13.1 Presentación: historia de un desencuentro

Me van a permitir que me ponga nostálgico. Aunque uno no está todavía en edad de contar batallitas, lo cierto es que para aquellos que hemos tenido la suerte o desgracia de presenciar la evolución de las redes de telecomunicaciones, hablar de hechos ocurridos allá por 1987, año en el que empecé a ejercer, viene a ser como mentar el Mesozoico. Bien, lo cierto es que uno de los primeros casos en los que tuve que intervenir, en materia de derecho penal «informático», ocurrió por aquellos años. Un buen día me llamó un compañero de promoción, por entonces instalado en un despacho mercantilista, al que le habían encargado la defensa de una pequeña empresa de ensamblaje de clónicos, que estaba siendo acusada por instalar sistemas operativos gratuitos -vamos, gratuitos para sus clientes, ustedes ya me entienden- en los ordenadores que vendían. Como mi amigo sabía que a mí me gustaba jugar a marcianos, y perder el tiempo conectándome a BBS, pues la cuestión es que me pidió una opinión sobre su caso, cosas de principiantes.

La cuestión es que analizando el tema, pudimos saber que la acusación se basaba en la compra de un ordenador con sistema operativo preinstalado a petición del cliente, que resultó ser un detective de la empresa denunciante, el cual había insistido a mi cliente para que le «regalasen» el sistema si compraba el ordenador. Claro está que la denuncia no decía eso, todo lo contrario: mi cliente era, según la acusación, un pirata. Con el batiburrillo de hormonas y cinco años de carrera mal digeridos, ya se imaginarán Vds. mi planteamiento del caso: «Estamos ante un delito provocado, hay que llegar hasta el Tribunal Constitucional». Afortunadamente para las finanzas del cliente, se optó por una salida pactada con la empresa denunciante, a la que se compraron un montón de sistemas operativos, se archivó el caso, y todos tan contentos. ¿Todos? No, alguien había hecho el primo, trabajando para el diablo: la Policía.

Pasando los años, y a la medida que avanzaba esto de la informática, fui descubriendo que, en buena parte de los casos, el perdedor siempre era el mismo: el funcionario de turno al que le tocaba redactar un atestado lleno de términos raros, al objeto de conseguir que un juez dictase una orden de entrada y registro para llevarse un montón de ordenadores. Ordenadores que se tardaban años en peritar, todo a cargo del erario público, para que al final se llegase a un pacto entre denunciante y denunciado. Alguna vez se llegaba a juicio, no obstante, especialmente si el acusado era insolvente, con lo cual el procedimiento era igualmente inútil. Estamos hablando, recuérdese, de infracciones penales contra los derechos de autor, muchos años antes de que llegase el top manta: si el acusado no tenía antecedentes, la única repercusión era económica, y su insolvencia determinaba la absoluta inutilidad del procedimiento.

De aquellos años me quedó, al igual que a muchos de los funcionarios con los que coincidí, un absoluto escepticismo en lo que se refiere a la represión penal de la piratería. Al principio, nos veíamos como enemigos, pero con el tiempo, no tuvimos más remedio que respetarnos y ocupar nuestros respectivos papeles en el gran teatro del sistema de represión penal. Suya era la responsabilidad de la obra principal, la «desarticulación», ese curioso término acuñado, mano a mano, por gabinetes de prensa policiales y periodistas de sucesos. Nuestra responsabilidad se circunscribía al juicio, un psicodrama ejecutado por meros figurantes, cuya importancia mediática era inversamente proporcional a la de los derechos y libertades implicados.

El delito informático se reducía entonces al delito contra la propiedad intelectual, la copia ilegal de programas de ordenador. Mucho ha llovido desde entonces. En 1995 se aprobó un nuevo Código Penal que tipificó los nuevos delitos informáticos, un Código Penal que ha sido reformado en varias ocasiones, incorporando en 1999 y en 2004 nuevos delitos informáticos. Voy a hablarles de ellos desde la perspectiva de la defensa del internauta, desde la perspectiva de los denominados «ciberderechos».