Racismo o revuelta
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Historia de las historias
George Orwell decía que “sólo se puede confiar en una autobiografía cuando revela algo vergonzoso. Un hombre que rinde buenas cuentas de sí mismo probablemente miente, ya que cualquier vida que se vea desde dentro es simplemente una serie de derrotas”. Algo similar podríamos decir sobre la realidad contemporánea: sólo podemos fiarnos de las narraciones que dan cuenta de su ambivalencia, de su opacidad, de su precariedad y fragilidad. Las historias sobre sujetos imbatibles que progresan imperturbables hacia la victoria final no son de nuestro mundo. No restituyen la tragedia, la prueba, la adversidad, que por lo demás son los ingredientes imprecindibles de toda buena historia. No dibujan un retrato ni siquiera aproximado de nuestro enemigo, que no es la imposición alienante de sentido, sino la dispersión absoluta de –las condiciones de– sentido.
Las nuestras son todas historias de perdedores. No necesariamente de gente que pierde, sino de gente que ha perdido. Que habita en la desarticulación de las ilusiones revolucionarias de los dos últimos siglos, en la destitución radical de los modos de organización y conflicto tradicionales. A partir de ahí, la nostalgia, el resentimiento, la estetización de la derrota, la resignación o el suicidio son opciones. Pero también miente quien las presente como opciones exclusivas, ya que cualquier vida que se vea desde dentro es más que una serie de derrotas. Sobre todo si consideramos que las derrotas son irreversibles (contra toda teología), pero también dejan huellas de la lucha, marcas de lo común, rastros de carmín. Semillas que el presente –y sólo el presente– puede fecundar de manera imprevista. En realidad, las decepciones sólo pueden erosionar una creencia en la vida muy infantilizada. Por el contrario, como cantaba Wordsworth, pensando en su niñez: “¿Dónde se ha ido ese rayo visionario?/¿Dónde están hoy esa gloria y ese sueño?/No nos aflijamos, busquemos más bien la fuerza en lo que permanece”.
Nosotros los ciudadanos del Archipiélago Urbano, las Ciudades Unidas de América [...] vivimos en una cadena de islas de cordura, progresismo y compasión [...] Y somos los verdaderos americanos. Ellos, votantes de las zonas rurales y los estados rojos [...] no son americanos verdaderos. Son paletos, tontos y propagadores del odio [...] A los votantes de los estados rojos, de las zonas rurales, de los pueblos que se mueren y de las urbanizaciones sin alma, les decimos esto: idos a la mierda. Vuestras preocupaciones ya no son las nuestras [...] Ya no nos preocuparemos de la crisis en la asistencia sanitario que afecta a las zonas rurales. Lo que haremos es trabajar para conseguir asistencia sanitaria universal en los estados azules, poco a poco y uno por uno. Lucharemos para que no haya armas en las calles de nuestras ciudades, pero cuantas más haya en las zonas rurales, mejor. Si un chaval de un estado rojo encuentra la pistola de su padre y se vuela la cabeza, nos sentiremos mal, claro, pero no hay mal que por bien no venga: por lo menos ese chaval no llegará a votar como su padre. Desde hoy en adelante, ya no nos importa que las granjas familiares se hundan. Menos granjas familiares significan menos votantes rurales”.
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