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Capítulo 12 Malinterpretar el copyright: una sucesión de errores1

Algo extraño y peligroso está sucediendo en la legislación sobre el copyright. Según la Constitución de los Estados Unidos, el copyright existe para beneficiar a los usuarios —los que leen libros, escuchan música o utilizan software—, no para beneficiar a los editores o los autores. Aún cuando la gente tiende cada vez más a rechazar y desobedecer las limitaciones del copyright que le vienen impuestas «por su propio beneficio», el gobierno de los Estados Unidos está añadiendo más restricciones y trata de asustar al público con nuevas y rígidas penas con el fin de conducirlo a la sumisión. ¿Cómo llegó la política de copyright a ser diametralmente opuesta a su propósito establecido? ¿Cómo podemos volver a alinearla con ese propósito? Para comprenderlo, debemos empezar por considerar la raíz de la legislación estadounidense sobre copyright: la Constitución de los Estados Unidos.

12.1 El copyright en la Constitución de los Estados Unidos

Cuando se diseñó la Constitución de los Estados Unidos, se propuso la idea de que se concediera a los autores un monopolio sobre el copyright —la propuesta fue rechazada. Los fundadores de nuestro país adoptaron un supuesto diferente: que el copyright no es un derecho natural de los autores, sino una concesión artificial que se les hace en nombre del progreso. La Constitución concede carta legal al sistema de copyright con este párrafo (Artículo I, Sección 8):


[El Congreso tendrá el poder] de promover el progreso de la ciencia y las artes provechosas, asegurando por tiempo limitado a los inventores y autores el exclusivo derecho sobre sus respectivos descubrimientos y escritos.
El Tribunal Supremo ha afirmado repetidas veces que promover el progreso significa un beneficio para los usuarios de las obras sujetas a copyright. Por ejemplo, en el caso de la Fox Film contra Doyal, el tribunal dictó:


El exclusivo interés de los Estados Unidos y el objeto primordial de conceder el monopolio [del copyright] reside en los beneficios generales obtenidos por el público a partir del trabajo de los autores.
Esta decisión fundamental explica por qué el copyright no es obligatorio según la Constitución y es sólo algo permitido como una opción —también explica por qué se supone que su duración alcanza un «tiempo limitado». Si el copyright fuera un derecho natural, algo que los autores tienen en tanto depositarios de ese derecho, nada justificaría la extinción de este derecho pasado un determinado periodo de tiempo, como si los hogares de cada uno pasaran a ser propiedad pública cierto tiempo después de su construcción.

12.2 El «contrato2 de copyright»

El sistema de copyright funciona mediante la concesión de privilegios y por lo tanto de beneficios, a los editores y a los autores, pero no lo hace en su provecho. Más bien lo hace para modificar su comportamiento: proporciona un incentivo a los autores para escribir y editar más. En la práctica, el gobierno emplea los derechos naturales del público, en nombre del público, como parte de un trato para ofrecerle un mayor número de obras editadas. Los expertos en derecho llaman a este concepto el «contrato de copyright»; como la adquisición estatal de una autopista o un avión usando el dinero de los contribuyentes, excepto que en este caso el gobierno gasta nuestra libertad en lugar de nuestro dinero.

Pero ¿tal y como existe en la actualidad, el contrato supone un buen trato para el público? Son posibles muchos contratos alternativos; ¿cuál es el mejor? Cualquier medida en relación a la política de copyright es parte de esta cuestión. Si malinterpretamos la naturaleza de la cuestión, tenderemos a tomar medidas de forma errónea.

La Constitución permite que se concedan derechos de copyright a los autores. En la práctica, normalmente los autores se los ceden a los editores; son los editores, y no los autores, quienes suelen ejercer los derechos y quienes se quedan con la mayoría de los beneficios, aunque los autores consigan una pequeña porción. Por eso los editores son los que con frecuencia presionan más para aumentar los poderes del copyright. Para reflejar mejor la realidad del copyright en lugar del mito, este artículo se refiere a los editores antes que a los autores como sujetos de los derechos del copyright. También se refiere a los usuarios de las obras protegidas por el copyright como «lectores», aún cuando este uso no siempre signifique su lectura, en la medida en que el término «usuario» resulta lejano y abstracto.

12.3 El primer error: «equilibrar la balanza»

El contrato de copyright pone al público en primer término: el beneficio para el público lector es un fin en sí mismo; los beneficios para los editores —si es que se dan— son sólo medios para conseguir ese fin. En principio, los intereses de los lectores y los de los editores son cualitativamente desiguales. El primer paso al malinterpretar el propósito del copyright es elevar a los editores al mismo nivel de importancia que a los lectores.

Se ha dicho con frecuencia que la legislación estadounidense de copyright se propone equilibrar la balanza entre los intereses de los editores y de los lectores. Los que citan esta interpretación la presentan como una reformulación del punto de partida establecido en la Constitución; en otras palabras, se la supone equivalente al contrato de copyright.

Pero las dos interpretaciones están lejos de ser equivalentes; son conceptualmente distintas y sus implicaciones son diferentes. La idea de la balanza asume que los intereses de los editores y de los lectores difieren en importancia de forma sólo cuantitativa, en «cuánto al peso» que debemos darles y en qué situaciones se deben aplicar. El concepto de «la persona que guarda las apuestas» se suele usar para enmarcar la cuestión de este modo; supone que al tomar una decisión todos los intereses son igual de importantes. Este enfoque rechaza la distinción cualitativa entre los intereses de los lectores y de los editores que está en la base de la mediación gubernamental en el contrato de copyright.

Las consecuencias de esta alteración tienen un largo alcance, porque la fuerte protección que el público recibe con el contrato del copyright —a idea de que los privilegios del copyright sólo pueden justificarse en nombre de los lectores y nunca en el nombre de los editores— queda eliminada por esta interpretación de tipo «balanza». Dado que el interés de los editores es considerado como un fin en sí mismo, se puede justificar los privilegios del copyright; en otras palabras, el concepto de «balanza» dicta que los privilegios pueden justificarse en nombre de cualquiera que no sea el público.

En la práctica, la consecuencia del concepto de «balanza» es que invierte el peso de las justificaciones en lo que respecta a la legislación de copyright. El contrato de copyright coloca el peso en los editores para convencer a los lectores de que cedan ciertas libertades. El concepto de balanza prácticamente invierte este peso, porque en general no hay duda de que los editores se benefician de privilegios adicionales. De modo que, si no se prueba que el daño causado a los lectores es lo bastante grande como para «equilibrar» esos beneficios, se nos lleva a la conclusión de que los editores tienen derecho a casi cualquier privilegio que reclamen.

Dado que la idea de «equilibrar la balanza» entre editores y lectores niega a los lectores la primacía a la que tienen derecho, debemos rechazarla.

12.4 ¿Qué se contraequilibra?

Cuando el gobierno compra algo para el público, actúa en su nombre; su responsabilidad es obtener el mejor trato posible —mejor para el público, no para la otra parte del acuerdo.

Por ejemplo, cuando firma contratos con las constructoras para hacer autopistas, el gobierno pretende gastar lo menor parte posible del erario público. Las agencias gubernamentales usan el sistema de concursos para forzar los precios a la baja.

En la práctica, el precio no puede ser igual a cero, porque los contratistas no pujarán tan bajo. Aunque no tengan derecho a consideraciones especiales, tienen los derechos ciudadanos corrientes en una sociedad libre, incluyendo el derecho a rechazar contratos no ventajosos; incluso la oferta más baja será suficiente para que algún contratista gane dinero. Luego ciertamente existe algún tipo de equilibrio. Pero no se trata de un equilibrio deliberado entre dos intereses que reclaman un trato especial. Es un equilibrio entre el bien público y las fuerzas del mercado. El gobierno trata de obtener para los contribuyentes automovilistas el mejor trato que puedan conseguir en el contexto de una sociedad libre y de un mercado libre.

En el contrato de copyright, el gobierno emplea nuestra libertad en lugar de nuestro dinero. La libertad es más valiosa que el dinero, así que la responsabilidad del gobierno en el empleo sabio y austero de nuestra libertad es incluso mayor que su responsabilidad en el uso de nuestro dinero. Los gobiernos jamás deben poner los intereses de los editores a la par que la libertad del público.

12.5 Mejor concesión que «equilibrio»

La idea de equilibrar los intereses de los lectores con los intereses de los editores es la forma más errónea de juzgar la política de copyright, pero ciertamente hay dos intereses que sopesar: dos intereses de los lectores. Los lectores están interesados en su propia libertad de consumir obras publicadas; y según las circunstancias, también estarán interesados en animar la publicación mediante algún tipo de incentivos.

La palabra «equilibrio», en las discusiones sobre copyright, ha quedado como una abreviatura de la idea de «equilibrar la balanza» entre lectores y editores. Por lo tanto, usar la palabra «equilibrio» a propósito de los dos intereses de los lectores sería confuso —necesitamos otro término.

En general, cuando un sujeto tiene dos objetivos que parcialmente entran en conflicto, y no puede realizar ambos por completo, llamamos a esto una concesión. Por lo tanto, mejor que hablar de «equilibrar la balanza» entre las partes, deberíamos hablar de «encontrar la concesión apropiada de libertad que considere tanto su pérdida necesaria como su conservación».

12.6 El segundo error: maximizar la producción

El segundo fallo de la política de copyright consiste en adoptar el objetivo de maximizar —no simplemente aumentar— la cantidad de obras publicadas. El concepto erróneo de «equilibrar la balanza» alzaba a los editores al nivel de los lectores; este segundo error los sitúa muy por encima de ellos.

Cuando adquirimos algo, por lo general no compramos toda la cantidad disponible ni tampoco el modelo más caro. En su lugar conservamos fondos para otras adquisiciones, comprando sólo lo que necesitamos de un bien particular o escogiendo un modelo estándar antes que el de más alta calidad. El principio de los rendimientos decrecientes enseña que gastar todo nuestro dinero en un bien particular tiende a ser una ineficiente asignación de recursos; por lo general preferimos guardar algo de dinero para otro uso.

La ley de rendimientos decrecientes se ajusta al copyright tanto como a cualquier otra adquisición. Las primeras libertades que deberíamos ceder son aquellas que menos echamos de menos, al tiempo que damos el mayor respaldo a la publicación. Según cedemos libertades adicionales que se acercan más a lo que nos importa, encontramos que cada cesión supone un mayor sacrificio que la anterior, mientras que aporta un menor incremento a la actividad literaria. Antes de que el incremento sea igual a cero, bien podríamos decir que su creciente precio no merece la pena; entonces fijaríamos un contrato cuyo resultado general es incrementar la cantidad de lo publicado, pero no hasta su último extremo posible.

Aceptar el objetivo de maximizar la publicación supone rechazar de entrada todos estos contratos más ventajosos —este objetivo dispone que el público debe ceder casi toda su libertad de usar obras publicadas, a cambio de sólo unas pocas publicaciones más.

12.7 La retórica de la maximización

En la práctica, el objetivo de maximizar la producción sin que importe su coste para la libertad se sustenta en la extendida retórica que asegura que la copia pública es ilegal, ilegítima, injusta e intrínsecamente errónea. Por ejemplo, los editores llaman «piratas» a la gente que copia, término difamatorio pensado para equiparar el intercambio de información con tu vecina con el abordaje a un barco. (Este término difamatorio fue anteriormente usado por los autores para describir a los editores que encontraron formas legales de publicar ediciones no autorizadas; su uso moderno por parte de los editores es casi su reverso). Esta retórica rechaza directamente la base constitucional del copyright, pero se presenta a sí misma como representante de la incontestada tradición del sistema legal americano.

La retórica del «pirata» es aceptada frecuentemente en la misma medida en que ciega a los medios de comunicación, de tal modo que poca gente se da cuenta de su extremismo. Resulta efectiva porque si la copia por parte del público es fundamentalmente ilegítima, nunca podremos oponernos a los editores que exigen nuestra renuncia a la libertad de copiar. En otras palabras, cuando se reta al público a demostrar por qué los editores no deben recibir más poder, la razón más importante de todas —«queremos copiar»— es descalificada de entrada.

Esto no deja lugar para contestar el creciente poder del copyright sin entrar en cuestiones secundarias. Por lo tanto la oposición actual a un mayor poder del copyright alega exclusivamente cuestiones secundarias y nunca se atreve a alegar la libertad de distribuir copias como un valor público legítimo.

En concreto, el objetivo de la maximización capacita los editores para argumentar que «cierta práctica está reduciendo nuestras ventas —o pensamos que podría reducirlas—, así que suponemos que reduce las publicaciones en una cantidad desconocida, y que por lo tanto debe ser prohibida». Se nos lleva a la espantosa conclusión de que el bien público se mide por las ventas de los editores: lo que es bueno para General Media es bueno para EE.UU.

12.8 El tercer error: maximizar el poder de los editores

Una vez que los editores han obtenido el consentimiento para el objetivo estratégico de maximizar la producción de publicaciones a cualquier coste, su próximo paso es probar que esto obliga a otorgarles los mayores poderes posibles —haciendo que el copyright cubra cualquier uso imaginable de una obra o aplicando cualquier otro instrumento legal como las licencias «de sobre cerrado» para conseguir un efecto equivalente. Este objetivo, que impone la abolición del «uso razonable» y el «derecho sobre la primera venta», está siendo objeto de presión en todos los niveles de gobierno imaginables, desde los estados de los EE.UU. hasta los organismos internacionales.

Esta medida es erróneo porque las reglas estrictas de copyright obstruyen la creación de nuevas obras útiles. Por ejemplo, Shakespeare tomó prestados los argumentos de algunas de sus obras teatrales de otras obras publicadas unas pocas décadas antes, de modo que de haber estado en funcionamiento la actual legislación de copyright, sus obras habrían sido ilegales.

Incluso si deseáramos el mayor grado posible de publicación, sin que importara el costo para el público, maximizar el poder de los editores es una forma errónea de conseguirlo. Como medio de promover el progreso, es autodestructivo.

12.9 Resultados de los tres errores

La tendencia actual en la legislación de copyright es proporcionar a los editores poderes más amplios por periodos de tiempo cada vez más largos. La base conceptual del copyright, en la medida en que resulta distorsionada por esta secuencia de errores, rara vez ofrece una base para decir no. Los legisladores defienden de boquilla la idea de que el copyright sirve al público, mientras que en realidad dan a los editores cualquier cosa que pidan.

Por ejemplo, esto es lo que dijo el senador Hatch al introducir la S. 483, una ley dictada en 1995 que incrementa la duración del copyright 20 años más:


Creo que hemos llegado al punto de preguntarnos si la duración actual del copyright protege adecuadamente los intereses de los autores, y la cuestión correlativa de si el tiempo de protección sigue proporcionando suficientes incentivos para la creación de nuevas obras.
Esta ley extendió el copyright para obras publicadas y escritas desde 1920. Este cambio supuso una ganga para los editores, sin beneficio posible para el público, dado que ahora no hay modo de aumentar retroactivamente la cantidad de libros publicados entonces. Sin embargo costó al público una libertad hoy muy significativa —la libertad de redistribuir libros de esa época.

La ley también extendió el copyright de las obras que aún no han sido escritas. Para trabajos de encargo, el copyright duraría 95 años en lugar de los 75 años que dura hoy. Teóricamente esto aumentaría los incentivos para escribir nuevos libros, pero cualquier editor que diga necesitar este incentivo extra debería apoyar esta pretensión con hojas de balance proyectadas hasta el año 2075.

No hace falta decir que el Congreso no cuestionó los argumentos de los editores: en 1998 fue promulgada la ley que extendía la duración del copyright. Fue conocida como la «ley Sonny Bono para la extensión de la duración del copyright», así llamada por uno de sus promotores, que había muerto ese año. Su viuda, que cubrió el resto de su trabajo, hizo esta declaración:


En realidad, Sonny quería que el copyright durase para siempre. Mis abogados me han informado de que tal cambio violaría la Constitución. Os invito a todos vosotros a trabajar conmigo para reforzar nuestras leyes de copyright de todos los modos a nuestro alcance. Como sabéis, también está la propuesta de Jack Valenti para que dure para siempre menos un día. Quizá el comité pueda tratar este asunto el próximo Congreso.
El Tribunal Supremo ha admitido un pleito que busca derogar esta ley con el fundamento de que la retroactividad no sirve al objetivo constitucional de promover el progreso.

Otra ley, aprobada en 1996, convirtió en una fechoría hacer determinadas copias de cualquier obra publicada, incluso si vas a repartirlas entre amigos simplemente por amabilidad. Antes esto en absoluto era un crimen en los EE.UU.

Una ley todavía peor, la Digital Millenium Copyright Act (DMCA) fue diseñada para traer de vuelta la protección frente a las copias —que los usuarios de ordenadores detestan— convirtiendo en un crimen cualquier infracción de esta protección, o incluso publicar información sobre cómo quebrar esta protección. Esta ley debería de llamarse «ley para la dominación por parte de las empresas mass-mediáticas» porque ofrece efectivamente a los editores la oportunidad de escribir su propia ley de copyright. Dicta que pueden imponer cualquier tipo de restricciones en el uso de una obra, y estas restricciones tienen el rango de ley siempre que la obra contenga algún tipo de cifrado o gestor de licencias que haga efectivo su cumplimiento.

Uno de los argumentos ofrecidos por esta ley era que implementaría un reciente tratado para aumentar la extensión del copyright. Este tratado fue promulgado por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), organización dominada por los propietarios de los derechos de autor y de patentes, con la ayuda del gobierno de Clinton; dado que el tratado sólo aumenta la extensión del copyright, es dudoso que sirva al interés público en ningún país. En cualquier caso, la ley fue mucho más lejos de lo que el tratado demandaba.

Las bibliotecas fueron una fuente clave de oposición a esta ley, especialmente en los aspectos que coartan las formas de copia que se consideran de «uso razonable». ¿Cómo respondieron los editores? El antes diputado Pat Schroeder, ahora miembro del grupo de presión a favor de la Asociación de Editores Americanos, dijo que los editores «no podrían vivir con lo que (las bibliotecas) están pidiendo». Dado que las bibliotecas sólo estaban pidiendo que se mantuviera parte del statu quo, uno podría contestar preguntando cómo habían sobrevivido los editores hasta entonces.

El congresista Barney Frank, durante una reunión conmigo y otros opositores a esta ley, demostró cuánto se ha menospreciado la visión que la Constitución de los EE.UU. tiene sobre el copyright. Dijo que se necesitan urgentemente nuevos poderes respaldados por nuevas penas, puesto que «la industria del cine está preocupada», así como la «industria de la música» y otras «industrias». Yo le pregunté, «¿pero todo esto es para el interés general?» Su respuesta vino a decir: «¿Por qué me hablas del interés general? ¡La gente creativa no tiene que abandonar sus derechos en favor del interés general!» La «industria» ha sido identificada con «la gente creativa» a la que contrata, el copyright ha sido tratado como su privilegio y la Constitución ha sido puesta patas arriba.

La DMCA fue publicada en 1998. Esta ley dice que el uso razonable sigue siendo legítimo, pero permite a los editores prohibir todo el software o el hardware con el que podrías ponerlo en práctica. De hecho, el uso razonable está prohibido.

Basándose en esta ley, la industria del cine ha impuesto la censura al software libre por leer y reproducir DVDs, e incluso a la información sobre cómo leerlos. En abril de 2001 el profesor Edward Felten, de la universidad de Princeton, fue intimidado bajo amenaza de una demanda judicial por parte de la Asociación de la Industria Americana de Grabación, con el objetivo de que retirara un artículo científico en el que exponía lo que había aprendido acerca de un sistema piloto de encriptación que restringía el acceso a las grabaciones musicales.

También estamos empezando a ver libros electrónicos que retiran a los lectores muchas de sus libertades tradicionales —por ejemplo, la libertad de prestar un libro a un amigo, de venderlo a una tienda de libros usados, de tomarlo prestado de una biblioteca, de comprarlo sin darle tu nombre a una base de datos empresarial, incluso la libertad de leerlo dos veces. Los libros electrónicos codificados restringen por lo general este tipo de actividades —sólo puedes leerlos con un software especial secreto diseñado para limitar tus libertades.

Nunca compraré uno de esos libros electrónicos, cifrados y restrictivos, y espero que tú también los rechaces. ¡Si un libro electrónico no te da las mismas libertades que un libro tradicional de papel, no lo aceptes!

Cualquiera que lance por su cuenta software que pueda leer libros electrónicos restrictivos se arriesga a ser acusado. Un programador ruso, Dmitry Sklyarov, fue arrestado en 2001 mientras visitaba EE.UU. para dar en una conferencia, porque había escrito un programa de esas características en Rusia, donde hacerlo era legal. Ahora Rusia también está preparando una ley para prohibirlo y la Unión Europea ha adoptado una similar recientemente.

Los libros electrónicos para el mercado de masas han resultado hasta ahora un fracaso comercial, pero no porque los lectores elijan defender su libertad; no eran atractivos por otras razones, como el hecho de que los monitores de los ordenadores no son soportes cómodos para la lectura. No podemos confiar en esta feliz casualidad para protegernos a largo plazo; el próximo intento para promocionar los libros electrónicos usará «papel electrónico» —objetos parecidos a libros dentro de los cuales se puede descargar un libro electrónico codificado y restringido. Si este soporte parecido al papel demuestra ser más atractivo que los actuales monitores, tendremos que defender nuestra libertad para conservarla. Mientras tanto, los libros electrónicos están penetrando nichos de mercado: la NYU y otras escuelas de odontología obligan a sus estudiantes a comprar sus libros de texto con formato de libros electrónicos restrictivos.

Las empresas mediáticas no están satisfechas todavía. En 2001, el senador Hollings —financiado por la Disney— propuso una ley llamada «ley para los estándares de los sistemas de seguridad y de las certificaciones», 3 que obligaría a que todos los ordenadores —y otros dispositivos de grabación y reproducción digital— tuvieran sistemas restrictivos de copia por mandato del gobierno. Ese es su objetivo final, pero el primer punto de su agenda es prohibir cualquier equipo que pueda sintonizar HDTV digital a no ser que esté diseñado para que al público le sea imposible «entrometerse» —por ejemplo, modificarlo para sus propios fines. Dado que el software libre es software que los usuarios pueden modificar, aquí nos enfrentamos por primera vez con una propuesta de ley que prohíbe explícitamente el software libre para un trabajo determinado. Seguramente, le seguirá la prohibición de otros trabajos. Si el FCC adopta esta regla, el software libre hoy existente, como GNU Radio, sería censurado.

La acción política es necesaria para bloquear estas leyes y reglamentos. 4

12.10 Encontrar el contrato adecuado

¿Cuál es la manera adecuada de decidir la política de copyright? Si el copyright es un contrato hecho en nombre del público, debería servir ante todo al interés público. El deber del gobierno al vender la libertad del público es vender sólo lo que debe y venderlo tan caro como sea posible. Como mínimo, deberíamos recortar, en la medida de lo posible, el alcance del copyright mientras podamos un nivel comparable de publicación.

Dado que no podemos encontrar este precio mínimo en términos de libertad a través de un concurso público como se hace con los proyectos de construcción, ¿qué podemos hacer?

Un método posible es reducir los privilegios del copyright por etapas y observar los resultados. Observando si hay disminuciones apreciables en el volumen de publicación, aprenderemos que extensión del copyright es realmente necesaria para llevar a cabo los propósitos del público. Esto se debe valorar por medio de la observación práctica, no por lo que los editores digan que ocurrirá, ya que tienen todos los motivos para hacer predicciones exageradas de perdidas si sus poderes se ven reducidos de algún modo.

La política de copyright tiene varias dimensiones independientes que pueden ajustarse de forma separada. Después de encontrar el mínimo necesario para una vertiente de esta política, todavía sería posible reducir otras dimensiones del copyright a la vez que se mantiene el nivel de publicación deseado.

Una dimensión importante del copyright es su duración, que ahora se encuentra en torno a un siglo de media. Reducir el monopolio sobre la copia a diez años, desde la fecha en que una obra es publicada, sería un buen primer paso. Otro aspecto del copyright, que cubre la realización de obras derivadas, podría extenderse por más tiempo.

¿Por qué contar desde la fecha de publicación? Por que el copyright de las obras no publicadas no limita directamente la libertad los lectores; que tengamos libertad para copiar una obra es una cuestión inútil cuando aun no tenemos una copia. Así que dar a los autores más tiempo para publicar un trabajo no hace ningún daño. Los autores —que por lo general sí poseen el copyright antes de publicar— rara vez elegirán retrasar la publicación sólo para alejar el fin del plazo del copyright.

¿Por qué diez años? Porque esta es una propuesta segura; podemos confiar en el terreno práctico que esta reducción tendrá, hoy en día, poco impacto en la viabilidad general de la edición. En muchos medios y géneros, las obras de éxito son muy rentables unos pocos años, y normalmente incluso las obras de éxito ya no se editan pasados los diez años. Incluso para las obras de referencia, cuya vida útil puede ser de muchas décadas, el copyright de diez años debería de bastar: las ediciones actualizadas se lanzan con regularidad y muchos lectores comprarán la última versión con copyright antes que copiar una versión de dominio público con diez años de antigüedad.

Diez años todavía puede ser más tiempo del necesario; una vez que las cosas se estabilicen, podremos probar mayores reducciones para ajustar el sistema. En una mesa redonda sobre copyright durante una convención literaria, en la que yo propuse el plazo de diez años, un famoso escritor de fantasía que se sentaba junto a mí protestó vehementemente, diciendo que cualquier cosa que sobrepasara los cinco años era intolerable.

Pero no tenemos por qué aplicar el mismo lapso de tiempo para todas las obras. Mantener la uniformidad extrema de las políticas de copyright no es crucial para el interés público y la legislación de copyright ya incluye muchas excepciones para medios y usos específicos. Sería estúpido pagar por cada proyecto de autopista al precio de los proyectos más difíciles y en las regiones más caras del país; es igualmente estúpido «pagar» por todo tipo de arte el precio más alto, en términos de libertad, que consideramos necesario para un caso determinado.

Así, quizás las novelas, los diccionarios, los programas informáticos, las canciones, las sinfonías y las películas deberían tener un copyright con distintas duraciones, de modo que podamos reducir la duración en cada tipo de obra a lo que sea necesario para ese tipo de obras se publiquen. Quizá las películas con duración mayor de una hora podrían tener un copyright de 20 años, debido a los costes de producción. En mi propio campo, la programación informática, tres años deberían bastar, dado que los ciclos de un producto son incluso más cortos.

Otra dimensión de la política de copyright es la magnitud del uso razonable: algunas formas legalmente permitidas de reproducción de un trabajo, total o parcialmente, aún cuando éste está protegido por el copyright. El primer paso natural para reducir este aspecto del copyright es permitir la copia privada sin ánimo de lucro, ocasional y en pequeña cantidad, para su distribución entre individuos. Esto eliminaría la intrusión de la policía del copyright en la vida privada de la gente, pero probablemente tendría poco efecto en las ventas de las obras publicadas. (Podría ser necesario tomar otras medidas legales para asegurar que las licencias de uso de «sobre cerrado» no sean usadas para sustituir al copyright y restringir este tipo de copia.) La experiencia de Napster muestra que también deberíamos permitir al público general la redistribución textual y no comercial —cuando tanta gente entre el público quiere copiar y compartir, y lo encuentra tan útil, sólo conseguirán detenerlo medidas draconianas; el público tiene derecho a obtener lo que quiere.

Para las novelas, y en general para las obras que se utilizan como entretenimiento, la redistribución textual no comercial podría ser una libertad suficiente para los lectores. Los programas informáticos, al ser usados para fines funcionales —para trabajar—, exigen libertades adicionales, incluyendo la libertad de publicar una versión mejorada. (Consulta la definición de «software libre» en este libro para una explicación de las libertades que los usuarios de software deberían de tener.) Sin embargo, en relación a estas libertades un compromiso aceptable podría ser que estuvieran disponibles universalmente únicamente después de una retraso de dos o tres años con respecto a la publicación del programa.

Cambios como estos podrían adaptar el copyright al deseo del público de usar la tecnología digital para copiar. Sin duda los editores encontrarán estas propuestas «desproporcionadas»; podrían amenazar con recoger «sus fichas y largarse del juego», pero en realidad no lo harán, porque el juego seguirá siendo rentable y será el único juego posible.

Al igual que consideramos la reducción de la extensión del copyright, debemos asegurarnos de que simplemente las empresas mediáticas no lo reemplazarán con acuerdos de licencia para el usuario final. Sería necesario prohibir el uso de contratos que aplican a la copia restricciones que van más allá que las reguladas por el copyright. Dichas limitaciones, que pueden ser prescritas por los contratos no negociados del mercado de masas, son una parte estándar del sistema legal de los EE.UU.

12.11 Una nota personal

Soy programador de software, no un experto en derecho. He llegado a interesarme por el copyright porque no hay forma de evitarlo en el mundo de las redes informáticas.5 Como usuario de ordenadores y de redes desde hace treinta años, valoro las libertades que hemos perdido y las que podríamos perder. Como autor, puedo rechazar la mistificación romántica del autor como creador semidivino, frecuentemente esgrimida por los editores para justificar el incremento en el alcance del copyright de los autores, que los autores luego cederán a los editores.

La mayor parte de este artículo se refiere a hechos y razonamientos que puedes comprobar, propuestas sobre las que te puedes formar tus propias opiniones. Pero te pido que aceptes algo que sólo se basa en mi palabra: que los autores como yo no tenemos derecho a ningún poder especial sobre ti. Si deseas recompensarme más por el software o los libros que he escrito, aceptaré agradecido un cheque, pero por favor no entregues tu libertad en mi nombre.


1
Publicado originalmente en este libro.
2
Nótese que el termino inglés bargain puede referirse tanto a un trato como a un chollo. [N. del E.]
3
Luego rebautizada con el nombre impronunciable de LPCBATD, para la cual «consume, pero no intentes programar nada» es un buen recordatorio; pero las siglas significan realmente Ley de Promoción del Consumo de Banda Ancha y Televisión Digital.
4
Si quieres ayudar, te recomiendo los sitios web digitalspeech.org y www.eff.org.
5
Siendo Internet la más grande de las redes informáticas mundiales

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