15. Las canciones del club del automóvil

Mientras el auto desfilaba velozmente a través de un paisaje de plata y de sombra, entre bosques de pinos y abetos, Dalroy sacó varias veces la cabeza por la ventanilla para tratar de reprender al chófer, sin resultado alguno. Al fin se contentó con preguntarle adónde iba.

--A casa -gruñó el chófer con voz casi ininteligible-. A casa de mi madre.

--¿Y dónde vive? -preguntó Dalroy, tal vez con menos aplomo que de costumbre.

--En Gales -respondió el hombre-. No la he visto desde que nací, pero no importa.

--No olvide -dijo Dalroy con cierta vacilación- que le pueden detener. Este auto es del caballerete que hemos dejado en cuadro, sin nada que llevarse a la boca.

--Ya tiene su burro -gruñó el chófer-. Que se lo coma con salsa de cardos. Si tuviese el vientre tan vacío como yo, le bastaría.

Humphrey Pump bajó el cristal que le separaba del interior del vehículo y volvió la cabeza para hablar a su amigo por encima del ángulo que formaban su codo y su hombro.

--Mucho me temo que por el momento la cosa no tenga remedio -dijo-. Como suele decirse, ha perdido la chaveta.

--¿Suele decirse eso? -preguntó el capitán, con inquietud-. En Ítaca no oí jamás nada semejante.

--Bromas aparte, creo que vale más dejarlo tranquilo -respondió el tabernero con expresión ladina-. Sería capaz de estrellarnos contra un tren en marcha, como Dandy Mutton cuando conducía sin prestar atención. Después, con mandar el auto de vuelta a Ivywood a la primera ocasión, estaremos listos. Por otra parte, una nochecita en compañía del burro no le hará ningún daño al caballero. Estoy seguro de que el asno le puede enseñar muchas cosas.

--Es cierto que ha negado el principio de la propiedad individual -dijo Dalroy, meditabundo-. Pero supongo que pensaba en una casa fija al suelo. Tal vez considere que una casa circulante como ésta es una posesión de carácter más duradero. Pero lo que nunca he llegado a comprender -dijo pasándose la mano por su frente cansada-, lo que nunca he llegado a comprender... ¿Has notado lo que realmente resulta estrambótico en toda esa gente, amigo Hump?

El auto siguió rodando en medio de un confortable silencio de Pump y el irlandés prosiguió:

--Ese poeta envuelto en sus pieles no era un mal sujeto. Lord Ivywood no es cruel, es inhumano. Pero ese poeta no era inhumano. Era ignorante como casi todos los hombres con cultura. Lo que choca en ellos es que siempre quieren ser sencillos y jamás despejan una sola complicación. Si les toca escoger entre el bistec y los pepinillos, verás que suprimen el bistec y se quedan con los pepinillos. Si les toca elegir entre un prado y un auto, sacrifican el prado. ¿Sabes por qué? No sacrifican más que lo que les une a los demás hombres. Ve a comer con un millonario que pertenezca a una liga prohibicionista y no verás nunca que haya suprimido los entremeses ni los cinco entrantes, ni siquiera el café. Pero habrá suprimido el oporto o el jerez, porque los pobres lo beben como los ricos. Sigue observando y verás que no suprime los cubiertos de plata, pero en cambio ha suprimido la carne porque a los pobres les gusta... ¡cuando pueden hincarle el diente! Luego verás que no ha abolido los jardines lujosos ni las mansiones suntuosas. ¿Por qué? Porque son cosas vedadas a los pobres. Pero presumirá de levantarse temprano, porque el sueño es un bien que está al alcance de todas las fortunas. Es prácticamente lo único que todo el mundo puede disfrutar. Pero nadie oyó decir que un filántropo renuncie a la gasolina, a su máquina de escribir o a sus criados. ¡Ni loco! Sólo se priva de las cosas simples y universales. Renunciará a la cerveza, a la carne o al sueño... porque esos placeres le recuerdan que no es más que un hombre.

Humphrey Pump meneó la cabeza, pero no despegó los labios, y la voz de Dalroy, hundido en su asiento, se elevó de pronto con una especie de vertiginosa irreverencia, como solía ocurrirle al recordar alguna canción de su cosecha.

--Éste era el caso -dijo- del difunto señor Mondragón, que fue mucho tiempo popular entre la aristocracia inglesa, que le tuvo por un campechano demócrata del oeste, hasta un día en que fue derribado por seis hombres cuyas mujeres Mondragón había hecho matar a tiros por sus detectives privados, al desembarcar desprevenido en tierra americana.


El diputado Mondragón

nada menos que millonario,

sintió siempre un extraordinario

horror de la complicación.


Por megáfono disponía

su desayuno cada mañana.

Diez automóviles tenía

para dar vuelta a la manzana

y preparar su reelección.

Una mecánica ingeniosa,

instalada bajo el colchón,

ponía en pie a Mondragón

al apuntar el alba rosa.

Y otra, no menos bien pensada,

le aseaba y le pulía,

le afeitaba y le vestía,

como si no hiciese nada.


El diputado Mondragón

nada menos que millonario,

sintió siempre un extraordinario

horror de la complicación.

Él no usa pieles de pantera,

él brilla con su propia luz,

luz de modestia, luz sincera.

¡Ah, qué elegante sobriedad!

Toda la prensa americana,

con curiosa unanimidad,

le proclamó, cada mañana,

dechado de simplicidad.


El diputado Mondragón

nada menos que millonario,

sintió siempre un extraordinario

horror de la complicación.


Sobre su tumba no se lloró,

no tuvo exequias ni velatorio.

Pulcramente se consumió

dentro del horno crematorio.

Él no fue pasto de gusanos.

Él no abandonó ninguna flor,

ni dejó un poco de dolor,

como acostumbran los humanos.


El diputado Mondragón

nada menos que millonario,

sintió siempre un extraordinario

horror de la complicación.


Varias veces había intentado Mr. Pump interrumpir la canción, pero todas sus tentativas habían resultado tan vanas como las que hiciera Dalroy para detener el vehículo. El furor del chófer no había hecho más que acelerar al oír los gorgoritos frenéticos que retumbaban detrás de él, y Pump hizo lo que pudo para reanudar la conversación.

--Bien, capitán -dijo en tono amistoso-. No estoy enteramente de acuerdo en este punto. Sin duda uno puede fiarse excesivamente de los extranjeros como hizo el pobre Thompson; pero también se puede exagerar en sentido inverso. Tía Sara perdió lo menos mil libras de esta manera. Le dije y le repetí que no era un negro, pero no me hizo caso. Y naturalmente, son cosas que ofenden a un embajador, aunque sea austriaco. Me parece que no eres demasiado justo con los extranjeros, capitán. Fíjate, por ejemplo, en los americanos. Como puedes imaginar, más de uno pasó por Pebblewick. Pues bien; entre todos los que he conocido no había ni una mala persona, no he visto un solo americano desagradable o estúpido... ni un americano que no fuese simpático.

--Comprendo -dijo Dalroy-. Quieres decir que no has encontrado un solo americano que no se encariñase con El Viejo Navío.

--Quizá sea eso -dijo el tabernero-; pero me parece que El Viejo Navío tampoco ponía mala cara a los americanos.

--Vosotros los ingleses sois increíbles -dijo el irlandés con una súbita y sombría calma-. A veces me parece que a pesar de todo quizá tengáis salvación.

Y después de una nueva pausa declaró:

--Siempre tienes razón, Pump, no debería hablarse de este modo de los yanquis. Los ricos son en todas partes la escoria de la tierra. Y la mayoría de los americanos son de lo más educado, de lo más inteligente y de lo más íntegro que circula por el ancho mundo. Pero muchos aseguran que la cosa es así porque gran número de verdaderos americanos son irlandeses.

Pump no dijo nada y el capitán volvió a pegar la hebra:

--Aunque -dijo- resulta difícil para un hombre y sobre todo para un hombre que, como yo, pertenece a un país pequeño, comprender en qué consiste eso de sentirse americano; especialmente en materia de nacionalidad... No me gustaría que me encargasen escribir el himno nacional americano; por suerte, no parece probable que me obsequien con ese encargo. El penoso secreto de mi incapacidad para escribir una canción patriótica americana se irá conmigo a la tumba.

--Pero si se tratase de Inglaterra -dijo audazmente Pump-, aún podría ser peor.

--¡Ingleses, tiranos sanguinarios! -exclamó con indignación-. Me cuesta tanto imaginar un inglés a punto de cantar como imaginar a este perro haciendo gorgoritos.

Mr. Humphrey Pump sacó de un bolsillo el papel en que había escrito los pecados y el fatal destino de los tenderos, y buscó en el otro un lápiz.

--¡Hombre! ¿No irás a componer la «Balada de Quoodle»?

Al escuchar su nombre, Quoodle había enderezado las orejas. Pump sonrió tímidamente. En lo íntimo, se sentía halagado por la admiración que le manifestaba Dalroy por su primera tentativa poética y en realidad no carecía de un cierto don para versificar como para todo lo lúdico. Y sus lecturas, aunque hechas a la buena de Dios, no pecaron nunca de bajas ni de vulgares.

--Bueno -dijo en son de excusa-, pero a condición de que escribas esa canción sobre Inglaterra.

--¡Bueno, si sólo es eso! -dijo Patrick con un ancho suspiro que expresaba todo lo contrario a la repugnancia-. En algo hemos de pasar el rato mientras este vehículo sigue corriendo, y ¿qué más

inocente que el canto? Las canciones del club del automóvil. ¡Suena bastante aristocrático!

E inmediatamente empezó a emborronar la sobrecubierta de un librito que llevaba en el bolsillo, Noctes Ambrosianae, de Wilson.15.1 De vez en cuando suspendía la escritura y fijaba la vista en Pump y en el perro cuyos movimientos le divertían. El propietario de El Viejo Navío, bien encajado en su asiento, tenía un aire magistral, chupaba el lápiz y dirigía a Quoodle una mirada increíblemente ausente. De vez en cuando, se rascaba el cráneo, provisto de pelo castaño, con la punta del lápiz y después trazaba una palabra sobre el papel, mientras que Mr. Quoodle, con la curiosa facultad de comprensión que tienen los perros y que tal vez no sea más que una descarada simulación, daba señales de haber adivinado lo que pasaba y se izaba sobre las patas de delante y ladeaba la cabeza como posando para un retrato.

Sucedió, pues, que el poema de Pump, aunque más largo, como les ocurre a menudo a los poetas inexpertos, estuvo listo antes, mientras que el de Dalroy, que era cortísimo y que hacia al final estaba escrito a trompicones, tardó algo más.

En tales circunstancias se dio a conocer por primera vez la canción familiarmente llamada «Sin nariz» y más correctamente conocida bajo el título de «Canción de Quoodle». Véase una muestra de sus estrofas:


Aunque no es cosa nueva,

es cosa bien feliz

que a los pobres hijos de Eva

no les sirva la nariz.


No saben, si no lo ven,

que el sol está en su poniente

y que el mundo es un Edén

que huele diversamente.


Ni el agua que salta y bulle

tiene para ellos olor,

ni el bicho que se escabulle

les deja rastro de amor.


Su nariz es un ornato

a veces bien relativo.

Todos carecen de olfato,

que es el sentido más vivo.


Por eso, Quoodle, los ves

hacer muchas tonterías

y a fuerza de dar traspiés

llegar al fin de sus días.


El perro, en cambio, recibe

mil mensajes delicados

de cuanto respira y vive

en los montes y en los prados.


¡Oh, nuestro Dios soberano!,

¿por qué misterio infeliz

dotaste al rebaño humano

de tan inútil nariz?


Este poema contiene también hacia el final síntomas de impaciencia, y el historiador de estos hechos (que no tiene otro objetivo que la verdad) se ve obligado a confesar que fue modificado parcialmente de acuerdo con las críticas del capitán y más tarde enriquecido por el poeta de los pájaros en persona.

En aquella primera audición, el poema fue notablemente realzado por un brillante coro de ladridos entonados por Mr. Patrick Dalroy e inmediatamente reproducidos con singular realismo por Mr. Quoodle. Lo cual dificultó no poco a Dalroy el cumplimiento de la obligación contratada en el trato, o sea, el recitado de su poesía mucho más corta, dedicada a los supuestos sentimientos de un inglés. Hay que confesar que al principio su voz adolecía de inseguridad, como si revelase la incertidumbre con que abordaba el problema que se había propuesto. El presente narrador (que no tiene más objetivo que la verdad) se ha constreñido, sin embargo, a copiar su obra punto por punto.


San Jorge bendito, patrón de Inglaterra,

tú, que, antes de dar muerte al infernal Dragón,

bebiste tu cerveza en pote de latón,

a modo de buen inglés, que, en paz como en la guerra,

no engulle un mal bocado sin darle un remojón.


San Jorge bendito, patrón de Inglaterra,

de la ínclita doncella valiente defensor,

tú no merecías ser nuestro protector

si no tuvieses ya el aire de la tierra,

y, a modo de buen inglés, tomases el asado

con su acompañamiento de guisante granado.


San Jorge bendito, patrón de Inglaterra,

con gran honor alzamos tu escudo y tu blasón

e invocando tu nombre partimos a la guerra.

Y como antaño hicieron los hijos de Albión,

no admitimos manduca sin vino a discreción.


--Una canción muy filosófica -dijo Dalroy sacudiendo la cabeza con solemnidad-; una canción llena de pensamientos profundos. Creo que dice aproximadamente la verdad sobre los ingleses. Vuestros enemigos piensan que sois estúpidos y entre vosotros presumís de ser ilógicos, lo cual es poco más o menos la única cosa realmente estúpida de que se les puede acusar. ¡Como si alguien hubiese llegado a edificar un imperio o una simple choza diciendo que dos y dos son cinco! ¡O como si uno fuese tanto más fuerte cuanto más incapaz de comprender cualquier cosa, ya sea el juego de bolos o la química! Pero escucha la verdad en lo que te concierne, Hump. Vosotros los ingleses sois un pueblo de artistas y, por consiguiente, razonáis, como he dicho en la canción, por asociación de ideas. No admitís la posesión de una cosa sin otra que naturalmente la acompaña. Y porque piensan que sois incapaces de imaginar una aldea sin su lord y su pastor, o una universidad sin su portón de madera y su tradicional oporto, os dan fama de conservadores. Pero es porque sois sensibles, no porque seáis estúpidos, que no os gusta separaros de las cosas familiares. Cuando os dicen, Hump, que tenéis una debilidad por las medias tintas, por realizar concesiones, no hacen más que mentir o que adularos. Voy a decirte una cosa, Hump: toda revolución conlleva concesiones. ¿Crees que Wolfe Tone o Charles Stewart Parnell15.2 no se han visto jamás obligados a aceptar concesiones? Y es precisamente porque no podéis soportar las concesiones por lo que le tenéis miedo a la revolución. Si estuvieseis realmente obligados a restaurar El Viejo Navío u Oxford, os encontraríais en la necesidad de elegir qué es lo que vais a destruir y qué es lo que vais a mantener, y eso os partiría el alma.

Se quedó un rato con los ojos fijos, rojo y pensativo el semblante; por fin, algo sombrío, agregó:

--Este procedimiento estético no tiene más que dos pequeños inconvenientes que te voy a explicar, Hump. El primero, precisamente, es el responsable de que estemos huyendo en este vehículo. En cuanto la bella y armoniosa máquina que habéis fabricado y pulido con amor cae en poder de un nuevo tipo de hombre que la dirige en un sentido radicalmente nuevo, entonces, créeme, para ti sería cien veces preferible vivir bajo las constituciones de papel de los Condorcet y de los Sieyès. Cuando la oligarquía inglesa está dirigida por un inglés que carece del espíritu inglés, les cae encima un lord Ivywood y entráis en esta pesadilla cuyo fin sólo Dios puede prever.

El auto había devorado ya unos cuantos kilómetros más, cuando concluyó con voz grave y melancólica:

--En lo que toca al segundo inconveniente, mi querido esteta, es como sigue: si errando a la ventura por el planeta vais a parar a una isla del Atlántico, que vamos a llamar Atlántida, y la isla se niega a admitir todas vuestras ideas juntas, lo más probable es que decidáis no darle absolutamente nada. Y diréis para vosotros: «Esperemos que no tarden en morirse de hambre». Entonces, para aquella isla, os convertiréis en los más sordos y los más crueles de los tiranos.

Amanecía, y Pump, que conocía de forma casi instintiva los confines de su país, habría jurado que el pueblo que acababan de dejar pertenecía a un nuevo territorio y que se asemejaba a los que se hallan junto a la frontera occidental de Inglaterra. Lo que el chófer contó de su madre quizá no fuera más que un chiste, pero lo cierto es que habían corrido en la dirección que había dicho.

La luz blanca de la mañana iluminaba el empedrado gris de las calles en forma de charcos de leche derramada. Algunos proletarios madrugadores, que se sentían más cansados al levantarse que la mayor parte de los hombres al acostarse, daban a entender con su actitud resignada que era inútil deplorar el caso.

Pero las dos o tres casas últimas que encontraron y que también parecían demasiado cansadas para aguantarse en pie, sumieron al capitán en una nueva excitación somnolienta.

--Como es sabido, existen dos clases de idealistas. Y, si no es sabido, debería serlo. Están los que idealizan la realidad y están los que, ¡rarísimos!, realizan el ideal. Un pueblo de tendencia estética, como el inglés, se contenta generalmente con idealizar la realidad. Esto es lo que he tratado de expresar en esta canción...

--¡Por el amor de Dios, capitán! -protestó el tabernero-. ¡No abusemos!

--Es lo que he tratado de expresar en una canción -repitió Dalroy, con acento de resolución implacable- y te la voy a cantar con todos los requisitos de dicción, musicalidad y de...

Se paró porque todo el universo acababa de pararse. Las vallas galopantes se habían detenido en seco como obedeciendo a un clarín imperioso. Se había suspendido el desfile de los bosques. Las últimas casas se habían cuadrado bruscamente, como ante un jefe. Y todo porque del interior del auto había salido una detonación semejante a un pistoletazo.

El chófer descendió lentamente del auto y adoptó diferentes posturas trágicas para estudiar los distintos órganos del coche. Se le vio abrir y cerrar una serie de tapas y tapaderas de la carrocería, palpando, doblando y tocando cosas.

--Voy a tener que arreglármelas para meter el auto en ese garaje de allá abajo -dijo entonces con una voz pesada y ronca que aún no le conocían.

A renglón seguido lanzó una mirada a los grandes bosques y a la carretera y se mordió los labios como un gran general que acaba de cometer un error grave. Su expresión continuaba siendo sombría, pero cuando abrió la boca, su voz sonaba unos tonos más baja, acercándose a la que le era habitual.

--Compréndanme, lo que acaba de suceder es muy grave. No creo que pueda salvarme ni ante la policía más permisiva del mundo... Incluso si consigo volver...

--¿Volver? -repitió Dalroy abriendo unos ojos azules y redondos como los de un toro-. ¿Volver adónde?

--Pues verá -explicó el chófer en tono ya enteramente razonable-. Yo tenía ganas de demostrarle que quien conducía era yo y no él. Mi mala suerte ha querido que le hiciese una avería... y si ustedes se quedan en su coche...

El capitán Patrick Dalroy saltó tan velozmente del auto que por poco se cae. El perro le imitó, ladrando furiosamente.

--Hump -dijo el capitán con voz tranquila-, acabo de comprender algo de vosotros que no había entendido nunca.

Hizo una pausa y prosiguió:

--Tenía razón aquel francés que dijo algo así como que los ingleses se manifiestan en Trafalgar Square, más que para liberarse de un tirano, para liberar sus nervios. Este amigo, aquí presente, estaba dispuesto a sublevarse cuando nos arrastró en su fuga. Sublevarse y permanecer sentado le resultaba imposible. Estoy seguro de que lees Punch,15.3 ¿verdad? Tú y Punch debéis de ser los dos únicos sobrevivientes de la era victoriana. ¿Te acuerdas de la leyenda que iba al pie de una viñeta en la que dos irlandeses se emboscan detrás una tapia para disparar contra un terrateniente inglés cuando pase? Uno de los irlandeses comprueba que el propietario se retrasa y dice: «¡Espero que al pobre señor no le haya ocurrido nada!». Pues bien, es una historia completamente auténtica. Conocí íntimamente al irlandés en cuestión. Sólo que voy a revelarte un secreto: ¡Era inglés!

Entretanto, el chófer había dado marcha atrás prudentemente, hasta la entrada del garaje, vecino de una lechería, de la que sólo la separaba un pasaje estrecho y sombrío, no mayor que la puerta de una casa. No obstante, debía de ser más espacioso de lo que aparentaba porque Dalroy consiguió entrar.

Debió de hacer una seña al chófer para que le siguiese, porque éste le fue a la zaga y reapareció casi enseguida con gesto algo cohibido y metiéndose unos billetes en el bolsillo. Después de una nueva visita al garaje, reapareció por segunda vez con un cargamento de accesorios.

Mr. Humphrey Pump había observado sus idas y venidas con interés. Aquel lugar, aunque apartado, era evidentemente frecuentado por los automovilistas. Por lo menos así lo daba a entender un automovilista, enmascarado y envuelto en un guardapolvo, que se acercaba para hablarle. Pero, ¿por qué demonios aquel automovilista le tendía las distintas piezas de un disfraz tan horrible como el suyo, mientras del casco de cuero y de las gafas protectoras emanaba una voz sobradamente conocida?

--Ponte esto, Hump, vamos a hacer una visita al lechero. Estoy esperando el auto. ¿Qué auto?, me preguntarás, insaciable buscador de la verdad. Pues el que acabo de comprar y que tú vas a conducir.

Entretanto, el chófer, presa de remordimientos, llegó finalmente, después de muchas aventuras, al bosquecillo bañado de luna en que había dejado a su señor, mano a mano con un borrico. Pero su señor y el borrico ya habían desaparecido.