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La brecha

Sobre las movilizaciones contra la guerra en Madrid
(febrero-marzo-abril de 2003)

VV.AA.1


Índice General


Introducción y preguntas

Escribimos estas líneas en pleno aniversario de las movilizaciones del año pasado contra la guerra. Escribimos, pues, contra la nostalgia («de aquellos días») y el resentimiento (a los que «traicionaron» o «nos vendieron» o «triunfaron finalmente, como tenía que pasar»). Los que sostienen su mirada desde la carencia («fuimos y ya no somos», «teníamos y ya no tenemos»), sabiendo ya de antemano lo que quieren encontrar en los hechos, sólo pueden ensombrecer desmesuradamente el paisaje y cegarse así interesadamente a la contemplación de algunos relámpagos que iluminan nuestro horizonte político cotidiano con un destello sorprendente. Escribimos, en definitiva, para elaborar y reapropiarnos de los significados de aquellas movilizaciones, contra la tendencia generalizada al «secuestro de la experiencia» que inconscientemente agravan quienes sólo hacen memoria desde la melancolía o el cinismo («bah, fuimos unos ilusos»). Para nosotros la memoria no debería de ser un ancla que nos ata al suelo firme de las conclusiones extraídas en la soledad de nuestro cráneo, sino una catapulta colectiva que impulsa una y otra vez el relanzamiento de lo recordado. Queremos conmemorar («recordar juntos») para avanzar, recordar para entender.

Pero, ¿cómo interrogarse sobre lo que pasó en Madrid de febrero a abril de 2003 sin placar sobre la realidad esquemas precocinados que le son ajenos? ¿Cómo juzgar las «insuficiencias» del «movimiento» contra la guerra sin convertirse uno en un francotirador sabelotodo que reparte diplomas de radicalidad y pureza desde algún no-lugar político? ¿Cómo podemos hacer algo más interesante y productivo que señalar los bloqueos -conceptuales, organizativos, comunicativos- de las movilizaciones, es decir, cómo podemos explicarlos sin postular de entrada que sabemos lo que deberían haber sido y dado de sí esas jornadas? Ciertamente, parafraseando lo que escribieron los amigos de Derive Approdi sobre el movimiento global,2 sólo hay una manera de sustraerse al terreno de la polémica literaria o autorreferencial, al espacio-tiempo de la ideología y la impotencia: tomar las movilizaciones contra la guerra como un «principio de realidad» que, en su acaecer extraordinario, revela multitud de procesos subterráneos e impone interrogantes sobre nuestro funcionamiento político diario, sobre el lazo social y el tejido militante (madrileño, en nuestro caso).

Por lo tanto, en nuestro relato partiremos siempre de los gestos, las prácticas y los enunciados más interesantes que -a nuestro juicio- se dieron aquellos días excepcionales para ver todo lo demás a su trasluz, invirtiendo así la mirada que aplican sobre la realidad los discursos cuyo punto de partida es ya la conclusión («todo eso no condujo a nada») y que consideran que si los hechos no encajan bien en el círculo vicioso de la tristeza, «pues peor para los hechos». No rescatamos en primer lugar esos gestos, prácticas y enunciados como perlas «revolucionarias» -pero marginales- en un magma decididamente «reformista» (o, como se dice ahora, «ciudadanista»), sino como señales que atravesaron sin ningún copyright todas esas etiquetas (desbaratándolas) y que nos hablan de una radicalidad difusa que las «organizaciones políticas» no entienden ni mucho menos canalizan. Una radicalidad que no se expresó tanto en finos discursos, como creen quienes analizan todo en términos de «conciencia» («creencias», «ilusiones»), como en la propia manera de discurrir colectivamente de la gente en la calle. Invertimos de nuevo la perspectiva: no había hegemonía «reformista» y accidentes «revolucionarios», sino parasitaje -tentativas de representación- a la vez «reformista» y «revolucionario» de un común profundamente radical y descentralizado que puso en crisis nociones que a diario nos parecen firmemente asentadas: ciudadanía, democracia, participación, legalidad, espacio público, etc. Como decía Castoriadis,3 la ruptura de los ciclos repetitivos de la vida cotidiana viene acompañada siempre de la expresión proliferante de una multiplicidad social que sólo los burócratas y los filisteos condenan por su «impureza» e «ignorancia» como «reformismo», «ciudadanismo», etc. Es precisamente esa multiplicidad, aplanada y formateada en el rodillo de las disyuntivas clásicas (ciudadanistas / radicales), la que más nos interesa. Al hilo de los distintos momentos del relato (organizado siempre a partir de los distintos puntos de potencia que encontramos), nos despegaremos aquí y allá de la secuencia narrativa para desarrollar mínimamente ciertas hipótesis y preguntas para el porvenir sobre algunos nudos gordianos de la acción política contemporánea: la naturaleza del movimiento global, la politización de las prácticas culturales, la articulación entre pensamiento y acción política, las prácticas de sustracción y la lógica del enfrentamiento, la tensión entre la temporalidad de los movimientos y las coyunturas electorales, etc. Pero sin duda en el solo material del relato se pueden hallar implícitamente vetas y pistas para aferrar muchos más problemas políticos significativos de nuestra época.

Más preguntas: ¿cómo puede un relato sobre las movilizaciones estar a la altura de la intensidades que vivimos entonces y transmitir siquiera un pálido reflejo suyo? ¿No traicionan radicalmente las lenguas de palo políticas el recuerdo más vivo de todo aquello, la sensación de apertura repentina de la historia? Para hacer justicia al objeto que recordamos y pensamos, un lector activo tendría que revivir sin duda en primer lugar la sensación de sorpresa: desbordamiento de gente, desbordamiento de creatividad (miles de carteles, lemas, panfletos), etc. También tendría que revivir el sentimiento de alegría desafiante: contra la guerra como dispositivo constituyente del nuevo régimen global, contra las mentiras de los poderosos, el gozo salvaje de ver hecha añicos la normalidad asesina que algunos intentaban hacer reinar. Por último, habría que refrescar la sensación ambivalente de «ser muchos y no pocos»: la satisfacción de observar la emergencia de un proceso difuso de politización de la existencia; el pánico de no entenderlo, de no poder controlarlo en absoluto. A falta de recursos mejores, nosotros hemos construido este relato por añadidura a un humilde trabajo de encuesta y conversación con algunas de las experiencias y realidades más significativas durante las movilizaciones: asambleas contra la guerra en universidad, centros sociales, Plataforma Cultura contra la Guerra, experimentos territoriales, colectivos políticos que organizaron intervenciones públicas en las manifestaciones, etc. Pegados a la piel de las dudas y los problemas expresados en común, a las rebeldías afirmadas en el diálogo colectivo.

El 15 de febrero y las jornadas memorables que vinieron después son a nuestro juicio sólo la punta de un iceberg que desconocemos: un iceberg opaco, pero hecho de malestares y socialidades que, durante aquellos días, sirvieron de magma en el que se hacían y deshacían los imaginarios que animaban la revuelta: balbuceos de justificación política de la desobediencia que atravesó esos días las calles y los cordones de policía, infinitos debates y discusiones (en grupos de amigos, en familia, en las calles, en los trabajos), fragmentos de discurso, gestos radicales, signos de creatividad, etc. Por todos lados, sin que haya el más mínimo interés en indagar sobre la consistencia (o la mera existencia) de ese iceberg, se afirma que «no ha pasado nada», que todo ha sido una ilusión, un espejismo, como confirman los resultados electorales o el simple hecho de que no se vea ya salir a millones de personas a protestar contra la ocupación de Irak. ¿Por qué ensañarse tanto en certificar la nada, pues? Desde luego no hubo un «movimiento contra la guerra», entendido como un sujeto articulado con opiniones y estructuras organizativas propias, sino más bien unas «movilizaciones contra la guerra», el lapso breve y la existencia difusa (pero amenazadoramente concreta) de un «lugar común» (como fue el «no a la guerra»). Pero eso no indica que «no pasara nada», sino que la mirada tradicional -en el peor sentido de la palabra, es decir, la mirada que coloca en el centro un Modelo desde el que se juzga el eterno retraso de las prácticas políticas reales- no aferra ya la capilaridad de las transformaciones en curso y sus formas inéditas de emergencia, sedimentación, acumulación. Además, por un tiempo todavía incalculable, las movilizaciones contra la guerra serán como la sombra de un desaparecido, un fenómeno que atraviesa en el presente la materia social y que no se puede analizar simplemente mirando atrás.4 Por eso, todavía escucharemos largo tiempo interpretaciones fatalistas de todos los pelajes que sólo pretenden conjurar el miedo: los políticos, al contagio y la afirmación articulada de una opinión pública contraria; la izquierda tradicional, a la emergencia de formas de acción política ajenas a la lógica instrumental; los grupúsculos, al recuerdo de su insignificancia, a los desafíos políticos que plantea la toma de palabra de masas.

Ciertamente, las movilizaciones han sido incapaces de bloquear la violencia material de la guerra y se han (nos hemos) instalado demasiado cómodamente en la denuncia moral y el lenguaje humanitario. Ciertamente, tampoco consiguieron arraigar y establecerse en territorios materiales y cotidianos que permitan «habitar» la acción política a la «gente común» y no sólo a un puñado de «locos» capaces de interiorizar la incandescencia de un momento excepcional sin secarse por dentro. Pero es inútil (y un tanto patético) postularse más allá de todos los problemas y limitarse a señalar las «insuficiencias» de las movilizaciones contra la guerra (¿comparadas con qué?). Repetimos que para nosotros se trata sobre todo de explicar las cosas, no sólo de juzgarlas («insuficientes» o lo que sea). Y sólo desde las experimentaciones prácticas se podrán afrontar honestamente y en toda su complejidad la mayoría de las preguntas y los desafíos que nos dejan esos días inimitables y sus ecos prendidos en nuestras cabezas: ¿cómo sedimenta(r) el exceso (subjetivo, ético, político, afectivo, imaginativo, vital) desparramado por las calles de Madrid solamente el año pasado, por estas mismas fechas?

Guerra global permanente

Se ha repetido insistentemente que la manifestación-río del 15 de febrero se convocó al final del Foro Social Europeo de Florencia, seguramente para señalar una conexión fuerte entre el movimiento global y las movilizaciones contra la guerra, más allá del simple agenciamiento instrumental entre consignas («paremos la guerra, otro mundo es posible»). Ciertamente, las movilizaciones contra la guerra en España fueron la manifestación más importante por estos lares del movimiento global, que para ser interpretado como un fenómeno de cierto interés no debe ser identificado exclusivamente a las gentes que se citan en Foros y contracumbres, sino pensado más bien como un «cambio climático» del que esos momentos de encuentro y conflicto son tan sólo episodios particulares, tan importantes como otros hechos que ocurren sin la etiqueta «global». El trabajo de pensar las resonancias y los insólitos parentescos entre los procesos y los movimientos que han sacudido Chiapas, Génova, Buenos Aires, Bolivia o Johannesburgo está todavía por hacer. En Florencia, un millón de personas se manifestaron de manera preventiva contra el linchamiento en Irak y, más en general, contra la «guerra global permanente», término popularizado por el «movimiento de movimientos» para designar el horizonte y el contexto en el que se inscriben las invasiones de Irak y Afganistán, así como multitud de medidas y dispositivos de excepción que amenazan nuestras ya frágiles libertades, maltrechas rentas, procesos de cooperación y la misma fuga de miles de personas de condiciones intolerables de opresión política y miseria económica. El lema que encabezaba esa gigantesca manifestación asociaba lúcidamente el régimen de guerra global con el mando neoliberal de la globalización capitalista: la guerra ya no se concibe como un episodio excepcional, intervalo entre dos momentos de paz, sino más bien cómo una dinámica constituyente que confirma e intensifica los procesos de precarización de la vida, privatización terrorista de todo lo común y estado de excepción como norma (cuya ilustración ejemplar es sin duda alguna la base-cárcel de Guantánamo). Desde Florencia, se sucedieron durante meses en todas las partes del globo las manifestaciones, las campañas y las acciones públicas de denuncia. La guerra se venía encima completamente a la vista de una «opinión pública» que, roto el hechizo mediático, se burlaba radicalmente de las pruebas y argumentaciones oficiales sobre las armas de destrucción masiva. Así, se preparaba un clima de rechazo y contestación de la guerra que no se vivía en Madrid desde hacía muchísimo tiempo.

Polvo de estrellas

En esa atmósfera en ebullición, las estrellas brillaron con luz propia. La polémica gala de los premios Goya constituyó un auténtico aldabonazo en el centro del dispositivo generador de imágenes dominantes por excelencia: la televisión. Sacó a la luz pública y dio cierta legitimidad a una corriente subterránea de contestación que avanzaba ya imparable. Todavía no se le ha sacado punta suficiente al fenómeno de politización de los actores y demás «gente de la cultura». El cinismo de hierro del Partido Popular, su grosera criminalización de todo lo que disiente, el paradigma de Operación Triunfo impuesto masivamente sobre cualquier práctica cultural, ha indispuesto contra el gobierno a un sector amplísimo de gente del sector, agrupado durante las movilizaciones en la Plataforma Cultura contra la Guerra. Lo más interesante es que no fueron las celebridades las que impulsaron las iniciativas de la Plataforma y forzaron los ritmos, como podría pensarse, sino que fue más bien todo un colectivo anónimo quien politizó su trabajo diario de producción de sentido e imaginario, recombinándolo con otras prácticas y sujetos disidentes, utilizando luego a las caras más conocidas, jugándose en muchos casos su frágil estatus (en una reciente entrevista,5 Jordi Dauder, miembro destacado de la Plataforma, enumeraba las listas negras contra actores, figurantes, etc., «de segunda fila») y protagonizando con facilidad «natural» algunos gestos de desafío realmente brillantes (como la entrada en el Congreso, las pancartas con los rostros de los diputados populares a la cabeza de una de las grandes manifestaciones, los globos de luto volando hacia el congreso al final de la manifestación que coincidió con la entrada del ejército estadounidense en Irak, etc.).

¿Fue la «Plataforma Cultura contra la Guerra» un simple gesto de compromiso clásico (valiente, pero limitado) de la «cultura» con el «no a la guerra», que utilizó su enorme eco mediático para asumir el papel tradicional de «dar voz a los sin voz» de los intelectuales, o el anuncio de un proceso de politización de la existencia por venir? Está por ver. Los cines proyectan cada vez más películas españolas «críticas» o «comprometidas»: desde Los lunes al sol hasta Te doy mis ojos pasando por La pelota vasca o Noviembre. Pero, ¿en qué contexto podría generarse de nuevo el sentido de esa recombinación de las prácticas culturales con distintas iniciativas políticas? ¿Cómo evitar que la crítica se reduzca sólo al mensaje de las películas e incluya también el proceso mismo de elaboración y difusión de esa crítica (autogestión de la producción y la edición, autonomía de los canales de distribución, cooperación sin mando, etc.)? Como decían los compañeros de Global a propósito de las movilizaciones de los «intermitentes del espectáculo» franceses,6 «la industria cultural y comunicativa no es solamente un terreno de acumulación capitalista. La industria cultural y comunicativa produce lo sensible (deseos, creencias, afectos) de las subjetividades de las sociedades de control. Los «intermitentes» funcionan como interfaz entre esta industria y la constitución del público y de los consumidores, es decir, de los clientes de las diferentes actividades industriales. La producción de lo sensible precede a la producción material. Esto significa que antes incluso de producir un bien material es necesario construir la clientela, el consumidor-comunicador». En este escenario, ya no cabe la simple reivindicación de los privilegios de la cultura ni la mera emisión de mensajes de denuncia por los canales codificados: el acto creativo está diseminado por toda la cadena de explotación capitalista (desde las dependientas de Zara, atentas a cazar las inclinaciones estéticas de las consumidoras, hasta los teleoperadores que ponen a trabajar su lenguaje -pautado y empobrecido- para vender la moto a los clientes). ¿Cómo puede la creación sustraerse al mando, valorizarse de modo autónomo y construirse colectivamente?

Lugares comunes

De manera más silenciosa y discreta, pero no menos efectiva, los espacios públicos autónomos de la metrópolis madrileña se activaron inmediatamente, abriéndose como lugares comunes para el pensamiento, el diálogo y la acción: multitud de asambleas de barrio, en Retiro, Alameda de Osuna, Quintana, La Elipa, Barrio del Pilar, Malasaña, etc., electrizaron y articularon la opinión pública contraria a la guerra. Desde los espacios locales se hacía una reflexión práctica interesante: «está más que visto que la gente quiere y necesita organizarse, pero nunca irá a una plataforma-foro-coordinadora donde los partidos políticos y los más viejos del lugar se hacen trizas por cuestiones nimias de representación y hegemonía, abramos en los distintos territorios espacios públicos concretos, habitables, cotidianos».

El mismo espacio público comunicativo, la red de redes, ardía de mensajes contrarios a la guerra inminente, ridiculizando al trío de las Azores, radiografiando todas sus mentiras, animando la asistencia a las convocatorias automáticas en caso de guerra, desplazando los imaginarios hacia la crítica a la guerra y el desprecio por los que la apoyan. Durante días, weblogs, intranets y simples buzones electrónicos sirvieron casi exclusivamente para que circularan noticias, reflexiones y mensajes contra la guerra, propiciando una verdadera reapropiación colectiva del «éter comunicativo» que no sólo desmentía uno por uno los «argumentarios» de los poderosos, sino que permitía conectarse entre sí a gente muy distinta y organizar pequeñas acciones preventivas de protesta (en el Museo Reina Sofía y en Prado del Rey se llevaron a cabo sendas iniciativas de impecable factura), etc. El monopolio estatal de las «verdades dominantes» hacía aguas por todos lados: miles de ciudadanos anónimos se convertían por unos días en mediactivistas que diseñaban carteles contra la guerra (recogidos ahora en un libro7) y replicaban las imágenes que periodistas, fotógrafos y videoaficionados publicaban desde el mismo Bagdad. Ese contexto de exceso de información crítica desbordaba ampliamente las pretensiones de control de la Administración Bush (y sus famosas oficinas de «desinformación» con «derecho para mentir») y volvía de pronto literalmente insoportables los circunloquios, los rostros y las figuras de los «políticos de la guerra». La saturación de mentiras de las cadenas oficiales no tenía ya la relación de determinación unívoca y lineal sobre las subjetividades espectadoras que aparenta tener cotidianamente: la ilusión de familiaridad y de verosimilitud de los discursos dominantes estalló hecha pedazos, el bigote de Aznar y la sonrisa de Bush se convirtieron en imágenes de lo odioso, se soñaba literalmente con ver sus cabezas clavadas en sendas picas.

Una de las imágenes que más repercusión tuvo esos días fue la del joven que increpó al presidente del gobierno en un mitin en Arganda del Rey: la fotografía recogía justo el momento en que un concejal del Partido Popular agarraba y amordazaba con su mano al joven por la espalda, instantes antes de que fuera desalojado violentamente del estadio. En la escena, infinitamente repetida en las televisiones, se sucedían las imágenes del chico expulsado a patadas mientras Aznar distinguía retóricamente entre una democracia, «en la que se puede protestar», y la tiranía de Sadam Hussein. De alguna manera, esa imagen concentraba los sentimientos dominantes entre la opinión pública contraria a la guerra: «nos mienten», «esto no es una democracia» y la indignación al ver hasta qué punto estaba dispuesta a llegar el Partido Popular para legitimar su justificación de la guerra (confundir a los manifestantes con terroristas, etc.).

En la universidad, que pronto se revelaría en todo el Estado como un espacio de politización fundamental capaz de alterar por completo el orden de las calles los días de manifestación, los políticos eran perseguidos y abucheados, las asambleas veían ampliarse su esfera de atención y se producían cruces insólitos entre profesores, mujeres de la limpieza, asamblearios de toda la vida (universitaria), bedeles, empollones, camareros, etc. Sin duda, este efecto de desplazamiento subjetivo fue uno de los más importantes durante todos los días de movilización: nadie se quedó quieto en su casilla, todo el mundo hablaba de lo mismo, algunas segmentaciones sociales que reinan soberanas en la vida cotidiana se desdibujaron considerablemente creando cierta sensación de comunidad y la apertura de espacios públicos inéditos (técnicos que hablaban con artistas, senegaleses saliendo de locutorios en masa para responder a las consignas emitidas desde un coche okupa en Lavapiés, mujeres de la limpieza participando activamente en las asambleas de los universitarios, etc.). La Marcha a Torrejón, ritual de la extrema izquierda de los años 80, se llenaba de gente y demostraba que cualquier pretexto, incluso uno tan ligado a antiguas batallas, era bueno y válido para expresar el rechazo a la guerra en la calle.

15 de febrero

El 15 de febrero, la manifestación no sólo sorprendió por el desbordamiento impresionante de gente, nunca visto, sino también por el vigor de la creatividad difusa que la recorría entera: cientos de panfletos circulaban de mano en mano, aquí y allá distintos grupos de gente se habían hecho artesanalmente sus propias pancartas, en especial alumnos de diferentes colegios, y se coreaban mil lemas: desde los que vinculaban la catástrofe del Prestige y la rapiña petrolífera en Irak, hasta otros de sensibilidad abiertamente gore como aquél que decía «¡Aznar, te toca el cinco de copas!», en alusión al asesino en serie que atemorizaba esos días Madrid y firmaba sus crímenes con cartas de la baraja, coreado con una sonrisa en la boca que delataba la broma y un cierto gusto por la idea, pasando por otros directamente homófobos y machistas.

Las multitudes rompieron y atravesaron todos los bloques, en primer lugar el de los políticos «politiqueros», volviendo felizmente inútil un dispositivo organizado por militantes que se oponían a la idea de desfilar tras los que justificaron la invasión de Afganistán y tantas otras, y elaboraron así sobre el terreno una metáfora precisa del «retraso» de todas las tribus políticas organizadas con respecto a un acontecimiento público que las sumergía y mezclaba y confundía y les daba la vuelta como a un calcetín. Los ecos inimitables del 15 de febrero tardarán todavía mucho en borrarse de nuestras cabezas. En nuestros oídos y nuestras retinas permanecerán largo tiempo los gritos de júbilo mientras veíamos desplomarse un gigantesco cartel que animaba a alistarse «sin complejos» en el ejército español, desatado de los andamios que lo sostenían por un grupo de activistas, el gozo de ser tantos y tan distintos y de gritar bien alto en común contra la guerra como modo de hacer política, la curiosidad por las consignas y los lemas de los otros, etc.

El gobierno impasible

El gobierno se mantuvo completamente inmóvil, reafirmándose en sus circunloquios e insultos. Pero eso no redujo el impulso de las movilizaciones. Desde el 15 de febrero al 15 de marzo, multitud de pequeñas iniciativas mantuvieron la tensión crítica, mientras se asistía diariamente al espectáculo de suspense protagonizado por Hans Blix y los suyos. La gente llevaba puesta diariamente la pegatina roja y negra de «no a la guerra» popularizada por los Goya como expresión de disidencia, toma de partido e interpelación directa al diálogo en la calle. Los balcones se llenaban también de carteles y pancartas contra la guerra. La marcha gigantesca de la Plataforma Nunca Mais por Madrid, que hizo el mismo recorrido que la manifestación del 15 de febrero, volvía a relacionar la posible invasión de Irak y el expolio de los recursos naturales. El cinismo inquebrantable de los gobernantes del Partido Popular en la catástrofe del Prestige, el desprecio soberano y los intentos de criminalización de la contestación, el bloqueo informativo y la ausencia de contrapesos democráticos efectivos, se repetían de nuevo sin la menor variación. El 15 de marzo, decenas de miles de personas volvían a tomar el centro de Madrid contra la guerra, en una manifestación menos multitudinaria que la del 15 de febrero pero también muy animada y variopinta. En una tribuna dispuesta en Sol tomaron la palabra los «Brigadistas por la paz» recién llegados de Bagdad para dar testimonio de lo visto y vivido en su misión de «diplomacia desde abajo» contra la guerra unilateral. A partir de distintos actos durante los días siguientes, su relato corrió como la pólvora por todo Madrid. Se percibía por todos sitios que una gota de sangre estaba a punto de colmar un vaso lleno de malestares diversos.

Estado de excepción

Se dice que una excepción «buena» es un milagro y una excepción «mala», una catástrofe. En este caso, lo que ocurrió el fin de semana del 20, 21 y 22 de marzo sería un «pequeño milagro laico»: por una vez el estado de excepción se impuso desde abajo.

Miralá, miralá

Para describir las movilizaciones contra la guerra se ha insistido mucho en la gran capacidad de autoconvocatoria de las multitudes. Ciertamente, los «efectos» desbordaban amplísimamente a las «causas»: manifestaciones o concentraciones poco anunciadas se llenaban de gente y cualquier pretexto era bueno para expresar el descontento. Daba un poco igual quién figurase como organizador en la convocatoria y cuál fuese el lema principal que la acompañaba (esa indiferencia contrastaba mucho con los debates encarnizados en las reuniones de coordinación para introducir en la pancarta de cabecera de las manifestaciones tal o cual consigna). Sin embargo, la naturaleza de los milagros es ser causa incausada de nuevas conexiones causales, no un efecto reproducible a voluntad. La capacidad de autoconvocatoria y autoorganización espontánea de la gente no fue más allá de finales de marzo: seguramente no podía esperarse otra cosa sin lugares concretos de espacialización de las multitudes, espacios públicos heterogéneos donde el verbo pudiera hacerse carne en distintos cuerpos políticos. Una vez que las estructuras organizadas convocaban allí aparecía muchísima más gente de la esperada y que además pasaba olímpicamente de las peleas por la hegemonía entre las tribus políticas militantes. Pero sin la convocatoria de esas estructuras no se daban ocasiones que aferrar, a nivel de masas al menos.

Pues bien, esas estructuras organizadas no supieron qué hacer la semana posterior al ajetreado fin de semana en que dieron comienzo los bombardeos. Algunas no tuvieron coraje y otras no tuvieron ninguna inventiva. Por un lado, los partidos políticos y los sindicatos no se atrevían a hacerse cargo de eventos que podían acabar como el rosario de la aurora. Por otro lado, a la «izquierda extraparlamentaria» (llamémosla así) no se le ocurría nada más que volver a recorrer el camino hasta la base de Torrejón de Ardoz. La imaginación práctica se reducía al modelo-manifestación y a la protesta ante las sedes del Partido Popular. La utilidad política de usar símbolos muy claros que personificaran al «enemigo» en los gobernantes del PP, que había tenido una eficacia indudable durante los primeros días para romper su imagen de «víctimas» a las que no se puede criticar públicamente, se atrofia luego en un fetichismo (instrumentalizado electoralmente, en muchos casos) que impide siquiera plantearse una profundización del «no a la guerra» en la vida cotidiana de las metrópolis posmodernas. La izquierda más institucional, que tenía recursos y la atención de los media, intentaba restringir el alcance de lo que pasaba, contener el significado profundo de las movilizaciones, limitar el cuestionamiento implícito que portaban. El polo de la «extrema izquierda», por su lado, trataba de «radicalizar» las movilizaciones, pero en el mero orden semántico, con discursos muy autorreferentes, hiperideologizados, construidos «en oposición a» la izquierda institucional («OTAN no»), un talante bastante «hegemonista» y formas organizativas privadas de sustancia cotidiana, concreta, material, territorial. Por último, las realidades autoorganizadas trataron de aferrar la coyuntura desde abajo y se centraron en convocar actos pequeños, de encuentro con los más cercanos, ajustados a sus posibilidades y a su alcance: por ejemplo, la iniciativa universitaria de sacar las «aulas a la calle» o las caceroladas en los barrios de Retiro, Aluche, Lavapiés, Malasaña, Ciudad Lineal, etc. Este área difusa de colectivos de base tiene una raigambre en los distintos territorios que, aunque frágil, es real y no meramente discursiva. Se trataba, por tanto, de habitar la protesta desde lo más cotidiano y de producir gestos que podían replicarse y producir incendios de buen tamaño en la pradera (como pasó con las caceroladas en Barcelona). Inesperadamente, el Centro Social Laboratorio 03 recibió la orden de desalojo: en buena lógica de «frente interno» de la guerra global, las autoridades atentaban contra uno de los espacios públicos del que habían proliferado algunas de las iniciativas públicas más interesantes y que servía como lugar de encuentro para muchísima gente. En las asambleas de valoración, lejos de cerrarse sobre sí mismo como un búnker, como quizá calculaba la administración, el Laboratorio decidió abrirse aún más, acoger aún más iniciativas, aún más gente. Estaba claro que la única forma de proteger el Laboratorio era que lo hiciese la misma marea humana que salía a las calles contra la guerra. Por los mismos motivos.

Por iniciativa de la Plataforma Cultura contra la Guerra, se preparó un gran concierto en la Puerta de Alcalá para el domingo 6 de abril. De alguna manera, fue un punto de inflexión en las movilizaciones contra la guerra. Se acabó la toma espontánea de las calles y empezó la normalización de la protesta. Los ciudadanos cabreados que ocupaban los espacios públicos sin pedir permiso a nadie se convirtieron de pronto en simples espectadores de los mítines y los discursos que emitían otros. Entre ellos el mismísimo Baltasar Garzón, que se escapó de la Audiencia Nacional, donde quizá en ese momento interrogaba a algún detenido por su parentesco con un amigo de un conocido del novio de una chica que supuestamente practicaba «kale borroka», para predicar «la revolución por la paz» que viene. Las palabras de los presentadores de la «gala» manifestaron una enorme dificultad conceptual para escapar por la tangente del escenario que planteaba el Partido Popular: Wyoming «condenó la violencia» y Gurruchaga afirmó que «no estamos con los que roban el jamón», aludiendo al famoso robo que había tenido lugar en un Corte Inglés de Barcelona durante las manifestaciones. Seguramente, en la mente de los organizadores del concierto estaba muy presente el hecho de que el temor a los enfrentamientos con la policía podía apoderarse de la gente que estaba saliendo a la calle y reducir la contestación a los sectores directamente juveniles. Pero la fuga del callejón sin salida que suponía la repetición de combates callejeros con la policía no tenía porqué tomar el camino de la representación, de la delegación de la iniciativa y la palabra en algunas «figuras» del espectáculo y, por tanto, de la neutralización de la sorprendente fuerza política expresada desde abajo. El movimiento global, durante su periplo histórico desde Seattle, ha puesto en marcha dispositivos de experimentación capaces de desmontar estas oposiciones binarias (violentos-no violentos, reformistas-revolucionarios), de inventar modalidades de desobediencia civil masivas, abiertas y transparentes, fuera de la alternativa entre la militarización de las manifestaciones o la dispersión en pequeños grupos de guerrilla callejera, de probar formas de organización que no aplanen la heterogeneidad sino que partan de ella y la protejan, etc. Sustraerse a la lógica del enfrentamiento, que acaba transformando la contestación en un reflejo invertido de lo contestado, no significa abandonar la posibilidad de conflicto, sino desordenar la geometría del enemigo, impedirle que fije el escenario de la pelea, mantener siempre la iniciativa, vaciar la centralidad del adversario desplazando la acción a otra parte. Exactamente igual que la gente hizo de manera espontánea numerosas veces los primeros días.

En todo caso, medio millón de personas se dieron cita en la Puerta de Alcalá ese día, probando así que las invectivas del gobierno no habían desanimado a nadie. Pero entonces ya se podían discernir dos grandes «espíritus» en las movilizaciones, mezclados y confundidos la mayor parte de las veces: el de quienes gritaban que «lo llaman democracia y no lo es» y el de los que advertían que «se tiene que notar a la hora de votar», confiados en que la verdad de lo que estaba pasando se encarnase en las urnas en las elecciones municipales de mayo. Sin duda, es el espíritu de los primeros el que gobierna la atmósfera de las protestas durante los primeros días de los bombardeos y aún antes, el 15 de febrero. El segundo espíritu se va imponiendo paulatinamente según avanzan los días y el ejército estadounidense se acerca a Bagdad. La mejor explicación de este proceso la podemos leer en un texto de Luca Casarini,8 portavoz de los Desobedientes italianos, sobre la marcha de los acontecimientos en Italia:

Primer dato: la opinión pública «activa» es difícil de conservar, precisamente porque es producida por toda una serie de factores, entre los cuales desempeña un papel importante la eficacia, la utilidad que percibe en las cosas que hace o que se le proponen. Segundo dato: si esta opinión pública no es asumida como un espacio público que hay que atravesar, recorrer, interrogar y escuchar, se convierte en un fetiche, en una cosa muerta e inútil, por no decir peligrosa. Si la multitud se convierte en una platea y por añadidura una platea pasiva, corre el peligro de convertirse en el simulacro de sí misma y de ser utilizada contra lo que se mueve. Tercer punto: el conflicto y el consenso no pueden ser «calculados» con arreglo a los episodios y las experimentaciones particulares, sino que es un proceso. Haber intentado excluir o incluso criminalizar las prácticas radicales de conflicto, como han intentado varios politburó de movimiento, para favorecer el crecimiento del consenso, se ha demostrado como una teoría errónea y peligrosa. Errónea, porque el movimiento, cuando no se mueve se reduce.

No es difícil traducir estas observaciones al caso que tratamos en estas páginas. Cada cual puede hacerlo por sí mismo.

¿Hacía falta ya una huelga, una huelga?

Durante toda esa primera semana de abril, hubo grandes discusiones en los sindicatos mayoritarios sobre la pertinencia de convocar una huelga general contra la guerra. UGT convocó una mini-huelga general de dos horas para el 10 de abril. CCOO se negó incluso a eso. Fidalgo, asustado por los argumentos del gobierno que sostenían que la huelga sería ilegal, afirmó que «una huelga no añade nada al nivel de repulsa y rechazo a la guerra ni para hacer rectificar la posición del Gobierno español». CGT, CNT, CIG, LAB y Solidaridad Obrera convocaron por su lado huelga general de 24 horas.

Durante los días previos a la jornada del 10 de abril, se preparaban otras iniciativas muy interesantes que trataban de romper con la lógica de la delegación y la representación hacia la que se trataba de empujar las movilizaciones: la consulta ciudadana sobre la guerra, dinamizada por los grupos que conforman la Consulta Social Europea y organizada en torno a una idea: el gobierno no pregunta a la ciudadanía, es preciso que ésta se autoconsulte, pues. El día 10 se habían recogido 25000 respuestas sobre la calidad de nuestro sistema político, el derecho de expresión, la necesidad de esta guerra, etc; la «operación rosa», una iniciativa surgida en el centro social okupado de mujeres La Karakola «frente al estéril debate sobre violentos/no-violentos, frente al vanguardismo machista que no atiende a los deseos de quienes ocupamos las calles, frente los lemas sexistas y homófobos, frente a la expresividad monocorde y unicerebral, frente a toda política binaria». La performance rosa ya había tratado de intervenir en el Concierto de la Puerta de Alcalá, pero se topó con un espacio demasiado vertical y estriado para atravesarlo con enunciados que enriquecieran y profundizaran el «no a la guerra». El día 10 el contexto sería otro muy distinto, más abierto a un dispositivo de acción, escucha y enunciación; desde el Aguascalientes de Madrid se organizaba (en alianza con los «para-wars» de la «operación rosa») un «reclaim the streets» que pretendía mostrar con el ejemplo otras maneras de estar la calle reuniendo conflicto (el cortejo era ilegal) y consenso (se había anunciado a todo quisque la intención de la iniciativa y se contaba con el apoyo de las organizaciones que convocaban la manifestación de la tarde), otros enunciados, otras subjetividades. El cortejo lo abriría una pancarta que rezaba «desobedecer a la guerra para defender la democracia» y un camión con sound-system.

La huelga general de 24 horas, que coincide con la entrada del ejército estadounidense en Bagdad, es un fracaso absoluto como tal. Los paros de dos horas se cumplen irregularmente. En algunos servicios, como Renfe, se nota la fuerza de implantación de los sindicatos alternativos. La manifestación por la tarde vuelve a agregar a muchísima gente, medio millón de personas. El reclaim the streets sale de la Glorieta de Embajadores y enlaza con las manifestación en Cibeles cortando todas las calles a su paso. Los para-wars protegen el cortejo en los puntos sensibles desdramatizando las escenas típicas de tensión entre el automovilista furioso que quiere circular y los manifestantes agresivos que le proponen simplemente «joderse». Un cortejo impresionante recuerda a José Couso, reportero de Tele 5 asesinado el 8 de abril por un tanque estadounidense que disparó fríamente contra los testigos inoportunos que poblaban el Hotel Palestina en Bagdad, y advierte a la población sobre las mentirosas interpretaciones del gobierno: «que no os digan...». Cuando casi toda la manifestación había alcanzado Sol, miles y miles de globos negros lanzados desde distintos balcones de la plaza vuelan en memoria de los asesinados en la guerra. Casualmente, el viento sopla hacia el Congreso y empuja hasta allí los globos. El camión con sound system encabeza una prolongación de la manifestación casi hasta la plaza de Tirso de Molina animando a defender El Laboratorio 03 del desalojo. Todavía quedaba una última manifestación numerosa, de Moncloa a Plaza de España, pero la bonita performance de los globos negros supone prácticamente el cierre del ciclo de movilizaciones contra la guerra. La confusión que provoca la entrada del ejército invasor en Bagdad, la equivalencia dominante entre Paz y Victoria, la ausencia de hipótesis de posguerra y la retirada progresiva de la opinión pública «activa» plantean un escenario que ya no se puede afrontar con los mismos recursos, hipótesis y consignas de febrero y marzo.

Las urnas y las calles

Entonces llegaron las elecciones. Y la gran depresión. El PP no salía malparado, se mantenía más o menos como estaba (incluso en Galiza). La izquierda más comprometida con los movimientos sociales apenas avanzaba y sólo la representación más oportunista del «no a la guerra» crecía significativamente. ¿Habría sido todo un bluff? ¿Se desinfló finalmente el globo? ¿Parió la montaña simplemente un ratón? ¿Quién podría imaginar mirando un mapa electoral que miles de personas gritaban hasta hacía dos días «que no, que no, que no nos representan» con toda su alma? Y sin embargo, algo nos decía ya entonces que no todo estaba tan claro, que los discursos que leían linealmente estos procesos (mayor número de movilizaciones, mayor crecimiento de la izquierda institucional) dejaban escapar elementos importantes y tenían consecuencias nefastas sobre la percepción y el ánimo. En efecto, muchas lamentaciones por el resultado de las elecciones dejaban traslucir un escepticismo radical sobre los procesos políticos masivos que desbordan los ghettos políticos (¡son tan heterogéneos, tan poco consistentes, tan impuros, tan mestizos, tan reformistas!). Las identidades se reafirmaban y nos tentaban más que nunca las simplificaciones: todo un caldo de cultivo para la depresión política.

Veníamos de asistir estupefactos y exultantes a la manifestación del 15 de febrero, que sacó a la calle en todo el planeta a millones de personas y que desprendía la posibilidad de fundar un espacio político europeo independiente de la lógica del mercado y el Estado. Veníamos de sentir cómo vacilaba el discurso dominante sobre la agresión a Irak (que santificó siempre la «necesidad» de lo que ocurría) al roce con la indignación moral de una población saturada de mentiras (tras el «decretazo», el Prestige, etc.). Veníamos de contemplar entusiastas la multitud de pequeñas iniciativas que intentaban sacudir la vida cotidiana de mucha gente aquí o allá (en las escuelas, los centros de trabajo, los museos, las calles, los barrios, los balcones) impidiendo que la normalidad de una guerra se instalase en el sentir común. Y, sobre todo, veníamos de salir a la calle en masa, justo cuando empezaron los malditos bombardeos, sin pedir permiso a nadie, contentos de ser tantos, seguros de defender lo justo, furiosos por las mentiras de los gobernantes, cada vez más escépticos ante los mecanismos de nuestra democracia, asqueados por los modos de la policía, explorando formas distintas de manifestarnos juntos, de expresar lo que nos pasaba por la cabeza, lenguajes con los que comunicarnos con una multitud tan heterogénea, indagando, respirando colectivamente. Durante dos meses no sólo se sucedieron inmensas manifestaciones, que practicaron la desobediencia cuando las autoridades prohibían la expresión directa de una legitimidad desde abajo que se afirmaba testaruda en calles transformadas en «espacios sin derecho», sino los actos de protesta y, sobre todo, las mil discusiones sobre la legalidad internacional, el nuevo orden mundial, la suerte reservada a la población iraquí, las motivaciones más profundas del linchamiento (¿será el petróleo, la reestructuración geopolítica del territorio, los mercados financieros...?), el derecho a manifestación, la sustancia misma de nuestras libertades e instituciones. Ciertamente, la conciencia difusa de contestación social se había propagado rápidamente y el varapalo al gobierno de la guerra se avecinaba sonado («se tiene que notar a la hora de votar», se gritaba en las propias manifestaciones). ¿O acaso el 91% de la población no estaba contra la guerra?

Entonces, ¿cómo se explica lo que ocurrió en las elecciones? Nadie debe buscar aquí interpretaciones prêt-a-porter porque no las hay. Más que nada tenemos dudas y preguntas. Suficientes para indicar que las verdades tajantes sobre lo ocurrido suelen ser inversamente proporcionales al conocimiento profundo de las motivaciones que llevan a unos y otros a expresarse así o asá en las urnas. Ahora bien, hay líneas de exploración que presuponen y conllevan a nuestro juicio representaciones más precisas y afectos más claros y alegres. Era completamente legítimo apenarse (y también asustarse un tanto, la verdad) al comprobar que la propaganda, el chantaje y el miedo superaron en fuerza a la sensación de injusticia que provocaba la acumulación de catástrofes con la responsabilidad directa del Partido Popular. Pero la única manera de sobreponerse sin balancearse sin ton ni son entre los extremos de la ilusión y la decepción era analizar lo sucedido con otras lentes. Unas lentes graduadas en la convicción de que la política de la representación y los procesos de contestación difusa son dinámicas heterogéneas, sin relación a priori, lo que no excluye otros tipos de relación (esas elecciones estuvieron completamente atravesadas y afectadas por las movilizaciones contra la guerra, que unos querían rentabilizar y otros silenciar). ¿No nos enseña nada el caso de Argentina, donde la contestación arraiga además en territorios y lugares vivos (clubes de trueque, barrios, etc.) creando formas de sociabilidad alternativas que logran instituir experiencia? ¿Cómo entendemos todo lo que ha pasado en Argentina si nuestro criterio central a la hora de evaluar la realidad son las elecciones? La apuesta de la izquierda conectada por diversos vínculos a los movimientos estribaba en canalizar electoralmente el descontento y el rechazo del partido de la guerra, pero ¿y si ese descontento y ese rechazo sólo era aparentemente canalizable? ¿Y si era irrepresentable desde el punto de vista tradicional y abstracto (un ciudadano, un voto) o, a lo sumo, representable sólo de forma pragmática e instrumental? ¿Y si los movimientos tienen otros tiempos y otras formas de sedimentar y acumular que los políticos profesionales no entienden y las elecciones no captan? Sembrar y recoger ya no son actividades tan simples ni transparentes como quizá lo fueron en otros momentos históricos.

Marzo-abril de 2003 dijo que no a muchas cosas: no a la guerra, no nos representan, no es democracia, etc. Fue sin duda una ruptura y una brecha. Pero esa brecha es todavía más un agujero negro que la fuente límpida de donde salen alternativas de poder. Durante las elecciones, no había «dos Españas», una frente a otra, millones de individuos bien contabilizados de derechas contra otros millones de individuos bien contabilizados de izquierdas, sino habitantes de un desierto que tan pronto tienen un miedo indescriptible del vacío y apuestan por caudillos (Fraga) o gestores con buena imagen (Gallardón), como unas ganas irrefrenables de decir «ya basta», salir a la calle y arriesgarse. ¿Tienen los movimientos sociales medios para sondear ese agujero negro (que también los constituye) y saber lo que pasa por allá? ¿O bien simplemente se irritan de su opacidad y lo califican despectivamente como primero les viene a la cabeza? ¿Hablamos en serio cuando nos referimos a la heterogeneidad radical de los últimos movimientos, a la discontinuidad histórica que supone su carácter evanescente y a la fragmentación social que hace posible que alguien aúlle «no nos representan» en una manifestación multitudinaria y vote al día siguiente como individuo aislado en el colegio electoral de su barrio desolado? ¿Qué formas de expresión, si no de representación, exploran las multitudes en su quehacer diario (en su trabajo o su tiempo de ocio o su experiencia de la ciudad)? ¿Y pueden convivir o prolongarse en experiencias electorales y poderes institucionales sin plegar sus exigencias y formas de hacer?

Para volver a empezar

La guerra global permanente, o la 4ª Guerra Mundial que dicen los zapatistas, es el escenario que nos cuesta aferrar (y con razón). La guerra ya no es un episodio coyuntural, sino una forma de hacer política que pretende reordenar el mundo social, cultural y económicamente (desde Chiapas hasta Venezuela, pasando por Irak o Afganistán). No es lo contrario de nuestra «normalidad democrática», sino una fase constituyente del neoliberalismo que confirma y radicaliza su esencia: la privatización de todo lo público, la precarización de las formas de vida, la producción artificial de escasez, el estado de excepción como norma, la expropiación de todo lo común (desde el agua hasta los saberes, pasando por el lenguaje o la biodiversidad). Los que no quieren ver ese escenario cierran los ojos y los oídos también a las preguntas que nos hacen las pasadas movilizaciones contra la guerra: se ahorran así el proceso de indagar e investigar prácticamente sobre los lenguajes que pueden permitir el diálogo entre generaciones distintas (los «desencantados» de la transición, los adolescentes, etc.); sobre la dificultad para abrir desde abajo las luchas a la dimensión «global» de los acontecimientos sin recurrir a formas organizativas vacías de sustancia cotidiana; sobre la ausencia generalizada de espacios públicos que transiten gentes muy distintas y puedan volverse de pronto puntos de agregación política; sobre la incapacidad recurrente de los sujetos politizados para atravesar el movimiento sin pretender hegemonizarlo, sino proponiendo, escuchando, interrogando; sobre la dimensión de la crisis de la representación, que no afecta sólo a los partidos políticos sino a las mismas estructuras de la izquierda alternativa; sobre el enorme problema de la deliberación política, de la dificultad consuetudinaria para pensar colectivamente desde la acción, sin ceder esa tarea a un cerebro estratégico separado (dirección política tradicional) ni negarla disolviéndola en las urgencias técnicas cotidianas, etc.

Las movilizaciones contra la guerra expulsaron por unas semanas de lo mejor del tejido político madrileño el veneno de los dos pecados bíblicos que lo despotencian cotidianamente: Arrogancia y Desesperación. Arrogancia, porque ninguna entidad política puede ser ya autosuficiente, las instancias trascendentes desde las que juzgar o hegemonizar las demás prácticas son sólo fantasmas, el alimento de la política que viene será el diálogo constante con otras experiencias, el intercambio con otras latitudes políticas, la escucha activa de los malestares y anhelos que atraviesan la materia social. Desesperación, porque el derrotismo conformista («en el fondo, hay poca cosa que podamos hacer») subtiende demasiadas veces el espíritu de la acción política en Madrid. Nos las vemos con poderes ciertamente crueles pero también estúpidos, poderes asesinos pero no imbatibles. La producción de pánico también se cortocircuita con la ironía y la risa. Interiorizar la tristeza, la impotencia y la dispersión que nos transmite el escenario de guerra que el poder plantea y nos propone significa empezar ya a perder. El martirio, el clandestinismo, la concepción policíaca de la historia, la destrucción ciega no son parte de nuestro patrimonio. Nuestro centro de gravedad somos nosotros mismos y nuestras ganas de vivir, no el «enemigo». El éxodo no se hace en solitario, sino con otros, muchos y diferentes. La estrategia del Barón de Munchaüsen no funciona aquí: nadie sale del desierto tirando de su propio pelo. El éxodo no se hace para tomar el poder o inmolarse, sino para construir una socialidad alternativa, otras formas de existencia colectiva sobre la tierra. Es el máximo de positividad. Multiplicidad, autoafirmación. A partir de aquí se pueden afrontar los desafíos de una acción política instituyente a la altura de los tiempos que corren, lo demás es llanto y crujir de dientes.


Madrid, 1 de marzo de 2004


Addenda: Tras la estela del 13-M

Este texto se terminó de escribir justo antes de los atentados del 11-M en Madrid y sus despueses: el Estado de sitio informativo con el que el gobierno intentó mantener la hipótesis de la autoría de ETA hasta el último momento, las extrañas manifestaciones del 12-M, inquietantemente silenciosas en tantos de sus tramos, la irrupción colectiva en las calles el 13-M de una corporeidad inasible y determinada, increíblemente inteligente, que exigía la verdad e interrumpía la circulación de las principales ciudades del Estado español hasta bien entrada la madrugada, el inesperado cambio de gobierno el 14-M...

Imposible, pues, cerrarlo sin añadir unas breves líneas, sobre todo cuando estamos convencidos de que la intensidad con la que los acontecimientos del 13-M resuenan con las movilizaciones contra la

guerra del año pasado constituye un dato a partir del cual pensar lo político de nuevo. En términos sintéticos, podríamos aventurar que hay varias formas de leer lo sucedido el 13-M desde el punto de vista de las subjetividades militantes: en primer lugar, está aquella mirada que da importancia a esa inesperada ráfaga colectiva exclusivamente por su carácter destituyente -su valor empieza y acaba en los resultados electorales que consiguió desencadenar. En segundo lugar, tenemos una mirada que considera lo sucedido como un mero espejismo que no deja tras de sí nada duradero, nada capaz de modificar nuestras vidas cotidianas y las relaciones de explotación y dominación que las capturan -en el peor de los casos, esta mirada considera además que todo fue convocado por grandes grupos de poder (básicamente, PRISA y el PSOE). Ninguna de estas dos miradas nos interesan: la primera, porque deposita toda su confianza respecto a las posibilidades de transformación social en el campo de la representación -«todo lo importante sucede ahí»; la segunda, porque su fatalismo obtura la sensibilidad para detectar los desplazamientos que un acontecimiento como éste puede operar en las subjetividades.

Son otras las miradas que nos interesan. En concreto dos. En primer lugar, aquella capaz de pensar lo sucedido como un escrache (tal y como proponen las compañeras de RadioPWD): esto es, como un momento de producción de verdad y justicia desde abajo que no precisa de mediaciones para ser validada. ¿Cuál es la verdad que inauguró la tarde-noche del sábado 13-M? El enemigo es la guerra; la política es nuestra. Esa verdad quedó inscrita en los miles de cuerpos que aquella tarde y aquella noche recorrimos desafiantes y en duelo las calles de tantas ciudades.

La segunda mirada que nos interesa es aquella capaz de reconocer la irreversibilidad de estos acontecimientos únicos, de intentar pensar a partir de la nueva politicidad que inauguran. Todos sabemos bien que lo que se abre con lo sucedido no es, desde luego, un recorrido lineal de acumulación hacia la liberación, ni siquiera la confirmación de una resistencia a la que ya sólo le faltaría extenderse cual mancha de aceite. El panorama es incierto y ambivalente, la paranoia securitaria no ha prendido aún plenamente en las cabezas, pero sin duda los movimientos en esta dirección de los aparatos de poder (incluso de los que se declaran contra la guerra) son inequívocos. ¿En qué consiste entonces la irreversibilidad? Irreversible es la marca que deja en la subjetividad el corte espacio-temporal de la lógica securitaria y del estado de sitio informativo a través de la toma de las calles del 13-M, una marca que enlaza y resuena con otras «tomas de la calle» anteriores: las de las citas del movimiento global, las de las movilizaciones contra la guerra del año pasado. En la continuidad de los lemas y de los gestos podemos rastrear la traza de esta irreversibilidad. rreversible es también el modo en que lo global se ha instalado como materialidad concreta -y no como ese abstracto inaferrable que era antes- en nuestros corazones a través del triple atentado salvaje en los trenes de cercanías: porque global es la guerra de la que forma parte, el paradójico nihilismo integrista que lo maquinó directamente, los cuerpos -de inmigrantes y autóctonos- que mató e hirió, las consecuencias de los acontecimientos que ha desencadenado -como decían las mujeres de Precarias a la deriva: desde el 11-M «sentimos el mundo desde cercanías».

Hablamos, sin duda, de una irreversibilidad no unívoca. Lo cierto es que el sustrato que hizo posible la salida a las calles -ese «mar de fuego subterráneo» del que hablaba Anselmo Lorenzo y que Pere López retoma, hecho de malestares, descontentos y formas otras de lazo social- no son las realidades organizadas ni autoorganizadas, sino las mismas cuencas de cooperación social: esas redes ambivalentes, informales, difusas de socialidad, circulación de recursos, información y servicios -organizadas en torno a un motivo cualquiera: determinado gusto musical, la afición a los juegos de rol, la frecuentación de determinados espacios de socialidad- que en otro momento sirven para pasarse contactos de curro o de comparación de las mejores ofertas del mercado y el viernes y el sábado fueron en cambio el canal de circulación de las convocatorias a través de mensajes de móvil, de producción de lemas y de confección de pancartas. Redes activadas primero por el afecto (¿quién no llamó aquella mañana a todos los amigos y familiares que vivían en Madrid, para preguntar si estaban bien, si se habían enterado de lo sucedido, qué pensaban al respecto?), luego por la rabia y la indignación.

Podría decirse que el archipiélago de realidades autoorganizadas y ligadas a centros y espacios sociales es -utilizando las palabras del Colectivo argentino Situaciones- un múltiplo -hecho a su vez de múltiplos, más visible y organizado en torno a una apuesta más o menos explícita de transformación de la vida a través de la actividad pública- dentro de esa multiplicidad absolutamente dispersa que el 13-M se enunció como común. Un múltiplo que no conoce y apenas tiene conexiones con esas otras redes subterráneas. Un múltiplo perdido en la fragmentación. A partir de aquí, el desafío hoy tal vez se cifre en cómo situarse como minoría activa tras la estela del acontecimiento colectivo del 13-M, en cómo intervenir a partir de la «potencia del presente» sin quedar paralizados ni por la dispersión ni por la complejidad: expresar, componer, interpelar esa multiplicidad fragmentada, opaca y ambivalente que el 13-M irrumpió en el espacio público para luego volver a desaparecer.


Madrid, 11 de abril de 2004



Notas al pie

...VV.AA.1
Pablo Carmona, Amador Fernández-Savater, Marta Malo, Hugo Romero, Raúl Sánchez, Diego Sanz. Publicado en el número 8 de la Revista Contrapoder (primavera 2004).
... global,2
«El movimiento global como espacio de politización», Derive Approdi, en este mismo número de Contrapoder.
... Castoriadis,3
«La fuente húngara», Cornelius Castoriadis,La exigencia revolucionaria (Madrid: Acuarela Libros, 2000).
... atrás.4
Léase la addenda a este texto.
... entrevista,5
El Viejo Topo, número 184-185, octubre 2003.
... franceses,6
«Un año desde el primer Foro Social Europeo (comunicado del Global Project)». Puede leerse en castellano aquí: http://acp.sindominio.net/articles/03/11/11/0927218.shtml.
... libro7
Carteles contra una guerra, James Henry Mann (ed.), Barcelona: Gustavo Gili, 2003.
... Casarini,8
«Con quién caminar y a quién preguntar», Luca Casarini. Publicado en el numero 2 de Global Magazine (mayo, 2003). Puede leerse en castellano aquí: http://acp.sindominio.net/editorials/03/06/03/1853207.shtml


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