Una vez más, un defensor de la pureza y la unidad de la lengua española ha dado la voz de alarma, horrorizado ante la invasión de términos extranjeros y la consiguiente «corrupción» del Idioma. Esta vez los responsables son «los científicos, en particular los informáticos», quienes deben «entonar un mea culpa porque la Informática corrompe el lenguaje». Antes de desgranar los motivos que llevan al profesor Vaquero a semejante conclusión, parece interesante acometer un análisis de la idea —tan falsa como, por desgracia, extendida— que subyace a las quejas de este atormentado aprendiz de filólogo: la de la existencia de una lengua pura, que es la auténtica, que es la que debe hablarse, que es la que corresponde al arte de hablar y escribir correctamente. Digámoslo cuanto antes: no es ningún afán polemista el que nos mueve a responder a los desasosiegos del profesor Vaquero (carentes de todo interés en términos científicos), sino salir al paso de una serie de prejuicios que su artículo recoge, lugares comunes demasiado arraigados en nuestra cultura y que sirven para fomentar mala conciencia lingüística en los hablantes y para legitimar a la insidiosa casta de los legisladores del Idioma.
Decía Wittgenstein que el filósofo no debiera dedicarse a postular problemas sino a deshacerlos: mostrar cómo ciertos problemas no son sino trampas lingüísticas, sinsentidos ocultos detrás de las sombras y niebla de expresiones que impactan por su aparente sensatez y circunspección. Los consternados y casi alucinatorios apóstrofes del profesor Vaquero son un ejemplo del método rigurosamente opuesto: ver un grave problema donde no hay absolutamente nada. Así, el profesor Vaquero riñe a sus colegas informáticos: no sólo los neologismos («compilador») y los préstamos («ordenador») inquietan a este desconsolado príncipe de las letras: también lo perturba la falta de «cohesión» de la lengua, que se produce porque hablantes de distintos lugares usan palabras distintas para nombrar una misma cosa. Y hasta las metáforas («cambiar de chip») y las metonimias («admitir esa denominación [ordenador] sería como admitir la designación del todo por una parte») le parecen oscuras amenazas, inadmisibles recursos. En suma, parafraseando la cita borgiana de Plinio, el profesor Vaquero trata de meter al elefante —El Idioma— en el zoológico para que el dragón no se beba su sangre: falso problema, solución aún más falsa.
El profesor Vaquero comete el error común de considerar a los académicos
con competencia máxima para dirimir cuestiones lingüísticas. Salvo
rarísimas excepciones, ni académicos ni normativistas son lingüistas
(por supuesto, no nos referimos a si poseen o no tal título, esto carece
de importancia), puesto que, cualquiera sea su rama, marco teórico o
método, los lingüistas se ocupan ante todo de cuestiones como qué es el
lenguaje, cómo se adquiere, cuáles son los principios que rigen el acto
comunicativo, cuáles son los procesos cognitivos relacionados con el
lenguaje, qué relación existe entre las palabras y las cosas, cómo
describir y explicar adecuadamente los fenómenos lingüísticos, en qué se
asemejan o distinguen unas lenguas de otras, de qué forma la sociedad
determina el lenguaje y viceversa, qué relaciones se establecen entre
lenguaje, mente y mundo, por qué cambian las lenguas, cuáles son su
aplicaciones, e incluso qué actitudes y juicios adoptan los hablantes
ante usos estigmatizados... Nada de esto tiene que ver con la función
legisladora y preceptiva que se arrogan los académicos. El lingüista se
preocupa por lo que realmente es el lenguaje, no por lo que debe
ser. Así que hablar de la corrupción de la lengua como «la preocupación
del lingüista» es un acto de injusticia hacia aquellos que se toman en
serio el estudio del lenguaje. Con sus alarmas, el profesor Vaquero no
hace otra cosa que dar un poco de oxígeno a la rancia tradición
occidental, que asignaba al gramático la función de enseñar qué es la
lengua, pero al mismo tiempo privilegiaba unos usos sobre otros.
En lingüística, como en cualquier otra disciplina científica, lo que hoy
consideramos rigurosamente cierto mañana puede demostrarse falso; de
todas formas, existen algunos conceptos básicos que, al menos por
imperativo metodológico, no se pueden eludir y menos emplear
equívocamente a la hora de tratar sobre el lenguaje. Por desgracia, en
el plañido del profesor Vaquero cunden los errores conceptuales, a la
vez que los prejuicios, los clichés y los tópicos, algunos de los cuales
son —como veremos— realmente perniciosos. Vayamos
repasándolos uno a uno.
La característica biológica de la especie humana a la que denominamos lenguaje ha sido fundamentalmente utilizada para la comunicación y el intercambio de información. De este modo el lenguaje se ha incorporado a los sistemas sociales y culturales y con ello se le ha hecho depositario de identidades, marcas y valores. Cada lengua es vista como un objeto social, un módulo de una cultura determinada, como pueden serlo la moda o la gastronomía. Es así como el criterio de corrección entra a formar parte de las afirmaciones sobre la lengua: en tanto que algo es social o culturalmente inadecuado de acuerdo a unos valores concretos, es rechazado por incorrecto.
La ciencia lingüística no se mueve en esta esfera: nada tiene que decir un lingüista acerca de si una palabra es «correcta» o «incorrecta» porque esos conceptos no significan nada para el método científico. ¿Sería «correcta» para un químico o un biólogo cierta combinación de moléculas? La combinación podrá ser posible o no, pero si la encuentra en la naturaleza no le aplicará criterios evaluativos: sencillamente dará cuenta de ella, la estudiará. En cambio, sí puede ser incorrecta una teoría o un experimento. Nunca el objeto de estudio.
Por lo tanto, ningún criterio lingüístico puede ser aducido como base de una afirmación evaluativa del tipo «comando es una palabra incorrecta». Esta afirmación pertenece a la esfera de las opiniones no científicas, como las del tipo: «El rojo y el rosa no combinan bien.» No queremos decir que las opiniones no científicas carezcan de valor, queremos decir que carecen de valor científico y que no deben utilizarse como científicas porque resultan disparatadas. Es como si una Academia del Buen Vestir afirmase: «Llevar pantalones blancos es incorrecto.» Es un disparate para un lingüista una afirmación como: «El término ordenador es incorrecto porque ordenar significa dar órdenes, no recibirlas, que es lo que hace un ordenador.» Es ingenuo suponer que los hablantes aplican las reglas de derivación de acuerdo a una gramática normativa. Le guste o no al profesor Vaquero, la historia de la lengua está cuajada de derivaciones que conllevan desplazamientos de significado, metonimias o metáforas: velar, pata, pielroja... ratón, navegar, red, telaraña, memoria... La palabra mirador no significa «el que mira» sino «lugar desde donde se mira». Estas reglas de derivación siguen procesos cognitivos muy alejados de meras reglas de diccionario, muy corrientes en los lenguajes naturales y cuya apreciación como incorrectos es fruto de una visión poco experta.
Excluido del ámbito científico el criterio de corrección, sólo le queda la esfera de lo cultural o de lo moral: de ese modo, una expresión será «correcta» o «incorrecta» dependiendo de su aceptación social, cultural o política. Una sociedad puede ser más o menos diversa, más o menos unidimensional, pero siempre segrega una ideología dominante cuya presencia no siempre es apreciable a simple vista, ya que muchas veces se cubre de pías intenciones como puede ser la de «defender nuestro Idioma». Esta ideología se compone de módulos normativos que nos dicen cómo vestir, cómo comer, cómo comportarnos, cómo hablar y, ante todo, cómo pensar. La transgresión de esas normas aparta al individuo del «buen camino», de lo «correcto». Esto nos muestra que el criterio de corrección, el hablar bien, no es más que un criterio ideológico compuesto por múltiples valores como podrían ser el tradicionalismo, el clasismo, el machismo, el nacionalismo, etc. Un ejemplo de mandato social es «cambiar el chip es incorrecto» y el prejuicio que lo sustenta es el tradicionalismo que excluye los neologismos. En el ejemplo de comando: el valor que subyace es el nacionalista que excluye los extranjerismos. En el caso de me se es el clasismo que excluye las expresiones de sociolectos vulgares. Y así hasta el infinito. Quienes mantienen la Norma y sus colaboradores espontáneos como el profesor Vaquero forman una corriente academicista que protege celosamente, no la lengua, sino las marcas lingüísticas de un grupo socio-cultural más o menos amplio, las cuales caracterizan su sociolecto. Un sociolecto —y el español «correcto» es sólo uno de ellos— no es más que un dialecto social, que, desde un punto de vista lingüístico, es exactamente igual a todos los demás que conforman una comunidad lingüística: igual de complejos, igual de coherentes, igual de ricos, igual de eficaces.
La pureza y la corrección son supersticiones que se basan, entre otras cosas, en la creencia de que cuando se habla de un modo diferente al que manda el establishment1 lingüístico —ya sea por hábitos «corruptores» como decir clickear en lugar de hacer clic, ya sea por «incultura» o «torpeza mental» como decir Pepe la regaló el arradio a María en lugar de Pepe le regaló la radio a María—, la expresión estigmatizada contraría aspectos inherentes a la estructura de «El Idioma». Nada más falso. Si existiera esa incompatibilidad, la expresión sonaría ininteligible y jamás podría dar lugar a un cambio en la lengua. Declarar que quien dice arradio habla «mal» por falta de seso o por ignorancia es un dislate tan grande como declarar que habla «mal» quien dice vos tenés en lugar de tú tienes; la diferencia entre ambos ejemplos es que en el último nos desplazamos a través del espacio, y en el primero nos desplazamos a través de capas sociales. Y si fuera incorrecto decir arradio, ¿por qué no lo es escribir (como «permite» la RAE) güisqui en lugar de whisky, vikingo en lugar de viking, o el penúltimo delirio académico: cederrón en lugar de CD-ROM? La explicación de por qué es incorrecto decir la dio un beso valdría igualmente para mostrar que es incorrecto decir le llamó por teléfono (en el primer caso se usa acusativo en lugar de dativo; en el segundo, dativo en lugar de acusativo); pero los señores de la Real Academia han decidido que el segundo es correcto, sencillamente porque en ese «error» caen también los encopetados hablantes del dialecto del encopetado barrio madrileño de los Jerónimos, donde se encuentra la encopetada sede de esta noble institución. Borges escribió que los mismos españoles que pretenden imponer su forma de hablar a América cometen este error («confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató»); también se horrorizó de la entrada de vikingo en el diccionario de la Academia («pronto oiremos hablar de la obra de Kiplingo»). Cuando la Real Academia «explica» que tal expresión es correcta y tal otra incorrecta, ocurre lo mismo que cuando un niño pregunta a su madre por qué no puede comer más caramelos y esta le responde: «Porque lo digo yo.» Se trata de respuestas autoritarias, no científicas.
La conclusión es clara: una expresión no es intrínsecamente incorrecta, sino que es tachada de incorrecta. El hecho de que haya sectores socialmente prestigiosos encargados de vigilar y mantener un sistema de normas restrictivas se explica sociológicamente por la necesidad de imponer un modelo cultural y político del cual la lengua es integrante fundamental. Es sabido que el poder económico que determina las clases sociales está penetrado profundamente por el poder del lenguaje y el dominio de la gramática normativa es considerado como uno de los criterios para la diferencia y la discriminación social. Por tanto, tras esos intentos correctores y rectificadores, tras esa defensa ora bienintencionada ora dogmática de las gramáticas normativas que hace el profesor Vaquero, aflora directamente una ideología de corte muy conservador2, que obviamente nada tiene que ver con planteamientos científicos.
¿Qué significa que la lengua «se corrompe»? Esta idea implica o presupone que hay previamente una lengua no corrompida, «en buen estado» —la que venimos llamando «El Idioma»—, que mantiene su núcleo intacto a lo largo de los siglos y que es corrompida por los cambios que puedan producirse por aparición de nuevas palabras, nuevos significados para palabras ya existentes, préstamo de palabras extranjeras, etc. Ahora bien, este fenómeno es connatural a toda lengua, como por ejemplo el inglés, que está repleto de extranjerismos sin que eso inquiete a nadie. Este fenómeno es el responsable de que los textos de Quevedo, de Cervantes, del Infante don Juan Manuel, o el Cid, suenen tan extraños a nuestros oídos: la lengua ha cambiado mucho desde entonces (se ha «corrompido»). El cambio no quita ni pone nada. La lengua no mejora ni empeora; simplemente cambia. La idea de que este cambio es peligroso sólo puede ser expresada por alguien que padece una absoluta ignorancia de todo lo referido al lenguaje humano. El cambio se producirá de todas maneras, le duela a quien le duela, y nada sucederá. ¿Cuál es el pretendido problema? Si hasta ayer comando significaba «mando militar» y hoy significa, además, «en informática, cualquier instrucción que genera varias acciones preestablecidas» (según el diccionario Larousse, prologado y encomiado por el muy académico sr. Francisco Rico), ¿diremos que se ha entorpecido la comunicación entre los hablantes del español? Si la corrupción es empobrecimiento, ¿por qué hemos ganado una acepción sin perder nada? Siempre habrá quien objete que se pierde precisión, pero esto es falso: el contexto eliminará toda imprecisión posible.
Si la corrupción de una lengua es vista en términos de invasión
cultural, de lo que se está hablando básicamente es de una transferencia
léxica de grandes proporciones, es decir, de todo un cuerpo léxico que
pasa, generalmente por grandes campos temáticos, de una lengua a otra.
La transferencia lingüística, generalmente léxica, responde a
situaciones socio-culturales determinadas. El que se produzca de modo
masivo puede ser debido a varias causas pero, excluidas aquellas
situaciones de estrés sociolingüístico intenso, la causa más normal es
la de un gran dinamismo en campos determinados por parte de una cultura.
Esto quiere decir que en períodos determinados ciertas culturas son las
que empujan más en campos como la ciencia, el arte, la tecnología o la
política. Se trata de un hecho constatable a lo largo de todos los
períodos históricos y no creemos necesaria su demostración. La creación
o modificación de conceptos trae como consecuencia la producción de
lengua nueva que con el tiempo pasa a las lenguas en contacto con la
lengua fuente. La transferencia puede producirse de varios modos, pero
el más corriente es del tipo fútbol, es decir, el préstamo
total de una palabra. Si el préstamo presenta características fonéticas
problemáticas para la lengua destino, pasará normalmente por ciertos
procesos de adaptación. Es el caso de ordenador, cuya
pronunciación es diferente a su hermana francesa. Este es un dato
importante ya que nos indica algo sobre la lengua destino: no hay cambio
en los sistemas más estructurados o menos permeables de la lengua,
principalmente el fonológico y el sintáctico, es decir, el verdadero
corazón de la gramática de una lengua. Si, contra todo rigor,
aceptáramos el término corrupción dentro de nuestros criterios
de análisis, deberíamos al menos redefinirlo como extralingüístico,
situándolo probablemente en el terreno de la moral.
La situación resultante de un préstamo no es generalmente la sustitución
de una palabra o expresión por otra; las dinámicas del cambio
lingüístico nos muestran que los usos innovadores, incluidos los
préstamos, obedecen principalmente a criterios de expresividad, es
decir, a necesidades significativas aún no codificadas con precisión y
economía en las lenguas. Esto quiere decir que uno de los factores
fundamentales que influyen en el éxito de un préstamo es la no
existencia en la lengua destino de una palabra que, en el momento de
introducción de éste, tenga su mismo significado. El resultado es que no
se produce una sustitución, ya que, o no hay nada relacionado en la
lengua destino, o, si lo hay, la palabra o expresión nativa mantendrá su
ámbito y significado originales, mientras la prestada será el recipiente
de los nuevos significados.
En resumen, tanto en el caso de corrupción como en el de
corrección, no nos enfrentamos a constructos teóricos
rigurosos, sino a simples eslóganes o banderas o lo que sea que
promueven el miedo y la culpabilidad en los hablantes. Una vez más
estamos ante un uso ideológico de la lengua sirviendo, de manera
consciente o inconsciente, a una determinada idea sobre lo que debe ser
la cultura y la sociedad.
La falta de «cohesión»3 es otro de los espectros que espantan al profesor Vaquero. Si los hablantes de América dicen computadora y los de España ordenador, ¿cómo nos vamos a entender? Esta sandez no merece mayores comentarios: es una variante más del miedo a la diversidad, que en otras áreas de la cultura y de la política hace estragos... Pero ya que estamos «en el contexto informático», digamos que este es también el fantasma que agita Bill Gates en contra de la filosofía abierta, diversificada y polifónica del mundo del software libre, el cual, dicho sea de paso, genera sus propios estándares sin necesidad de que nadie los imponga. Al igual que el software, como expresión del conocimiento humano, no debería tener propietarios, así también la lengua es modelada, parcheada, difundida, probada y adoptada por la comunidad lingüística (si bien en este último caso todo el proceso se produce de un modo involuntario). El empeño de las academias o de los partidarios de la Norma es equivalente a quienes defienden el software propietario. Subyace una idea patrimonial de la lengua, en el sentido de que es mejor un modelo en el cual alguien ordene el caos. No es casual (nada es casual) que hace un mes el diario El País publicara un artículo en el que se hablaba de la preocupación de determinada gente por la diversidad terminológica de los léxicos informáticos del español de España y el de América: ¡mientras en España se dice bandeja de entrada, en México se dice charola! Pero ¿quién es esa gente que está preocupada? Pues nada menos que Microsoft y... la Real Academia Española. Y ambas entidades, informaba el artículo, están en vías de firmar un acuerdo de colaboración para acabar con esta «peligrosa» diversidad. ¿Y quién nos salva de los salvadores?
La unidad de «El Idioma» ha sido siempre la preocupación mayoritaria de los normativistas y, a su sombra, de los centros de poder. Pero, al menos en los términos planteados por estos paladines de la pureza, es un imposible, una tarea evanescente. Y siempre obedece más a razones ideológicas que a razones lingüísticas. No es casual que el ansia de unidad, entre otras causas, motivase la primera descripción lingüística que conocemos: la del gramático hindú Panini (siglo IV a. de C.). Y la motivó porque la lengua sánscrita cultivada (bhasha), amenazada por las lenguas populares (prakrits), debía estabilizarse, como dice Ducrot, «aunque sólo fuera para asegurar la conservación literal de los textos sagrados». En el caso del español, mucho más uniforme que otras lenguas en el plano fonético, morfológico y sintáctico, la única manera de cohesionar sería imponiendo un estándar, un dialecto sobre otros. No otra cosa hacen las gramáticas tradicionales y el empeño normativista: imponer un dialecto —el culto— sobre los demás. Y eso es también lo que hacen los medios de comunicación, los organismos oficiales, los centros de enseñanza y las empresas de la lengua como la RAE. Pero, si bien es cierto que promover e imponer una norma consagrada sobre otras es una necesidad glotopolítica (¿geopolítica?), hemos de entender que lo de dialecto culto es sólo un espejismo, otro prejuicio más; porque lo que hoy es culto ha sido inequívocamente popular, argótico o dialectal antaño (hace siglos el latín era la lengua culta, y el incipiente castellano era el «latín vulgar»). Algo que nunca hay que perder de vista al hablar de cohesión en la lengua o de «unidad en la diversidad»; algo que puede también llevar, como ha llevado, a considerar ciertos dialectos, ciertas variedades lingüísticas, como sistemas imperfectos, degradados con respecto a la norma. Y la verdad, que aún se siga despreciando ciertos dialectos, muchos años después de que la lingüística demostrara que no existen lenguas ni variedades superiores a otras, ya no sólo es indignante, es toda una ostentación de ignorancia.
Por otra parte, es muy habitual confundir la razonable necesidad de los científicos de unificar la terminología que manejan para entenderse entre ellos, con las necesidades del resto de los hablantes, que generalmente no requieren para nada esos niveles de rigor formal. Y cuando los precisan, el propio lenguaje posee de modo natural un arsenal de recursos para desambiguar esos contextos... La lengua es un instrumento mucho más rico y con más posibilidades y recursos para ser eficaz de lo que sospechan quienes la ven en estado de permanente amenaza. El cambio (la «corrupción») y la diversidad (la «falta de cohesión») no suponen ningún peligro para nadie. Tampoco suponen un peligro para la comunicación. No hace falta nadie que dicte norma alguna. No es un problema que en España se diga bandeja y en México charola. El lenguaje humano está tan bien diseñado (por Dios o por la naturaleza) que no hay riesgo de incomunicación. Se caracteriza —entre otras cosas— por la retroalimentación, la autorregulación y la función metalingüística. Por ejemplo, si no entiendes una palabra, puedes preguntar por su significado. Que el lenguaje se ocupe del lenguaje.
Sabemos lo chocante que puede resultar esto que decimos. Es un prejuicio tan arraigado el de la necesidad de la Norma que gente muy abierta en otros temas se arroja sin dudarlo en los brazos de la Autoridad, académica por supuesto. No es extraño y entendemos incluso el miedo frecuente a caer en la descalificación intelectual por no ajustarse a la norma —esto es, por no hablar o escribir correctamente—, que se practica desde tiempo inmemorial con todos aquellos que no comulgan con la cultura dominante. En las disquisiciones sobre estas cuestiones se suelen llevar las cosas al límite del dramatismo y siempre se acaba presentando un falso y perverso dilema: o la corrección o el caos. Y como no es correcto nada que no esté previsto en los manuales autorizados, a cualquier partidario de superar los puntos de vista academicistas se lo califica automáticamente como un partidario del caos, como un ignorante o directamente como un enemigo del Idioma. Y se suele cerrar la discusión con afirmaciones de esta guisa: «Si no hubiera normas, cada uno hablaría (haría) como quisiera». Como si al fin y al cabo no fuese eso lo que hace, con sabiduría infinita, la inmensa mayoría de los hablantes.
Etimológicamente, aberrante no significa otra cosa que «aquello que se aparta de lo normal». Lo normal, se sabe, no es una función estadística, sino una expresión del poder. Pero, si pudiéramos prescindir de toda la connotación peyorativa y moral del término, se podría asumir sin aspavientos como «aberrante» casi toda la práctica habitual de cualquier persona, ya que casi nadie en su sano juicio tiene por norma ajustarse a la misma, empezando por el propio profesor Vaquero, que, cuando escribe, viola (posiblemente sin saberlo) muchas de esas reglas que tanto le preocupan y sin las cuales supone que el lenguaje se corrompe o sus hablantes se vuelven ágrafos y afásicos. Pero no somos nosotros quienes vamos a cuestionar cómo utiliza la lengua el profesor Vaquero o cualquier otro hablante. Precisamente lo que defendemos es su derecho (y el de todos) a usar la lengua libremente. Y que nadie se alarme por ello. Siglos de admoniciones, quejas y lamentos no han servido para que la gente se ajuste a las normas académicas, y no por ello las lenguas se empobrecen o se corrompen en modo alguno. Buena prueba de ello es que las «aberraciones» del profesor Vaquero no impiden que finalmente comprendamos sus palabras.
El profesor Vaquero nos advierte, en tono apocalíptico, que «existe un peligro cierto de inmadurez en el lenguaje por el uso intensivo de las computadoras». Para ejemplificar, menciona el caso de los hackers estadounidenses, adolescentes que hablan una jerga empobrecida llamada «technobable», en clara referencia al lenguaje de los bebés. Resulta asombroso que un profesor de informática —¿o no tan asombroso?— exhíba tal desconocimiento por el mundo de los hackers, y se limite a reproducir la visión mediática y totalmente distorsionada que se suele dar de ellos. El gusto por las comunidades virtuales —ese uso intensivo de los ordenadores tan «peligroso»— se fundamenta en un ideal de relación humana desterritorializada, transversal, libre. Es lógico que lo perciba como «inmaduro» y «peligroso» quien hace tal defensa de la autoridad y del mando: sencillamente esos chicos hablan otro idioma basado en el juego, el compartimiento de los conocimientos y el aprendizaje cooperativo. Pero es aún peor la irrisoria sentencia con la que cierra su ejemplo el profesor Vaquero: «Sin un dominio del lenguaje es imposible comunicarnos.» ¿Es que acaso los hackers adolescentes no pueden comunicarse por hablar esa tecnojerga? De hecho, se les puede acusar de cualquier cosa salvo de no comunicarse. Este último prejuicio llevado al extremo es el que permite relacionar la capacidad para emplear la norma académica («escribir y expresarse correctamente») con la inteligencia o con el nivel cultural. El niño que «habla mal» o «comete errores» es orientado hacia los trabajos manuales, o bien fracasa escolarmente y deja los estudios, etc. El adulto que no se ajusta a la Norma y emplea un sociolecto vulgar difícilmente podrá aspirar a ciertos trabajos con prestigio social y siempre mejor remunerados, pues su ortografía y su gramática delatan su «ignorancia». (En ese sentido, nos gusta evocar a un notable profesor neoyorquino que daba sus clases empleando el dialecto del Bronx, sin menoscabo para sus alumnos o para la materia que impartía, que por cierto era lingüística.)
El profesor Vaquero habla también de «obedecer al principio de respeto y enriquecimiento del lenguaje». ¡Principio de respeto!, ¡principio de enriquecimiento! ¿Estos son principios lingüísticos? No, no figuran ni han figurado nunca en ninguna teoría lingüística. Nada tienen que ver con las leyes que gobiernan el lenguaje y ni siquiera con las reglas gramaticales de una lengua determinada. Es cierto que las lenguas se enriquecen pero no en el sentido en que el profesor Vaquero supone: no se enriquecen porque emplean las palabras con mayor precisión y «corrección», sino porque —y esto sí es un principio— sencillamente cambian, varían, así como varían, cambian o caen en desuso las palabras, las declinaciones...
No conforme con sus alarmas lingüísticas, el profesor Vaquero se aventura también como teórico de la literatura: ante el fenómeno lingüístico de la ambigüedad, no tiene mejor ocurrencia que postular que «el dominio de la lengua que tienen los buenos escritores es lo que les permite la precisión absoluta en la transmisión de los conceptos o los sentimientos más sutiles». Es evidente que este profesor desconoce que precisamente algunos de los recursos más explotados por los escritores a lo largo de la historia de la literatura —hasta tal punto que para algunos teóricos constituye su elemento determinante— son la ambigüedad sistemática, la primacía de la connotación sobre la denotación, el fenómeno del extrañamiento y, en general, un uso aberrante —anómalo— de la lengua. Góngora y Joyce son dos buenos ejemplos de ello.
El siguiente cliché tiene que ver con la eficacia en el lenguaje. El profesor Vaquero se pregunta y se responde sin ningún rubor: «¿Cuáles son las lenguas más eficaces? El inglés y el chino. [...] ¿Y el español? [...] es claro que no es tan eficaz como el inglés.» Y esto es lo que entiende por eficacia: «poder comunicar las ideas con un mínimo de reglas y con la mínima cantidad de texto». Cualquier mínima reflexión repudiaría de inmediato este dislate. Llevando su argumento al absurdo, la lengua más eficaz sería entonces aquella que pudiera comunicarse telepáticamente o al menos mediante una sola palabra, una palabra holística, una palabra-mundo; pero eso parece más un sueño borgiano que una realidad lingüística. Aunque no tanto: de hecho existen lenguas aglutinantes como el turco o el finés que en una sola palabra condensan varias funciones sintácticas; lenguas polisintéticas como el esquimal que expresan mediante afijos lo que otras expresan con auxiliares (p.ej. en esquimal urninngissinnaavara quiere decir «yo no soy capaz de acercarme a él»). El alemán también es capaz de expresar en una palabra toda una oración (p.ej. donaudampfschiffahrtsgesellschaft, «sociedad para el viaje en barco por el río Danubio»). Por tanto, si hablamos de eficacia en términos de economía expresiva y uso de reglas, estas lenguas podrían ser consideradas mucho más eficaces que el omniinfluyente inglés.
Más todavía. El profesor Vaquero echa en falta «la flexibilidad morfológica del inglés». Esto es un disparate. Desde el punto de vista de la morfología flexiva, el inglés es una lengua paupérrima. Lo mismo puede decirse respecto de la morfología apreciativa (en comparación con el español, claro está). Y en cuanto a la morfología derivativa, exceptuando la nominalización, el español no es menos rico4 que el inglés. Que la palabra encontrador no se emplee (si es que no se emplea; no obstante, tenemos «buscador») ni acuse registro en diccionario alguno, no quiere decir que sea una formación incorrecta. Cualquier hispanohablante la reconocería como una palabra legítima de su lengua. Con esto pretendemos decir que el hecho de que no se use no obedece a una «rigidez morfológica» a la hora de verbalizar, sino sencillamente a caprichos de la lengua o al azar. El profesor Vaquero, en este caso, debió buscarse un ejemplo mejor.
La idea de lengua eficaz es una de las más insidiosas aberraciones whorfianas, cuya genealogía se remonta quizá al efervescente idealismo de Humboldt y subsiste en la actualidad en opiniones como la que aquí comentamos. El profesor Vaquero, en lo idealista y disparatado, recuerda precisamente a Whorf, autor de afirmaciones tan románticas y curiosas como: «La lengua hopi es más apta para la física moderna que las nuestras porque el tiempo es concebido por sus hablantes no como movimiento sino como algo esencialmente relativo: un llegar más tarde» (en Lenguaje, pensamiento y realidad). Esta peculiar distinción lingüística de los hopi con respecto al tiempo no les ha ayudado a hacer descubrimientos importantes en el ámbito de la teoría de la relatividad, sencillamente porque es irrelevante. Que cierto tipo de lenguas gramaticalicen los objetos, por ejemplo, como largos o cortos en virtud de su visión del mundo (otra vez el hopi), no las hace más eficaces o superiores a otras, sino distintas en ese plano.
Que el español carezca de un término para designar el hardware no implica que de haber sido un país hispanohablante el inventor de ese artefacto, no hubiese podido crear o «reciclar» una palabra para nombrarlo. Si el inglés fuera más eficaz que el español, en el sentido definido por el profesor Vaquero, es decir, si las diferencias morfológicas, sintácticas o semánticas determinaran una ventaja en la manera de aprehender el mundo y en el pensamiento, ¿por qué un niño de Chicago y otro de Madrid tardan lo mismo en «adquirir» sus respectivas lenguas? Además, en términos de eficacia, en términos de lenguaje preciso, ¿qué diferencia existe entre Shakespeare y Cervantes, entre «Los muertos» y «El Aleph»?
La ignorancia en ciertas materias es comprensible. No así la soberbia de quien, no habiendo acometido la ardua tarea de la investigación lingüística, afirma ampulosamente sobre lo que desconoce. Eso sí que no es serio, más aún, lo publicado por el profesor Vaquero es de una ligereza e irresponsabilidad impropia de un profesor universitario. Algunas afirmaciones son, por así decirlo, precientíficas (están más próximas a chascarrillos y opiniones populares sobre la disciplina y su objeto que a juicios fundamentados y aceptados en el campo); otras son falsas o simplemente disparatadas, confiando acaso en que si un enunciado falso se estira redundante y machaconamente hasta convertirlo en una soporífera e interminable retahíla discursiva, este se vuelve verdadero, como por arte de birlibirloque.
Nadie ha demostrado que haya en el mundo una lengua pura, y ello pese a todas las elucubraciones que los nazis —principales valedores contemporáneos de esta idea— hicieron sobre el alemán a partir de ciertas lecturas de Fichte. Si alguien aportara una evidencia de que tal cosa existe en algún lugar ignoto, deberíamos preguntarnos de inmediato por qué es preferible una lengua sin mezcla.
No existe «El Idioma», la lengua pura; éste no es más que el dialecto del grupo social que tiene suficiente poder como para imponerlo como lengua modélica. Pero se da la paradoja de que como también ese dialecto cambia, «El Idioma» es siempre algo diferente, según pasan los años. Por tanto, hablar de «El Idioma» es postular la existencia de una quimera, una espectral idea platónica que vive entre las fantasías engendradas por la ideología.5
En realidad, el error está en creer que haya error alguno al hablar o al escribir. La lingüística cuestiona la idea de que ciertas formas de hablar son objetivamente inferiores a otras. En el plano científico, todos los lenguajes tienen el mismo grado de riqueza, de corrección, de coherencia. La lingüística estudia fenómenos, trata de encontrar algoritmos, no pretende legislar lo que se puede o lo que no se puede decir. Por supuesto, personajes como Gregorio Salvador o Lázaro Carreter —quien sólo reconoce «necesidades expresivas» a los literatos (¡como si el resto de hablantes no las tuvieran!), únicos autorizados según él para innovar lingüísticamente—, seguirán pontificando a diestro y siniestro, y clavando sus dardos a todo incauto que, como el profesor Vaquero, preste alguna credibilidad a sus opiniones.6
La paradoja es que quienes se erigen en Defensores del Idioma son
quienes más perjudican, no a la lengua (difícilmente podrían hacerlo),
sino a sus hablantes. La lengua, como el software, como todo, vive mejor
y evoluciona de un modo mucho más saludable en libertad. En último
término, se trata de una apuesta ética. Quien no la vea, seguirá el
dictado que marcan algunos censores universitarios y ciertos gramáticos
y filólogos, y alimentará los criterios normativistas, consciente o
inconscientemente; por el contrario, quien rechace los ejercicios de
poder y desee que los hablantes usen libremente su lengua, de modo
creativo y sin complejos, despreciará cualquier intento de monopolio o
de utilización ideológica de la lengua.