Repensar los derechos de autor.
Defensa de la lectura
socializada frente a los nuevos peajes de la cultura
Hervé Le Crosnier
¿Repensar los derechos de autor? sí, pero ¿en vistas de qué proyecto
social y cultural?: defender la lectura socializada frente a los nuevos
peajes de la cultura. Este artículo apareció publicado originalmente en
marzo de 2003, en el número 55 de la revista Archipiélago, cuya
carpeta principal se dedicó a la propiedad intelectual y la libre
circulación de ideas.
En un artículo aparecido el 9 de septiembre de 2002 en
Libération, Nidam Abdi nos incita a repensar los derechos de
autor en la era digital.1
Loable intención, pero pobres propuestas. El eje general del artículo es
el rechazo del canon impuesto sobre las herramientas de copia
digital privada, un canon decidido en julio por la comisión
Brun-Buisson en el mismo sentido de los anteriores cánones sobre la copia
analógica: canon sobre las fotocopiadoras y los productos de copia que
permite la existencia del CNL (Centre National des Lettres); canon sobre
las cintas de audio y vídeo utilizadas en las actividades de formación,
etc. Es evidente que el artículo incita a rechazar la intermediación
socializada entre los gestores de los derechos de copia y los individuos
que desean disponer de una copia privada, sin que se precise solución
alguna para evitarla... ¿acaso no había un increíble pasaje de un jurista
que nos asestaba que, «en principio, la remuneración por copia privada
no debería permitir la representación de una obra en un marco privado
sin el consentimiento de los autores». Nos quedamos estupefactos.
El conjunto del artículo pasa por alto la naturaleza de los derechos de
autor y el estatuto particular de las obras literarias y artísticas que
se encamina a proteger. Desde el momento en que considera las obras como
mercancías tradicionales, «repensar los derechos de autor» se limita a
encontrar soluciones técnicas para garantizar el pago por el acto de
leer. La invitación final a las «reflexiones» que se están llevando a
cabo en los Estados Unidos bajo la égida de Michael Eisner, patrón de
Disney, cuyo deseo es hacer obligatorios los dispositivos anti-copia de
las herramientas digitales (ordenadores, pero también televisores
digitales, PDA, etc.), no hace más que reforzar la idea de que, bajo la
confusión de los proyectos, se esconde una clara orientación encaminada
a incrementar la mercantilización de la cultura. Una orientación opuesta
a los intereses globales de la sociedad.
Desde el primer «Estatuto de la Reina Ana», en 1710, los derechos de
autor se conciben como un derecho de equilibrio entre los intereses de
la sociedad («animar a los hombres iluminados a componer y a escribir
libros útiles», decía el Estatuto) y los de los autores. Estos últimos
disponen del monopolio de explotación de sus obras, que no pueden ser
editadas o representadas sin su consentimiento. Consentimiento que, en
general, se concede a cambio de una retribución, aunque éste no sea
siempre el caso, como lo demuestran ciertos movimientos como el actual
del software libre. Esta lógica del equilibrio se traduce evidentemente
en toda una serie de medidas que permiten asegurar la socialización de
la lectura: existencia de un «dominio público» en el que se colocan las
obras algunas décadas después de la muerte del autor para garantizar su
libre reproducción, constituyendo así un patrimonio global; existencia
de un derecho vinculado a la primera compra que permite el préstamo o la
donación de libros; derecho de cita, de caricatura; y, por último,
derecho de copia privada. En el transcurso de estos últimos años estos
derechos se están poniendo en tela de juicio bajo la presión de las
grandes empresas y de los grupos de presión, que poseen unos «catálogos
de derechos» y pretenden actuar en nombre de los autores. El público
crédulo cree defender a Flaubert o al cantante desconocido, pero se ve
embarcado en el intento de financiarizar la cultura emprendido por
Microsoft, Elsevier, Vivendi-Universal y compañía.
Ésta es la lógica liberal que predomina en numerosas intentonas actuales
encaminadas a repensar los derechos de autor. En los principales
proyectos, se trata, en realidad, de limitar los derechos de la sociedad
en su conjunto, los derechos del lector, los derechos del público, a
riesgo de incrementar las desigualdades de acceso a la cultura (véase el
debate acerca del préstamo de libros en las bibliotecas o la intención
de cobrar las reproducciones en las escuelas) y a riesgo de un
empobrecimiento cultural y científico a medio plazo. Pero los cálculos
económicos de los grandes accionistas de la cultura, para quienes los
«derechos» se confunden con las carteras de los «derechos de copia»
(copyright), no alcanzan a contemplar la posibilidad de una
sociedad que haya perdido ese equilibrio. Un equilibrio que, desde hace
tres siglos, ha sabido provocar una explosión del conocimiento y elevar
el nivel cultural a escala global, promoviendo de esta forma una
ampliación de la democracia.
Es preciso decirlo bien alto: la difusión cultural es un fenómeno social
y no se debe reflexionar en razón de las novedades técnicas, sino con
arreglo a un auspiciado devenir social de la lectura. Una «lectura»
entendida aquí en su sentido amplio de acceso a las obras (leer, pero
también escuchar, asistir a un espectáculo, ver una película o un
vídeo). Sí, la técnica cambia y permite que la circulación de las obras
sea más fluida: copias idénticas en la era digital, nuevos formatos
intercambiables a través de la red, interconexión planetaria... y
democratización de los accesos a los dispositivos de lectura gracias a
la bajada de los precios y a la disponibilidad que de ellos se tiene en
los espacios públicos (colegios, bibliotecas... ). No obstante, esas mismas
tecnologías de lo digital y de la red permiten así mismo un seguimiento
más preciso de los usos que se hacen de las obras y de los hábitos
culturales de las personas, lo que no deja de ser un peligro para las
libertades individuales. La tecnología es un Jano bifronte, hasta el
punto de que invocarla como la razón esencial de una transformación
social es un truco de prestidigitación que consiste en correr un tupido
velo sobre la realidad económica y las relaciones de poder de las
transformaciones propuestas.
¿Qué se pretende cuando se desea «repensar los derechos de autor»?
¿Favorecer la difusión cultural encontrando nuevos y diversos modos de
financiar la creación, o bien transformar los bienes culturales en unas
mercancías cuyo pago estaría vinculado a cada acto de lectura, según el
modelo del peaje?
En la fase precedente, transcurrida durante el siglo XX, la remuneración
de los autores tenía lugar en el momento de la industrialización de la
obra (impresión de un libro vinculado al «contrato de edición», prensado
de discos, etc.). Éste es un modelo que permite unos usos inéditos de
las obras, una circulación de la cultura, la constitución de «grupos de
lectores». El modelo que permite, por ejemplo, a unos grupos de
adolescentes intercambiar su música preferida, para mayor provecho
«general» de la industria musical. Quien aporta las obras originales que
se copian alcanza la talla de prescriptor musical. Espera, por lo tanto,
ser imitado por los demás miembros del grupo, quienes aportarán a su vez
obras nuevas. Este fenómeno provoca un aumento del consumo cultural
general y evita, en la medida de lo posible, que las compras se limiten
a las músicas consideradas como «esenciales» en un momento dado en el
grupo de adolescentes. Sí, los adolescentes se valorizan a través del
trabajo creativo de otros, de los autores que abanderan. ¿Y qué? ¿Acaso
la obra cultural no desempeña el papel de promover el reconocimiento
mutuo y el intercambio social? ¿No es precisamente ésa la razón de que
los bienes culturales posean un estatuto diferente, un estatuto
garantizado por las reglas de los derechos de autor que favorece el uso
de las obras en el ámbito privado? Es cierto que cuando la esfera
privada se extiende al planeta en red y el fenómeno de la copia no queda
limitado por la capacidad de conocer «intuite personnae» a
quien posee una obra deseada, se suscitan nuevos problemas. Es preciso
tratarlos. Pero tratarlos, sobre todo, sin poner en tela de juicio la
actividad de lectura socializada tan esencial para la formación
cultural, una apuesta por usos posteriores que se traducirán a su vez en
la compra de obras en los años venideros. La cultura se alimenta de sus
propias prácticas aunque a primera vista éstas fagociten las obras
existentes. Esto siempre ha sido así, y así ha de continuar en pos de la
expansión y de la democratización del conocimiento.
¿Por qué inquietarse a causa de las tentativas liberales de «repensar
los derechos de autor»? Porque el otro aspecto del Jano bifronte de las
evoluciones tecnológicas es un conjunto de medios de seguimiento de los
usos que permite ponerlos en vereda, estigmatizar a los lectores y, por
último, instituir una sociedad de control cultural. Es cierto que
estamos asistiendo tan sólo a sus balbuceos. Los Cd´ s anti-copia
ilegibles por el ordenador son todavía inestables, hasta el punto de que
los grandes sellos musicales como BGM y Universal Music están dando
ahora marcha atrás. Pero la dinámica económica general tiende hacia el
pago en el momento del uso, de cada uso, y para ciertos usos precisos y
delimitados, previamente descritos por el productor cultural. Todo el
conjunto embalado en un fichero XML y guardado en las nuevas bases de
datos de certificación que van a constituir el futuro megapoder de la
industria cultural o, más bien, de la industria del entretenimiento.
Ahora bien, en la previsión, la organización y el seguimiento de los
usos de las obras culturales se esconde un verdadero peligro. El peligro
de limitar la innovación, de reducir la capacidad de las obras de unir a
los grupos humanos en torno a prácticas sociales de conocimiento y de
placer cultural. Porque es el segundo estatuto de la obra literaria y
artística el que se olvida en la vulgata actual acerca de los derechos
de autor: el objetivo de la cultura es tejer a los individuos en redes
de prácticas comunes. Es esta fabulosa externalidad positiva de la obra
de arte la que la hace tan indispensable para las sociedades
democráticas.
Sí, es necesario «repensar los derechos de autor», pero en función de
proyectos sociales y culturales y no bajo la máscara de la tecnología. Y
para ello conviene sacar a la lectura socializada del ámbito de lo no
pensado. La lectura socializada que, más allá de las practicas
individuales, lleva a funcionamientos de grupo: en las instituciones
sociales (escuelas, bibliotecas), pero también en las redes sociales de
los individuos. En ese dominio hay pistas que explorar muy alejadas del
guirigay al que se dedican las megacompañías de gestores de bienes
culturales.
En este debate, que es preciso convocar en el espacio público, que es
preciso «repolitizar», conviene preguntarse por el lugar de la sociedad
civil. En calidad de complemento de los derechos políticos, sociales y
económicos, ¿cuál es el envite de un derecho a la información, al
conocimiento y a la cultura? Y, dentro de este marco, ¿cuál es la
posibilidad de existencia del régimen de equilibrio específico de los
derechos de autor, es decir, cómo asegurar la retribución equitativa de
los autores y de todo el entorno que hace posible la producción y la
difusión cultural (la industria cultural, la educación, la edición, las
bibliotecas, etc.) sin dañar ese bien público global que es el
conocimiento?
Traducción: Marisa Pérez Colina
Copyright
© 2003 Hervé Le Crosnier
Se permite la copia y la reproducción literal de este artículo en su totalidad y por cualquier medio, siempre y cuando esta nota se preserve.
Notas al pie
- ... digital.1
- Para facilitar la comprensión del
debate, puede consultarse el artículo de Nidam Abdi en
http://www.liberation.fr/page.php?Article=51845
volver al índice de la
Biblioweb
|