Resulta banal hablar de acontecimiento en lo que atañe a las jornadas
de los 11-14 de marzo en Madrid, en Barcelona, en otras ciudades del país
y un poco en todas partes llegada la madrugada del 14 de marzo, víspera
de las elecciones generales en España. Tal ha sido la aglomeración
indistinguible de procesos imperceptibles, de eclosión de enunciados
y pasiones colectivas, de irrupciones imprevisibles y de actores inesperados
con máscaras pegadas a la piel, a la carne. Todo ha comenzado con
un horror indescriptible, con las formas más indecibles y mecánicas
del asesinato, la masacre y la devastación en el corazón de
una metrópolis global, con las figuras de la vida y la muerte apoderándose,
contra todo poder y toda capacidad de dar nombre a lo que sucedía:
y a partir de esa grieta todo ha sido o se ha presentado con la violencia
ingobernable de un régimen, heterogéneo, incomposible, de acontecimientos.
Una pragmática de la existencia común ha cobrado vida, sin
que sepamos cómo, en el curso de apenas unos días, tal vez
de horas, y aún no sabemos si se ha ido, si acaso es pronto aún
para saber qué ha pasado.
De ahí que un relato se nos antoje una forma sólo aparentemente eficaz y adecuada para dar cuenta de una secuencia que contiene tantas bruscas interrupciones, tantos agujeros de sinsentido, fuerzas y afectos no contados y expresiones sin autor, invenciones colectivas que no encajan en ningún sujeto, urgencias insoportables y procesos invisibles que se resisten a la genealogía: todo ello solicita con vehemencia, en los breves recesos que la aceleración de los tiempos conceden, un esfuerzo crucial de pensamiento que nos atañe a todos. De algún modo sabemos que aquellas jornadas, y sobre todo lo sucedido durante el día 13 y la madrugada del 14 de marzo, contienen in nuce un laboratorio vital de la organización y, sobre todo, de las modalidades (nuevas, que responden al carácter de acontecimiento) de corporización de lo que nos obstinamos en llamar, contra todo uso vulgar o fenomenológico de la expresión, las multitudes. En este sentido, una cierta felicidad de la fuerza productiva de la hipótesis filosófica y política acompaña, como una determinación vital indestructible y desbordante de virtualidades, el registro de un horror sin fin en el escenario global, disputando, impugnando a este horror la clave de explicación del terremoto acontecido.
Es preciso no confundir la nube de acontecimientos con las figuras innumerables de su efectuación. Algunas de éstas revisten una importancia fundamental y deben ser consideradas y enumeradas: en primer lugar, la caída de uno de los principales gobiernos valedores del régimen de guerra permanente y del llamado «unilateralismo» del «trío de las Azores». Todo parecía indicar que el gobierno-régimen de Aznar revalidaría, con leves modificaciones, un control reforzado de los resortes del gobierno y un poder de chantaje permanente de la vida pública con arreglo a la agenda única de la «lucha contra el terrorismo», es decir, de un programa de neutralización de lo político, esto es, de un ejercicio del poder que presenta los rasgos de una «revolución conservadora», basada en la criminalización de toda forma de oposición, en la inutilización progresiva de los escasos resortes garantistas del entramado constitucional, en la simbiosis perversa con la agenda del terrorismo global y en la movilización permanente y emergencial de las poblaciones con motivo de la irrupción de un enemigo único y al mismo tiempo proteico: inmigrantes sin papeles, fundamentalistas islámicos, radicales antiglobalización, nacionalistas vascos. Un espacio del miedo, se ha dicho.2 Los resultados de este periodo han sido devastadores para las condiciones de vida y seguridad de las poblaciones y para los espacios de libertad en el «frente interno» del nuevo régimen de guerra. Las consecuencias de esta derrota del aznarismo han excedido inmediatemente las fronteras y se dejan sentir ya en la profunda crisis, en todos los frentes, de la coalición de guerra. La velocidad y la intensidad de estas modificaciones demuestra hasta qué punto nos encontramos ya en una única interficie global, imperial, del ejercicio de la governance y de la resistencia y la creación políticas. Demuestra además hasta qué punto la dinámica del Imperio se pone en movimiento con arreglo a las insurgencias, las irrupciones de los sujetos no contados, imposibles o rigurosamente anómalos, de una resistencia capilar, biopolítica, que, faltando a todas las citas en la que se la esperaba, se presenta por la puerta de atrás y paraliza la capacidad de decisión del soberano. Es ésta una de las primeras enseñanzas que podemos extraer de los días posteriores a las jornadas de marzo, y cuyas consecuencias de fondo siguen aún abiertas, a medida que el impasse de la coalición de guerra sólo puede conducir a la consolidación de un polo rigurosamente fascista de gobierno global o a la reanudación de la construcción imperial en permanente referencia a la presencia, lejana y justa, imprevisible pero sólida e irreversible, móvil, densa y capaz de autoorganización, de las resistencias que se presentan como multitud. En este sentido, la reanudación de la agenda europea por parte del nuevo gobierno Zapatero no es sólo un recambio previsto en la alternativa electoral de los socialistas, sino una imposición dictada, no reivindicada, por el grito de indignación y de verdad que se tornó en fuerza material, en contrapoder insoslayable desde el día después de los atentados en la estación de Atocha.
En efecto, las jornadas de marzo y su importancia global no son comprensibles si no tenemos en cuenta el sentido de la batalla por la verdad de lo sucedido. Quienes, desde la supuesta lucidez del cinismo, pretender ver en el vuelco del 14 de marzo un efecto natural de las pasiones tristes del Pöbel, de las muchedumbres asustadas, pierden con ello todo horizonte de inteligibilidad. «Como una sola mente», tras el atentado las primeras vacilaciones de las «versiones oficiales» lanzadas con arrogancia por los portavoces del gobierno, insistiendo sobre la autoría de ETA, eran ya simultáneas a una búsqueda incensante de la verdad, sostenida por la indignación, en conversaciones en la calle, por teléfono, en foros de Internet, en la escucha atenta de los media críticos con el gobierno. Esta capacidad de investigación colectiva, inmediata y proliferante, activa y autónoma con respecto a las fuentes oficiales y/o mediáticas, cobra aún mayor importancia si no olvidamos que ha estado unida a la irrupción de un querer vivir3 espoleado por la devastación y la muerte repentinas. La pregunta por la autoría, el esclarecimiento de las mentiras del gobierno, han estado inextricablemente unidas a la preocupación por seguir viviendo, por seguir haciéndolo con dignidad y sin miedo, por buscar la forma más eficaz e inmediata, en la víspera de unas elecciones generales decisivas, de acabar momentáneamente con una conjunción insoportable de miedo, mentira y muerte. A la realidad paralela enloquecida que las imágenes terribles de los cadáveres destrozados en la estación de Atocha contribuían a congelar en los cerebros del público, se ha contrapuesto desde el primer momento una extraña serenidad de la búsqueda de la verdad que ningún sobresalto, ni la enésima versión modificada del gobierno lograban apaciguar o distraer. No lo consiguieron tampoco las enormes manifestaciones del día 12, convocadas por el gobierno. Lo que inequívocamente pretendía, en una sola ceremonia, representar un acto de duelo oficial y, sobre todo, un plebiscito de obediencia y delegación de voluntades al soberano de la vida y la muerte, de la verdad y la ficción, se tornó en mayor o menor medida en un asedio a los gobernantes que enarbolaba una pregunta preñada de consecuencias: «¿Quién ha sido?». En Madrid, bajo la lluvia, los cientos de miles de manifestantes, en su mayoría silenciosos, no dejaban de rumiar el sentido de lo que estaba aconteciendo. La cabecera de la manifestación, con Aznar a la cabeza, tuvo que apresurarse a abandonar la manifestación cuando, acercándose a la glorieta de Atocha y a la vecindad de lugar de la masacre, se vio abordada y rodeada de miles de voces que gritaban al unísono aquel «¿Quién ha sido?». En Barcelona los representantes del gobierno y del Partido Popular tampoco pudieron terminarla y fueron evacuados apresuradamente, avasallados, señalados, rodeados por los que deberían haberse mostrado como súbditos neutralizados por el miedo o como una chusma que reclamara venganza y otorgara, como si de una repetición del 11-S neoyorkino se tratara, plenos poderes de excepción al régimen aznarista. En el orden de la realidad, se había impuesto la relación insoslayable entre acontecimiento, verdad y potencia constituyente. El golpe político-mediático empezaba a resquebrajarse.
Volvamos, sin embargo, a nuestra criatura, a lo que Antonio Negri ha llamado provocativamente la «Comuna de Madrid»4, que surgió en escena el día 13 y la madrugada del 14 en numerosas ciudades y localidades. ¿Cuál es su fisiología? Para no pocos críticos izquierdistas y conspiranoicos, habríamos asistido a una repetición más de lo que ya sucediera con motivo de las manifestaciones globales contra la guerra en Iraq del 15 de febrero de 2003, esto es, a la movilización de masas orquestada por los grandes media críticos -sobre todo el grupo PRISA, propietario del diario El País, de la cadena de radios SER y de los canales televisivos de pago- con el gobierno. Aducen como demostración de ello la circunstancia de que, una vez que estos dejaron de hacerse eco de las convocatorias contra la guerra, el movimiento perdió inmediatamente su carácter masivo y omnipresente. En el caso del 13, desde algún lugar secreto se habrían movido los hilos para sacar a la gente a la calle contra el PP y aprovechar así la crispación para dar la victoria a los socialistas en las elecciones. Todas estas explicaciones son vulgares amén de ridículas. Por el contrario, las concentraciones y manifestaciones del 13-14 sólo son explicables a partir de la reapropiación de la organización por parte de las singularidades, de la inteligencia colectiva, de la cooperación entre cerebros en una situación de peligro y urgencia máximas. La organización de las concentraciones ante las sedes del Partido Popular en la tarde del sábado 13 constituye una innovación política sin precedentes en el ciclo de la insurgencia global. Prácticamente todo el mundo sabía que era lo que se podía hacer. Utilizando las herramientas de trabajo (teléfonos móviles, correo electrónico) para convertirlas en un medio de organización, desviando las herramientas de la opinión pública (media críticos, foros en la red) para convertirlos en instrumentos de esclarecimiento e investigación, las convocatorias anónimas por SMS, por correo electrónico o boca a boca, se distribuyeron con una velocidad precisa y adecuada a la urgencia de la manifestación. Un procedimiento perfectamente rizomático pero capaz de concentrar el ataque y de identificar los objetivos se puso en marcha en pocas horas. Una nuée de singularidades sin lugar preciso ha inventado una precisa máquina de guerra y organización, con arreglo una técnica de swarming (enjambre)5, que supone una traducción política de las conocidas flashmobs convocadas anónimamente. En pocas horas, la sede blindada del PP en Madrid, que resultó un objetivo inalcanzable durante las movilizaciones que siguieron al ataque de la coalición contra Irak, era asediada por miles de personas dispuestas a permanecer allí a pesar de la enorme probabilidad de una represión feroz. Poco después en las sedes de las principales ciudades, en las plazas de numerosos pueblos, se repetía esta misma invasión inteligente. Nadie «manejó» los hilos. Ninguna sigla, ningún partido, ninguna asociación aparecía -¿cómo podría hacerlo?- tras las convocatorias. La sorpresa afectó también a los mismos socialistas y a sus media afines, que a la par que daban cuenta asustados de lo que estaba aconteciendo, funcionaron una vez más como correa de transmisión de la iniciativa de las multitudes. Los dirigentes socialistas, que tras los atentados confiaban al menos comprobar el día de las elecciones cómo se rebajaba su previsible derrota, actuaron, en palabras de sus portavoces, con «sentido del Estado», llamando a los manifestantes a la serenidad y a la vuelta a sus casas, en una «jornada de reflexión» previa a las elecciones en la que las manifestaciones están prohibidas. Pero los miles de personas concentradas ante las sedes cantaban entre risas: «Reflexionando, estamos reflexionando...». Entre estos no faltaban los que iban equipados con walkman y que actualizaban las informaciones disponibles en tiempos real a todos los concentrados. De ahí que cuando a las 10:00 de la noche, desde la sede madrileña del PP asediada por los gritos burlones e incesantes de la gente, el candidato a presidente Mariano Rajoy declaraba en una comparecencia en directo la ilegalidad de todas las manifestaciones, el efecto de terror que se buscaba no sólo fuera nulo, sino que consiguió espolear aún más si cabe la indignación: nunca hubo tantas personas en la calle, concentradas en las sedes o circulando en clusters por unas ciudades completamente irreconocibles, reuniéndose en puntos de enorme relieve simbólico hasta bien entrada la madrugada. El miedo no pasó. El régimen aznarista había jugado su última carta.
A este respecto, no deja de sorprender la cercanía, mutatis mutandis, de la jornada del 13-14 con el argentinazo del 19 y 20 de diciembre de 2001. La diferencia no la ponen los muertos por la represión: esa misma tarde, un policía de paisano asesinaba con su pistola a un vecino de Navarra tras una discusión sobre la autoría de los atentados. En las manifestaciones que siguieron a este asesinato, una mujer murió a consecuencia de los disparos de materiales antidisturbios efectuados por la policía nacional. Una misma multitud sin nombre ni atribución desafió un estado de excepción en nombre del querer vivir, de la verdad y de la dignidad. Ambos acontecimientos resuenan con arreglo a un phylum que no se corresponde ni con la cronología ni con la linealidad del calendario del ciclo de luchas y organización del llamado movimiento global. Hemos asistido tal vez a una irrupción químicamente pura (efímera y probablemente no reproducible) de la política de las multitudes. A una misma potencia «destituyente» a la par que inmediatamente constituyente. A una eficacia salvaje e ingobernable que funciona como una dictadura de la potencia contra la congelación de las posibilidades de vida por parte de las agencias imperiales. A todos nos viene a la cabeza el viejo verso holderliniano.6
Por delante nos incumbe a todos la tarea de pensar las conjunciones, de facilitarlas y diagramatizarlas. Inventariar las invenciones lingüísticas, organizativas, los nuevos agencements de enunciación que se prueban en la batallas actuales que unen vida y singularidad en un plano de redefinición radical de los nombres, los saberes, los actores y las imágenes de la producción de la vida y la riqueza. El régimen de guerra ordenadora en su versión bushista ha entrado ya en fibrilación, las resistencias anómalas multitudinarias que han pasado la prueba del 11 de septiembre de 2001 (tal vez no suceda lo mismo con las formas organizativas «oficiales» del movimiento global). La dinámica del Imperio puede acaso reanudar su despliegue atizado por la resistencia biopolítica que surge en el corazón de la fábrica social mundial. Un «New Deal» global completamente nuevo -estrechamente ligado a las modalidades de construcción de poderes y contrapoderes en la Europa política- , basado en la valorización ofensiva de los nuevos bienes comunes, se presenta como una convención capaz de desbancar a la opción del dominio mediante la guerra civil permanente. Entre tanto, una imaginación constituyente está en condiciones de conjeturar los tiempos y los espacios de una determinación constituyente que parta del rank and file de las irrupciones anómalas que ocupan y subvierten el espacio político neutralizado en distintos puntos del planeta: ¿cómo determinar, por ejemplo, la potencia materialísima de un común post-socialista, concreto y eficaz, que expresan inmediatamente los intermittents y los chercheurs franceses, los precarios monstruosos y alegres que se enjambran en los MayDay7 de Milán y Barcelona, las multitudes raras e inesperadas del 13 de marzo en España, la fuerza de ruptura de la globalización al revés que, entre impasses y aporías, emerge en Brasil y en Argentina? La política (de las multitudes) regresa al primer plano, esta vez como anti-guerra, como resistencia productiva y defensa singular del común contra el nihilismo y el culto a la muerte de las elites imperiales.