempeñar un papel significativo en los procesos de acumulación capitalista, sin llegar a ser los beneficiarios más privilegiados de estos. Hoy, la seguridad proporcionada por los diplomas ha disminuido, las jubilaciones se encuentran amenazadas y posibilidades de promoción no están aseguradas. La potencia de movilización del «segundo espíritu» está en cuestión, mientras que las formas de acumulación se han visto de nuevo profundamente transformadas.

Una de las evoluciones ideológicas de la situación actual que puede considerarse como más probable, en la medida en que parte de las capacidades de supervivencia del sistema y se limita a plantear simples reorganizaciones dentro del marco del régimen del capital -del que, por el momento, tras el fin de la ilusión comunista, no se ven vías de salida practicables-, consistiría, siguiendo nuestro análisis, en la formación en los países desarrollados de un espíritu del capitalismo más movilizador (y, por lo tanto, también más orientado hacia la justicia y el bienestar social) que intentase volver a movilizar a los trabajadores y, como mínimo, a la clase media.

El «primer» espíritu del capitalismo, asociado como hemos visto a la figura del burgués, estaba vinculado a las modalidades del capitalismo, básicamente de tipo familiar, de una época en la que no se buscaba el gigantismo, salvo casos excepcionales. Los propietarios o patrones eran conocidos personalmente por sus empleados, el destino y la vida de la empresa estaban fuertemente relacionados con los de una familia. El «segundo» espíritu del capitalismo, que se organiza en torno a la figura central del director (o dirigente asalariado) y de los cuadros, está ligado a un capitalismo de grandes empresas, lo suficientemente importantes ya como para que la burocratización y la amplia utilización de cuadros cada vez más diplomados sean elementos centrales. No obstante, sólo algunas de entre ellas (una minoría) podrán ser calificadas como multinacionales. El accionariado se ha vuelto más anónimo, y numerosas empresas se han deshecho del nombre y del destino de una familia en particular. El «tercer» espíritu deberá ser isomorfo a un capitalismo «mundializado» que se sirve de nuevas tecnologías, por no citar más que los dos aspectos más frecuentemente mencionados para definir al capitalismo contemporáneo.

Las diferentes modalidades de salida de la crisis ideológica que comenzaron a ponerse en marcha en la segunda mitad de la década de 1930 -momento en el que comienza a perder fuerza el primer espíritu- no podían haber sido previstas. Algo similar ocurre en la actualidad. La necesidad de volver a dar un sentido al proceso de acumulación y de vincularlo a las exigencias de justicia social choca, en particular, con la tensión existente entre el interés colectivo de los capitalistas en tanto que clase y sus intereses particulares en tanto que operadores atomizados en competencia en el mercado (Wallerstein, 1985, p. 17). Ningún operador del mercado quiere ser el primero en ofrecer una «buena vida» a quienes contrata, porque sus costes de producción se verían incrementados, lo cual supondría una desventaja para la competencia que le enfrenta a sus iguales. Sin embargo, a la clase capitalista en su conjunto le interesa que las prácticas generales, sobre todo en lo que respecta a los cuadros, permitan conservar la adhesión de aquellos de los que depende la realización del beneficio. Podemos pensar que la formación de un tercer espíritu del capitalismo y su encarnación en diferentes dispositivos dependerá, en gran medida, del interés que tenga para las multinacionales, hoy dominantes, el mantenimiento de una zona pacificada en el centro del sistema-mundo dentro de la cual los cuadros encuentren un espacio donde poder formarse, criar a sus hijos y vivir con seguridad.

El origen de las justificaciones incorporadas al espíritu del capitalismo

Hemos llamado la atención sobre la importancia que reviste para el capitalismo la posibilidad de apoyarse en un aparato justificativo ajustado a las formas concretas adoptadas por la acumulación del capital en una época determinada, lo que significa que el espíritu del capitalismo incorpora otros esquemas diferentes de los heredados de la teoría económica. Aunque éstos últimos permiten -ajenos a toda especificidad histórica33- defender el principio mismo de la acumulación, no poseen suficiente poder movilizador.

El capitalismo, sin embargo, no puede encontrar en sí mismo ningún recurso que le permita proporcionar razones para el compromiso y, más en concreto, para formular argumentos orientados hacia una exigencia de justicia. El capitalismo es, sin lugar a dudas, la principal forma histórica organizadora de las prácticas colectivas que se encuentra absolutamente alejada de la esfera moral, en la medida que encuentra su finalidad en sí misma (la acumulación de capital como un fin en sí) sin apelar, no ya a un bien común, sino incluso a los intereses de un ser colectivo como pudiera ser el pueblo, el Estado o la clase social. La justificación del capitalismo implica referencias a construcciones de otro orden del que se desprenden exigencias completamente diferentes de las que impone la búsqueda de beneficios.

Así pues, para mantener su poder de movilización, el capitalismo debe incorporar recursos que no se encuentran en su interior, acercarse a las creencias que disfrutan, en una época determinada, de un importante poder de persuasión, y tomar en consideración las ideologías más importantes -incluidas aquellas que le son hostiles- que se encuentran inscritas en el contexto cultural en el cual se desarrolla. De este modo, el espíritu que, en un momento determinado de la historia, posibilita el proceso de acumulación, se encuentra impregnado por producciones culturales contemporáneas a él, pero que han sido desarrolladas en la mayoría de los casos, con fines totalmente ajenos a la justificación del capitalismo34.

El capitalismo, enfrentado a una exigencia de justificación, moviliza algo «que ya está ahí», algo cuya legitimidad se encuentra ya garantizada y a lo cual dará un nuevo sentido asociándolo a la exigencia de acumulación de capital. Sería inútil tratar de separar las construcciones ideológicas impuras, destinadas a servir para la acumulación capitalista, de las ideas puras y libres de todo compromiso que permitirían criticarla, pues a menudo son los mismos paradigmas los que se ven implicados a la par en la denuncia y en la justificación de lo denunciado.

Podemos comparar el proceso a través del cual se incorporan al capitalismo ideas que, en principio, le eran ajenas, cuando no hostiles, con el proceso de aculturación descrito por Dumont (1991), que señala cómo la ideología moderna dominante del individualismo se difundió forjando compromisos con las culturas preexistentes. Del encuentro entre dos conjuntos de ideas-valores y de su conflicto, nacen nuevas representaciones que son «una especie de síntesis, [...] más o menos radical, algo así como una alianza de dos tipos de ideas y de valores: unos, de inspiración holista y autóctonos, otros tomados prestados a la configuración individualista predominante» (Dumont, 1991, p. 29). Un efecto notable de este proceso de aculturación consiste en que «las representaciones individualistas no sólo no se diluyen ni se edulcoran a través de las combinaciones que las recorren, sino que, al contrario, extraen de estas asociaciones con sus contrarios, por un lado, una adaptabilidad superior, y, por otro, una mayor fuerza» (Dumont, 1991, p. 30). Si trasladamos este análisis al estudio del capitalismo (cuyo principio de acumulación está de hecho ligado a la modernidad individualista), veremos cómo el espíritu que le anima posee dos caras, una «vuelta hacia dentro», como dice Dumont, es decir, hacia el proceso de acumulación que se ve legitimado, y otra orientada a las ideologías de las que se ha impregnado y que le aportan, precisamente, aquello que el capitalismo no puede ofrecer: razones para participar en el proceso de acumulación ancladas en la realidad cotidiana y en contacto con los valores y preocupaciones de aquellos a quienes le conviene movilizar 35.

En el análisis de Louis Dumont, los miembros de una cultura holista confrontados a la cultura individualista son cuestionados y sienten la necesidad de defenderse y justificarse, frente a lo que les parece una crítica y un cuestionamiento de su identidad. En otros aspectos, sin embargo, pueden sentirse atraídos por los nuevos valores y por las perspectivas de liberación individual y de igualdad que ofrecen. De este proceso de seducción-resistencia-búsqueda de autojustificación nacen las nuevas representaciones capaces de generar compromiso.

Pueden hacerse las mismas observaciones a propósito del espíritu del capitalismo. Éste se transforma para responder a la necesidad de justificación de las personas comprometidas, en un momento determinado, en el proceso de acumulación capitalista. Sin embargo, sus valores y representaciones, recibidos como herencia cultural, están todavía asociados a formas de acumulación anteriores, vinculados a la sociedad tradicional en el caso del nacimiento del «primer espíritu» o a un espíritu precedente en el caso del paso a los espíritus del capitalismo posteriores. Lo fundamental será lograr que resulten seductoras las nuevas formas de acumulación (la dimensión excitante que requiere todo espíritu), pero teniendo en cuenta su necesidad de autojustificación (apoyándose en la referencia a un bien común) y levantando defensas contra aquellos que perciben en los nuevos dispositivos capitalistas amenazas para la supervivencia de su identidad social (la dimensión securitaria).

En muchos aspectos, el «segundo espíritu» del capitalismo, edificado al mismo tiempo que el establecimiento de la supremacía de la gran empresa industrial, trae consigo características a las que no se habrían opuesto ni el comunismo ni el fascismo, quienes, sin embargo, eran los movimientos críticos con el capitalismo más poderosos de la época en la que este «segundo espíritu» inició su marcha (Polanyi, 1983). El dirigismo económico, aspiración común a todos ellos, va a encontrar su materialización en el Estado del bienestar y sus órganos de planificación. Diferentes dispositivos de control regular del reparto del valor añadido entre el capital y el trabajo serán puestos en funcionamiento a través de la contabilidad nacional (Desrosières, 1993, p. 383), lo cual es coherente con los análisis marxistas. En cuanto al funcionamiento jerárquico en las grandes empresas planificadas, éstas mantendrán durante mucho tiempo el distintivo de un compromiso con los valores domésticos tradicionales, lo que resultará tranquilizador para la reacción tradicionalista: respeto y deferencia a cambio de protección y ayuda forman parte del contrato jerárquico en sus formas tradicionales, más que el intercambio de un salario a cambio de trabajo que expresa la forma anglosajona liberal de pensar la relación laboral. De este modo, el principio de acumulación ilimitada encontró puntos de convergencia con sus enemigos y el compromiso resultante aseguró al capitalismo su supervivencia, ofreciendo a las poblaciones reticentes la oportunidad de adherirse a él con mayor entusiasmo.


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2002-04-27