Vender vino sin botellas
la economía de la mente en la
Red Global
En todo el tiempo que llevo recorriendo el ciberespacio, sigue sin
haberse resuelto un inmenso interrogante que se halla en la raíz de casi
todas las tribulaciones legales, éticas, gubernamentales y sociales que
se plantean en el mundo virtual. Me refiero al problema de la propiedad
digitalizada.
El acertijo es el siguiente: si nuestra propiedad se puede reproducir
infinitamente y distribuir de modo instantáneo por todo el planeta sin
coste alguno, sin que lo sepamos, sin que ni siquiera abandone nuestra
posesión, ¿cómo podemos protegerla? ¿Cómo se nos va a pagar el trabajo
que hagamos con la mente? Y, si no podemos cobrar, ¿qué nos asegurará la
continuidad de la creación y la distribución de tal trabajo?
Puesto que carecemos de una solución a lo que constituye un desafío
completamente nuevo, y al parecer somos incapaces de retrasar la
galopante digitalización de todo lo que no sea obstinadamente físico,
estamos navegando hacia el futuro en un barco que se hunde.
Esta nave, el canon acumulado del copyright y la ley de patentes, se
creó para transportar formas y métodos de expresión completamente
distintos de la vaporosa carga que ahora se le pide que lleve. Hace
aguas por dentro y por fuera.
Los esfuerzos legales para que el viejo barco se mantenga a flote
revisten tres formas: una frenética reordenación de las sillas de
cubierta, firmes avisos de que si la nave se hunde habrán de enfrentarse
a duros castigos criminales y una actitud fría y serena que se
desentiende del problema.
La legislación de propiedad intelectual no se puede remendar, adaptar o
expandir para que contenga los gases de la expresión digitalizada, de la
misma manera que tampoco se puede revisar la ley de bienes inmuebles
para que cubra la asignación del espectro de la radiodifusión. (Lo que,
de hecho, se parece mucho a lo que se intenta hacer aquí.) Tendremos que
desarrollar un conjunto completamente nuevo de métodos acorde con este
conjunto enteramente nuevo de circunstancias.
La mayoría de la gente que crea software -programadores, hackers y
navegantes de la Red- ya lo sabe. Por desgracia, ni las compañías para
las que trabajan ni los abogados que estas compañías contratan tienen la
suficiente experiencia directa con bienes inmateriales como para
entender por qué son tan problemáticos. Actúan como si se pudiera lograr
que las viejas leyes funcionasen, bien mediante una grotesca expansión o
por la fuerza. Se equivocan.
La fuente de este acertijo es tan simple como compleja su resolución. La
tecnología digital está separando la información del plano físico, donde
la ley de propiedad de todo tipo siempre se ha definido con nitidez.
A lo largo de la historia del copyright y las patentes, los pensadores han
reivindicado la propiedad no de sus ideas sino de la expresión de las
mismas. Las ideas, así como los hechos relativos a los fenómenos del
mundo, se consideraban propiedad colectiva de la humanidad. En el caso
del copyright se podía reivindicar la franquicia del giro exacto de una
frase para transmitir una idea concreta o del orden de exposición de los
hechos.
La franquicia se imponía en el preciso momento en que «la palabra se
hacía carne» al abandonar la mente de su creador y penetrar en algún
objeto físico, ya fuera un libro o cualquier artilugio. La posterior
llegada de otros medios de comunicación comerciales distintos del libro
no alteró la importancia legal de ese momento.La ley protegía la
expresión y con pocas (y recientes) excepciones, expresar equivalía a
convertir algo en un hecho.
Proteger la expresión física tenía a su favor la fuerza de la comodidad.
El copyright funcionaba bien porque, a pesar de Gutemberg, era difícil
hacer un libro. Es más, los libros dejaban a sus contenidos en una
condición estática cuya alteración suponía un desafío tan grande como su
reproducción. Falsificar o distribuir volúmenes falsificados eran
actividades obvias y visibles, era muy fácil pillar a alguien. Por
último, a diferencia de palabras o imágenes sin encuadernar, los libros
tenían superficies materiales donde se podían incluir avisos de
copyright, marcas de editor y etiquetas con el precio.
Aún era más apremiante patentar la conversión de lo mental a lo físico.
Hasta hace poco, una patente era o bien una descripción de la forma que
había que dar a los materiales para cumplir un determinado propósito, o
una descripción de cómo se llevaba a cabo este proceso. En cualquiera de
los dos casos, el quid conceptual de la patente era el resultado
material. Si alguna limitación material impedía obtener un objeto con
sentido, la patente se rechazaba. No se podía patentar una botella Klein
ni una pala hecha de seda. Tenía que ser una cosa y la cosa tenía que
funcionar.
De este modo, los derechos de la invención y de la autoría se vinculaban
a actividades del mundo físico. No se pagaban las ideas sino la
capacidad de volcarlas en la realidad. A efectos prácticos, el valor
estaba en la transmisión y no en el pensamiento transmitido.
En otras palabras, se protegía la botella y no el vino.
Ahora, a medida que la información entra en el ciberespacio, hogar
natural de la mente, estas botellas están desapareciendo. Con la llegada
de la digitalización, es posible sustituir todas las formas previas de
almacenamiento de información por una meta-botella: patrones complejos
-y muy líquidos- de unos y ceros.
Incluso las botellas físico-digitales a las que nos hemos acostumbrado,
los disquetes, CD-ROM y otros paquetes distintos de bits plastificados,
desaparecerán cuando todos los ordenadores se enchufen a la red global.
Si bien puede que Internet nunca incluya todas y cada una de las CPU del
planeta, se duplica de año en año y cabe esperar que se convierta en el
principal medio de transmisión de información y quizás, con el paso del
tiempo, en el único.
Cuando esto ocurra, todos los bienes de la era de la información -todas
las expresiones antaño contenidas en libros, películas, discos o
boletines informativos- existirán bien como pensamiento puro o como
algo muy parecido al pensamiento: condiciones de voltaje que recorren la
Red a la velocidad de la luz y que de hecho se podrían contemplar, como
píxeles brillantes o sonidos transmitidos, pero nunca decir que se
«poseen» en el antiguo sentido de la palabra.
Alguien podría objetar que la información seguirá necesitando algún tipo
de manifestación física, como su existencia magnética en los titánicos
discos duros de servidores lejanos, pero estas botellas carecen de toda
forma macroscópicamente diferenciada o personalmente significativa.
También habrá quien sostenga que hemos estado tratando con expresiones
sin embotellar desde la llegada de la radio, y estará en lo cierto. Pero
durante casi toda la historia de la difusión audiovisual no ha habido
ninguna manera práctica de capturar productos de software del éter
electromagnético y reproducirlos con una calidad igual a la que
ofrecen los paquetes comerciales. Esto ha cambiado solo recientemente y
poco se ha hecho en términos legales o técnicos para abordar el cambio.
Que el consumidor pagara por los productos retransmitidos solía ser un
asunto irrelevante. Los consumidores mismos eran el producto. Los medios
de difusión sonora se financiaban vendiendo la atención de su público a
los anunciantes o bien utilizando al gobierno para que estableciese el
pago a través de impuestos o con la quejumbrosa mendicidad de las
campañas anuales de recaudación de fondos.
Todos los modelos de apoyo a la difusión audivisual son defectuosos.
Casi sin excepciones, la financiación a través de los anunciantes o del
gobierno ha contaminado la pureza de los productos transmitidos. En
cualquier caso, el marketing directo está matando paulatinamente el
modelo de financiación a través de anunciantes.
Los medios de difusión aportaron otro método para pagar un producto
virtual: los derechos de autor que los difusores pagan a los autores de
canciones a través de organizaciones como ASCAP y BMI. Pero, como
miembro de ASCAP, puedo asegurarles que este no es un modelo que debamos
emular. Los métodos de control son totalmente aproximativos. No hay
ningún sistema paralelo de contabilidad en el flujo de ingresos. De
verdad que no funciona. Se lo aseguro.
En todo caso, sin nuestros antiguos métodos para definir físicamente la
expresión de las ideas, y en ausencia de nuevos métodos satisfactorios
para la transacción no física, no sabemos cómo asegurar un pago fiable
del trabajo mental. Para empeorar aún más las cosas, esto sucede en un
momento en que la mente humana está sustituyendo a la luz solar y a los
depósitos minerales como fuente principal de riqueza.
Es más, la creciente dificultad para endurecer las leyes existentes en
torno al copyright y las patentes está ya poniendo en peligro la fuente
última de la propiedad intelectual, el libre intercambio de ideas.
Esto es, cuando los artículos primarios de comercio de una sociedad se
parecen tanto al habla que acaban por no distinguirse de ella, y cuando
los métodos tradicionales de proteger la propiedad de los artículos se
han vuelto ineficaces, intentar solucionar el tema aplicando la ley de
modo más amplio y contundente constituirá una amenaza inevitable a la
libertad de expresión.
La mayor limitación a las futuras libertades quizás no venga del
gobierno sino de los departamentos jurídicos de las empresas, que
intentan proteger con la fuerza lo que ya no se puede proteger mediante
la eficiencia práctica o el consentimiento social general.
Cuando Jefferson y sus colegas de la Ilustración concibieron el sistema
que se convirtió en la ley estadounidense del copyright, su objetivo
primordial era asegurar la distribución generalizada del pensamiento, y
no el beneficio. El beneficio era el combustible que habría de
transportar las ideas a las bibliotecas y las mentes de su nueva
república. Las bibliotecas comprarían libros, recompensando así a los
autores por su trabajo de reunir unas ideas que, «imposibles de
limitar» por otros medios, quedaban de este modo a la libre
disposicion del público. Pero ¿qué papel desempeñan las bibliotecas si
no hay libros? ¿Cómo paga la sociedad la distribución de las ideas si no
es cobrando por las ideas mismas?
Viene a complicar aún más la cuestión el hecho de que, junto a las
botellas físicas donde ha residido la propiedad intelectual, la
tecnología digital también está borrando las jurisdicciones legales del
mundo físico y sustituyéndolas por los mares sin límites, y quizás para
siempre sin ley, del ciberespacio.
En el ciberespacio no solo no hay límites nacionales o locales que
acoten el escenario de un crimen y determinen el método de interponer
una acción judicial, sino que tampoco hay claros acuerdos culturales
sobre qué pueda ser un crimen. Las diferencias básicas y no resueltas
entre las concepciones culturales de Europa y Asia sobre lo que es
propiedad intelectual solo pueden aumentar en una región donde numerosas
transacciones se llevan a cabo en ambos hemisferios y, al mismo tiempo,
en ninguno.
Las nociones de propiedad, valor y posesión, así como la naturaleza
misma de la riqueza, están cambiando de forma más radical que en ningún
otro momento desde que los sumerios horadaron la arcilla húmeda por vez
primera con escritura cuneiforme y dijeron que era grano almacenado.
Muy pocas personas son conscientes de la magnitud de este cambio, y
entre ellas aún menos son abogados o tienen cargos públicos. Quienes sí
advierten estos cambios deben preparar respuestas ante la confusión
legal y social que estallará a medida que los esfuerzos por proteger las
nuevas formas de propiedad con viejos métodos se vuelvan cada vez más
vanos y, en consecuencia, más insistentes. De la espada al escrito y al
bit
Hoy en día, la humanidad parece encaminada a crear una economía mundial
cuya base fundamental son bienes que no asumen ninguna forma material.
Con esto, quizás estemos eliminando toda conexión predecible entre los
creadores y la justa recompensa a la utilidad o el placer que otros
puedan encontrar en sus obras.
Sin esa conexión, y sin que se produzca un cambio fundamental en la
consciencia para integrar su pérdida, estarnos construyendo nuestro
futuro sobre el escándalo, el litigio y la evasión institucionalizada
del pago, que sólo se dará como respuesta a la fuerza bruta. Puede que
volvamos a los viejos malos tiempos de la propiedad.
En los momentos más oscuros de la historia humana, la posesión y
distribución de la propiedad era en gran parte un asunto militar. La
«propiedad» era patrimonio exclusivo de quienes contaran con las armas
más horribles, ya fueran puños o ejércitos, y la voluntad más férrea de
utilizarlas. La propiedad era el derecho divino de los pendencieros.
Al final del primer milenio después de Cristo, la aparición de las
clases mercantiles y la aristocracia terrateniente forzó el desarrollo
de acuerdos éticos para resolver disputas en torno a la propiedad. En
la baja Edad Media, gobernantes ilustrados como Enrique II de Inglaterra
empezaron a codificar en cánones esta «ley común» no escrita. Estas
leyes eran locales, pero no importaba demasiado porque se dirigían
fundamentalmente a los bienes raíces, forma de propiedad que por
definición es local. Y que, como implicaba el nombre, era muy
real.3
Todo siguió igual mientras el origen de la riqueza era la agricultura,
pero en los albores de la Revolución Industrial la humanidad empezó a
concentrarse en los medios tanto como en los fines. Las herramientas
adquirieron un nuevo valor social y, gracias a su propio desarrollo, fue
posible reproducirlas y distribuirlas en grandes cantidades.
Para fomentar su invención, la mayoría de los países occidentales
desarrolló el copyright y la ley de patentes. Estas leyes tenían como
objeto la delicada tarea de introducir las creaciones mentales en el
mundo donde se podían utilizar y entrar en la mente de otras personas
a la vez que aseguraban a sus inventores una compensación por el valor
de su uso. Y, como ya se ha dicho, tanto los sistemas de la ley como los
de la práctica que crecieron en torno a esa tarea se basaban en la
expresión física.
Puesto que ahora es posible transmitir ideas de una mente a otra sin que
se concreten en algo físico, estamos defendiendo que poseemos las ideas
mismas y no meramente su expresión. Y, como también es posible crear
herramientas útiles que nunca revisten forma física, nos hemos
acostumbrado a patentar abstracciones, secuencias de acontecimientos
virtuales y fórmulas matemáticas -los bienes menos «reales» que quepa
concebir.
En ciertos ámbitos, esto sitúa los derechos de la propiedad en una
condición tan ambigua que, de nuevo, la propiedad se adhiere a quienes
consiguen formar los mayores ejércitos. La única diferencia es que en
esta ocasión los ejércitos se componen de abogados.
Amenazando a sus contrarios con el interminable purgatorio del litigio,
frente al que algunos preferirían la muerte, los abogados reclaman toda
idea que pueda haber entrado en otro cráneo en el seno del cuerpo
colectivo de las empresas a las que sirven. Actúan como si esas ideas
surgiesen al margen de todo pensamiento humano previo. Y pretenden
que pensar sobre un producto equivalga a manufacturarlo, distribuirlo y
venderlo.
Lo que antes se consideraba como un recurso humano común distribuido
entre las mentes y las bibliotecas del mundo, y como un fenómeno de la
propia naturaleza, ahora se está acotando y recibiendo títulos de
propiedad. Es como si hubiera surgido un nuevo tipo de empresa que se
arrogara la propiedad del aire y el agua.
¿Qué se debe hacer? Aunque produzca cierta diversión macabra,
bailar sobre la tumba del copyright y la patente no es una solución, sobre
todo cuando hay tan poca gente dispuesta a admitir que el ocupante de
esta tumba esté siquiera muerto y se trata de mantener a la fuerza lo que
ya no se puede mantener por acuerdo popular.
Desesperados porque pierden su resbaladizo asidero, los legalistas
intentan prolongarlo con todas sus fuerzas. De hecho, Estados Unidos y
otros defensores del GATT están haciendo de la observancia de nuestros
moribundos sistemas de protección de la propiedad intelectual una
condición para ser miembro del mercado de las naciones. Por ejemplo, a
China se le denegará el estatus de nación más favorecida si no llega a
un acuerdo para atenerse a un conjunto de principios culturalmente
ajenos que ya no se aplican ni siquiera en su país de origen.
En un mundo más perfecto, sería de sabios declarar una moratoria sobre
el litigio, la legislación y los tratados internacionales en este ámbito
hasta tener una idea clara de los términos y condiciones de la empresa
en el ciberespacio. Idealmente, las leyes ratifican el consenso social
ya desarrollado. No son tanto el propio contrato social como una serie
de memorandos que expresan un propósito colectivo surgido de muchos
millones de interacciones humanas.
Los humanos no han habitado el ciberespacio con la suficiente diversidad
como para haber desarrollado un contrato social adecuado a las extrañas
condiciones nuevas de ese mundo. Las leyes anteriores al consenso suelen
servir a los pocos que ya están establecidos y que pueden conseguir que
se acepten, y no a la sociedad como un todo.
En la medida en que la ley o bien la práctica social establecida existen
en este ámbito, ya han entrado en un peligroso desacuerdo. Las leyes
relativas a la reproducción no autorizada de software comercial son
claras y severas, pero pocas veces se observan. Es tan difícil hacer
cumplir en la práctica las leyes sobre piratería del software, y
romperlas tiene ya tal grado de aceptación social, que sólo una escasa
minoría parece verse obligada, ya sea por temor o en conciencia, a
obedecerlas.
A veces doy conferencias sobre este asunto, y siempre pregunto al
auditorio cuántas personas pueden presumir de no tener copias de
software no autorizado instalado en sus discos duros. Nunca he visto más
del diez por ciento de manos levantadas.
Cuando existe una divergencia tan profunda entre las leyes y la práctica
social, no es la sociedad la que se adapta. Tan es así que la práctica
actual de las compañías que comercializan el software, que consiste en
colgar a unos cuantos chivos expiatorios visibles, resulta tan
manifiestamente arbitraria que no puede sino redundar en la merma del
respeto a la legislación.
Parte de la generalizada indiferencia popular hacia el copyright del
software comercial nace de la incapacidad legislativa de entender las
condiciones en las que se introdujo. Pensar que los sistemas legales
basados en el mundo físico valdrán para un entorno tan fundamentalmente
distinto como es el ciberespacio es una locura que habrán de pagar cara
todos los que hagan negocios en el futuro.
Como expondré en la siguiente sección, la propiedad intelectual sin
límites es muy distinta de la propiedad física y ya no se puede proteger
pasando por alto esta diferencia. Por ejemplo, si seguimos asumiendo que
el valor se basa en la escasez, como en el caso de los objetos físicos,
crearemos leyes que son precisamente contrarias a la naturaleza de la
información, cuyo valor puede aumentar en muchos casos con la difusión.
Las grandes instituciones adversas al riesgo, más propensas a jugar
siguiendo las viejas reglas, sufrirán por su apego a lo seguro. Cuantos
más abogados, armas y dinero inviertan en proteger sus derechos o en
minar los de sus oponentes, más se parecerá la competición comercial
a la ceremonia Kwakiutl del Potlach, en la que los adversarios competían
destruyendo sus propias posesiones. Su capacidad para producir nueva
tecnología se estancará a medida que cada nuevo paso les hunda más
en el pozo de brea de la guerra de tribunales.
La fe en la legislación no será una estrategia eficaz para las compañías
de alta tecnología. Las leyes se adaptan mediante constantes
complementos que obedecen a un ritmo que sólo la geología supera en
cuanto a su majestuosidad. La tecnología, por el contrario, avanza
mediante bruscas sacudidas, como si el equilibrio puntuado de la evolución
biológica sufriera una grotesca aceleración. Las condiciones del mundo
real seguirán cambiando a un ritmo deslumbrante, mientras que las leyes
les seguirán el paso a gran distancia, cada vez más confundidas. Este
desajuste es permanente.
Las prometedoras economías nacerán en un estado de parálisis, como
parece haber sucedido con el multimedia, o bien sus propietarios
continuarán negándose valiente y testarudamente a entrar bajo ningún
concepto en el juego de la propiedad.
En Estados Unidos ya se puede observar el desarrollo de una economía
paralela, sobre todo entre empresas pequeñas y dúctiles que protegen sus
ideas penetrando en el mercado con más rapidez que sus grandes
competidores, cuya protección se basa en el miedo y el litigio.
Quizás quienes forman parte del problema simplemente se acojan a una
cuarentena en los tribunales, mientras que los que son parte de la
solución crearán una nueva sociedad basada, al principio, en la
piratería y el filibusterismo. Cuando el sistema actual de la ley de
propiedad intelectual se desplome, como parece inevitable que suceda,
puede que no surja en su lugar ninguna estructura legal que la reemplace.
Pero algo ocurrirá. Después de todo, la gente hace negocios. Cuando el
dinero deja de tener sentido, los negocios se hacen con trueques.
Cuando las sociedades se desarrollan al margen de la ley, desarrollan
sus propios códigos, prácticas y sistemas éticos no escritos. Si bien la
tecnología puede deshacer la ley, ofrece métodos para restaurar los
derechos creativos.
Tengo la impresión de que lo más productivo que cabe hacer hoy es
estudiar con detalle la verdadera naturaleza de lo que intentamos
proteger. ¿Qué sabemos realmente sobre la información y sus
comportamientos naturales?
¿Cuáles son las características esenciales de la creación ilimitada?
¿En qué se diferencia de formas previas de propiedad? ¿Cuántas de
nuestras suposiciones sobre ella se han referido a sus contenedores más
que a sus misteriosos contenidos? ¿Cuáles son sus diferentes especies y
cómo se presta cada una al control? ¿Qué tecnologías serán útiles para
crear nuevas botellas virtuales que sustituyan a las antiguas botellas
físicas?
Por supuesto, la información es intangible y difícil de definir por
naturaleza. Al igual que otros fenómenos profundos como la luz o la
materia, es un ámbito natural de la paradoja. Y así como resulta más
fácil comprender la luz a la vez como partícula y onda, puede que una
comprensión de la información surja en la congruencia abstracta de sus
diversas propiedades, que podemos describir con estos tres enunciados:
- La información es una actividad.
- La información es una forma de vida.
- La información es una relación.
A continuación, analizaré cada uno por separado.
Liberada de sus contenedores, la información no es, obviamente, una
cosa. De hecho, es algo que ocurre en el campo de la interacción entre
mentes, objetos u otras piezas de información.
Gregory Bateson, reflexionando sobre la teoría de la información de
Claude Shannon, dijo que «la información es una diferencia que crea una
diferencia». Así pues, la información sólo existe realmente en el
. La creación de esa diferencia es una actividad que ocurre
dentro de una relación. La información es una acción que ocupa tiempo
más que una presencia que ocupa espacio físico, como los artículos
materiales. Es el lanzamiento, no la pelota de béisbol, la danza, no el
bailarín.
Incluso cuando ha sido encapsulada en alguna forma estática como un
libro o un disco duro, la información sigue siendo algo que nos ocurre
cuando la descomprimimos mentalmente de su código de almacenamiento.
Pero, ya se mueva a gigabits por segundo o a palabras por minuto, la
descodificación es un proceso que debe ser ejecutado por y sobre una
mente, un proceso que se despliega en el tiempo. Hace unos años se
publicó una historieta en el Bulletin of Atomic Scientists que ilustraba
este punto a la perfección. En el dibujo, un atracador apunta con su
pistola al típico personaje con aspecto de almacenar mucha información
en la cabeza. «Deprisa -ordena el bandido- dame todas tus ideas».
Se dice que los tiburones mueren asfixiados si dejan de nadar, y casi se
puede decir lo mismo de la información. La información que no se está
moviendo deja de existir y pasa a ser solamente potencial, al menos
hasta que se le permite moverse de nuevo. Por eso, la práctica de
acumular información, habitual en las burocracias, es un mecanismo
especialmente desatinado para los sistemas de valor con base física.
El modo en que se difunde la información también se diferencia mucho de
la distribución de bienes físicos. Se mueve más como algo propio de la
naturaleza que como algo procedente de una fábrica. Se puede concatenar
como un dominó o crecer en la típica retícula fractal, como la escarcha
que se extiende por una ventana, pero no se puede desplazar corno los
productos manufacturados salvo en la medida en que estos pueden
contenerla. No se limita a avanzar. Deja rastro allí por donde pasa. La
distinción económica central entre la información y la propiedad física
es que la primera se puede transferir sin que su dueño original deje de
poseerla.
Se suele atribuir a Stewart Brand este elegante enunciado de lo obvio,
que reconoce tanto el deseo natural de los secretos a ser dichos como el
hecho de que, para empezar, los secretos puedan sentir algo similar a un
«deseo».
El biólogo y filósofo inglés Richard Dawkins propuso la noción
de «memes», modelos autorreplicantes de información que se propagan a sí
mismos por las ecologías de la mente, y dijo que eran como formas de
vida.
A mi juicio, son formas de vida en todos los aspectos salvo en que
no se basan en el átomo de carbono. Se autorreproducen o interactúan
con su entorno y se adaptan a él, mutan, persisten. Como cualquier otra
forma de vida, evolucionan para ocupar los espacios de posibilidad de
sus entornos locales, que en este caso son los sistemas de creencias y
las culturas circundantes de sus anfitriones, a saber, nosotros.
En efecto, sociobiólogos como Dawkins consideran plausible el argumento
de que las formas de vida basadas en el carbono también sean
información, y que, al igual que la gallina es el modo que tiene un
huevo de hacer otro huevo, el espectáculo biológico al completo sea el
medio que tiene la molécula del ADN para copiar más cuerdas de
información exactamente iguales a sí misma.
Al igual que las hélices del ADN, las ideas son expansionistas
implacables, siempre en búsqueda de nuevas oportunidades para crearse un
espacio vital. Y, como ocurre en la naturaleza de base carbónica, los
organismos más robustos son extremadamente hábiles para encontrar nuevos
lugares donde vivir. Así, de la misma manera que la mosca común se ha
introducido en casi todos los ecosistemas del planeta, el meme de la
«vida después de la muerte» se hizo un hueco en la mayoría de las
mentes, o psicoecologías.
Cuanto más universal sea el eco de una idea, una imagen o una canción,
en más mentes se introducirán y permanecerán. Intentar frenar la
propagacion de un segmento muy potente de información es casi tan
difícil como mantener las llamadas «abejas asesinas» al sur de la
frontera de Estados Unidos. El intento hace agua por todas partes.
Si las ideas y otros modelos interactivos de información son, en efecto,
formas de vida, se puede suponer que evolucionarán constantemente hacia
formas mejor adaptadas a su entorno. Y, de hecho, lo hacen sin cesar.
Pero durante mucho tiempo nuestros medios de difusión estáticos, ya
fueran tallas en piedra, tinta sobre papel o tinte sobre celuloide, se
han resistido tenazmente al impulso evolutivo, subrayando por tanto la
capacidad del autor para determinar el producto acabado. Pero, como en
la tradición oral, la información digitalizada carece de un «acabado
final».
La información digitalizada, libre de las ataduras del empaquetamiento,
es un proceso continuo que se parece más a las metamorfoseantes leyendas
de la prehistoria que a nada que se pueda envolver con plástico. Desde
el Neolítico hasta Gutenberg, la información se transmitía de boca a
boca cambiando con cada nueva narración (o canción). Las historias que
antaño moldearon nuestro sentido del mundo carecían de versiones
autorizadas. Se adaptaban a cualquier cultura donde se contaran.
Puesto que la narración nunca se plasmaba en escritura, el llamado
derecho «moral» de los narradores a quedarse con sus cuentos no estaba
protegido ni reconocido. Sencillamente, el cuento atravesaba a cada
narrador en su camino hacia el siguiente, donde asumía una forma
distinta. A medida que regresemos a la información continua, cabe
esperar que disminuya la importancia de la autoría. Acaso los creadores
tengan que renovar sus vínculos con la humildad.
Pero nuestro sistema de copyright no da cabida a expresiones que no
se «fijan» en algún punto ni a expresiones culturales que no tienen un
autor o inventor concreto.
Las improvisaciones de jazz, los espectáculos de humoristas, la mímica,
los monólogos continuos y las retransmisiones que no han sido grabadas
carecen del requisito constitucional de una fijación mediante la
«escritura». Si no se les da la forma fija de la publicación, las obras
líquidas del futuro se parecerán más a estas formas que se adaptan y
cambian continuamente y escaparán, por tanto, al alcance del copyright.
La experto en copyright Pamela Samuelson afirma haber asistido el año
pasado a una conferencia en la que se discutía la cuestión de si los
países occidentales pueden apropiarse legalmente de la música, los
diseños y el saber biomédico de los pueblos aborígenes sin
compensaciones a su tribu de origen, ya que esa tribu no es su
«autora» o «inventora».
A excepción de los clásicos excepcionales, la mayor parte de la
información es como los productos de granja. Su calidad se degrada
rápidamente, tanto con el tiempo como con la distancia respecto a la
fuente de producción. Pero, incluso aquí, el valor es enormemente
subjetivo y condicional. Los papeles de ayer son muy valiosos para el
historiador. De hecho, cuanto más viejos, más valiosos son. Por el
contrario, un agente del mercado de futuros puede considerar que la
noticia de un acontecimiento con más de una hora de vida ha perdido ya
toda relevancia.
En la mayoría de los casos, asignamos valor a la información basándonos
en su significado. El lugar donde reside la información, el momento
sagrado en que la transmisión se convierte en recepción, es un ámbito
con muchas características y matices cambiantes que dependen de la
relación entre el emisor y el receptor, de la profundidad de su
interacción.
Cada relación de este tipo es única. Incluso en casos donde el emisor
es un medio de difusión audiovisual y no hay respuesta, el receptor no es
nada pasivo. Recibir información es a menudo tan creativo como generarla.
El valor de lo que se envía depende por completo de la medida en que
cada destinatario tiene los receptores necesarios: terminología
compartida, atención, interés, lenguaje, paradigma para volver
significativo aquello que recibe.
La comprensión es un elemento crítico que cada vez se pasa más por
alto al intentar convertir la información en una mercancía. Los datos
pueden ser cualquier conjunto de hechos, útiles o no, inteligibles o
inescrutables, relacionados o irrelevantes. Los ordenadores pueden estar
soltando datos nuevos toda la noche sin ayuda humana, y los resultados
se pueden poner en venta como información. Puede que lo sean o que no
lo sean. Sólo un ser humano puede reconocer el significado que separa
la información de los datos.
De hecho, la información, en el sentido económico de la palabra,
consiste en datos que han sido pasados por una mente humana concreta
y que se han considerado significativos dentro de ese contexto mental.
Lo que es información para una persona es un mero dato para otra.
En los artículos físicos existe una correlación directa entre la escasez
y el valor. El oro es más valioso que el trigo, aunque no se pueda
comer. Si bien no siempre, la condición de la información suele ser
justo la contraria. Casi todo el software aumenta su valor a medida que
va siendo más común. La familiaridad es un activo importante en el mundo
de la información. A menudo puede ocurrir que la mejor manera de
aumentar la demanda de un producto sea regalarlo.
Aunque esto no haya sido siempre así en el caso del shareware,
software para compartir, se podría argumentar que hay una conexión
entre la cantidad de software comercial que se piratea y la cantidad que
se vende. El software más pirateado, como el Lotus 1-2-3 o el
WordPerfect, se convierte en un estándar y se beneficia de la ley de los
rendimientos crecientes, que se basa en la familiaridad.
Respecto a mi propio producto creativo, canciones de rock and roll, no
hay ninguna duda de que el grupo para el que las escribo, Grateful Dead,
ha aumentado enormemente su popularidad al regalarlas. Desde comienzos
de los años setenta venimos dejando que la gente grabe nuestros
conciertos, y en vez de reducir la demanda de nuestro producto esto se
ha traducido en que ahora tenemos la mayor convocatoria en conciertos de
Estados Unidos. Cabe atribuir este resultado, al menos en parte, a la
popularidad que generaron aquellas grabaciones piratas.
Cierto es que no recibo derechos de autor por los millones de copias de
mis canciones que han sido extraídas de esos conciertos, pero no
encuentro ninguna razón para quejarme. El hecho es que nadie más que
Grateful Dead puede interpretar una canción de Grateful Dead, así que
quien desee tener la experiencia y no un pálido reflejo tendrá que
comprar una entrada. En otras palabras, la protección de nuestra
propiedad intelectual deriva de que somos su única fuente en tiempo
real.
El problema de un modelo que invierte la proporción física escasez/
valor es que a veces el valor de la información obedece en gran medida
a su escasez. La posesión exclusiva de ciertos hechos los vuelve más
útiles. Si todo el mundo conoce las condiciones que pueden subir el
precio de unas acciones, la información carece de valor.
Pero, de nuevo, el factor crítico suele ser el tiempo. No importa si
este tipo de información termina siendo omnipresente. Lo que importa es
estar entre los primeros que la poseen y actúan a partir de ella.
Aunque los secretos potentes por lo general no permanecen secretos,
pueden seguir siéndolo durante el tiempo suficiente como para coadyuvar
en la causa de sus primeros dueños.
En un mundo de realidades flotantes y mapas contradictorios, las
recompensas se otorgarán a aquellos comentaristas cuyos mapas se
ajusten más cómodamente al territorio por su capacidad de avanzar
resultados predecibles a quienes los utilicen.
En la información estética, ya sea poesía o rock and roll, la gente está
dispuesta a comprar el último producto de un artista sin haberlo visto
antes, partiendo de que ha tenido una experiencia placentera con su obra
previa.
La realidad es un filtro editorial. La gente paga por la autoridad de
aquellos editores cuyo punto de vista selectivo parece más ajustado. Y,
de nuevo, el punto de vista es un activo que no se pude robar ni duplicar.
Tan solo Esther Dyson ve el mundo como ella lo ve y, de hecho, la bonita
suma que percibe por su boletín informativo responde al privilegio de ver
el mundo a través de su mirada exclusiva.
En el mundo físico, el valor depende mucho de la posesión o de la
proximidad espacial. Se posee aquel material que cae dentro de ciertos
límites dimensionales, y la capacidad de actuar directa y
exclusivamente, y como se quiera, sobre lo que cae dentro de esos
límites es el principal valor de la posesión. Por supuesto, también hay
una relación entre valor y escasez, una limitación relativa al espacio.
En el mundo virtual, la proximidad en el tiempo es un valor. En general,
una información es más valiosa cuanto más cerca pueda situarse el
comprador del momento de su expresión; hay una limitación de tiempo.
Muchos tipos de información se degradan rápidamente con el tiempo o con
la reproducción. Su relevancia se debilita a medida que va cambiando el
territorio que delinean. Cuando desaparece el punto donde se produce por
vez primera la información, entra ruido y se pierde la amplitud de
banda.
En el pueblo donde nací, no se concede demasiado mérito a nadie
simplemente porque tenga ideas. Se le juzga por lo que puedas hacer con
ellas. A medida que se aceleran las cosas, la mejor manera de proteger
los proyectos que se convierten en objetos físicos es ejecutarlos. O
como lo expresara una vez Steve Jobs, «los artistas auténticos
ejecutan». El triunfador suele ser quien antes llega al mercado (y con
la suficiente fuerza organizativa como para mantener el primer puesto).
Pero, a medida que nos concentramos en el comercio de la información,
somos muchos los que pensamos que la originalidad basta en sí misma para
transmitir valor, y que merece, con los respaldos legales adecuados, un
salario fijo. De hecho, la mejor manera de proteger la propiedad
intelectual es actuar en consecuencia. No basta con inventar y patentar,
también hay que innovar. Alguien sostiene que inventó el microprocesador
antes que Intel. Quizás sea cierto. Pero, si de hecho hubiera empezado a
distribuir microprocesadores antes que Intel, su reclamación no
parecería tan espuria.
Es un tópico decir que el dinero es información. A excepción del
krugerand, la calderilla y los contenidos de los maletines que se suelen
asociar a los capos del narcotráfico, la mayor parte del dinero del
mundo informatizado está cifrado en unos y ceros. El suministro global
de dinero se propaga por la red con fluidez meteorológica. También es
evidente que la información se ha vuelto tan fundamental para la
creación de la riqueza moderna como antaño lo fueran la posesión de
tierras y la luz solar.
Lo que no es tan obvio es hasta qué punto la información está empezando
a tener un valor intrínseco, no como un medio para adquirir sino como
objeto de la adquisición. Supongo que, de manera menos explícita, esto
siempre ha sido así. En la política y en el mundo académico, poder e
información siempre han mantenido un vínculo estrecho.
Sin embargo, ahora que la información se compra cada vez más con dinero,
vemos que comprar información con otra información es un mero
intercambio económico que no precisa la conversión en otra moneda. Esto
supone cierto desafío para quienes gustan de tener las cuentas claras,
ya que, al margen de la teoría de la información, los tipos de cambio de
la información son demasiado escurridizos como para cuantificarlos con
cifras decimales.
No obstante, casi todo lo que compra un estadounidense de clase media
tiene poco que ver con la supervivencia. Compramos belleza, prestigio,
experiencia, educación y todos los oscuros placeres de la posesión.
Muchas de estas cosas no sólo se pueden expresar en términos no
materiales, sino que además se pueden adquirir por medios no materiales.
Y luego están los inexplicables placeres de la propia información, el
deleite de aprender, saber y enseñar. Esa sensación extraña y agradable
de que la información entra y sale de uno mismo. jugar con ideas es un
divertimento por el que la gente debe de estar dispuesta a pagar mucho,
dado el mercado que tienen los libros y los cursillos. Estaríamos
dispuestos a gastar aún más dinero en este tipo de placeres de no haber
tantas oportunidades de pagar las ideas con otras ideas.
Esto explica mucho trabajo «voluntario» colectivo que llena los
archivos, los foros y las bases de datos de Internet. Sus habitantes no
trabajan de balde, como se suele creer. Se les paga con algo que no es
dinero. Es una economía que consiste casi por completo en información.
Puede que ésta se convierta en la forma dominante del comercio humano, y
si seguirnos empeñados en modelar la economía sobre una base
estrictamente monetaria quizás nos equivoquemos seriamente.
Como se relaciona todo lo anterior con las posibles soluciones a la
crisis de la propiedad intelectual es algo que apenas he comenzado a
pensar. Los paradigmas se distorsionan cuando se contempla la
información con ojos atentos, al ver lo poco que tiene que ver con las
materias primas que se venden en los mercados de futuros, al imaginar
las tambaleantes farsas de jurisprudencia que se amontonarán si seguimos
tratándola legalmente como si se les pareciera.
Como ya dije, creo que en algún momento de la próxima década
estas actitudes obsoletas se harán añicos y a nosotros, no nos quedará
más remedio que incorporarnos a nuevos sistemas que funcionen.
En realidad, no tengo una imagen tan sombría de nuestras perspectivas
como podrían suponer hasta ahora los lectores de esta jeremiada.
Surgirán soluciones. La naturaleza aborrece el vacío y lo mismo le
ocurre al comercio.
Uno de los aspectos de la frontera electrónica que más atractivo me ha
resultado siempre -y la razón de que Mitch Kapor y yo eligiésemos esa
expresión cuando fundamos la EFF4- es el grado de semejanza con el Oeste
americano del siglo XIX en su preferencia natural por los mecanismos
sociales que surgen de sus propias condiciones, frente a aquellos que se
imponen desde el exterior.
Hasta que el Oeste se colonizó y «civilizó» por completo en este
siglo, el orden se establecía según un Código del Oeste no escrito, que
tenía la fluidez de los buenos modales más que la rigidez de la ley. La
ética era más importante que las normas, que en cualquier caso se hacían
respetar muy poco.
En mi opinión, la ley, tal y como la entendemos, se desarrolló para
proteger los intereses que surgieron en las dos «olas» económicas que
con tanta exactitud identificó Alvin Toffler en La tercera
ola.5 La primera ola se basaba en la agricultura y necesitaba la ley
para disponer la posesión de la principal fuente de producción, la
tierra. En la segunda ola, la manufactura se convirtió en la fuente
económica fundamental, y la estructura de la ley moderna creció en torno
a las instituciones que necesitaban protección para sus reservas de
capital, fuerza humana y maquinaria.
Ambos sistemas económicos necesitaban estabilidad. Sus leyes estaban
concebidas para resistir el cambio y asegurar cierta constancia
distributiva dentro de un marco social bastante estático. Había que
limitar la disponibilidad para preservar la capacidad de predecir,
necesaria tanto para la administración de la tierra como para la
formación de capital.
En la tercera ola, en la que acabamos de entrar, la información
sustituye en gran medida a la tierra, el capital y la maquinaria, y,
como detallé antes, donde más a gusto se encuentra la información es en
un entorno mucho más fluido y adaptable. Es probable que la tercera ola
provoque un cambio fundamental en los propósitos y métodos de la ley, y
que su repercusión vaya mucho más allá de los estatutos que rigen la
propiedad intelectual.
Puede que el propio «terreno» -la arquitectura de la red- cumpla
muchos de los objetivos que en el pasado sólo se podían mantener por
imposición legal. Por ejemplo, quizás sea innecesario asegurar
constitucionalmente la libertad de expresión en un entorno que trata la
censura como si fuera una disfunción y busca la fórmula para transmitir
ideas prohibidas esquivando la censura.
Puede que surjan similares mecanismos naturales de equilibrio para
nivelar las discontinuidades sociales que antes necesitaban de la
mediación legal para solucionarse. En la red, lo más probable es que
estas diferencias sean abarcadas por un espectro continuo que conecta
tanto como separa.
Y, a pesar de asirse férreamente a la vieja estructura legal, las
compañías que comercian con la información quizá vean que, debido a su
creciente incapacidad para acercarse con sensatez a cuestiones
tecnológicas, los tribunales ya no producirán resultados con la
previsión suficiente como para apoyar proyectos a largo plazo. Cada
litigio se convierte en algo parecido a una ruleta rusa, dependiendo de
la ignorancia del juez que lo preside.
La «ley» sin codificar o adaptable, aunque sea tan «rápida, holgada e
incontrolable» como otras formas emergentes, probablemente esté muy
cerca de algo parecido a la justicia. De hecho, ya se puede ver el
desarrollo de nuevas prácticas más adecuadas a las condiciones del
comercio virtual. Las formas de vida de la información son métodos que
evolucionan para proteger su reproducción continua.
Por ejemplo, aunque la letra pequeña del sobre de un disquete comercial
plantea puntillosas exigencias a quien lo abre, hay, como digo, poca
gente que lea esas condiciones y mucha menos que las cumpla a rajatabla.
Y aún así el negocio del software sigue siendo un sector muy sano de la
economía de Estados Unidos.
Y esto ¿a qué se debe? A que la gente termina comprando el software que
realmente utiliza. Cuando un programa se vuelve fundamental para el
propio trabajo, se quiere tener la última versión, el mejor soporte, los
manuales actualizados, todos los privilegios vinculados a la posesión.
En ausencia de una ley vigente, estas consideraciones prácticas serán
cada vez más importantes para cobrar aquello que fácilmente se podría
obtener gratis.
Por supuesto que hay quien compra software por respeto a la ética o
con la idea abstracta de que no comprarlo contribuiría a que no se
fabricara, pero voy a dejar estos motivos de lado. Si bien pienso que el
fracaso de la ley desembocará casi con toda certeza en un renacimiento
compensador de la ética como modelo organizativo de la sociedad, no
tengo espacio para defender aquí esta creencia.
En su lugar diré que, a mi modo de ver y como en el caso antes citado,
la compensación por la creación de software se guiará fundamentalmente
por consideraciones prácticas, todas ellas inherentes a las verdaderas
propiedades de la información digital, dónde reside su valor y cómo
puede ser a la vez manipulada y protegida por la tecnología.
Aunque el acertijo sigue siendo un acertijo, empiezo a ver desde dónde
pueden venir las soluciones, que en parte consisten en ampliar esas
soluciones prácticas que ya están en marcha.
Creo que hay una idea básica para comprender el comercio líquido: la
economía de la información, en ausencia de objetos, se basará más en
la relación que en la posesión.
Un modelo ya existente para la transmisión futura de la propiedad
intelectual es la ejecución en tiempo real, un medio que en la actualidad
sólo se usa en teatro, música, conferencias y enseñanza. A mi juicio, el
concepto de ejecución se ampliará hasta incluir casi toda la economía de
la información, desde los culebrones hasta los análisis bursátiles. En
estos casos, el intercambio comercial se parecerá más a la venta de
entradas para un espectáculo continuo que a la compra de distintos
paquetes de lo que se muestra.
El otro modelo, por supuesto, es el de los servicios. Todo el sector
profesional médicos, abogados, asesores, arquitectos, etc. está ya
cobrando directamente por su propiedad intelectual. ¿Quién necesita el
copyright cuando tiene una cuota fija?
De hecho, hasta finales del siglo XVIII este modelo se aplicaba a muchos
ámbitos que hoy caen bajo el copyright. Antes de la industrialización de
la creación, los escritores, compositores y artistas trabajaban al
servicio privado de los patronos. Sin objetos que se puedan distribuir
en un mercado de masas, los creadores regresarán a una situación
parecida, si bien servirán a muchos patronos en vez de a uno sólo. Ya
se puede ver como surgen compañías cuya existencia se basa en apoyar y
mejorar el software que crean más que en venderlo por piezas
plastificadas o incluirlo en paquetes.
La nueva compañía de Trip Hawkins para la creación y comercialización
bajo licencia de herramientas multimedia, 3DO, es un ejemplo de lo
estamos tratando. 3DO no pretende producir ningún tipo de software
comercial o aparatos para los consumidores. Pretenden, en su lugar,
hacer las veces de una especie de órgano de calificación de estándares
privados, que mediaría entre los creadores de software y de aparatos
informáticos, que serían los titulares de sus licencias. Proporcionarán
un punto de comunidad de intereses para las relaciones entre un amplio
espectro de entidades.
En todo caso, tanto si uno se considera un proveedor de servicios como
si es un ejecutante, la futura protección de la propiedad intelectual
dependerá de la propia capacidad de controlar la relación con el
mercado, una relación que con toda probabilidad perdurará y crecerá con
el tiempo.
El valor de esa relación residirá en la calidad de la ejecución, la
originalidad del punto de vista, las destrezas, su relevancia para el
propio mercado y, bajo todo esto, la capacidad de ese mercado para
comunicar los servicios creativos de manera ágil, cómoda e interactiva.
La interacción directa otorgará una gran protección a la propiedad
intelectual en el futuro; de hecho, ya la ha dado. Nadie sabe cuántos
piratas de software han comprado copias legítimas de un programa
después de llamar al editor para pedirle asesoramiento técnico y que
éste les haya pedido alguna prueba de compra, pero supongo que la
cifra es muy alta.
El mismo tipo de control se podrá ejercer sobre las relaciones de
«pregunta y respuesta» entre autoridades (o artistas) y aquellos que
soliciten sus destrezas. Boletines informativos, revistas y libros
saldrán reforzados por la capacidad de los suscriptores para hacerles
preguntas directas a los autores.
La interactividad será un bien facturable incluso sin la autoría. A
medida que vaya entrando la gente en la red y obteniendo su información
directamente del punto donde se produce, sin que se filtre a través de
los centralizados medios de comunicación, intentará desarrollar la misma
capacidad interactiva para investigar la realidad que en el pasado sólo
la experiencia les suministraba. El acceso directo a estos distantes
«ojos y orejas» será mucho más fácil de delimitar que el acceso a
paquetes fijos de información almacenada pero fácilmente reproducible.
En la mayoría de los casos, el control se basará en restringir el acceso
a la información más reciente y con mayor amplitud de banda. Será
cuestión de definir la entrada, el sitio donde se actúa, el actor y la
identidad del portador de la entrada, definiciones que, en mi opinión,
surgirán de la tecnología, no de la ley. En la mayoría de los casos, la
tecnología definidora será la criptografía.
La criptografía, como he dicho quizás ya demasiadas veces, es el
«material» con el que se construirán las paredes y los límites -y las
botellas- del ciberespacio.
Evidentemente, la criptografía o cualquier otro método puramente
técnico de protección de la propiedad plantea problemas. Siempre me
ha parecido que a mayor seguridad de los artículos, más posibilidad de
convertirlos en objeto de deseo. Viniendo de un lugar donde la gente
deja puestas las llaves del coche y ni siquiera tiene llaves de su casa,
estoy convencido de que el mejor obstáculo contra el crimen es una
sociedad con una ética intacta.
Aunque admito que no es éste el tipo de sociedad en que vivimos la
mayoría de nosotros, también creo que un exceso de confianza social en
la protección con barricadas terminará debilitando la conciencia al hacer
de la intrusión y el robo un deporte, y no un crimen. Esto ocurre ya en el
ámbito digital, como es evidente en las actividades de los que asaltan
sistemas informáticos.
Es más, me atrevería a sostener que los esfuerzos iniciales por proteger
el copyright digital mediante la protección de la copia contribuyeron a
la situación actual, en la que los usuarios de ordenadores, que en otros
sentidos actúan éticamente, no parecen oponer reparos morales al
software pirateado.
En vez de cultivar entre los recién informatizados un sentido del
respeto hacia el trabajo de sus colegas, la confianza temprana en la
protección de la copia abocó en la idea subliminal de que asaltar un
paquete de software «concedía» en cierto sentido el derecho a usarlo.
Limitados no por la conciencia sino por la destreza técnica, muchos se
sintieron libres para hacer todo aquello que les permitiera salirse con
la suya. Esto seguirá siendo un riesgo potencial de la codificación del
comercio digitalizado.
Más aún, es prudente recordar que la protección contra la copia fue
rechazada por casi todos los ámbitos del mercado. Muchos de los próximos
esfuerzos para usar los modelos de protección basados en la criptografía
probablemente sufrirán el mismo destino. La gente no va a tolerar
ciertas cosas que dificultan aún más el uso de los ordenadores sin que
haya ningún beneficio para el usuario.
Aun así, la codificación ya ha demostrado cierta utilidad burda. Hace
poco se dispararon las nuevas suscripciones a varios servicios de
televisión comercial vía satélite después de que desplegaran una mayor
codificación en sus alimentadores. Y esto a pesar de un floreciente
comercio casero de chips descodificadores a manos de tipos que parecen
destiladores ilegales de alcohol más que expertos en descodificar
claves.
Otro problema evidente de la codificación como solución global es
que, una vez que algo ha sido descodificado por un mediador autorizado
legítimo, puede volverse accesible a la reproducción masiva.
En algunos casos, puede que no sea un problema realizar la reproducción
después de descodificar. El valor de muchos artículos de software se
degrada con el paso del tiempo. Quizás el único interés real por algunos
de estos productos lo tengan aquellos que han comprado las llaves de la
inmediatez.
Es más, a medida que el software se vuelva más modular y la distribución
avance por la red, comenzará a sufrir una metamorfosis al relacionarse
directamente con la base del usuario. Las actualizaciones discontinuas se
nivelarán en un proceso constante de adaptación y perfeccionamiento cada
vez mayores, en parte debido al hombre y en parte a algoritmos
genéticos. Las copias pirateadas de software quizás se vuelvan demasiado
estáticas como para serle de algún valor a alguien.
Incluso en casos como los de las imágenes, donde se supone que la
información permanece inalterada, el fichero sin encriptar todavía sería
susceptible de entretejerse con secuencias de código que continuarían
protegiéndolo con arreglo a un amplio abanico de modalidades.
En la mayoría de los esquemas que puedo imaginar, el fichero continuaría
«con vida» con un software incrustado permanentemente que podría
«sentir» las condiciones del entorno e interaccionar por las mismas. Por
ejemplo, podría contener código que detectaría el proceso de duplicación
y provocaría su autodestrucción.
Otros métodos podrían dotar al fichero de la capacidad de «llamar a
casa» a través de la Red hasta localizar a su propietario original. La
integridad permanente de algunos ficheros podría requerir su
«alimentación» periódica con el dinero digital de su anfitrión
(host), que estos harían llegar después a sus autores.
Por supuesto, los ficheros dotados de la capacidad independiente de
comunicar con sus dispositivos de origen se parecen inquietantemente al
gusano de Internet Morris. Los ficheros «vivos» poseen una cierta
cualidad viral. De esta suerte, se plantearían cuestiones graves de
vulneración de la privacidad si nuestros ordenadores vinieran equipados
con espías digitales.
El núcleo de la cuestión es que la criptografía posibilitará muchas
tecnologías de protección que se desarrollarán rápidamente por la
obsesiva competición que siempre han sostenido los que hacen los
cerrojos y los que los rompen.
Pero la criptografía no se usará solo para hacer cerrojos. También es
vital para las firmas digitalizadas y el dinero digital antes
mencionado. Ambos serán, a mi juicio, fundamentales para la protección
futura de la propiedad intelectual.
Considero que el fracaso generalmente reconocido que ha sufrido el
modelo shareware en el ámbito del software tuvo menos que ver con la
honestidad que con la simple incomodidad de pagarlo. Si el proceso de
pago se puede automatizar, como lo permitirán el dinero y las firmas
digitales, los creadores de artículos de software cosecharán unos
beneficios mucho más altos.
Es más, se les dispensará de muchos de los costes indirectos que
hoy se añaden al márketing, la manufactura, las ventas y la distribución
de productos de información, ya sean programas informáticos, libros,
CD o películas. Esto reducirá los precios y aumentará la posibilidad del
pago no obligatorio.
Pero, naturalmente, hay un problema fundamental en un sistema que exige
el pago, a través de la tecnología, por cada acceso a una expresión
concreta. Desafía el propósito jeffersoniano original de hacer
accesibles para todos las ideas al margen de su situación económica. No
me siento cómodo con un modelo que limite la investigación a los ricos.
Las formas y futuras protecciones de la propiedad intelectual se han
vuelto mucho más opacas desde que empezó la Era virtual. No obstante,
puedo proponer (o reiterar) unos cuantos enunciados directos que,
sinceramente, no creo que resulten demasiado ingenuos dentro de
cincuenta años.
- En ausencia de los viejos contenedores, casi todo lo que creemos
saber sobre la propiedad intelectual es erróneo. Tendremos que
desaprenderlo. Vamos a tener que considerar el fenómeno de la
información como algo nunca visto previamente.
- Las protecciones que desarrollaremos se apoyarán mucho más en la
ética y la tecnología que en la ley.
- El cifrado será la base técnica
de la mayoría de las protecciones de la propiedad intelectual. (Y, por
esta y otras razones, debería volverse más accesible.)
- La economía del futuro se basará en la relación más que en la
posesión. Será continua más que secuencial.
- Y, por último, en los años venideros la mayor parte del
intercambio humano será virtual más que físico, y no consistirá en
materia sino en la materia de la que están hechos los sueños. Nuestros
futuros negocios se llevarán a cabo en un mundo hecho de verbos más que
de sustantivos.
Ojo Caliente, New Mexico, October 1, 1992
New York, New York, November 6, 1992
Brookline, Massachusetts, November 8, 1992
New York, New York, November 15, 1993
San Francisco, California, November 20, 1993
Pinedale, Wyoming, November 24-30, 1993
New York, New York, December 13-14, 1993
Esta expresión ha vivido y crecido hasta ahora durante el periodo de
tiempo y en los lugares detallados más arriba. A pesar de su publicación
expresa aquí, espero que continúe evolucionando de forma líquida y, de
ser posible, durante muchos años.
Los pensamientos que contiene no me «pertenecen» en exclusiva, sino que
se han armado a sí mismos dentro de un campo de interacción que ha
existido entre mí y muchas otras personas, a las que quiero expresar mi
agradecimiento. Quiero recordar en particular a: Pamela Samuelson, Kevin
Kelly, Mitch Kapor, Mike Godwin, Stewart Brand, Mike Holderness, Miram
Barlow, Danny Hillis, Trip Hawkins y Alvin Toffler.
No obstante, debo confesar que cuando Wired me envía un cheque
a cambio de haber «colgado» temporalmente el artículo en sus páginas,
soy el único que lo cobra...
Notas al pie
- ...
ideas».1
- http://www.wired.com/wired/archive/2.03/economy.ideas_pr.html
- ...
EFF.2
- http://www.eff.org/Publications/John_Perry_Barlow/HTML/idea_economy_article.html
- ...
real.3
- Real estate es el término inglés para «bienes
raíces» [N. de la T.]
- ... EFF4
- La Electronic Frontier
Foundation, fundada tras la famosa caza de hackers de 1990 que describe Sterling
en The hacker crackdown, es la decana de los ciberderechos y probablemente el
lobby más importante en defensa de los derechos digitales a
nivel mundial. [N. del E.]
- ...
ola.5
- Hay edición castellana del mismo año de su publicación
original: La tercera ola, Alvin Toffler, Plaza&Janés,
Barcelona, 1980. Esta obra temprana y visionaria fue enormemente
influyente en todos los teóricos, emprendedores y «futurólogos» de la
sociedad de la información, en los primeros editorialistas de
Wired, incluyendo como vemos al propio Barlow. También se dice
que inspiró a J. Atkins, uno de los creadores de la música tecno y al
fundador de AOL para lanzar sus servicios en línea. [N. del
E.]
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