25. En el que se descubre al superhombre

--Les traigo un perrito -dijo Dalroy presentando al exuberante Quoodle-. Le he mandado traer hasta aquí en una canasta con una etiqueta que decía «Explosivos», una designación que me parece muy apropiada.

Al entrar se había inclinado ante lady Enid y había cogido la mano de Joan sin dar a entender otra intención que la de saludarla. Reanudó resueltamente la conversación, cuyo tema eran los perros.

--La gente que devuelve un perro a su propietario siempre inspira recelo -dijo-. A veces hasta se llega a insinuar que el mismo que trae el perro pudo ser el que se lo llevó. Claro está que en mi caso no cabe una suposición semejante. Pero, aún hay más: se acusa también a los que devuelven los perros, profesión cada día más próspera, de no ir más que a la caza de una recompensa. Esta acusación tiene mayor fundamento -dijo fijando en Joan una mirada azul imperturbable.

A renglón seguido, con un cambio de maneras más extraordinario que una revolución, incluso la que en aquel momento rugía alrededor del castillo, le tomó la mano y la besó diciendo con una seriedad desconcertante:

--Sé que rezarás por mi alma.

--Será mejor que reces tú por la mía, si es que la tengo. Pero, ¿por qué dices eso?

--Porque -contestó Patrick- podrás oír y hasta ver, si te asomas a la ventana de esta torre, algo que no se ha visto en Inglaterra desde la derrota del ejército del pobre Monmouth. En realidad, no ha habido nada comparable desde que chocaron Saladino y Ricardo Corazón de León. Sólo añadiré una cosa y es algo que ya sabes. He vivido amándote y moriré amándote. Es la única dimensión del Universo en que no me he perdido. Dejo el perro para que cuide de ti.

Y desapareció acto seguido por la vieja escalera de caracol.

Lady Enid no se explicaba por qué la multitud no había invadido ya la casa ni había entrado por aquella escalera. Pero Joan lo comprendía bastante bien. Poniendo en práctica la idea que más le seducía se dirigió a la cámara de la torrecilla y se puso a mirar desde sus numerosas ventanas. Desde allí divisaba el seto abandonado y el túnel, actualmente tapiado con altos paredones, que formaban parte del perímetro de la propiedad vecina. La alta barrera no le dejaba ver la entrada del túnel, y apenas divisaba la cima de los árboles que la obstruían. Pero un simple vistazo le bastó para comprender que Dalroy no había lanzado sus fuerzas sobre Ivywood, sino sobre la finca contigua.

Sus ojos pudieron contemplar entonces algo que más que un espectáculo era un torbellino. Ni ella, ni ninguno de los que tomaron parte en el hecho pudieron más tarde llegar a describirlo. Joan había visto cómo una ola enorme barría la escollera de Pebblewick de parte a parte, y se había preguntado cómo era posible que aquel enorme martillo no fuese más que una masa de agua. Pero no tenía la menor idea de lo que podía ser una ola inmensa cuando esa ola estaba compuesta de hombres.

Hacía tiempo que se había acostumbrado a considerar la empalizada construida junto al túnel por el nuevo propietario como algo tan inconmovible como las paredes del salón. Y, sin embargo, hubo de ver cómo la empalizada se abría y estallaba en mil pedazos ante la embestida de unos cuerpos humanos rebosantes de furia; la gran ola humana allanó el obstáculo con más violencia que ninguna otra ola. Pero cuando la empalizada quedó rota, vio algo que hizo tambalear su razón; porque de repente tuvo la impresión de que estaba viviendo en todas las épocas y las naciones a la vez. Aunque no pudo jamás describir aquella visión, no quiso admitir nunca que hubiese sido un sueño. Dijo, sí, que fue peor que un sueño y más real que la misma realidad. Allí había una larga hilera de soldados de carne y hueso que ofrecían un magnífico espectáculo. Pero aquellos soldados podrían haber sido de Aníbal o de Atila, habrían podido surgir de una tumba de las necrópolis de Sidón y de Babilonia, tan extraños le parecían a Joan. En aquella pradera inglesa, muy tiesos, con un sauce delante y tres abedules detrás, estaban los mismos soldados que siglos antes, a un centenar de millas de París, sucumbieron al ataque del rey Carlos, llamado Martel, en la batalla de Poitiers.

Flotaba sobre ellos el estandarte verde de esa religión que tan a menudo ha entrado en las grandes capitales de Occidente; que durante tanto tiempo tuvo sitiada a Viena, que con dificultad fue apartada de París, pero que jamás había llegado a poner sus pies en tierra inglesa. En uno de los extremos de la línea de batalla se podía ver a Philip Ivywood, con un uniforme que él mismo había diseñado, una mezcla del que llevaban los cipayos y el de las tropas turcas. La confusión de Joan aumentaba. Lo único que le aparecía con cierta claridad era que si Inglaterra había conquistado la India, Turquía había conquistado Inglaterra. Pero notó pronto que, a pesar de su brillante uniforme, no era Philip Ivywood quien mandaba las tropas. Un viejo con el rostro cruzado por una gran cicatriz, un rostro que no era de Europa, acababa de colocarse al frente de las huestes y cruzaba su acero con Dalroy, como en una antigua epopeya. Había venido para devolver la herida que le habían causado y que humillaba su frente, y la devolvió con creces, por más que al fin y a la postre fue él quien se desplomó bajo el brillo del sable. Cayó de cara y Dalroy le dedicó una mirada llena de algo más grande que piedad. La sangre manaba de la frente y de la muñeca de Patrick, pero hizo un saludo con su sable. Y mientras él saludaba pareció que el agonizante volvía al cielo su rostro. Como si por instinto conociese la orientación de los puntos cardinales con sólo mirar el cielo, Omán Pachá se arrastró un poco hacia la izquierda y expiró con la frente vuelta hacia La Meca.

Después de esto Joan tenía la impresión de que la torrecilla girase a su alrededor, y ya no supo si lo que veía pertenecía al dominio de la historia o al de la profecía. Hubo algo en el hecho de sentirse aplastados por las armas de unos hombres morenos o amarillos, atrincherados secretamente en un prado inglés, que infundió a los ingleses una energía que no habían poseído desde hacía siglos. Torcido y roto estaba el sauce como en la batalla de Ashdown, cuando el rey Alfredo cargó por primera vez contra los daneses. Los abedules estaban empapados hasta el suelo en sangre mezclada de valerosos cristianos y de valerosos infieles. Joan perdió la noción de todo cuando una columna de los rebeldes cristianos, capitaneada por Humphrey, de El Viejo Navío, surgió del túnel abandonado y cegado, para atacar a los turcos por la retaguardia. Era el final.

La visión violenta y vertiginosa excedía los sentidos humanos. Ni pudo siquiera discernir claramente qué era lo que sucedía cuando una postrera tempestad de gritos y de golpes anunció el último y magnífico esfuerzo de los turcos. No es extraño, pues, que no oyese las palabras que dirigió lord Ivywood a un oficial turco que estaba a su lado, o mejor, a sí mismo:

--Fui hasta donde Dios no osó llegar nunca; estoy por encima de los ridículos superhombres tanto como ellos están por encima de los hombres. El cielo en que pondré mis pies no habrá sido pisado por ningún hombre antes que yo, y estoy solo en el Jardín. Cuanto ocurre a mi alrededor no es más que una solitaria recolección de flores... Cogeré esta y aquella...

La frase quedó interrumpida tan bruscamente que el oficial turco se volvió como para aguardar la continuación. Pero no hubo continuación.


Patrick y Joan caminaban por un mundo otra vez dulce y cálido, como sólo puede ser para unos pocos en un mundo en que al valor se le llama frenesí, y al amor, superstición. Patrick y Joan veían en cada árbol un amigo con los brazos abiertos y en cada cuesta la cola larga de un vestido de mujer. Un día subieron hasta la casa blanca que ahora albergaba al superhombre.

Pálido y sosegado el semblante, jugaba con briznas de hierba y flores esparcidas sobre una mesa. No hizo caso a los recién llegados, como no lo hacía a nada, y apenas parecía darse cuenta de la presencia de Enid Wimpole, que atendía a todas sus necesidades.

--Es completamente feliz -dijo ésta apaciblemente.

Joan, cuyo rostro moreno estaba radiante, no pudo abstenerse de replicar:

--¡Nosotros también somos muy felices!

--Sí -dijo Enid-, pero su felicidad es definitiva.

Y se echó a llorar.

--Lo sé -dijo Joan con lágrimas en los ojos mientras besaba a su prima.