Libertad de expresión y derecho a la privacidad han sido los dos frentes tradicionales de los ciberderechos. Es sin embargo el terreno de los derechos de autor donde se está viviendo una revolución, en la medida que está implicando a la inmensa mayoría de la población internauta. Poder o no expresarse libremente por Internet, el ser o no espiado, eran asuntos que sólo preocupaban a minorías concienciadas. Copiar indiscriminadamente, a través de Internet, música, películas, obras protegidas por derechos de autor, es algo que cada vez más afecta a más ciudadanos. De seguir la tendencia actual, el proceso acabará con todo un sistema económico, haciendo inviable el modelo de negocio basado en la venta de copias de obras intelectuales.
Lo primero que sorprende al hablar de derechos de autor, en el marco de la Declaración Universal de Derechos Humanos, es que se encuentran desligados del artículo que regula el derecho de propiedad. Se encuentran en el artículo 27, el mismo que establece el derecho a participar en el progreso científico, y a continuación de todos los artículos que regulan los derechos a un adecuado nivel de vida, a la salud y a la educación.
A partir de este punto, surge una pregunta retórica. ¿Por qué se llama propiedad intelectual a los derechos de autor, cuando según la Declaración Universal de Derechos Humanos son cosas distintas? Distintas hasta en su duración: la propiedad es ilimitada en el tiempo, los derechos de autor no. Sería inimaginable que la propiedad de un inmueble caducase a los 70 años de su compra: es transmisible a los herederos indefinidamente, lo que no sucede con los derechos de autor. Si tan distintos son en su esencia, derechos de autor y derecho de propiedad, ¿por qué son denominados propiedad intelectual? La respuesta es sencilla: para poder traficar con ellos.
No debería contaminarse la esencia de los derechos de autor denominándolos propiedad intelectual. A fin de cuentas, el derecho de autor surge de la creación, es algo que un ser humano ha creado partiendo únicamente de su intelecto. No se trata de una propiedad adquirida mediante la expoliación de indígenas, explotación de siervos, por herencia ni por especulación. No se basa en la plusvalía adquirida por el trabajo de otros: es un derecho ex novo, que surge del autor y que revierte a la sociedad a los 70 años de la muerte de éste. Llamarlo propiedad intelectual, equiparándolo a las restantes formas de acumulación de riqueza, a las restantes formas de explotación del hombre por el hombre, es un insulto a la creación original.
Llama poderosamente la atención la forma en que son manipulados los artistas en las campañas de intimidación de las empresas discográficas. Utilizando el manto de los derechos de autor y escudándose en aquellos a los que teóricamente tendrían que beneficiar, dichas empresas intentan mantener desesperadamente su modelo de negocio, acudiendo al derecho penal aunque ello signifique criminalizar a toda la sociedad. Es un proceso similar al que inició hace tiempo la industria del software, con resultados desastrosos.
El proceso es imparable. El modelo de negocio basado en la venta de copias de una obra informática, musical o cinematográfica, sólo es viable cuando se basa en la exclusiva tecnológica. Hay tres momentos en este modelo de distribución. Si sólo la empresa productora puede producir copias de calidad, la piratería no es negocio (años 80, primeros 90). Si es necesaria una inversión para la copia, pero se ve compensada en beneficios, son negocio tanto la venta lícita como la piratería (años 90). Si toda la sociedad puede conseguir copias de calidad a bajo precio, no hay negocio ni en la distribución original ni en la piratería. Estamos en puertas de este tercer momento: el top manta sólo es necesario para quien no tiene Internet, la tienda de discos, para nadie.
La palabra es desesperación. La DMCA americana, la Directiva europea de derechos de autor, el futuro Código Penal español -que tipifica como delito la elusión de medidas tecnológicas anticopia-, son intentos desesperados de poner freno por la vía punitiva a la proliferación masiva del ejercicio colectivo del derecho de copia privada a través de Internet. La ilusión que intentan vender los medios de comunicación participados económicamente por los detentadores de la cultura es que copiar obras protegidas es un acto inmoral, delictivo. La realidad es que sólo compran discos y videos los analfabetos digitales.
Una sociedad en la que el creador no vea retribuido su trabajo es una sociedad condenada a la extinción intelectual. Y sin embargo, ese es el modelo de sociedad al que nos lleva el poder dominante. La alianza entre empresas productoras de contenidos culturales, gobiernos y medios de comunicación, lleva inexorablemente a la anoxia intelectual. Si sólo se vende aquello que compran los analfabetos digitales, todas la iniciativas minoritarias quedarán al margen del mercado. Da lo mismo convertir a toda la sociedad en delincuente: los resultados están a la vista. El modelo represivo, encabezado por la BSA desde los años 80, ha llevado al sistema al fracaso absoluto.
A diferencia de los pueblos de tradición jurídica anglosajona, los ciudadanos del sur de Europa hacen profesión de fe del quebrantamiento de normas. Cuando esa falta de respeto a la ley tiene un halo romántico, como el que proviene de la legendaria figura del pirata, sus efectos son altamente corrosivos, especialmente para algo tan etéreo como los derechos de autor. Ese ha sido el error monumental de la BSA, de la SGAE y de cuantas sociedades de gestión de derechos han querido basar en el miedo sus campañas de concienciación.
Se cambiará el Código Penal y la Ley de Propiedad Intelectual, se despojará a los ciudadanos de su derecho a la copia privada, se organizarán campañas mediáticas, se sentará en el banquillo a ciudadanos por delitos ridículos, creados ex novo, y sin embargo no se llegará a ningún lado: en todo caso se crearán, por el camino, héroes y mártires del progreso tecnológico. La tecnología es revolucionaria en sí misma, y está en manos de toda la sociedad: su expansión se llevará por delante, inevitablemente, lo que ya es un modelo económico caduco.
Continuar denominando propiedad intelectual a los derechos de autor puede tener consecuencias desastrosas para la salud financiera del sistema. El respeto a la propiedad privada es un dogma en las democracias formales, desde su asunción por los partidos socialdemócratas en los años veinte del siglo pasado, dogma que también sería asumido por el eurocomunismo en los años setenta. La caída del muro de Berlín y el fracaso del modelo marxista pareció colocar el sacrosanto derecho de propiedad fuera del alcance de cualquier revolución. Y sin embargo, han bastado diez años de Internet al alcance del público para que la inmensa mayoría de los internautas prescindan olímpicamente de cualquier respeto a la denominada «propiedad intelectual».
No deja de ser triste observar como cuestiones tan candentes como la brecha digital, la libertad de expresión o el derecho a la privacidad, sólo hayan preocupado a minorías concienciadas, mientras que la reivindicación del derecho a copiar despierta pasiones encendidas. La masa es así. Pero si a la masa social, siguiendo sus impulsos consumistas, le ha resultado tan fácil cuestionar el dogma.. ¿qué pasará con las restantes propiedades? ¿Les damos 100 años o, aún mejor, los 70 años de caducidad del derecho de autor? Quizás todo dependa de cómo contentar esos bajos impulsos, mediante panem et circenses digitalis... Paradojas de la democracia formal.
Vuelvo al principio. La Declaración Universal de Derechos Humanos pone al mismo nivel, en el mismo artículo, el derecho de autor y el derecho a la cultura. Es necesario un equilibrio entre ambos. Un equilibrio que tanto el mercado como la legislación represiva han sido incapaces de encontrar.
Es necesario un nuevo sistema de distribución de la cultura. Un sistema que sitúe los derechos de autor en su verdadero lugar: no en el de una propiedad especulativa, sino como elemento oxigenador de la sociedad. Ha llegado el momento de diseñar un modelo viable, y para ello hay que contar con aquellos a los que el sistema ha convertido en «productores de propiedad intelectual», antes llamados artistas. Son ellos los primeros interesados en liberarse del modelo actual, basado en la especulación sobre su obra por parte de intermediarios culturales.
Aquello que destruye el pasado, construirá el futuro. La sangría que representa Internet para los derechos de autor, también puede servir para salvaguardarlos. A través de Internet, los artistas pueden suministrar su obra directamente a su público: existen soluciones tecnológicas que permiten prescindir de la cadena de distribución comercial. Sólo hay que cambiar el modelo de consumo de masas, basado en la venta de objetos, por un modelo basado en la venta de código, individualizando éste para cada usuario.
La historia nos enseña que toda crisis revolucionaria trae aparejado un período transitorio de represión, tras el cual aparece el nuevo pacto social. Cuanto antes la industria cultural asuma que la partida está perdida, antes podremos avanzar en el nuevo modelo social. Pero para ello debemos ser todos conscientes, empezando por la propia industria, de que vivimos un proceso histórico irreversible: la ciberrevolución ya ha triunfado. La propiedad intelectual ha sido abolida de facto en Internet.