Para interpretar la coyuntura histórica que aborda nuestro trabajo, debemos ahora definir con mayor exactitud el contenido de las críticas dirigidas al capitalismo, porque la orientación de un movimiento particular de éste y el sentido de las transformaciones que afectan a su espíritu no pueden comprenderse en profundidad si no tomamos en consideración el tipo de críticas a las que se ha visto y se ve expuesto. La necesidad de aportar justificaciones al capitalismo y de mostrarle bajo una luz atractiva, no se impondría con tanta urgencia si el capitalismo no estuviera enfrentado, desde sus orígenes, a fuerzas críticas de gran potencia. El anticapitalismo es tan antiguo como el propio capitalismo, «le acompaña como su propia sombra a lo largo de todo su desarrollo. Podemos sostener, sin buscar con ello en ningún caso la paradoja, que el anticapitalismo es, desde un punto de vista histórico, la expresión más importante del capitalismo» (Baechler, 1995, vol. 2, p. 268).
Sin entrar con detalle en la historia de las críticas de las que ha sido objeto el capitalismo -tarea que superaría con mucho el marco de esta obra- debemos, no obstante, para comprender la formación del nuevo espíritu del capitalismo, recordar los principales vectores sobre los que se han construido las principales formas de anticapitalismo y que han permanecido bastante perennes desde la primera mitad del siglo XIX.
La formulación de una crítica supone previamente la vivencia de una experiencia desagradable que suscita la queja, ya sea ésta padecida personalmente por el crítico o el resultado de una conmoción por la suerte de otro (Chiapello, 1998). Es lo que aquí denominaremos la fuente de la indignación. Sin este primer movimiento emotivo, casi sentimental, ninguna crítica puede emprender vuelo. Por otro lado, el espectáculo del sufrimiento no conduce automáticamente a una crítica articulada, ya que necesita de un apoyo teórico y de una retórica argumentativa para dar voz y traducir el sufrimiento individual en términos que hagan referencia al bien común (Boltanski, 1990; 1993). Así, pues, existen realmente dos niveles en la expresión de una crítica: un nivel primario, situado en el ámbito de las emociones, que es imposible hacer callar y que siempre está dispuesto a inflamarse ante la presencia de la menor situación novedosa que fuerce la indignación, y un nivel secundario, reflexivo, teórico y argumentativo, que permite mantener la lucha ideológica y que constituye la fuente de conceptos y esquemas que permitirán ligar las situaciones históricas que pretenden someterse a crítica a valores susceptibles de universalización. Cuando hablamos de desarme de la crítica hacemos referencia a este segundo nivel. Dado que sabemos que el trabajo de la crítica consiste en traducir la indignación al marco de teorías críticas para proporcionarle voz posteriormente (lo que implica, por su parte, otras condiciones que no examinaremos aquí), comprendemos que aún cuando las fuerzas críticas parecen estar en total descomposición, la capacidad de indignarse permanezca intacta. Ésta se encuentra especialmente presente entre los jóvenes, quienes no han experimentado aún el cierre del campo de posibilidades constitutivo del envejecimiento, pudiendo conformar el sustrato a partir del cual se hace posible un relanzamiento de la crítica. Aquí es donde reside la garantía de un trabajo crítico renovado de forma continua.
Desde su formación -y a pesar de las transformaciones del capitalismo- la «naturaleza» de la crítica (Heilbroner, 1986) no se ha transformado radicalmente, hasta el punto de que las fuentes de indignación que la han alimentado de forma continua han permanecido bastante similares a lo largo de los dos últimos siglos. Son básicamente de cuatro tipos:
Una de las mayores dificultades del trabajo crítico consiste en la cuasi imposibilidad de mantener unidas estas diferentes causas de indignación e integrarlas en un marco coherente, de tal forma que la mayor parte de las teorías críticas privilegian uno de los ejes, en función del cual desplegarán su argumentación, en detrimento de los otros. De este modo, unas veces se hace hincapié en las dimensiones industriales del capitalismo (crítica de la estandarización de los bienes, de la técnica, de la destrucción de la naturaleza y de los modos de vida auténticos, de la disciplina de fábrica y de la burocracia), de tal forma que las mismas críticas podrían también ser aplicadas a una denuncia del socialismo real, mientras otras veces se privilegia la crítica de sus dimensiones mercantiles (crítica de la dominación impersonal del mercado; del dinero todopoderoso que hace que todo sea equivalente, convirtiendo a los seres más sagrados, a las obras de arte y, sobre todo, a los seres humanos, en mercancías; que somete a procesos de mercantilización a la política, objeto de marketing y de publicidad como cualquier otro producto). Por otro lado, las referencias normativas movilizadas para dar cuenta de la indignación son diferentes, cuando no difícilmente compatibles. Mientras que la crítica del egoísmo y del desencanto suele ir acompañada de una nostalgia por las sociedades tradicionales o sociedades de orden -sobre todo por sus dimensiones comunitarias-, la indignación frente a la opresión y la miseria en una sociedad rica se apoya en los valores de libertad e igualdad que, pese a ser ajenos al principio de acumulación ilimitada que caracteriza al capitalismo, han estado históricamente asociados al ascenso de la burguesía y al desarrollo del mismo49.
Por tales razones, los portadores de estos diversos motivos de indignación y puntos de apoyo normativos han sido grupos de actores diferentes, pese a que podamos, frecuentemente, verles asociados en una coyuntura histórica determinada. De este modo, podemos distinguir entre una crítica artista y una crítica social50.
La primera de ellas, que hunde sus raíces en la invención de un modo de vida bohemio (Siegel, 1986), recurre sobre todo a las dos primeras fuentes de indignación que hemos señalado brevemente hace un instante: por un lado, el desencanto y la inautenticidad y, por otro, la opresión, que caracterizan al mundo burgués asociado con el ascenso del capitalismo. Esta crítica pone en primer plano la pérdida de sentido y, más en concreto, la pérdida del sentido de lo bello y de lo grandioso que se desprende de la estandarización y de la mercantilización generalizada y que no sólo afecta a los objetos cotidianos, sino también a las obras de arte (el mercantilismo cultural de la burguesía) y a los seres humanos. Esta crítica insiste en la voluntad objetiva del capitalismo y de la sociedad burguesa de incorporar, dominar y someter a los seres humanos a un trabajo prescrito con el objetivo de obtener beneficios, pero invocando hipócritamente la moral, a la que se opondría la libertad del artista, su rechazo a una contaminación de la estética por la ética, su desprecio por toda forma de sometimiento en el tiempo y en el espacio, así como, en sus expresiones más extremas, por todo tipo de trabajo.
La crítica artista descansa en una oposición, cuya expresión ejemplar podemos encontrar en Baudelaire, entre el apego y el desapego, la estabilidad y la movilidad. Por un lado estarían los burgueses, poseedores de tierras, de fábricas, de mujeres y esclavos del tener, obnubilados por la conservación de sus bienes, perpetuamente preocupados por su reproducción, su explotación y su crecimiento, condenados de este modo a una previsión meticulosa, a una gestión racional del espacio y del tiempo y a una búsqueda casi obsesiva de la producción por la producción. Por otro lado, estarían los intelectuales y los artistas libres de toda atadura, cuyo modelo -el del dandy, construido a mediados del siglo XIX-, hizo de la ausencia radical de toda producción que no fuese la producción de sí mismo, y de la cultura de la incertidumbre ideales insuperables (Coblence, 1986)51.
El segundo tipo de crítica, inspirada en los socialistas y, posteriormente, en los marxistas, hace referencia preferentemente a las dos últimas fuentes de indignación que hemos identificado: el egoísmo de los intereses particulares en la sociedad burguesa y la miseria creciente de las clases populares en una sociedad con una riqueza sin precedentes, misterio que encontrará su explicación en las teorías de la explotación52. Apoyándose en la moral y, a menudo, en una temática de inspiración cristiana, la crítica social rechaza, a veces con violencia, el inmoralismo o el neutralismo moral, el individualismo, inclusive el egoísmo o egotismo, de los artistas53.
Recurriendo a fuentes ideológicas y emocionales diferentes, las cuatro temáticas de la indignación, cuyos rasgos principales acabamos de recordar, no son compatibles automáticamente y pueden, según las coyunturas históricas, verse asociadas, a menudo al precio de un malentendido fácilmente denunciable como incoherencia, o, por el contrario, entrar en tensión.
Un ejemplo de amalgama nos lo ofrece la crítica intelectual en la Francia posterior a la Segunda Guerra Mundial, tal y como se expresa en una revista como Les Temps Modernes, que se preocupaba de mantenerse en la primera línea de todas las luchas y lograr así conciliar el obrerismo y el moralismo del partido comunista, con el libertinaje aristocrático de la vanguardia artística. En este caso, la crítica esencialmente de tipo económico que denuncia la explotación burguesa de la clase obrera va acompañada de una crítica de las costumbres, denunciando el carácter opresivo e hipócrita de la moral burguesa -particularmente en lo que respecta a la sexualidad- y de una crítica estética que desacredita el sibaritismo de una burguesía de gustos academicistas. La insistencia en la transgresión (de la que la figura de Sade constituye, desde comienzos de la década de 1940 hasta mediados de la década de 1960, el símbolo obligado movilizado por un gran número de escritores de la izquierda no comunista)54 sirvió de puente entre estos diferentes temas no exentos, por otro lado, de malentendidos y conflictos cuando la transgresión sexual o estética, a la que los intelectuales y artistas eran particularmente aficionados, chocaba con el moralismo y el clasicismo estético de las elites obreras. Obreros que secuestraban a su patrón, homosexuales que se besaban en público o artistas que exponían objetos triviales desplazados de su contexto habitual en galerías de arte o en un museo, ¿no eran todos ellos, en el fondo, ejemplos de la metamorfosis de una misma transgresión del orden burgués?
Sin embargo, en otras coyunturas políticas, las diferentes tradiciones críticas del capitalismo pueden diverger fácilmente, entrar en tensión o incluso oponerse violentamente entre sí. De este modo, mientras que la crítica del individualismo y su corolario comunitarista pueden dejarse arrastrar fácilmente hacia derivas fascistas (como ocurrió entre los intelectuales de la década de 1930), la crítica de la opresión puede conducir lentamente a quienes la atacan hacia la aceptación, cuanto menos tácita, del liberalismo, como ocurrió en la década de 1980 con numerosos intelectuales provenientes de la extremaizquierda, que habiendo reconocido justamente en el régimen soviético otra forma de alienación y habiendo hecho de la lucha contra el totalitarismo su principal combate, no pudieron prever o no supieron reconocer el nuevo predominio liberal en el mundo occidental.
Cada una de estas dos críticas puede ser considerada como más radical que la otra en cuanto a su posición con respecto a la modernidad ilustrada de la que el capitalismo se reclama, lo mismo que ocurre con la democracia, aunque desde puntos de vista diferentes.
La crítica artista, aunque comparta con la modernidad su individualismo, se presenta como una contestación radical de los valores y opciones básicos del capitalismo (Chiapello, 1998): la crítica artista rechaza el desencanto resultante de los procesos de racionalización y de mercantilización del mundo inherentes al capitalismo, procesos que trata de interrumpir o suprimir, buscando de esa forma una salida al régimen del capital. La crítica social, por su parte, trata de resolver ante todo el problema de las desigualdades y de la miseria, acabando con el juego de los intereses individuales. Aunque algunas de estas soluciones pueden parecer radicales no suponen, sin embargo, una paralización de la producción industrial, de la invención de nuevos artefactos, del enriquecimiento de la nación y del progreso material, constituyendo, por lo tanto, un rechazo menos total de los marcos y opciones del capitalismo.
Sin embargo, a pesar de la inclinación predominante de cada una de estas dos críticas bien hacia la reforma, bien hacia la salida del régimen del capital, ambas poseen una vertiente moderna y una vertiente antimoderna. La tensión entre una crítica radical de la modernidad que conduce a «contestar su tiempo sin participar en él» y una crítica moderna que corre el riesgo de «participar en su tiempo sin contestarlo», constituye, de este modo, una constante de los movimientos críticos55. La crítica artista es antimoderna cuando insiste en el desencanto y moderna cuando se preocupa por la liberación. Hundiendo sus raíces en los valores liberales provenientes del espíritu de la Ilustración, denuncia la falsedad de un orden que, lejos de llevar a cabo el proyecto de liberación de la modernidad, no hace sino traicionarlo: en lugar de liberar las potencialidades humanas de autonomía, de autoorganización y de creatividad, impide a la gente la dirección de sus propios asuntos, somete a los seres humanos a la dominación de las racionalidades instrumentales y les mantiene encerrados en una «jaula de hierro»56.. La exigencia de la participación activa de los productores en el capitalismo no es sino la negación y destrucción de ésta57. La crítica social tiende a ser moderna cuando insiste en las desigualdades y antimoderna cuando, insistiendo en la ausencia de solidaridad, se construye como una crítica del individualismo.