13. La batalla del túnel

Difícilmente conocerá nadie los sentimientos de lady Brett después de su segundo tête-à-tête en la torre. Pero cualesquiera que fuesen, su instinto femenino le decía que había que actuar: había reparado en que Dalroy había escrito algo en el dorso de un menú y sólo Dios sabría lo que sería, pero su temperamento profano no estaba satisfecho con que sólo la divinidad lo supiera. Regresó, pues, rápidamente, haciendo revolar su falda, hacia la mesa en que Dalroy había dejado su mensaje. Pero a medida que se acercaba, su paso se tornaba más lento y el vuelo de su falda más corto, y es que junto a la mesa en cuestión estaba lord Ivywood, leyendo las palabras de Dalroy con los ojos y la cara entornados hacia el papel, de forma que se acentuaba el óvalo alargado y perfecto de su rostro. Volvió a dejar la minuta con total naturalidad y, al ver a Joan, le dirigió una sonrisa de extremada simpatía.

--¿Has salido a tomar el fresco? -dijo-. Yo también, realmente hace demasiado calor. El doctor Gluck está a punto de pronunciar un discurso notabilísimo, pero no he podido quedarme a escucharlo. ¿No te parece que ha quedado bien mi decorado oriental? Es una especie de vegetarianismo estético, ¿verdad?

La llevó de una estancia a otra, haciéndole notar las medias lunas de color limón y las granadas purpúreas empleadas como temas decorativos; tan embebidos en su conversación estaban que por dos veces pasaron por delante de la puerta en que se celebraba la reunión sin apenas prestar atención a la inequívoca voz del diplomático Gluck, que se oía con perfecta claridad:

--Ciertamente, debemos antes a los judíos que a los árabes la idea de que el cerdo es impuro. No soy de los que abrigan prejuicios contra los judíos, que son tan comunes en mi familia como en todas las familias prusianas, aristocráticas y militares. A mi modo de ver, nosotros, los nobles prusianos, se lo debemos casi todo a los judíos. Son ellos los que han infundido en nuestras toscas virtudes teutónicas ese toque de refinamiento, esa superioridad intelectual...

Y la voz se perdía por los pasillos mientras lord Ivywood, por su parte, disertaba copiosamente sobre el empleo de las plumas de pavo real en el decorado y sobre ciertas interpretaciones orientales y extravagantes de la utilización del meandro griego en el embellecimiento de las paredes. Pero, al deshacer por tercera vez el paseo, oyeron un rumor de aplausos que anunciaba el fin de la conferencia, y vieron que la gente salía en tropel de la sala.

Con serena rapidez, lord Ivywood se apoderó de las personas que le hacían falta. Había acorralado a Leveson y parecía pedirle algo que obviamente ninguno de los dos quería hacer.

--Si el señor se empeña -se oyó decir a Leveson- iré yo mismo, claro está. Pero me permito opinar que hay otras cosas que reclaman mi atención con vistas a los proyectos inmediatos del señor. Y si pudiera hacerlo otra persona...

Si Philip, lord Ivywood, hubiese sido capaz de mirar, lo que se dice mirar, a una persona, se habría percatado de que J. Leveson, secretario, sufría una conocidísima dolencia, excusable en todo hombre y particularmente en alguien a quien le han hundido el sombrero de copa hasta los ojos y ha tenido que correr para salvar la vida.

Pero lord Ivywood se limitó a contestar:

--Bueno, bueno, busque a alguien que le acompañe. ¿Por qué no su amigo Hibbs?

Leveson fue en pos de Hibbs, que rondaba parándose en cada mesa para sorber una copa de champán.

--Hibbs -le dijo Leveson en tono bastante agitado-, ¿querría prestar un servicio a lord Ivywood? Parece que hay un hombre en el jardín, precisamente a la entrada de esa torre. Se trata de un individuo que ha dejado un mensaje para lord Ivywood y el señor tiene el deber de ponerle en manos de las autoridades si se puede dar con él. Tal vez no podamos, porque se haya largado ya, o porque haya mandado la misiva desde lejos. Naturalmente, lord Ivywood no quiere alarmar a las señoras ni ponerse en ridículo llamando a la policía inútilmente. Desearía, pues, que una persona sensata y con tacto, como usted, bajase a echar un vistazo junto a la torre y volviese a comunicarle si ha descubierto a alguien. Iría yo mismo, pero mi presencia es necesaria en la casa.

Hibbs meneó la cabeza y se sirvió otra copa de champán.

--Lo desagradable -continuó Leveson- es que, al parecer, se trata de un malhechor muy listo, «un hombre extraño y peligroso», me ha dicho su señoría, y es posible que se haya alojado en un escondite excelente, en un túnel abandonado que conduce a la playa, detrás de la capilla que se encuentra en la parte agreste del jardín. Como ve, el sitio no puede estar mejor escogido; si le buscan por el extremo de la playa, él se escapa por el del bosque y viceversa. Para mandar venir a la policía se necesitaría un buen rato y diez veces más para que pudiese llegar al otro cabo, es decir, al sitio en que el túnel desemboca en el mar, sobre todo porque el mar alcanza en dos o tres puntos los acantilados, entre la casa de los Ivywood y Pebblewick. No hay, pues, que inspirarle recelo, porque si no tomará la delantera. De modo que si encuentra a alguien por ahí, le habla como si tal cosa y vuelve aquí a avisarnos. No llamaremos a la policía hasta que usted regrese. Háblele como si pasara por allí por casualidad. Su señoría desea que su presencia parezca puramente casual.

--Desea que mi presencia parezca puramente casual... -repitió Hibbs con gravedad.

Y cuando el inquieto Leveson hubo desaparecido, Hibbs tomó aún un par de copas de champán, consciente de que un lord le acababa de confiar una alta misión diplomática. En seguida salió por el hueco que llevaba a la escalera, la bajó y no tardó en descubrir el sendero que conducía al jardín abandonado y a los matorrales.

Anochecía y una luna precoz brillaba sobre la capilla en ruinas, dando a los hongos un lustre que los asemejaba a las escamas de un dragón. La brisa era fresca y ejerció sobre Mr. Hibbs una notable influencia. Se sorprendió al verse interesado por la escena y muy particularmente por una seta blanca moteada de puntitos pardos. La idea de que existiera un hongo blanco con puntitos pardos le hizo reír. Después, pronunciando meticulosamente cada sílaba, dijo: «Su señoría desea que mi presencia parezca puramente casual». Luego trató de recordar otra cosa que le había dicho Leveson...

Empezó a abrirse paso a través del matorral que rodeaba la capilla, pero halló bajo sus plantas un piso mucho más desigual y difícil de lo que había previsto.

Resbaló e intentó detener la caída agarrándose a un ángel mutilado que se alzaba en un ángulo del edificio gótico. Desgraciadamente el ángel estaba despegado y se tambaleaba sobre su zócalo. Durante unos segundos pareció que Mr. Hibbs estuviese bailando al claro de luna, con un ángel por pareja, con tanta pasión como irreverencia. Pero no tardaron en caer cada cual por su lado, tras lo cual Mr. Hibbs quedó tendido de bruces en la hierba emitiendo unos sonidos incomprensibles. Podría perfectamente haberse quedado en aquella postura o, por lo menos, haber experimentado ciertas dificultades para levantarse, si no hubiese sobrevenido una nueva circunstancia. Al verlo de bruces, Quoodle, que le había seguido por la escalera con solicitud naturalísima, se puso a ladrar como si se hubiese pegado fuego a la casa.

Tales ladridos provocaron, como respuesta, unos recios pasos que venían de la parte más alejada del soto; uno o dos minutos después el hombretón pelirrojo miraba con manifiesta sorpresa al hombre que yacía en el suelo. Fue el momento que eligió Hibbs para repetir con una voz que surgía entre su rostro y la tierra:

--Que mi presencia parezca puramente casual.

--Lo parece -dijo el capitán-. ¿Le ayudo a levantarse? ¿Se ha hecho daño?

Amablemente le alzó del suelo y le miró verdaderamente preocupado. Con la caída, el enviado de lord Ivywood se había despejado un poco y de su mejilla manaba sangre de un rasguño más aparatoso que grave.

--Vaya, lo siento -dijo Patrick Dalroy cordialmente-. Venga a sentarse un momento en nuestro campamento. Mi amigo Pump volverá de un momento a otro y es un médico formidable.

Pero si su amigo Pump era un médico formidable, el capitán era todo lo contrario, pues en vez de diagnosticar inmediatamente la clase de mal que aquejaba a Mr. Hibbs, le obligó a sentarse y, movido por el resorte de su naturaleza hospitalaria, se apresuró a ofrecerle una copa de ron.

En cuanto se echó aquel refuerzo, los ojos de Mr. Hibbs se abrieron de par en par, pero sobre un mundo enteramente nuevo.

--... sea cual sea nuestro punto de vista... -dijo y en seguida se puso a contemplar los matorrales con expresión de sagacidad y contento.

Se llevó la mano al bolsillo y lo revolvió como quien busca una carta que le han encargado echar al correo. Sólo sacó un viejo bloc de periodista que llevaba consigo cuando esperaba tener ocasión de entrevistar a alguien. Por aquel contacto se despertó su instinto profesional.

--Así pues... ¿su opinión... sobre el vegetarianismo, coronel Pump?

--Es una lata -contestó inmediatamente quien había sido obsequiado con aquel título inesperado.

--¿Podemos afirmar -insistió Hibbs alegremente pasando una hoja de su bloc- que es vegetariano convencido?

--No; nada convencido -contestó Dalroy imperturbable.

--«No está convencido» -murmuró Hibbs, trazando garabatos con el lápiz al revés-. ¿Y qué alimento le parece mejor para un verdadero vegetariano?

--Cardos borriqueros -contestó el capitán con cierta fatiga-. Pero no estoy muy enterado, ¿comprende?

--Lord Ivywood, vegetariano convencido -dijo Mr. Hibbs meneando la cabeza con veneración-. Lord Ivywood ha dicho: tacto. Háblele con naturalidad... Y así le hablo. Así, con naturalidad.

En aquel momento, Humphrey Pump salió de la parte menos espesa del bosque tirando del asno que precisamente acababa de administrarse una buena ración de los vegetales recomendados por Dalroy a los vegetarianos convencidos. El perro pegó un brinco y fue a su encuentro. Pump, que era el hombre más cortés del mundo, no dijo esta boca es mía, pero al primer vistazo se dio cuenta de lo que Dalroy debió advertir antes de ofrecer un vaso de ron a su inesperada visita.

--Lord Ivywood -murmuraba el periodista diplomático-, lord Ivywood ha dicho: «Háblele como si pasase casualmente por allí». Eso es. Eso es tacto. Le hablo como si pasase casualmente... Tacto, tacto... No van a llegar nadando, al otro lado del túnel está el mar y los acantilados... No creo que sepan nadar...

Volvió a agarrar su cuaderno de notas y buscó el lápiz en vano.

--Un buen tema para una encuesta: ¿sabe nadar la policía?

--¿La policía? -repitió Dalroy en un silencio de muerte. El perro enderezó las orejas y el tabernero se quedó quieto.

--Primero, ir a ver a lord Ivywood; segundo, poner policía al otro lado de túnel. Primero es tontería si no hay segundo, segundo es tontería si no hay primero. Que mi presencia parezca puramente casual.

--Voy a poner los arreos al burro -dijo Pump.

--¿Pasará por esa puerta? -preguntó Dalroy, indicando con un gesto la entrada de la rudimentaria empalizada con que habían disimulado el túnel-. ¿O mejor la rompo?

--Pasará perfectamente -respondió Pump-. Ya pensé en ello cuando la hice. Y creo incluso que voy a llevarlo hasta el otro extremo del túnel antes de cargarlo. Lo mejor será que arranques uno de esos abetos jóvenes para obstruir la puerta. Eso les entretendrá uno o dos minutos; de todas maneras tenemos tiempo de sobra.

Llevó al asno junto al carro y le puso los arreos con sumo cuidado; como buen hombre astuto, en el sentido sano de la palabra, sabía que es preciso dejar transcurrir con parsimonia el tiempo para sacar el máximo provecho. Después hizo pasar el animal y el carrito a través de la precaria barricada. Quoodle, cómo no, le seguía de cerca.

--Discúlpeme, pero tengo que arrancar un árbol -dijo cortésmente Dalroy a su invitado, como si se excusase al coger una cerilla. Y uniendo el hecho a la palabra, descuajó un tierno abeto, como si aún se hallase en la Isla de los Olivos, y lo cargó sobre la espalda, como si fuese la clava de Hércules.

Entretanto, en la casa de Ivywood el propietario de la misma ya había telefoneado un par de veces a Pebblewick. No solía tolerar un retraso semejante y, aunque no expresó su impaciencia en palabras, bien se echaba de ver en sus idas y venidas. Hubiera preferido no llamar a la policía sin antes haber recibido noticias de su embajador, pero pensó que una pequeña conferencia preliminar con determinadas autoridades policíacas que conocía allanaría el camino. Descubriendo a Leveson, que se había refugiado en un rincón, dio bruscamente media vuelta y le disparó esta orden:

--Es necesario que vaya a ver qué le ha sucedido a Hibbs. Si hay alguna ocupación que le retiene aquí, le doy permiso para abandonarla. Sí no, me veré obligado...

En aquel momento vibró el timbre del teléfono y el aristócrata se abalanzó sobre el aparato con una prisa en él desacostumbrada. Leveson, por su parte, comprendió que no tenía más remedio que ejecutar la orden que le acababan de dar o perder el empleo. Marchó, pues, hacia la escalera, sin detenerse más que una vez en el camino y precisamente junto a la misma mesa en que Hibbs se detuviera para sorber dos copas del mismo brebaje. Nadie, sin embargo, ose atribuirle los móviles frívolos y mundanos que inspiraron a Mr. Hibbs. No: Mr. Leveson no bebió por gusto; de hecho, ni siquiera sabía con certeza lo que se estaba metiendo en el cuerpo. Su motivo para beber era mucho más sencillo: un sentimiento descrito acertadamente en el lenguaje jurídico como miedo por la integridad física.

En parte reanimado, pero no reconciliado con la idea de correr una aventura, bajó con precaución la escalera y lanzó una mirada al soto buscando el rastro de su compañero de diplomacia. Ni los ojos ni los oídos le trajeron dato alguno, si se exceptúa una especie de canción que sonaba a lo lejos pero que aumentaba en volumen a medida que Leveson avanzaba. Las primeras palabras que oyó decían algo así:


¡Nada de leche de vaca,

nada de leche de cabra,

que el jerez sienta mejor

y comunica otro ardor

al buen vegetariano!


Leveson no podía identificar el terrorífico vozarrón que entonaba aquella canción. Pero sintió la extraña y turbadora sospecha de que reconocía otra voz, trémula y refinada, aunque un poco cambiada, que repetía el estribillo.


¡y comunica otro ardor

al buen vegetariano!


El terror iluminó sus entendederas y se hizo una idea aproximada de lo que había ocurrido. Con un suspiro de liberación, se dijo que tenía un excelente pretexto para volver a la casa. Echó a correr como una liebre mientras aquel bramido retumbaba en sus oídos como el rugido de un león.

Halló a lord Ivywood en conferencia con el doctor Gluck y con Mr. Bullrose, el administrador, cuyos ojos de sapo dejaban comprender que no había vuelto del asombro que le produjera el cuento del letrero fantasma que circulaba por la campiña inglesa; no obstante, para ser justos con él, hay que reconocer que era el más eficaz y valiente de los consejeros de lord Ivywood presentes en el lugar.

--Me temo que, sin hacerlo adrede -balbuceó Leveson-, Mr. Hibbs... Temo que... temo que el hombre esté a punto de escaparse, milord. Mejor sería llamar a la policía.

Lord Ivywood se volvió al administrador.

--Vaya a ver lo que sucede -le dijo sencillamente-. Yo iré en cuanto haya llamado a la policía. Y reúna a algunos criados provistos de garrotes o con lo que hallen a mano. Por suerte, las damas ya se retiraron. ¡Oiga! ¿Es la policía?

Bullrose bajó al soto y por diversas razones lo atravesó con menos dificultades que el histriónico Hibbs. La luna brillaba con insólito resplandor, de modo que toda la escena estaba bañada en una claridad argentina. En aquella límpida atmósfera, distinguió a un hombre de altísima estatura, de pelo alborotado, que llevaba bajo el brazo un enorme queso redondo, mientras que con el índice de su mano libre señalaba a un perro con el que parecía entablar una conversación.

El administrador tenía el deber y el deseo de detener con hábiles palabras al hombre que acababa de identificar como responsable del misterio del letrero. Pero hay personas que por más que quieran no pueden ser corteses y Mr. Bullrose era de su gremio.

--Lord Ivywood quiere saber qué es lo que hace usted aquí -dijo bruscamente.

--No caigas, sin embargo, en el error, querido Quoodle -decía Dalroy al perro que no separaba sus insondables miradas del rostro de su interlocutor-, no caigas, querido Quoodle, en el error común de suponer que la expresión «buen perro» se emplea aquí en un sentido absoluto. Un perro sólo se califica de bueno o malo relativamente a una serie de deberes definidos por la civilización humana.

--¿Qué hace aquí? -repitió Mr. Bullrose.

--Un perro, querido Quoodle -prosiguió el capitán- no puede ser tan bueno ni tan malo como un hombre. Aún voy más lejos. Casi te diré que un perro no puede ser tan estúpido como un hombre. No sería capaz de ser tan imbécil en su calidad de perro como pueden serlo ciertos hombres en calidad de hombres.

--¿Quiere contestarme? -gritó el administrador.

--Es esto precisamente lo más lamentable -continuó el capitán, cuyo monólogo parecía hipnotizar la atención del perro-; es esto precisamente lo más lamentable, porque esta insuficiencia mental se manifiesta a veces en los buenos, por más que supongo que sería fácil encontrar ejemplos de lo contrario. Ahí tienes, por ejemplo, esa persona que se halla a poca distancia de nosotros y que es a la vez estúpida y malvada. Pero, ¡cuidadito, Quoodle! Fíjate bien en que el mal concepto en que le tenemos proviene no de sus defectos intelectuales, sino de sus flaquezas morales. Si yo te digo: «Muérdele, Quoodle!» o «¡Que no escape, Quoodle!», no olvides que es únicamente su maldad y no su estupidez lo que me mueve a darte esta orden. Su estupidez no bastaría para autorizarme a pronunciar, en el tono realista que empleo en este instante, la orden: «¡Muérdele, Quoodle!».

--¡Maldito sea! Párelo -chilló Mr. Bullrose huyendo, mientras Quoodle, que sentía correr por sus venas la sangre del bulldog progenitor, le perseguía.

--Si Mr. Bullrose decide encaramarse a un árbol o a un poste con letrero y todo -continuó Dalroy (y realmente, el administrador se había agarrado ya al poste susodicho porque le había parecido más sólido que los tiernos abetos que le rodeaban)- entonces, amigo Quoodle, no le pierdas de vista y confío en que sabrás recordarle constantemente que si se encuentra a esa altura no es por estupidez sino por maldad.

--¡Alguien pagará cara esta farsa! -dijo el administrador que se agarraba al poste como el mono a su cocotero, mientras Quoodle desde el suelo le testimoniaba un vivo interés-. ¡Se van a acordar de esto! Ahí está el señor Ivywood con la policía.

--¡Buenos días, milord! -dijo Dalroy mientras Ivywood, más pálido aún que de costumbre por obra de la luna, avanzaba hacia ellos a través del soto. Parecía que el destino gustase de poner su lividez en contraste con los colores más suntuosos, y en aquel momento, para no faltar a la regla, le daba relieve el pomposo uniforme diplomático del doctor Gluck que le seguía.

--Me alegro de verle, milord -dijo Dalroy en tono majestuoso-. Siempre resulta algo violento tratar los asuntos con un representante, sobre todo para el representante.

--Capitán Dalroy -dijo lord Ivywood con una dignidad perfecta-, siento que nos encontremos en semejantes circunstancias Y creo conveniente advertirle que la policía llegará aquí en breve.

--¡Ya era hora! -dijo Dalroy meneando la cabeza-. No había visto una cosa tan grotesca en mi vida. Y conste que me duele porque es un amigo suyo. Confiemos en que la policía evitará que aparezca en los periódicos la casa de Ivywood. Pero yo nunca consentiré que haya una ley para el rico y otra para el pobre; sería una gran vergüenza que un hombre que se ha puesto en semejante estado pueda salir impune con sólo decir que pilló la mona en casa de su señoría.

--No le entiendo -dijo lord Ivywood-. ¿De qué me habla?

--De él -replicó el capitán designando con gracioso gesto un tronco de árbol que yacía a un metro del túnel-, del pobre hombre por quien se molesta en venir la policía.

Lord Ivywood fijó la vista en el tronco y quizá por primera vez en su semblante se dibujó un cándido asombro.

Y es que encima del tronco aparecían dos objetos gemelos en los cuales, después de un detenido examen, reconoció las suelas de unos zapatos de charol que se ofrecían a su vista como solicitando su opinión sobre la necesidad de un remiendo. Era todo lo que se veía de Mr. Hibbs, que estuvo sentado en el tronco hasta que se cayó de espaldas y que se diría enteramente satisfecho de su nueva postura.

Su señoría se caló las gafas que le echaban diez años encima y preguntó con voz metálica:

--¿Qué significa esto?

El único efecto que produjo la pregunta sobre el honrado y fiel Hibbs fue el de moverle a agitar débilmente las piernas, sin duda para saludar la presencia de su soberano.

Era evidente que desesperaba del éxito de toda tentativa para levantarse. Dalroy se le acercó en unas cuantas zancadas, y alzándole por el cuello del traje, le exhibió inerte, con los ojos perdidos, a todos los presentes.

--No serán necesarios muchos policías para llevarlo a la comisaría -dijo el capitán-. Lo siento, lord Ivywood, pero creo que no puede pedirme que vuelva a hacer la vista gorda. No podemos hacerlo -dijo meneando la cabeza con aire inexorable-. Mr. Pump y yo hemos velado siempre por el buen nombre de nuestro establecimiento. El Viejo Navío se ha ganado una reputación que mantener en todo el país, de hecho en sitios muy diferentes. Y en todos, por estrambóticos que fuesen, la gente ha opinado que era un lugar sosegado y familiar. El Viejo Navío es una casa seria. No crea que puede mandarnos a todos sus alborotadores y borrachos...

--Capitán Dalroy -interrumpió Ivywood sin inmutarse-, me parece que sufre una confusión que no sería digno mantener un segundo más. Sean cuales sean las consecuencias que deriven del estado de este caballero y el significado de estos extraordinarios incidentes, cuando hablé de la policía quise darle a entender que vendrían por usted y su cómplice.

--¡Por mí! -exclamó el capitán aparentando una inmensa estupefacción-. ¡Pero si yo no cometí la menor falta en toda mi vida!

--Ha vendido alcohol contraviniendo el artículo 5º de la Ley sobre...

--¡Pero tenemos letrero! -arguyó Dalroy agitado-. Y usted dijo que si había letrero todo estaba en regla. ¡Mire, mire nuestro nuevo letrero, el letrero del Administrador Alpinista!

Mr. Bullrose no había despegado los labios, porque sin duda se daba cuenta de que su posición no tenía nada de digna y prefería esperar a que su amo se alejase. Cuando éste levantó los ojos, se creyó transportado a un planeta de monstruos.

Mientras el lord se reponía del susto, Patrick Dalroy decía con vivacidad:

--Como ustedes pueden ver aquí todo es correcto. No puede mandarnos a la cárcel porque tenemos letrero, un letrero viviente. Tampoco puede mandarnos encerrar por vagabundos o por indigentes. Tenemos medios de subsistencia (y al decir esto descargaba una palmada vigorosa sobre el enorme queso que resonaba como un tambor) que no pueden estar más a la vista. ¡Y al olfato! -y con gesto brusco puso el queso casi debajo de las narices de lord Ivywood.

Después girando sobre sus talones, dio un fortísimo empellón a la puerta de la empalizada, y lanzó el queso por la pendiente del túnel por el que dio vueltas con un ruido atronador hasta que un grito de Pump anunció que había llegado a su destino. Era éste el único artículo de su equipaje que quedaba al lado de acá del túnel. Cuando Dalroy se volvió su actitud era otra totalmente distinta.

--Veamos ahora de qué puede acusarme, Ivywood. Le voy a proponer una cosa. Si me concede un solo favor, le prometo que me entregaré a la policía tranquilamente en cuanto llegue. Pero déjeme elegir mi delito.

--No le comprendo -respondió fríamente el otro-. ¿De qué delito me habla? ¿A qué favor se refiere?

El capitán Dalroy desenvainó la espada que pendía siempre junto a su uniforme descolorido. La hoja relumbró gloriosamente bajo el rayo de luna mientras la tendía en dirección del doctor Gluck.

--Coja la espada de ese usurero -dijo-. Tiene poco más o menos la misma longitud que la mía y si usted quiere las cambiaremos. Concédame diez minutos en un claro del bosque. Y así es muy posible que desaparezca de su camino político de una manera más propia de unos enemigos que en su día fueron amigos, que si me manda prender por dos polizontes que cualquiera de sus antepasados se hubiera avergonzado de emplear. Por otra parte, también es posible que cuando llegue la policía halle un motivo legítimo para echarme el guante.

Hubo un largo silencio y el duende de la chanza reapareció en el espíritu de Dalroy:

--Mr. Bullrose, desde el trono que ocupa, domina el campo y podrá velar por que se cumplan las reglas. Por mi parte, mi padrino será Mr. Hibbs.

--Me veo obligado a declinar la invitación del capitán Dalroy -dijo al fin Ivywood con un tono extraño-. Y no es porque..

Pero antes de que pudiese acabar la frase, Leveson interrumpió gritando:

--¡Aquí está la policía!

Dalroy, que tenía la costumbre de dejar las cosas para última hora, arrancó el letrero, al que Bullrose seguía agarrado, le obligó a caer con una sacudida como si fuese un fruto maduro y se lanzó ruidosamente hacia el túnel seguido de Quoodle. Antes de que Ivywood, el más veloz de su grupo, pudiese entrar, Dalroy había vuelto a empujar la puerta de tablas y la había atrancado con el abeto. No había tenido tiempo de devolver la espada a su vaina.

--Derriben esa puerta -dijo Ivywood tranquilamente-. Aún no han acabado de cargar su vehículo.

Obedeciendo sus órdenes sin el menor entusiasmo, Bullrose y Leveson levantaron el tronco de árbol del que había salido Hibbs y después de haberlo balanceado de adelante atrás y de atrás adelante como un ariete, hundieron la puerta. Lord Ivywood se abalanzó al interior.

Una voz sosegada le interpeló desde el otro cabo del túnel. Había en esta voz que brotaba de las tinieblas algo de conmovedor y de terrible. Si Philip Ivywood hubiese sido un poeta en lugar de todo lo contrario, es decir, un esteta, habría comprendido que todo el pueblo y el pasado de Inglaterra estaba pronunciando su oráculo desde el fondo de aquella caverna. Pero como era lo que era, no oyó más que la voz de un tabernero perseguido por la policía. Con todo, no pudo menos de detenerse, como paralizado por un hechizo.

--Milord, quisiera decirle una palabra. Yo también estudié el catecismo y no tengo nada de radical. Desearía que reflexionase sobre lo que me ha hecho. Me ha robado una casa que era mía del mismo modo que ésta es suya. Ha convertido en un vagabundo harapiento a quien fue en otro tiempo un hombre respetado en la iglesia y en el mercado. Y ahora me quiere mandar a una celda o a que me azoten con un látigo. Permita que le pregunte: ¿qué cree que pienso de usted? Porque vaya a Londres para arreglar sus asuntos con los lores del Parlamento y traiga montones de papelajos llenos de palabras largas, ¿cree que tiene mejor aspecto a los ojos de sus víctimas? Por lo que veo, es simplemente un amo malvado, como los que Dios castigó en tiempo antiguos; como Squire Varney, a quien mataron las comadrejas en Holly Wood. Bueno, pues el pastor nos ha dicho siempre que se podía disparar contra los ladrones. Y quiero prevenir a su señoría -concluyó respetuosamente- de que tengo un fusil.

Ivywood dio inmediatamente un paso hacia delante y pronunció con una voz estremecida por una emoción indefinible:

--La policía está aquí, pero voy a detenerle con mis propias manos.

Sonó un tiro que repercutió en los mil ecos del túnel. A lord Ivywood se le doblaron las piernas y se derrumbó en el suelo con una bala encima de la rodilla.

Casi simultáneamente, un grito y un ladrido anunciaron que el carro estaba completamente cargado y que echaba a andar. La carga no sólo estaba completa, sino aumentada, porque un segundo antes de arrancar, Mr. Quoodle saltó dentro del vehículo y mientras éste avanzaba dando tumbos, el perro se mantenía muy tieso y con cierto empaque solemne.