Creo que una mayoría de lectores de G. K. Chesterton nos hemos iniciado en la literatura de este autor descomunal a través de las historias detectivescas protagonizadas por el Padre Brown o de la lectura de su novela más conocida, El hombre que era jueves. Sin embargo, Chesterton escribió bastantes novelas más y también vidas de santos, centenares de artículos periodísticos, algunos ensayos, poesía, etc. No hay duda de que la corteza literaria de Chesterton es muy atractiva para todos los públicos. El mismo Kafka se sorprendía de que pudiera haber un escritor tan alegre e hilarante:2 «Chesterton es tan gracioso que podría pensarse que ha encontrado a Dios», le dijo a Gustav Janouch. Pero, bromas aparte, el pulso interior que late en las obras de Chesterton es su decidida voluntad de batalla contra todas las modalidades de despotismo y superstición que incendiaron el mundo que conoció (1874-1936).
Hay una serie de autores que, durante todo el siglo XX, se han opuesto resueltamente, sin perder el ánimo alegre ni la esperanza, a cuatro de los jinetes del Apocalipsis (la tradición se equivoca al hacer el recuento, hay más): imperialismo, estalinismo, fascismo y capitalismo. Esa tradición de pensamiento y acción merece más confianza que ninguna otra. Albert Camus, Walter Benjamin, George Orwell, Hanna Arendt, Cornelius Castoriadis...o el mismo Chesterton. A diferencia de los otros escritores, que combatieron aquellas verdaderas máquinas de guerra y dominación total en nombre de distintas formas de democracia radical (sistema de consejos, socialismo libertario, etc.), Chesterton se batió contra la barbarie moderna en nombre de viejas tradiciones (el cristianismo, la familia, una curiosa visión de la Edad Media, etc.). Pero se equivocaría radicalmente quien juzgase los valores que sostenían su lucha demasiado pronto: Chesterton exaltaba el cristianismo porque le parecía la única forma de defender el cuerpo y la alegría (alguien dijo que para Chesterton el cristianismo siempre representó la esperanza en una resurrección de los cuerpos aquí y ahora), utilizaba sistemáticamente la paradoja porque a su juicio revelaba más a las claras que cualquier otra cosa el sentido común, criticaba el capitalismo porque no respetaba la propiedad privada (excepto la de un 5% de la población), 3 afirmaba que la «esencia del hombre es la errancia» pero sus personajes reencuentran siempre como Ulises el lugar de partida después de numerosas experiencias de frontera y extravíos,4 etc. El corpachón fenomenal de Chesterton hace estallar cualquier estrecha etiqueta en la que pretendamos encorsetarle.
En las novelas de Chesterton, personajes extravagantes y excesivos a todas luces se persiguen unos a otros de aquí para allá; de pronto hacen un alto en medio de las locas carreras y discuten sobre hondísimas cuestiones metafísicas. Y siguen persiguiéndose, batiéndose, bajo cielos de colores extremos y pesadillescos, porque «la vida es una lucha y no una conversación». Los personajes de Chesterton son frecuentemente gigantes fuera de toda medida: en El hombre que fue jueves, Domingo es un coloso que lidera una conspiración de anarquistas que quieren destruir el mundo; Patrick Dalroy, el protagonista irlandés de La taberna errante, mide no sé cuántos mil pies; y a Flambeau, el profesor Moriarty del Padre Brown, le cuesta horrores disimular su enorme estatura para despistar a Scotland Yard. El placer que suscitan las fórmulas de Chesterton a quienes se complacen una y otra vez en ellas no asombrará a los amantes de los westerns o de la música de los Ramones: conocemos la trama y el desenlace por anticipado, pero el placer no reside en la sorpresa (que se agota pronto), sino en el reencuentro con los mismos temas, motivos, ritmos e imágenes esenciales: peregrinaje y vagabundeo, probabilidad de la muerte, combate contra el mal, fidelidad a una causa, ímpetu y pujanza de la alegría, etc. Los lectores de Chesterton se vuelven súbitamente niños que piden que se les cuente el mismo cuento «otra vez». Nunca se aburren. La plenitud se complace en la repetición, porque en verdad «la variación de las cosas humanas no les viene nunca de la vida, sino del agotamiento, procede siempre de su aniquilamiento, de la distensión del anhelo o fuerza que las anima. Los movimientos de un hombre cambian en cuanto aparece el menor elemento de fatiga o fracaso: trepa a un autobús cuando está cansado de andar a pie y anda a pie cuando se aburre de ir sentado, pero si su vida y la alegría que lo anima fueran tan titánicas que nunca se fatigase de ir a la ciudad de Islington, hacia allá se dirigiría diariamente, con la misma regularidad con que se dirige hacia la ciudad de Sheernes el Támesis».
La taberna errante narra las aventuras de dos proscritos que hacen rodar por toda Inglaterra, huyendo de la justicia, el último barril de ron de la isla (y un queso gigantesco para acompañar) después de que un primer ministro británico sumamente «islamizado» haya decretado el cierre de todas las tabernas en nombre del ecumenismo y el entendimiento entre las culturas. Sin duda, como explica Santiago Alba Rico en su magnífico prólogo al libro, 5La taberna errante es una metáfora de la lucha entre la cultura de los vínculos, cuya metáfora ejemplar es la taberna, donde se come, se bebe y se conversa con otros, y la destrucción de todas las trazas de tejido social que opera hoy en día el capitalismo, el orden económico de cosas que no permite establecer relaciones duraderas que trasciendan la mera superficialidad y el oportunismo de los lazos instrumentales, interesados. Desde sus orígenes, el capitalismo es una experiencia de desterritorialización permanente: a su paso «todo lo que era sólido se desvanece en el aire». El tipo humano ideal del capitalismo es el individuo posesivo que determina su comportamiento a partir de su solo interés, sin concesiones a los valores fundados en la lógica del don (hospitalidad, solidaridad, civismo, amistad, etc.), incapaz de vincularse a un lugar, una cultura o unas gentes, incapaz de pensar a largo plazo, con gran disposición a la ingratitud, el cinismo o la inconstancia.6 El dicho que mejor resume la subjetividad capitalista es sin duda el que reza así: «después de mí, el diluvio». Por el contrario, la «taberna» de Chesterton representa todo lo que hace de nosotros algo más que simples mónadas asustadas, egoístas y calculadoras: el placer de la aventura donde se arriesga la propia conservación del yo, el gusto por la narración que suspende el narcisismo autorreferencial del sujeto y transmite una experiencia de alteridad, el humor que rompe la seriedad con que nos tomamos la identidad propia, el valor de pelear por una causa más vieja y amplia que nosotros mismos, la alegría de la camaradería y otras formas de la exterioridad, etc. Como resume el mismo Chesterton, la taberna errante está habitada por «mil y una bromas, historias, canciones y amistades».
¿Qué hacer cuando se proscribe la sociabilidad, es decir, cuando se proscriben las tabernas, los lugares comunes? El nacionalismo, los fundamentalismos y todo tipo de sectas ofrecen una respuesta: la «territorialización fantasmática», la invención de una fuente trascendente de sentido (Dios, la Tradición, la Historia, la Sangre, el Suelo) que colma las brechas, sutura las heridas, rellena el vacío, confirma el futuro, anula la incertidumbre, suprime las preguntas. Los procesos de desterritorialización capitalista y territorialización fantasmática van de la mano. No hay uno sin el otro, se retroalimentan. Pero las distintas supersticiones que fantasean sobre la posibilidad de recuperar una supuesta pureza perdida no nos interesan aquí: se trata más bien de interrogar las tentativas emancipadoras de construir «una comunidad de los que no tienen comunidad». Una de esas respuestas la dan los amigos parados que protagonizan la película de Fernando León Los lunes al sol: hay que resistir, aguantar, mantenerse juntos, como un solo hombre (de ahí la alusión continua en la película a la metáfora de los «siameses»). Pero Santa (Javier Bardem) y sus otros compañeros resisten prácticamente inmóviles, sin iniciativa, sin inventar algo distinto, sin hacer más amigos. Por eso la película es tan triste en el fondo: como sólo resisten, sin crear otra cosa, manteniendo únicamente una posición defensiva, de repliegue, la descomposición de un mundo herido de muerte (los astilleros, en este caso) acabará devorando a los protagonistas, su estado de ánimo, el lazo que los mantiene juntos. La historia de Los lunes al sol narra una derrota y su lote inseparable de pasiones tristes.
Pero cuando se proscribe la socialidad y se amenazan los vínculos que tejen a los amigos también cabe otra posibilidad. Es la que inventan Patrick Dalroy y Humphrey Pump, los protagonistas de La taberna errante, y consiste en fugarse de los nichos en los que ya sólo cabe aguantar como se pueda la tristeza, la soledad y la impotencia de las que tiñe todo el terremoto que llamamos capitalismo y rehacer el lazo social, las amistades, sobre la marcha. En este caso, la dignidad se demuestra andando. Se trata de hacer lo que algunos filósofos como Paolo Virno o Toni Negri llaman «éxodo», designando así prácticas políticas contemporáneas como las de los zapatistas, los piqueteros argentinos, el movimiento global, etc. El éxodo no significa necesariamente desplazamiento físico: uno puede viajar sin moverse del sitio, como decía Deleuze (y demostró maravillosamente Jack London en El peregrino de las estrellas). Éxodo significa más bien iniciativa, fuerza de innovación, capacidad de multiplicar las amistades, de perturbar a los poderosos allá donde a uno no le esperan, de darle la vuelta como a un calcetín a las reglas del juego que nos sojuzgan.
Eso hacen Dalroy y Pump: cogen un enorme barril de ron, un queso gigantesco y el letrero de la antigua taberna que regentaba Pump, El Viejo Navío, y emprenden una huida disparatada en la que no cesan nunca de interrumpir la paz de quienes les han desposeído de todo. La ley que decreta el cierre de las tabernas dice que no se podrá servir ni beber alcohol allí donde no haya un letrero en regla que lo indique; y la policía se encarga eficazmente de que no quede ni uno solo. Pero Pump y Dalroy escapan con la enseña de El Viejo Navío y atraviesan el territorio inglés plantándola en los sitios más inesperados: en la puerta de la sala de conferencias donde un orador chiflado convence a todo el mundo de supuestas bondades del islam o en una exposición de arte abstracto donde se encuentra reunido todo el gobierno británico responsable de la prohibición del alcohol. «Allí donde los fugitivos se detienen y abren la espita del barril, enseguida cristaliza una sociedad en miniatura, como una perla alrededor de un grano de arena». 7 En efecto, allí donde aparecen los proscritos, fugaz y felizmente, a la carrera siempre, con su enorme queso de bola y el gigantesco barril de ron, ahí aparece también «el pueblo que falta» que decía Deleuze -y aparece, por cierto, con una sed tremenda.
El Viejo Navío es una metáfora de rebelión de un pensador que no amaba precisamente la rebelión. Chesterton nunca se consideró propiamente en estado de rebelión; pensaba más bien que un gran número de instituciones absurdas se habían rebelado contra el sentido común y la vida cotidiana de los hombres y las mujeres.8 En El hombre que era jueves hay un célebre combate dialéctico entre un anarquista y un policía secreto que discuten sobre la naturaleza misma de la poesía. El anarquista defiende que la esencia del hecho poético es el desorden y que el poeta es siempre un sublevado, a lo que Chesterton responde en boca del policía secreto: «¿Qué hay de poético en ser un sublevado? Igual podría decir usted que es poético marearse. Marearse es una sublevación. Tanto estar mareado como rebelarse pueden ser lo saludable en ciertas ocasiones desesperadas, pero que me ahorquen si entiendo por qué son poéticas. La sublevación en abstracto es repugnante. Es un mero vómito».
En realidad, dice Chesterton, la poesía, la libertad, la alegría no son experiencias extraordinarias: la vida cotidiana está llena inmediatamente de todos esos prodigios. La cordura estriba en un exceso de imaginación, así como la gran salud consiste en un exceso de placer. Sólo los fanáticos consideran otra cosa y se aprestan a vaciar las fuentes de la sobreabundancia en nombre de una concepción raquítica del bienestar (el higienismo): con operaciones de cirugía urbana que eliminan la maraña excesiva de callejuelas y establecen la tiranía del ángulo recto, con operaciones de cirugía física que rebajan las formas excesivas de los cuerpos, con operaciones de cirugía mental que secan la imaginación radical del continuo trasiego simbólico, 9 con operaciones de cirugía lingüística que eliminan del vocabulario todas las «redundancias» en que consiste verdaderamente la libertad de palabra, etc. El «pueblo» que siempre invoca Chesterton contra todos esos reformadores sociales alucinados no es nunca de ningún modo una figura de la homogeneidad, la paz, la calma, la unidad o la completitud: por el contrario, es excéntrico, deforme, exagerado, múltiple, inacabado, salvaje, monstruoso. Y por eso mismo representa la cordura y la gran salud. «Desenredar las lenguas de los hombres y de los ángeles, entremeterse en las ciencias terribles, jugar con pilares y pirámides y lanzar los planetas como pelotas, ésa es la audacia íntima y la diferencia que el alma humana, como si fuera un malabarista, guardará para siempre. Esa es la cosa insanamente frívola que llamamos cordura».
Así, la rebelión de Dalroy y Pump no es de ningún modo un fruto del nihilismo o la desesperación, sino la defensa de lazos sociales vivos. Una defensa que no despliega en vertical fortalezas y castillos, sino que hace rodar en horizontal las «mil y una bromas, historias, canciones y amistades que habitaban El Viejo Navío». Una rebelión del sentido común. Supongo que esto dejará perplejo a más de un cerebro infestado de posmodernismo, porque ¿no recomienda siempre el sentido común que lo más sensato es plegarse a las condiciones existentes?, ¿no es la rebelión más bien un fogonazo deslumbrante de lo no sabido, lo desconocido, lo nunca visto, etc.? Chesterton opinaba todo lo contrario: cuanto más sensato es un hombre más cerca está de embarcarse en una revolución. «La revolución francesa -dice Chesterton- no la alentó algo muy nuevo y singular, alguna paradoja o extraña idolatría. Cuando la sangre corrió, corrió por verdades incontestables, casi perogrullescas; y cuando las ciudades crujieron desde sus cimientos fue lo más obvio y sabido lo que las hizo crujir».
Por eso, cuando una «institución absurda» se revuelve contra esa normalidad donde habitan serenamente todos los milagros y los excesos, Chesterton esgrime, sin dudarlo ni siquiera un segundo, «un derecho de resistencia ilimitado» 10 que hoy verdaderamente asustaría a todos los pensadores de buen tono. Así, en un momento determinado de La taberna errante, Dalroy le dice al primer ministro inglés, lord Ivywood: «mi lord, quisiera decirle una palabra: yo también estudié el catecismo y no tengo nada de radical. Desearía que reflexionase sobre lo que me ha hecho. Me ha robado una casa que era mía del mismo modo que esta es suya. Ha convertido en un vagabundo harapiento a quien fue en otro tiempo un hombre respetado en la Iglesia y el mercado. Y ahora me quiere mandar a una celda o a que me azoten con un látigo. Permita que le pregunte: ¿qué cree que pienso de usted? Por lo que veo es usted un amo malvado, y el pastor nos ha dicho siempre que se podía disparar contra los ladrones». Acto seguido, Dalroy dispara y aloja en la pierna de lord Ivywood una bala que le dejará renqueante toda la novela. Y vuelta a correr con el barril y el queso a cuestas, cantando por el camino más canciones, narrando más historias, haciendo otros amigos, viviendo más aventuras.
En La taberna errante, las absurdas instituciones que se han rebelado contra el sentido común están encarnadas en lord Ivywood, el primer ministro británico abducido por una concepción fanatizada del islam. Lord Ivywood es un crisol de todas las cosas que más fastidiaban a Chesterton: la creencia ilustrada de que se puede decretar la felicidad de la gente y rehacer el mundo a nuestro antojo a golpe de leyes, la voluntad de dominio y poder nietzscheana, el nihilismo que siempre busca el adelgazamiento de las formas humanas, la ruptura de todos los límites que prescribe el buen sentido, etc. En efecto, 11 Chesterton retrata a lord Ivywood con trazos muy parecidos a los que utilizaba para describir a su eterno rival en mil batallas dialécticas: George Bernard Shaw. La cuestión principal que discutieron siempre fue la afición de Shaw a la parábola nietzscheana del superhombre: Chesterton abominaba de toda la retórica entusiasta sobre el crecimiento infinito, la expansión ilimitada, el progreso eterno, el desarrollo incontestable, etc. Por eso mismo fue uno de los pocos intelectuales públicos en Inglaterra que se opuso con virulencia a la guerra de los Böers en Sudáfrica y al bloqueo de toda autonomía para Irlanda del Norte. «No veo ninguna utilidad a un imperio sin puestas de sol», reprochaba a los imperialistas.
Contra todos los Absolutos, Chesterton prefería, defendía y practicaba la felicidad terrenal. Como le dice Dalroy a Pump en uno de esos diálogos que mantienen de vez en cuando, mientras toman un respiro entre carrera y carrera: «¿Sabes, amigo Pump, que empiezo a temer que la gente de hoy no tiene ni idea sobre la vida? Esperan de la naturaleza cosas que ella no prometió jamás y se empeñan en destruir lo que realmente les ofrece. En todas esas capillas ateas de Ivywood no hacen más que hablar de Paz, Paz Perfecta, Paz Absoluta, Alegría Universal, unión de las almas, pero no parecen más felices que los demás [...]. No sé si Dios creó al hombre para una felicidad Absolutamente Absoluta, pero sí que quiso que pasáramos buenos ratos y yo tengo la intención de pasarlo bien». En el fondo, lo que Chesterton siempre reprochó a sus enemigos, fuesen escépticos o anarquistas, predicadores religiosos o imperialistas, era sacrificar lo concreto a ideales abstractos que son en verdad una pura nada.
Por tanto, lord Ivywood es una mezcla de revolucionario y puritano que, pensándolo bien, guarda un gran parecido con George Bush y su banda de neoconservadores: ellos quieren cambiar el mundo, de eso no hay duda, someterlo al decreto de su «libertad duradera», precisamente para abolir cualquier atisbo de libertad concreta. Al parecer, 12 muchos «neocons» del núcleo duro que se agrupa en torno a Bush fueron trotskistas en los años 60: Leeden, Kristoll, Wolfowitz, Perle, etc. Del trotskismo se han quedado con dos ideas: un internacionalismo agresivo y la revolución permanente. Condoleeza Rice lo dijo muy claramente cuando contestó lo siguiente a los conservadores del propio partido republicano que criticaban a Bush tantas aventuras militares en tierras lejanas: «nosotros tenemos ideales que abarcan el mundo entero». Muchos neoconservadores han leído atentamente a James Burham, un pensador que se hizo relativamente famoso después de la II Guerra Mundial, muy criticado por George Orwell, que osciló entre el Socialist Workers Party, el partido trotskista inglés, y los cantos de alabanza al nazismo. Del nazismo los «neocons» extraen el cinismo extremo, el odio por el igualitarismo y ese nihilismo que consiste específicamente en la resignación entusiasta ante el Destino (el destino para ellos es la incontestabilidad del sistema capitalista). La obediencia ciega y entusiasta al Destino les exige, por lo demás, acabar con todas esas «sagradas limitaciones del hombre» que alababa Chesterton: fabricar instituciones propiamente post-humanas, como el campo de concentración de Guantánamo, doblegar la carne y la dignidad humana mediante la tortura, abolir de facto cualquier legislación que otorgue a sujetos concretos derechos que limiten de alguna manera el poder arbitrario del Destino capitalista, etc.
La guerra global permanente que ha decretado la administración Bush tras el 11 de septiembre no es lo contrario de nuestra "normalidad democrática", sino una fase constituyente del neoliberalismo que confirma y radicaliza su esencia: la privatización de todo lo público, la precarización de las formas de vida, la producción artificial de escasez, el estado de excepción como norma, la expropiación de todo lo común (desde los saberes hasta los recursos, pasando por el lenguaje o la biodiversidad). Lo que todos los ivywoods y bushes del mundo quieren suprimir es el lazo social, los vínculos que hacen de los seres humanos algo más que esos átomos sociales de que hablábamos al principio. Por el contrario, El Viejo Navío es una metáfora de todo lo que excede las consideraciones mecanicistas o funcionalistas que tienen los propietarios del mundo sobre el lazo social: «historias, canciones, bromas y amistades». ¿Será casualidad que el máximo enemigo de George Bush sea un rechoncho y mundano cineasta llamado Michael Moore, que defiende contra Bush y los suyos la decencia común de la gente sencilla?
Como han dicho algunos críticos literarios comentando el libro, La taberna errante es un alegato contra la tiranía y la imbecilidad, un canto a la alegría y al gozo de la existencia. Pero yo creo que sobre todo es una afirmación entusiasta y exaltada de la amistad, una de las cosas que Chesterton más valoraba en el mundo (la otra, quizá, era el buen humor). En Lo que está mal en el mundo, Chesterton habla más concretamente de la amistad o, más bien, de esa modalidad suya que es la camaradería, destacando tres aspectos: 1) «la camaradería posee una filosofía amplia, como el firmamento común, subrayando que todos nos encontramos bajo las mismas condiciones cósmicas». He aquí uno de los motivos recurrentes en los libros de Chesterton: la afirmación de «esas cosas tan gozosas y terribles que los seres humanos tenemos en común»: bienes simples y universales como la carne, el sueño o la cerveza, hechos terribles como tener que morir algún día, inclinaciones tan asombrosas a pesar de ello como la alegría o la risa. Ningún hombre, dice Chesterton, debe ser superior a las cosas que son comunes a los hombres; y precisamente eso es lo que le recrimina a todos los lord Ivywood de sus novelas, cuya aspiración a la «sobrehumanidad» les conduce siempre finalmente al mayor de los patetismos; 2) «(La camaradería) reconoce tal vínculo como esencial porque es simplemente la humanidad vista desde ese preciso aspecto desde el cual todos los hombres son iguales». No puede existir amistad o camaradería entre amo y esclavo, reo y verdugo, dominador o dominado; y 3) «La camaradería contiene la insistencia sobre lo corporal y su ineludible satisfacción. Nunca nadie ha empezado siquiera a comprender la camaradería si no la acepta acompañada de un cierto alborotado materialismo, una cierta cordial premura en el comer, el beber, el fumar». Ese es el contenido que podemos encontrar en el fondo del barril que los proscritos llevan de aquí para allá.
Para Chesterton, la amistad no es algo que pertenezca al ámbito privado, sino el contenido vital de toda democracia, que no consiste en el gobierno de la mayoría, ni en el gobierno de todos, sino en el gobierno por cualquiera: «la democracia descansa en el hábito de dar por sentado que entre un extraño y uno mismo existen cosas inevitablemente comunes». El éxodo es precisamente una modalidad de acción política que no considera al «enemigo» como el punto de referencia principal, agujereando así el esquema clásico de Carl Schmitt sobre la distinción amigo-enemigo como operación que define la acción política. No pretende tomar el poder, no pretende construir un nuevo Estado, sino seguir haciendo rodar el barril y el queso, haciendo nuevos amigos, defendiendo siempre la fuga y las aventuras de las incursiones belicosas de los ivywoods o bushes de turno.
Fe o confianza, amistad y fidelidad son los valores sustantivos de los proscritos de Chesterton, así como de esa nueva modalidad de acción política que se designa como «éxodo». El vínculo entre esos tres valores lo relata así Alain Badiou: «Sin la fe no se tiene nada. Si no se tiene confianza, no se tiene nada tampoco. Porque si lo que se encuentra es desconfianza no se puede tener una relación positiva con el otro, será siempre recelosa. Entonces, el primer punto es la confianza, la confianza en el hecho de que es posible pensar otro mundo, la confianza en el proyecto común. Luego, la fidelidad, porque es necesario estar juntos, ser fieles a esa confianza. No se trata de tenerla de vez en cuando y por azar, hay que continuarla. El único imperativo es continuar, no dejarse desalentar, no renunciar, mantener la confianza, porque de inmediato esa confianza va a encontrarse obstáculos terribles, fracasos, imposibilidades. Y desde el interior de la fidelidad se crea la comunidad amistosa de los que son fieles. La amistad es la consecuencia de una fidelidad común». Me apostaría un vaso de ron y un poco de queso en la taberna errante a que Chesterton estaría incondicionalmente de acuerdo.