7.2 Propiedad intelectual: la apropiación del conocimiento

Hemos recorrido miles de años para encontrarnos en el mismo punto: el derecho de propiedad como base del poder. Con una diferencia: la propiedad más importante ya no es la tierra, sino la propiedad intelectual. Y es curioso que se la denomine así, por cuanto los derechos de autor no son estrictamente propiedad.

Lo primero que sorprende al hablar de derechos de autor, en el marco de la Declaración Universal de Derechos Humanos, es que se encuentran desligados del artículo que regula el derecho de propiedad. Se encuentran en el artículo 27, el mismo que establece el derecho a participar en el progreso científico, y a continuación de todos los artículos que regulan los derechos a un adecuado nivel de vida, a la salud y a la educación.

A partir de este punto, surge una pregunta retórica. ¿Por qué se llama propiedad intelectual a los derechos de autor, cuando según la Declaración Universal de Derechos Humanos son cosas distintas? Distintas hasta en su duración: la propiedad es ilimitada en el tiempo, los derechos de autor no. Sería inimaginable que la propiedad de un inmueble caducase a los 70 años de su compra: es transmisible a los herederos indefinidamente, lo que no sucede con los derechos de autor. Si tan distintos son en su esencia, derechos de autor y derecho de propiedad, ¿por qué son denominados propiedad intelectual? La respuesta es sencilla: para poder traficar con ellos.

Como ponía de manifiesto Philippe Quéau, en un artículo publicado en Le Monde Diplomatique, la revolución multimedia ha servido de detonador y de pretexto para lanzar un ciclo general de revisión del derecho de la propiedad intelectual, que comenzó en 1976 con la revisión de la ley sobre derecho de autor, Copyright Act en Estados Unidos. Las directivas europeas sobre bases de datos o sobre la protección de programas informáticos, los dos tratados de la OMPI, adoptados en 1996 (Tratado sobre las interpretaciones y ejecuciones y los fonogramas y Trtado sobre el Derecho de Autor), el Digital Millenium Copyright Act (Ley sobre el derecho de autor para el Milenio digital... hasta llegar al Convenio sobre Cibercrimen del Consejo de Europa, orientado a proteger la propiedad intelectual en Internet, evidencian hacia donde van las cosas.

Del mismo modo que ocurriera antaño con la propiedad inmobiliaria y la propiedad industrial, en nombre de la propiedad intelectual se está produciendo una acumulación sistemática de saberes que debería compartir toda la humanidad. Con extremos particularmente sangrantes. La propiedad intelectual sobre los productos farmacéuticos, por ejemplo, provoca situaciones como la que denunciaba en 1999 Médicos sin Fronteras: América del Norte, con 303 millones de habitantes, consume 135 mil millones de dólares en medicamentos. Asia y Africa juntas, con 4282 millones de habitantes, sólo consume 28 mil millones de dólares. La propiedad intelectual, multiplicando por diez el coste de los medicamentos, condena a muerte cada año a millones de enfermos africanos. Las embajadas de los países productores presionan a las autoridades locales, impidiéndoles la elaboración de fármacos genéricos. Y ello por no hablar de las patentes sobre la vida y sobre la riqueza biológica de los países, en manos de empresas de biotecnología. Si la propiedad intelectual permite algo así en el mundo real ¿qué no permitirá en Internet?

En este marco, los nombres de dominio se han revelado como un objeto más de propiedad, un instrumento más para ejercer el poder. El Departamento de Comercio norteamericano decide liberalizar el sistema de nombre de dominios, otorgando la concesión a una empresa norteamericana, de forma que la adquisición de un dominio es, durante los primeros años de la Internet comercial, absolutamente libre. Es más sencillo adquirir un dominio .com que un dominio .es. Durante varios años, se produce una inflación del valor de los dominios. Cuando el mercado está saturado, se adoptan las normas de arbitraje sobre dominios, con un solo objetivo: poner el control del sistema de dominios en manos de los titulares del derecho de marcas. Estamos ante un movimiento de pura especulación. En aquellos casos en que las empresas multinacionales americanas han podido hacerse con dominios estratégicos, el derecho de res nullius opera sin problemas. No ocurre lo mismo en otros casos, porque ni la ley, ni las normas sobre dominios son iguales para todos, lo que tanto en lenguaje jurídico como en el lenguaje de la calle tiene un nombre bien sencillo: ley del embudo. La ley que se quiere imponer en Internet por parte de las empresas multinacionales.

Seguiremos discutiendo sobre el sexo de los ángeles, sobre la posición del demandante o el demandado, sobre nuevas normas de arbitraje, pero no abriremos el melón. Y el melón es que todo el sistema está montado sobre una falacia: el nombre del dominio carece de otro valor que no sea el puramente especulativo. Tiene valor sólo porque al Departamento de Comercio norteamericano le ha interesado que lo tenga para provocar su inflación, porque a empresas americanas les ha interesado especular, y porque a multitud de abogados les está suponiendo suculentas comisiones. Evitar los problemas derivados de los nombres de dominio sería tan sencillo como establecer un sistema de IPS sin DNS, al objeto de que nadie pudiese especular con simples números. Pero eso no interesa a ninguno de los que está aquí, empezando por mí mismo en el momento que en lugar de ejercer como provocador, ejerzo como abogado. Un par de disputas de dominios cada mes sirve para pagar muchas cenas.

Sé que mis palabras suenan ingenuas. Al fin y al cabo, lo que está ocurriendo con el Derecho en Internet es lo mismo que ha ocurrido siempre con el Derecho. Cuando el que ocupa una res nullius es el detentador del poder, siempre dispone de una pléyade de leguleyos para justificar su apropiación. A los abogados nos gusta comer bien, y discutir sobre las propiedades de otros es la mejor excusa para llenar muchos folios con los que justificar minutas de honorarios.

Teniendo en cuenta que los presentes ya estarán a estas alturas, después de tres días de Congreso, cansados de sesudos debates sobre nombres de dominio, intentaré ser lo más ameno posible, así que les contaré un cuento que ya he explicado alguna vez.

Había una vez un territorio libre, absolutamente virgen, en el que pocos pioneros aventuraban a internarse. Aquellos aventureros que llegaron primero, clavaron su bandera, y construyeron los caminos que lo llenaron de habitantes. En aquel territorio no había lindes, ni marcas registradas, porque en aquella tierra prometida los dominios eran de aquellos que tuvieron la valentía de enfrentarse lo desconocido. Entre aquellos pioneros no hacían falta leyes, ni tribunales, ni verdugos.

El paraíso duró poco, porque un día llegaron los hombres de la ley, al servicio de un ejército de conquistadores. Y los hombres de la ley dijeron que aquellos campos, que los pioneros habían cuidado durante años, ya tenían dueño. Los conquistadores son muy amables, vienen con una sonrisa: los indígenas sólo tienen que abandonar su terreno, y para que vayan más rápido les ayudan a llevarse sus cosas. La extorsión es un arte, sobre todo cuando se trata de «recuperar» lo que nunca se ha tenido. Algo tan absurdo como hispano: llamamos «reconquista» a una expulsión genocida, la de la cultura árabe de un territorio tan suyo como nuestro.

La paz ha terminado, y se avecinan tiempos difíciles. En ese espacio sin fronteras los conquistadores pretenden la aplicación de la ley de la horca, olvidando que nuestra civilización debe su avance en buena parte a la tradición jurídica romana, gracias a cuyo derecho civil superamos la ley del Talión.. para que la propiedad se quedase en manos del más fuerte.