Lo que sigue no se refiere a los problemas comunes del pensamiento en general, y por consiguiente también del pensamiento crítico, problemas como el de la relación entre observación y razón, el lugar de los juicios de valor, la función de las hipótesis en la investigación y tantos otros. Dejaré a un lado cuestiones como éstas, y me ceñiré a aquellos problemas peculiares del pensamiento crítico.
Pero cuando digo problemas peculiares del pensamiento crítico no estoy aludiendo a las cuestiones de las que suele ocuparse, cuestiones como los movimientos sociales, las relaciones internacionales, la crítica del capitalismo, el Estado del bienestar y tantas otras. Me refiero a algo distinto: a los problemas que afectan a la forma de ser del pensamiento crítico.
Mi intención es la de resaltar sus aspectos más problemáticos, de donde resultará una invitación a tratarlo crítica o autocríticamente. La idea de crítica no tiene una historia muy extensa, y la de pensamiento crítico todavía menos.
Actualmente, cuando hablamos de crítica enlazamos con el ámbito filosófico inaugurado por Pierre Bayle o bien mencionamos una actividad especializada: crítica literaria, cinematográfica, musical u otra. Si no tomamos en consideración su uso griego, vinculado con la justicia, el empleo actual tiene sus raíces en el mundo moderno, en el siglo XVII, y concierne a una actividad intelectual racional destinada a juzgar y a cribar los productos del pensamiento. Pierre Bayle definió la crítica en su Diccionario histórico y crítico, de 1697, inspirándose en el uso judicial griego de sopesar los pros y las contras, de tal forma que el crítico hace sucesivamente de fiscal y de defensor. Kant desarrolla la función de la crítica en un triple sentido: en relación con el objeto, sometiendo a examen la capacidad de la razón; asimismo, radicaliza la vertiente jurídica: al juez, fiscal y abogado suma el acusado, para que el juicio sea completo; finalmente, la crítica se libera de las fronteras anteriores, se expande universalmente; no acepta los límites propuestos por Bayle, quien preservaba de la crítica la religión y la política.
Cuando decimos pensamiento crítico las cosas se complican. No sé si es la mejor manera de empezar reconocer que aquello de lo que debo tratar no está muy claro en qué consiste.
Estoy aludiendo a algo parecido a una esfera intelectual, bastante amplia y no bien deslindada, en la que coexisten distintas escuelas.
Se distingue en un plano tan subjetivo como es el de las intenciones o propósitos: el pensamiento crítico al que aquí me referiré se sitúa en la izquierda, se opone a las formas económicas predominantes y a las tradiciones de la derecha. Lo contrario, según esto, del pensamiento crítico es el pensamiento conservador y conformista, aunque, como luego veremos, también en el interior del pensamiento crítico se desarrollan manifestaciones de conservadurismo y de conformismo.
Dicho esto, no hace falta añadir que el pensamiento crítico admite una amplia gama de calidades y de intensidades, hasta el punto de que entre sus distintas manifestaciones puede haber muy poco en común.
El pensamiento crítico así entendido no puede abarcarlo todo. Hay muchos campos y disciplinas en donde encuentra un acomodo difícil. En tanto que tal, ni entra ni sale en ellas. No se ve cómo se podría detectar una presencia significativa del pensamiento crítico social en campos como el de la astronomía, la geología o la química. Aunque también cabría decir que en cada una de estas esferas se observan inclinaciones críticas frente a las tendencias más acomodaticias, lo que no implica forzosamente un compromiso social pero sí algún tipo de compromiso intelectual.
Otra faceta destacable es que no se trata de un hecho privado sino público. El pensamiento crítico se proyecta hacia la sociedad, en forma de conferencias, artículos o libros. No es que no pueda concebirse un pensamiento crítico estrictamente privado. De hecho, nace como tal. Pero, por su propia naturaleza, por el empeño que lo anima, que no es otro que el de oponerse a una situación, a una autoridad o a una idea, tiende a trascender la esfera privada y a manifestarse públicamente, con el fin de extender su influencia en las mentes y en las actitudes, en las maneras de pensar y de actuar. Bajo este último ángulo, no es sólo un fenómeno público, sino que, además, tiene una vocación práctica. Espolea y orienta la acción, o, al menos, lo persigue, aunque no siempre esté en su mano el conseguirlo.
En resumen, entiendo por pensamiento crítico un fenómeno que es, a un tiempo, una actividad y un campo intelectual. Despliega su acción en una dirección determinada bajo el impulso de un compromiso social. De esto, así delimitado, voy a ocuparme a continuación.
He de advertir que estas páginas no se refieren a todas las ideas sostenidas públicamente por quienes participan de lo que aquí estoy denominando pensamiento crítico. Precisaré lo que quiero decir para evitar malentendidos.
Tomaré el supuesto de alguien que interviene en movilizaciones sociales y políticas, que impulsa una organización social, que pronuncia conferencias y escribe artículos y libros. Las exigencias que esa persona se impone en las distintas circunstancias, como es obvio, son diferentes. No podrá pedírsele lo mismo cuando realiza una pintada que cuando escribe un libro. Los mensajes cortos (una pancarta, un cartel o una hoja repartida en una manifestación) no pueden aspirar a explicar asuntos complejos. Se limitan a dirigir un llamamiento a la acción o a condenar un hecho, y con eso han cumplido.
Algo parecido ocurre con la difusión de aquello que Georges Sorel llamó mito, otorgando a esta palabra un significado poco usual: una unidad expresiva que da cauce a una aspiración y cuya difusión puede propiciar la movilización. El mito por excelencia para Sorel era la idea de huelga general, llave para él del cambio social que propugnaba.
Pero cuando nuestro personaje imaginario pronuncia una conferencia o escribe un artículo extenso puede y, adelantando lo que defenderé a continuación, debe ir más lejos. Cabe esperar que se esfuerce por profundizar en el entendimiento de unos hechos.
De manera que lo que sigue no concierne a las formas elementales y sumarias de las ideas críticas, sino al pensamiento crítico cuando dispone de los medios adecuados para transmitir sus percepciones, sus enfoques, sus razonamientos.
He tenido la suerte de participar en una experiencia colectiva que supera ya los treinta años de antigüedad. Es la del Movimiento Comunista (MC), prolongada después en la red de organizaciones que sucedieron a aquél y que encarnan hoy una singular corriente de ideas y de acción.
La historia de esta corriente es inseparable del pensamiento crítico. Es una historia de activistas que se asociaron para actuar prácticamente con el fin de combatir ciertas cosas, y que a la vez trataron de unir a su vertiente activista una dimensión intelectual, es decir, un pensamiento crítico. Este pensamiento, en los primeros años de existencia colectiva, estuvo dominado por la dependencia hacia corrientes ideológicas anteriores o contemporáneas (marxismo, leninismo, maoísmo). Superados esos inicios, ya en la década de los ochenta y, más aún, en la de los noventa, se fue desarrollando un esfuerzo por afirmar un pensamiento crítico autónomo y más genuino.
A lo largo de esa historia, con mayor o menor éxito, se procuró que acción y pensamiento no se llevaran mal: ni organización puramente intelectual, ni grupo estrictamente activista. Esta opción parece seguir aquella recomendación que dio Pericles a los atenienses: frente a quienes actúan sin suficiente reflexión y a quienes reflexionan mucho pero no hacen nada, el propósito es que la acción no se haga a costa de la reflexión, sino inspirada y orientada por ella, y que ésta no inhiba la acción. En qué medida lo vamos consiguiendo es una cuestión abierta, que se presta a discusiones tan agotadoras y sustanciosas como altamente especializadas. Si interesa reflexionar sobre el pensamiento crítico es porque éste puede tener diversas manifestaciones y variados niveles de calidad. El pensamiento crítico no es un producto ya elaborado y en bloque, que se toma o se deja. Hay muchas formas de pensamiento crítico. En ocasiones es insufriblemente ramplón, mientras que a veces logra sortear los obstáculos con gracia y se convierte en un fenómeno valioso.
A mi modo de ver, el pensamiento crítico tal como lo estoy definiendo es inevitablemente problemático: no es capaz de desprenderse de ciertos problemas que van pegados a su naturaleza.
Tales problemas los generan dos focos principales en los que me detendré seguidamente. Uno es el conflicto entre algunas de las funciones que caracterizan al pensamiento crítico, y el otro, la desigual distribución de la autoridad intelectual, y, por lo tanto, de la influencia en los ámbitos sociales en los que se ejercita.
Buena parte de los problemas que acechan al pensamiento crítico provienen de la pluralidad de funciones que lleva consigo. Destaco tres que en su conjunción generan problemas inevitablemente.
Son demandas variadas que el pensamiento crítico intenta atender simultáneamente en esos tres planos: el del conocimiento, el de la propaganda y el de la formación de identidades.
Entiendo que entre el primer propósito y los dos restantes hay una relación conflictiva. Un buen conocimiento de la realidad, una visión lúcida de las cosas, no contribuye necesariamente a debilitar al contrario ni a conseguir que más gente se movilice contra él; ni siquiera a que nos sintamos más seguros en el universo colectivo del que formamos parte. Y, a la inversa, una acción ideológica susceptible de empeorar la posición del adversario no nos hace forzosamente más lúcidos.
De esas tres dimensiones depende que el pensamiento crítico cumpla su cometido, pero en ellas está también el origen de varios de los peligros que le amenazan.
En la medida en que están vivas esas funciones, los problemas resultantes son insuperables en términos absolutos. Sólo se podrían eliminar a fuerza de suprimir el primer término o de eliminar el segundo y el tercero. Pero si mantenemos la idea de un pensamiento público arraigado en un campo social, comprometido con una causa social, el problema no se puede resolver sino parcialmente.
De esta dinámica conflictiva resultan diversos peligros. Destacaré los siguientes.
Uno es la tendencia a distorsionar la realidad con el fin de mostrar al contrario más feo, más malo o más débil de lo que es. Otro concierne a la inclinación a embellecer la propia imagen.
En esos dos puntos se advierte la tendencia a confundir teoría y propaganda, haciendo una teoría propagandista.
El tercero reside en la primacía del optimismo no ya sobre el pesimismo sino sobre el realismo.
El pensamiento crítico pretende impulsar la movilización y por ello propende a exponer las cosas de tal forma que invite a actuar. Y aquí empiezan los problemas: no todo lo real induce a actuar.
Para lograr el efecto movilizador que se busca hay dos normas bien conocidas. La primera es que el enemigo y sus actos aparezcan como odiosos.
La segunda consiste en que el propio campo social o político ha de percibirse como algo noble y simpático, y con capacidad para alcanzar algunos de sus fines.
Desde el punto de vista de la lucha contra el capitalismo, contra un gobierno o contra un partido, interesa pintar al adversario con los peores colores, pillarle en falta, subrayar sus defectos y silenciar sus aciertos, si es que los hay o cuando los haya.
Dado que no todo lo real propicia la movilización, surge un interés en seleccionar entre los rasgos que definen una realidad aquellos que favorecen más esa movilización, ignorando, si es preciso, aspectos sustanciales de la realidad.
Hace unos años, Mario Gaviria publicó un libro muy polémico sobre los avances registrados en la sociedad española. No voy a comentar ahora su contenido. Lo que sí evocaré es la reacción tan hostil que suscitó en diversos ambientes de izquierda. El libro provocaba antipatías por su insistencia en los progresos realizados. Era como si el mero hecho de hablar de ellos restara legitimidad a la izquierda, esto es, como si para justificar la oposición al capitalismo fuese necesario que todo marchara de la peor manera posible y que se perfilara una terrible catástrofe en el horizonte.
En Occidente, desde hace siglo y medio se suceden las predicciones que anuncian grandes movimientos autodestructivos. Si disminuye el paro, se trata de un fenómeno de corta duración; si aumenta el ahorro privado, la clase obrera nunca se beneficia de él; si disminuye la pobreza extrema, hay que desconfiar de las estadísticas que así lo indican.
En una ocasión, en el curso de una conferencia, cometí la imprudencia de afirmar que el rey de España no es ni mucho menos tan necio como con frecuencia parece, lo que mereció la reprimenda de un asistente, que puso en duda la firmeza de mis convicciones republicanas. A mi juicio, la oposición a la monarquía debería reposar sobre razones democráticas: el rechazo de una autoridad no sometida a las urnas. Mi punto de vista no implica que el rey haya de tener forzosamente un bajo coeficiente intelectual, lo mismo que no supone que un presidente de la república elegido por sufragio universal, por esa simple razón, haya de ser siempre un buen presidente. Uno es repúblicano no porque en una república vayan siempre las cosas mejor que en una monarquía, sino por razones democráticas. Es mejor que el pueblo se equivoque al elegir que no se equivoque porque se le niega el derecho a hacerlo. El republicanismo debería poder defenderse no ya frente a un rey deficiente mental, sino ante un rey inteligente.
Sobre este problema se levanta con frecuencia un doble lenguaje: el público, acorde con estos criterios a los que estoy aludiendo, y el privado, en el que se admite que el panorama es más complicado, que no todo es tan sencillo, a lo que se añade la coletilla de que hay cosas que no se deben decir en público.
Uno de los aspectos más frágiles de buena parte del pensamiento crítico es una representación de la realidad extremadamente simplificada. Todo es sencillo y todo está claro. Hay un escenario único, el mal está representado por poderes que, al parecer, se han unificado respecto a lo que ha de hacerse; algo así como un poder central subterráneo que mueve los hilos en la sombra, y que, en el caso de triunfar, puede provocar un desastre absoluto.
Tengo en mis manos un saludo enviado por el admirado Noam Chomsky a la semana libertaria, interesante y estimulante bajo muy diversos conceptos, organizada por la CGT a finales de marzo de 2001 en el Ateneo de Madrid. De él entresaco los dos siguientes párrafos:
Una gran confrontación está adquiriendo forma a través de todo el mundo. La concentración de poder en manos de las empresas, en estrecha alianza con los Estados dominantes, no hace más que ir institucionalizando su control.
La consolidación de este proceso significará la desaparición del conjunto de derechos ganados en siglos de lucha popular. Su meta es reducir a las poblaciones controladas a la condición de dominados aislados y obedientes, cuya forma de realización sea simplemente la satisfacción de las «necesidades inducidas» por los mecanismos de dominación».
Encontramos aquí las piezas características de mucha de la literatura crítica: el enemigo se nos muestra como un ente unificado, sin fisuras; sus objetivos, absolutamente siniestros, pueden ser alcanzados; la población es una víctima y una masa que puede llegar a ser enteramente manejada. Esta manera de concebir las cosas tiene al menos dos defectos.
El primero es que la realidad es más compleja que todo eso, que las fuerzas del mal no están tan unidas debido a que sus intereses no coinciden al cien por cien y entran en conflicto en aspectos importantes, y que el mundo no es tan controlable, entre otras razones porque se ha entronizado una espontaneidad económica y, especialmente, financiera que depende de multitud de factores que no se dejan controlar buenamente.
El curso de los acontecimientos es más complejo, más indeterminado y menos previsible. Y las decisiones que toman los poderes establecidos ni son tan unificadas ni resultan siempre tan acordes con los intereses de todas las fuerzas conservadoras de todos los países. No es posible evitar las presiones sociales divergentes, los conflictos entre intereses nacionales o entre grupos empresariales diversos, la atomización en la toma de decisiones económicas que afectan a grandes áreas o a todo el planeta, las apreciaciones divergentes y a veces equivocadas. Esto se deja sentir con fuerza en el mundo contemporáneo. No hace mucho hemos tenido en Seattle, con motivo de la reunión de la Organización Mundial del Comercio, un testimonio contundente de la envergadura de las dificultades para unificar las perspectivas de los Gobiernos allí representados. Los ministros de Comercio de los 135 Estados miembros salieron de la reunión sin haber logrado fijar siquiera un calendario para las negociaciones posteriores.
Algo parecido ocurre cuando se habla de los medios de comunicación, a los que suele retratarse como simples y dóciles instrumentos en manos del estado mayor del capitalismo internacional. En un reciente artículo de Sergio Romano puede leerse lo siguiente: «En lo que se llama la ``sociedad libre de mercado'' el cometido de la industria de la comunicación, como el de cualquier industria, estriba en producir beneficio, más aún, en estimularlo...». Hasta aquí, nada que objetar. Pero, continúa: «...Y, sobre todo, en manipular a la mayoría de la población, de manera que no emprenda acciones contra el sistema de economía privada, sino que lo apoye y extienda». Más abajo añade que «la función primordial de la industria de la comunicación [...] estriba en desorganizar y desmoralizar a los sometidos» (Realidad, Sevilla: marzo 2001, p. 2).
Así pues, según esto, para una cadena de televisión, más importante que ganar dinero es disciplinar a la población.
A fuerza de buscar una eficacia sociopolítica (convencer, movilizar, denunciar, enfrentar), todo ello justo y necesario, algunas manifestaciones del pensamiento crítico reducen en extremo su calidad. Tal vez alcancen su propósito en el orden de la denuncia, pero como pensamiento dejan mucho que desear.
Hacer ver la bondad de un movimiento, de un partido, de una causa no siempre se consigue con los mismos procedimientos. En ocasiones se logra destacando lo fuerte que es y lo buenas que son sus expectativas. Es el conocido vamos a ganar. O, llevando las cosas más lejos, como proclamaba el curioso cartel de la organización juvenil de un partido de izquierda pegado en las paredes hace unos meses: Sólo podemos vencer. Otras veces, lo que se pone en la balanza son pronósticos estimulantes. Especialista en ello fue el ya desaparecido Ernest Mandel, activo luchador de izquierdas durante muchos años. Su forma de considerar el futuro a comienzos de los noventa fue muy característica del enfoque que estoy comentando. El movimiento obrero y la izquierda encararon una situación delicada, que él percibió así:
La clase obrera y sus aliados no están aún en condiciones de imponer su solución revolucionaria, por razones esencialmente subjetivas. Permaneceremos en un largo período de crisis y luchas. (Entrevista publicada en Inprecor, en castellano, 300, Madrid: 12-25 de enero de 1990, p. 6).
Sobre el capitalismo pesa una maldición de la que no puede escapar. No solamente sus conflictos internos tienden a exacerbarse periódicamente y a desembocar en crisis explosivas de todo tipo, sino que además y sobre todo no puede crecer y desarrollarse sin hacer que crezca y se desarrolle también el proletariado. [...] La tendencia «secular» va en el sentido del reforzamiento y no del debilitamiento de la organización, de la cooperación y de la solidaridad entre asalariados. («L'avenir du communisme», Inprecor, 305, París: 23 de marzo al 5 de abril de 1990, pp. 25 y 26).
Como se ve, trató los problemas del movimiento obrero como principalmente subjetivos (conciencia, organización, liderazgo), sin dar mayor importancia a los condicionantes objetivos (creciente fragmentación social y económica, crecimiento de los servicios en perjuicio de la industria, etc.), que desempeñarían un papel destacado en la evolución de los comportamientos. Bajo un ángulo similar, Mandel, ante los cambios políticos en Polonia y Hungría en 1989, vaticinó que si se restauraba el capitalismo provocaría una resistencia popular («Alcance y límites de las reformas en Hungría y Polonia», El País, Madrid:7 de agosto de 1989, p. 7).
He de precisar que al hacer estas observaciones críticas no estoy poniendo en cuestión la honestidad de Mandel. Él, como en tantos otros, transmitía lo que veía tal como lo veía, destacando aquello que estimaba que podía infundir mayores ánimos en quienes le leían.
La confianza en el triunfo, si se apoya sobre hechos consistentes, tiene alguna fuerza pues, como se sabe, suele ser más popular estar con los ganadores que con los perdedores.
En este punto no puedo dejar de mencionar, aunque sea muy brevemente, a una pareja famosa que hace acto de presencia inevitablemente cuando se habla de estos asuntos. Esa pareja es la formada por el optimismo y el pesimismo. No me refiero a las acepciones muy comunes y livianas de optimista y pesimista (optimista es equivalente a animoso) y de optimismo y pesimismo («las perspectivas de su enfermedad son optimistas», «tenemos razones para ser optimistas sobre el desenlace de esta movilización»...). Por supuesto, todo movimiento necesita un talante animoso así como una capacidad para vislumbrar los puntos de apoyo más favorables, incluso en las situaciones más difíciles.
El problema al que estoy aludiendo tiene más envergadura y hace referencia a una acepción más fuerte de optimismo y pesimismo, en tanto que actitudes metafísicas contrapuestas sobre el curso de los acontecimientos. Según el punto de vista optimista, la Historia avanza finalmente por su lado bueno. Ese es el optimismo del célebre Dr. Pangloss del Cándido (1759) de Voltaire, quien creía que todo lleva al mejor de los fines de manera ineluctable. La obra iba dirigida contra la optimista fatalidad del bien postulada por Leibniz.
El pesimista, por su parte, sostiene lo contrario. Uno y otro se separan de la realidad, que se resiste a dejarse encajonar en un cauce tan rígido, simple y unidireccional.
A ese sentido fuerte de optimismo y pesimismo se refería el autor francés Georges Bernanos cuando escribió que «el pesimista y el optimista están de acuerdo en no ver las cosas como son. El optimista es un imbécil feliz, mientras que el pesimista es un imbécil desgraciado».
La oposición entre optimistas y pesimistas, en sentido fuerte, que expresan inclinaciones personales eminentemente subjetivas o doctrinas altamente metafísicas, casi nunca son provechosas. Tras ellas emerge, de un lado y otro, el irrealismo.
He podido comprobar que muchas veces se condena una visión de la realidad, a la que se tacha de pesimista, no porque deforme las cosas, sino porque las malas noticias no ayudan a la propia causa. Y, de acuerdo con eso, se nos pide que deformemos nuestra visión de la realidad en sentido contrario. Una deformación contra otra. Optimismo y pesimismo tienen bastante en común.
Hemos de admitir que nuestra disposición subjetiva al afrontar la realidad es ambivalente. Queremos que nuestro conocimiento sea realista, pero, a la vez, ese deseo de conocer está condicionado, interferido y hasta dirigido por una voluntad moral y sentimental que nos induce a obtener unos resultados determinados en cada proceso cognitivo. El ansia por conocer choca con la demanda de que las cosas sean de una forma y no de otra, lo que contribuye a hacer deficiente el conocimiento.
De hecho, cuando se nos llama a combatir el pesimismo, se nos está pidiendo algo más: que creemos ilusiones, que nos convirtamos en ilusionistas, en sentido estricto, esto es, que nos unamos al optimismo no sólo frente al pesimismo, sino frente al realismo, con lo que se echa por la borda una de las condiciones principales de un buen pensamiento crítico.
Por mi parte, veo imprescindible distinguir dos partes de esta cuestión. La primera hace referencia al conocimiento de las cosas. Aquí lo que debería imperar es la búsqueda del mejor conocimiento posible. Y la transmisión clara de ese conocimiento.
Luego, aunque con frecuencia esto no aparece propiamente como una secuencia temporal, hace falta afrontar esas realidades, y entonces se requiere una predisposición positiva, lo que en el lenguaje común se podría llamar un ánimo optimista, es decir, la capacidad para captar aquello que nos resulta más propicio y una voluntad de hacer frente a los problemas, lo que no excluye el realismo ni siquiera considerar la posibilidad de que las cosas tomen el peor rumbo posible. Una mala noticia, la misma mala noticia, es abordada de manera diferente según sea este ánimo. Pero frágil será esta disposición del espíritu si no se basa en el realismo.
Guarda relación con lo que estamos viendo la actitud consistente en ignorar los puntos de vista de quienes pertenecen al bando político o social equivocado. Con frecuencia oímos que tal persona no tiene razón, no puede tenerla, porque es de derechas. Es como si se supusiera que cualquier ámbito intelectual está inserto en uno de los posibles campos de la lucha política y social, y que las ideas de los autores de derechas, hablen de lo que hablen, no pueden dejar de estar al servicio de la causa política que defienden. Ese hecho, al parecer, exime de considerar si las ideas que sostienen respecto a la historia, a la biología o a la lógica poseen o no algún fundamento.
La cuestión se agrava cuando, además de ser de derechas, osan criticar algo que se considera sagrado. Así ocurrió durante mucho tiempo con las críticas al marxismo que procedían de intelectuales de derechas. Las juiciosas observaciones críticas de Karl Popper a la dialéctica marxista fueron a menudo descalificadas de un plumazo por proceder de tan conocido conservador, sin que fuera precisa una discusión razonada.
Y, a la inversa, si alguien de izquierda se atreve a coincidir con esas críticas o a desarrollar puntos de vista de similar alcance, se arriesga a caer bajo el peso de la excomunión. La defensa de tales ideas, en este caso autocríticas, evidenciaría un alejamiento de la izquierda. El enfoque de la labor teórica bajo el simple cálculo del interés político lleva a administrar los problemas teóricos de una manera defensiva, a no reconocer las propias debilidades o a tratarlas sólo a puerta cerrada.
En suma, estamos ante una resistencia a admitir lo que no conviene y ante una desconfianza respecto a lo que pueda decir el contrario. Todo ello nos impide percibir sus posibles puntos fuertes. Tal desconfianza suele ir acompañada de una credulidad simétricamente intensa respecto a lo que viene de los intelectuales o dirigentes del propio campo.
La severidad con los adversarios contrasta con la complaciente benevolencia, rayana a veces en el servilismo, cuando se trata de los nuestros. Quienes pertenecen a nuestro bando y sostienen ideas que le son favorables pueden permitirse actuar de manera intelectualmente ligera o poco rigurosa. Cuando se repara en sus deficiencias, si tal cosa ocurre, puede llegar a disculparse su proceder puesto que están al servicio de nuestra causa. Es como si sólo interesara su adhesión al propio campo y la obtención de resultados intelectuales favorables a nuestros fines políticos o sociales, sin plantear mayores exigencias respecto al modo de conseguirlos y a su calidad misma.
He ahí uno de los grandes problemas del pensamiento crítico: la confusión entre justificación política y social, de un lado, y justificación teórica, del otro; entre bondad moral y bondad intelectual. Juzgar las aportaciones intelectuales más por su función social o por los valores morales que expresan que por su valor propiamente intelectual es algo que abona la pretensión de tener razón intelectual, porque se tiene razón política, y eso cómoda y apresuradamente, sin necesidad de esfuerzo, de tensión, de lucha contra los propios prejuicios, la rutina y la ignorancia.
Por este camino se han desarrollado en la historia de los movimientos socialistas y comunistas defectos de bulto ante los que rara vez ha sonado la señal de alarma en su interior, lo que, al menos en este campo, parece confirmar la idea de que el pensamiento racional riguroso se nos muestra como un acontecimiento no del todo frecuente.
Como botón de muestra de la persistencia del pensamiento cómodo mencionaré ese fenómeno tan extendido en los dos últimos siglos que ha venido siendo la traslación de determinadas teorías científicas fuera de su ámbito de pertinencia. Ocurrió con Saint-Simon, quien llevó las concepciones de Newton desde el campo de la física al de la sociedad humana. Fue el caso de la teoría acerca de la selección natural, expuesta por Darwin en El origen de las especies (1859), que en la segunda mitad del siglo XIX, y aun después, fue acarreada por muchos autores desde el terreno de las ciencias naturales al de las ciencias sociales, dando lugar a diversas formas de evolucionismo histórico-natural, que alcanzaron, por cierto, notable predicamento en el socialismo. Lo que sucedió con Darwin se repitió medio siglo después con Einstein, cuya teoría de la relatividad (1905 y 1912-15), perteneciente al campo de la física, originó múltiples desarrollos filosóficos, lo que le hizo exclamar a Bachelard que un ciego sería más competente hablando de colores que los filósofos de la relatividad einsteiniana. Todavía hoy, Marta Harnecker, en su último libro, invoca algunas de las actuales perspectivas de la investigación sobre los fenómenos meteorológicos para defender las concepciones históricas de Marx (La izquierda en el umbral del siglo XXI. Haciendo posible lo imposible, Madrid: Siglo XXI, 1999, p.284). Marx abusó de las analogías entre diferentes realidades históricas cuando mostró determinados avatares de la lucha de clases en la sociedad moderna como un trasunto de la lucha entre la nobleza y la burguesía en el período de decadencia de la sociedad feudal. En mi libro La sombra de Marx. Estudio crítico sobre la fundación del marxismo aludí a los límites de las analogías históricas como forma de conocimiento del presente (Madrid: Talasa, 1993, pp. 198 y ss.). Las interpretaciones histórico-analógicas han sido moneda corriente en muchos autores socialistas o comunistas, que han interpretado unas crisis como reencarnación de crisis anteriores. En términos generales, dentro del pensamiento crítico, ha cobrado mucha importancia tanto la inmersión en la esfera científica con una fuerte carga ideológica como las tentativas de convertir las teorías científicas en dispositivos ideológicos. Jacques Bouveresse se ha extendido en la crítica de este fenómeno en su libro Prodiges et vertiges de l'analogie, París: Raisons d'agir, 1999. Alexandre Zinoviev, a quien trae a colación Bouveresse, había hablado hace más de veinte años de los dobles ideológicos que escoltan a las teorías científicas cuando obtienen éxito (Les hauteurs béantes, Lausanne: L'Age d'Homme, 1977).
En el campo, o en los campos, del pensamiento crítico, se pueden distinguir fuentes de ideas con especial influencia. Esto es algo inevitable, dado que no todas las personas ni todos los grupos tienen las mismas capacidades para realizar esta función, ni las mismas posibilidades de extender su influencia.
Tal es el otro foco de problemas al que quiero aludir: la conjunción de una desemejante distribución de las capacidades intelectuales con la presencia de grupos de presión desigualmente influyentes. El desarrollo del pensamiento crítico es inseparable de la creatividad y del dinamismo de esas personas y de esos núcleos que desempeñan un papel más influyente. Pero, a la vez, su existencia suele ir acompañada por diversas manifestaciones de conformismo, lo que da forma a un conformismo intelectual dentro del inconformismo social. Una de ellas se manifiesta en lo que en los últimos años se ha llamado lenguaje políticamente correcto, esto es, una forma de hablar que no resulte ofensiva para los grupos nacionales o las etnias minoritarias, para las mujeres, para homosexuales y lesbianas, minusválidos, inmigrantes; un modo de hablar que sea respetuoso con los animales y con el medio ambiente, y muchas cosas más. El lenguaje políticamente correcto no es un fenómeno simple. Por un lado, muestra los avances, en cuanto a influencia y legitimación, de muchas causas justas, aunque no sólo de ellas. Además, el cambio de lenguaje produce también, de rebote, un efecto positivo. A fuerza de nombrar a las cosas de otra forma puede modificarse la manera de verlas.
Pero, por otro lado, tiene algunas vertientes no tan positivas, cual es la superficialidad formalista: cambian las palabras más rápidamente que las mentalidades, y no siempre por convicción sino para evitar problemas con los grupos de presión que defienden el nuevo léxico. En realidad, el éxito del lenguaje políticamente correcto, junto a sus puntos positivos, denota un seguidismo acrítico hacia aquellos grupos de presión que consiguen una posición de fuerza en el interior de un campo social o de una sociedad.
Cuando una ideología o un movimiento alcanzan esa posición de fuerza pueden conseguir que sea admitido su propio lenguaje. De ahí esa tendencia a aceptar y repetir ideas y palabras que se entienden poco o mal, pero que se asocian a la identidad colectiva a la que uno quiere pertenecer o a la causa que uno defiende.
Muchas buenas ideas están abocadas a un cruel destino. No se sabe qué es peor: que tengan éxito o que no lo tengan. Si no asientan su influencia apenas cumplen su objetivo. Pero si triunfan están condenadas a ser manejadas extensivamente, con contenidos inciertos y variados, pero en el sobreentendido de que todo el mundo está en el secreto de su significado. Al final, esas ideas acaban desvirtuadas, simplificadas y vulgarizadas, lo que las hace poco aptas para entenderse con la complejidad del mundo.
No quisiera pasar a las conclusiones sin mencionar, aunque sea de pasada, una de las fuentes de conformismo más repetidas en la historia de los movimientos sociales del Occidente moderno. Me refiero a la dictadura de las predicciones.
Las ha habido en el pasado de los partidos de izquierda y las hay actualmente en uno de los movimientos más influyentes, como es el ecologismo. En el primer caso se trataba de predicciones muy crudas para la economía capitalista y favorables para la izquierda. Los congresos de la Internacional Comunista solían anunciar la inminente llegada de crisis económicas gravísimas, que auspiciarían un gran avance de los movimientos anticapitalistas. En el segundo, son augurios amenazantes sobre los cambios climáticos o sobre el agotamiento de determinados recursos naturales. Cuando las predicciones cobran mucha fuerza en la formación de un movimiento social se desprenden algunos efectos perniciosos. Así, sucede que los anuncios sobre el luminoso triunfo que aguardaba a la izquierda, al no cumplirse, han producido toneladas de decepción. Las previsiones que auguran los peores males, por su parte, tienen el enojoso efecto de alimentar el miedo, que no es la mejor base ideológica para un movimiento popular, aunque en ocasiones puede resultar eficaz.
Mas, en relación con el pensamiento crítico, quizá el mayor inconveniente de lo que estoy comentando es que, cuando las predicciones ocupan un lugar muy destacado en la configuración ideológica de un movimiento, se origina una dependencia respecto a los científicos, que son quienes se desenvuelven en ese terreno. Y quienes no tienen los conocimientos especializados o la información científica precisa quedan a merced de lo que los científicos pronostican.
Y cuando los científicos no se ponen de acuerdo y se lanzan a discusiones incomprensibles para los no iniciados, cada cual se ve obligado a elegir entre uno y otro, sin poseer los conocimientos necesarios para hacerlo fundadamente, lo que lleva a inclinarse por quien resulte más convincente, por quien parezca más fuerte científicamente, o por quien exponga ideas que cuadran mejor con nuestras ideas previas. Esa dependencia, que nos lleva a admitir lo que no entendemos, es un poderoso factor de conformismo.
Luc Boltanski y Ève Chapiello, en su libro sobre el nuevo espíritu del capitalismo (Le nouvel esprit du capitalisme, París: Gallimard, 1999, p. 415 [existe traducción castellana, El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Col. Cuestiones de Antagonismo, 2002]) llaman justamente la atención sobre el hecho de que durante veinte años el capitalismo se ha visto favorecido por el debilitamiento de la crítica. Bajo este ángulo, estamos ya en un nuevo período. Una nueva voluntad crítica se abre paso, estimulada hoy por las políticas liberales y por la mundialización capitalista. Pero los desarrollos económicos, sociales, culturales y técnicos del mundo contemporáneo se mueven en el sentido de la complejidad y no ponen las cosas fáciles a la labor crítica. ¿Estará a la altura de su objeto?
Ante los problemas que he ido abordando no hay solución perfecta. Lo que cabe es una toma de conciencia sobre su presencia permanente y una tensión o un esfuerzo para moderar sus efectos. Esta toma de conciencia es la condición primera y principal de cualquier empeño. ¿Cómo intentarlo? Ahí van unas cuantas exigencias, que no normas concretas, que acaso puedan ayudar.
Aunque referidas a la crítica literaria, me parecen pertinentes para el asunto que nos ocupa las siguientes palabras de Jean Starobinski: «La crítica es, ante todo, selección: es preferencia motivada, elección (o rechazo) de una obra entre sus competidoras. Selección que retiene las obras en razón de su excelencia» («Los deberes del crítico», Revista de Occidente, Madrid: nº 210, noviembre de 1998, p. 10).
Criticar es mostrar los males que produce el poder político, o el mercado; y es también apuntar la debilidad de una idea, de un argumento, de un razonamiento, inclusive de los nuestros cuando no son consistentes. Frente al adversario, en la lucha social o política, la crítica persigue hacer daño, debilitar. En relación con nuestro propio campo, lo que intenta es corregir para reforzar. Pero, en ambos casos, con distintos propósitos y formas, criticar es destruir.
No destruir como resultado de una pasión ciega, sino como acción racional necesaria para poder avanzar. Criticar (destruir) es, así, una acción productiva. Sin ese paso previo, no se puede avanzar. Es difícil decirlo mejor de lo que lo hizo Walter Benjamin en sus notas sobre el carácter destructivo: «El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero, por eso mismo ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta. (...) Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos» («El carácter destructivo», 1931, en Discursos interrumpidos, I, Madrid: Taurus, 1973, pp. 160-161).
Aquí creo que es obligado distinguir dos planos, como hice al comienzo de estas páginas: uno es el de una hoja que se distribuye en una concentración o en una huelga o el de un cartel. Lo mismo sucede cuando se trata de precisar las ideas-fuerza de un movimiento social o de fijar los objetivos de una movilización. En estos casos sabemos que han de seleccionarse pocas ideas, descartando la pretensión de elaborar un análisis multilateral. La función de denuncia o de movilización es lo fundamental, y la función explicativa puede llegar a ser muy secundaria o no existir siquiera. Pero hay un segundo plano. Es el que cobra vida cuando disponemos de medios en los que se puede abordar una cuestión con más detenimiento: un artículo, una conferencia o un libro. Cuando tiene cabida un tratamiento más pausado, es conveniente que la función de denuncia o de movilización, o la de dar seguridad o cohesión a un grupo, no ahoguen el rigor. Interesa distinguir la teoría de la propaganda.
El propósito en estos casos debería ser, en mi opinión, obtener el mejor conocimiento posible de un objeto dado, ahondar en los problemas, exponerlos con claridad, sin reservas, dar la prioridad a la veracidad.
Los propósitos creativos y rigurosos chocan con pulsiones subyacentes al pensamiento crítico, una de cuyas misiones, como he señalado más arriba, reside en proporcionar seguridad. La creación provoca rupturas, inquietud, destrucción de equilibrios; con frecuencia resulta antipática, no necesariamente por la forma en que se expresa sino por su contenido desazonante.
Por eso, en bastantes ocasiones, el pensamiento crítico de izquierda y el pensamiento conservador de derechas se oponen sólo por el contenido de sus tesis, pero no por el estilo intelectual, igualmente conformistas en uno y otro caso.
La exigencia de veracidad, por su parte, ha de guardar proporción con la intención declarada. Si titulamos un artículo «La actual situación económica», se nos puede pedir con razón que sobre esa cuestión no se oculte ninguno de los aspectos que nos parecen principales. Hace unos años tropecé en Hika con un artículo que me llamó la atención porque iba firmado por el hijo de un viejo amigo. También picó mi curiosidad el hecho de que estuviera dedicado a un tema tan interesante como el de los concursos de misses en Venezuela. Eran dos razones para leerlo con atención. Y no me defraudó. A pesar de ser un artículo largo, se leía de un tirón y, después de hacerlo, uno tenía la impresión de no haber perdido el tiempo. ¿Qué es lo que tenía de especial aquel texto? Primero, no era un vulgar artículo políticamente correcto. No se centraba en hacernos ver que los concursos tratan a las mujeres como una mercancía y que por ello deben ser combatidos.
Segundo, huía de un tratamiento prejuiciado. Probablemente el autor no tenía ninguna simpatía previa por los concursos de misses, pero se propuso entender el por qué de su señalado éxito en Venezuela. Miraba el fenómeno en cuestión con curiosidad y con avidez por comprender, huyendo de las generalidades y sumergiéndose en las condiciones particulares de Venezuela. Tercero, el autor procedía de una forma veraz. Nos transmitía lo que él había percibido, tratándonos con respeto y sin empujarnos en una dirección determinada. Sin duda, había un enfoque crítico, pero sin esa apresurada ansia por emitir juicios que encontramos tan a menudo. Los apuntes críticos se derivaban, sin prisas, y sin necesidad de hacerse muy explícitos, de los hechos aducidos.
En el artículo que estoy evocando se percibía una voluntad de veracidad; nos suministraba un montón de informaciones de interés que podían ayudarnos a comprender el fenómeno y a quienes participan en él, y a formarnos una opinión propia, que, por cierto, gracias a lo leído en ese artículo, no podía dejar de ser crítica, pero tampoco podía ceñirse a la simple condena. ¿Qué razón hay para oponerse a las deformaciones o, simplemente, a la mentira? No que la verdad sea siempre revolucionaria, como dijo Che Guevara y, mucho antes que él, Trotsky, quien pensaba que exponer a los oprimidos la verdad de su situación equivalía a abrirles la vía de la revolución. Ésta es una concepción muy ingenua.
La verdad puede llegar a producir efectos de ese tipo en circunstancias muy
especiales. Cuando no es el caso, no abre la vía de ninguna revolución. Si
hay que hacer valer la verdad no es porque sea útil en el sentido en que lo
decía Trotsky, sino porque mentir es un procedimiento autoritario, supone
tratar como inferiores a los receptores de la mentira y convertirlos en
objeto de manipulación, en masa de maniobra. Es más honesto ayudar a que la
gente sea consciente de los problemas y asuma sus responsabilidades.