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Elegir la verdad

Fernando Savater



Este ensayo fue publicado originalmente en la obra El valor de elegir (Editorial Ariel, Barcelona, 2003). Aparece en la segunda parte del libro, titulada «Elecciones recomendadas». Esta edición digital se publica con permiso del autor en la Biblioweb de sinDominio.


Que se enfrenten la verdad y la falsedad; ¿acaso se ha visto alguna
vez que la Verdad sea derrotada en una confrontación franca y leal?

John Milton


Hace años vi en cierta cadena española de televisión un programa que me impresionó especialmente. Me refiero a que me dejó juntamente indignado y desolado: vuelvo a sentirme así cuando rememoro aquella ocasión.

Se trataba de un espacio semanal dedicado a debates generalmente tumultuosos sobre fenómenos paranormales, milagros, platillos volantes y asombros baratos semejantes. Por entonces había al menos uno de este género en cada canal y se publicaban media docena de revistas acerca de tales candentes cuestiones, a cuál más inventiva. Quizá hoy haya disminuido la afición, aunque no estoy muy al tanto: pero lo más probable es que el negocio siga siendo rentable.

El programa de aquella noche fatídica, en el que vine a dar por casualidad o aburrimiento, trataba de la combustión espontánea. Para mí, el fenómeno era desconocido, pero la mayoría de los contertulios lo consideraba tan habitual y rutinario como las puestas de Sol: consiste en que de pronto, sin más trámite, una persona se pone a arder sin causa justificada ni excusa válida. Por lo visto ocurre frecuentemente que, junto a la gente fumadora que nos pide fuego en la calle, hay otra a la que el fuego le sale de dentro sin poderlo remediar, como la inspiración a los poetas.

La nómina de los así espontáneamente calcinados es por lo visto copiosa y la mayoría de los asistentes al plató podía aportar un caso atestiguado por varios amigos que lo presenciaron o hablaron con quienes lo presenciaron. Alguno invocaba el testimonio de «importantes científicos americanos» que se dedican a estudiar estos sucesos flamígeros pero prefieren callar su nombre por miedo a represalias de sus colegas ignífugos o quizá de los bomberos.

Sobre qué o quién provoca este repetido prodigio, las escuelas difieren, según aprendí en esa instructiva velada. Los elementos desconocidos que componen el cuerpo humano intervienen en el asunto, aunque también las manchas solares y la polución atmosférica: por supuesto, de vez en cuando, los extraterrestres echan una mano de forma totalmente desinteresada.

Frente al coro aquiescente de los convencidos sólo se alzaba una voz disidente: la de un catedrático de química de alguna universidad madrileña. Con obstinación cortés pero inamovible, procurando no ofender a nadie —¡ay, si yo hubiese estado allí...!— sostenía que la combustión así planteada era físicamente imposible y científicamente absurda. Todos se unían para zaherirle: resultaba evidente que le habían invitado exclusivamente con tal fin. Le dijeron con malos modos que representaba el dogmatismo más obsoleto, la estrechez mental y el racionalismo estreñido, la ufana autocomplacencia del pensamiento dominante que se niega a aceptar lo que no controla o cuanto le alarma: Ha verdad está ahí fuera!

Único y modesto paladín de la ilustración acorralada, el profesor sonreía y seguía resistiendo. Finalmente uno de sus adversarios, creo que el mismo que apeló antes a la autoridad de científicos ignotos, le espetó: «¿Cómo puede usted decir que algo es imposible invocando a la ciencia? Sepa usted que la ciencia contemporánea se rige por dos grandes normas: la teoría de la relatividad de Einstein, que nos enseña que todo es relativo, y el principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual nada podemos dar por seguro a nivel subatómico. De modo que ¡viva la combustión espontánea!». En ese preciso momento apagué mi televisor o, al menos, cambié de canal. Indignado, desolado... incurablemente ingenuo.

Esa misma noche, ya en la cama, me revolví inquieto, obsesionado por la pregunta que se atribuye a Pilatos: ¿qué es la verdad? Aunque quizá la cuestión debiera ser: ¿existe la verdad? Pero sobre todo y antes de nada: ¿por qué se odia, se desprecia y se teme a la verdad? ¿Por qué la verdad primero nos falta, y luego nos sobra y nunca nos basta? Para mí es evidente que quien busca y requiere la verdad no carece de imaginación, ni muchísimo menos de coraje. Tampoco padece cualquier grado de ineptitud ante el asombro o la maravilla poética: porque lo verdaderamente asombroso y poético no es que arda lo que nada enciende, sino que sepamos cómo algo se enciende y arde. Lo maravilloso es la realidad presente del fuego, no agobiada bajo truculentas leyendas y burdas supersticiones. Que cada cosa sea como es y responda a su propia naturaleza, a pesar de que cuanto existe parece presa de incesante mudanza, debería bastar para mantener activo, asombrado y curioso el espíritu cuerdo. Si se diera, el capricho milagroso no añadiría nada a la fascinación del mundo: ¿a quién le aburre ver cómo, primavera tras primavera, florecen las rosas? ¿cuánto rato le entretendría verlas florecer en invierno o sólo las noches de Luna llena? No, el que rechaza la verdad de lo real no aspira a nada alternativo más rico ni más complejo, sino sólo a intercalar en las normas objetivas que no le obedecen excepciones arbitrarias de las que pueda sentirse dueño. A ciertas almas descompensadas se les hace duro asumir que lo real no haya esperado su visto bueno para constituirse como tal. Supongo que a ello se refería T. S. Eliot cuando comentó que los humanos sólo soportamos la realidad en dosis limitadas...

Desde luego, no todos los adversarios de la verdad pelean bajo la misma bandera. Algunos sostienen que ellos aman tanto la verdad que no quieren veda sometida a sus habituales controles ni criterios (los partidarios de la combustión espontánea antes mencionados podrían considerarse ufanos miembros de esta caterva): rechazan la ciencia sólo porque es demasiado acomodaticia o estrecha y se les ha quedado pequeña.

Otros, en cambio, señalan que la verdad no es nada objetivamente contrastable sino una construcción social intersubjetiva en permanente reinvención, que los intelectualmente dominantes obligan a compartir al resto de su comunidad hasta que el poder cambia de manos y de discurso.

Hay una tercera variante, clásica, que acepta en teoría la posibilidad de tal cosa como la verdad pero descarta que los humanos podamos acceder a ella fiablemente y nos confina todo lo más en el acatamiento resignado o utilitario de ciertas engañosas apariencias que de momento nos convienen. Acentuando esta postura no faltan quienes denuncian la proclamación de verdades determinadas como un síntoma de pereza intelectual, la dimisión presuntuosa del espíritu crítico que debiera seguir zapando disconforme mientras dura.

Apenas merecen especial mención aquellos que no formulan ningún tipo de reservas epistemológicas contra la verdad, a la cual condenan por motivos «estéticos», prefiriendo siempre el arrobo delicioso de la fantásticamente imposible o los consuelos contra el mundo de lo sobrenatural. Seguramente dejo de mencionar alguna familia en esta nómina de urgencia, aunque probablemente constituirá una rama peculiar de cualquiera de las ya mencionadas.

Lo destacable es que, para el amante de la verdad, cada una de estas actitudes no carece de su verdad propia. Hasta para negar verosímilmente la verdad, es imprescindible manejar ciertas verdades y no es éste por cierto el menor de los méritos que hacen superior a lo verdadero sobre sus contrarios.

Según Spinoza, la verdad es índice de sí misma y también de lo falso: cuando la establecemos, obtenemos al punto el modo de saber a qué distancia está de ella lo falso y en qué medida es, en verdad, falso.

Muchos de los objetores de conciencia contra la verdad, en realidad se oponen a un fantasma mayúsculo, la Verdad. Desconfían de que exista la Verdad o se rebelan contra ella, si es que existe: y en ambos casos hacen bien, porque tan cierto es que hay verdades para nuestro conocimiento como que la Verdad total y absoluta es un absurdo (es decir, algo que no hay por dónde cogerlo, ni por dónde comprenderlo, algo que ni siquiera podemos inteligiblemente «echar en falta») que pertenece al limbo de la teología (como el Bien, la Belleza o el Sentido de la Vida) y cuya sombra paraliza cuanto oscurece en lugar de curar a los paralíticos, como cuentan que lograba la de Cristo.

Porque la verdad es siempre verdad aquí y ahora, respecto a algo: es una posición y por tanto no puede absolutizarse sin sabotearse a sí misma. No hay Verdad en términos absolutos lo mismo que no hay Izquierda o Derecha absolutas (hablo de topología, no de política) sino siempre respecto a algo y de acuerdo con determinada orientación. Eso no quiere decir precisamente que todas las verdades sean «relativas», si por tal entendemos que sean menos verdaderas de lo que creen ser o deberían ser, del mismo modo que lo situado concretamente a la izquierda o a la derecha —aunque no sean términos absolutos— no están realmente menos a la izquierda o la derecha de lo debido. Son posiciones referidas a algo (y en tal sentido no están «absueltas» de cualquier relación determinante, como parece exigir lo Absoluto) pero no padecen «relativismo» alguno en lo que el término implica de «deficitario» o poco fiable. Precisamente sería su carencia de referencia concreta, su posición imposible en lo incondicional, lo que las invalidaría totalmente...

De modo que puedo ahora reformular la pregunta inicial que me suscitó aquel debate televisivo y en lugar de plantearme «¿qué es la verdad?», preferir esta cuestión: ¿qué es «verdad»? Una inquietud quizá algo menos congestionada que la anterior, pero no menos difícil de responder con naturalidad. Intentémoslo, empero, recurriendo al dictamen clásico: es «verdad» la coincidencia entre lo que pensamos o decimos y la realidad que viene al caso. Vayamos por partes, como nos enseñó Jack el Destripador. La «verdad» es una cualidad de nuestra forma de pensar o de hablar sobre lo que hay, pero no un atributo ontológico de lo que hay. Se dicen o se piensan cosas «verdaderas», pero no existen cosas verdaderas en sí mismas (ni cosas falsas, claro está). La verdad es coincidencia, acierto: la posición de quién pretende saber qué es lo que mejor se adecua a lo que pretende sabido. Así pues no hay verdad sólo en quien conoce ni sólo en lo conocido, sino en la debida correspondencia entre ambos, tal como decimos que un flechazo certero no está ni en la flecha de Guillermo Tell ni en la manzana sobre la cabeza de su hijo sino en el atinado encuentro entre una y otra. No basta el arquero, ni el arco, ni la flecha ni el blanco para que haya un buen tiro: es necesaria su conjunción armónica. Así también en el asunto de la verdad.

Decir «coincidencia» o «correspondencia» implica asumir que nuestras cogitaciones y aseveraciones se refieren a algo distinto e independiente de ellas. Podemos llamar provisionalmente a ese algo «realidad». Pensamos y hablamos sobre hechos o estados de cosas a los que nuestras ideas y palabras se refieren, los cuales forman la realidad. Desde luego, si no hay nada real en este sentido (como parecen sostener diversas variedades antiguas, modernas y posmodernas de idealismo filosófico) la verdad carece de objetividad, no siendo en el mejor de los supuestos sino lo que cree o crea quien piensa y habla. A mi juicio, elegir la verdad significa aceptar algún tipo de realidad objetiva, independiente. Y me parece sumamente probable que la minusvaloración o relativización depreciativa de la verdad sea a fin de cuentas una forma de animadversión a la realidad. Ahora bien, antes dijimos que es «verdad» la coincidencia entre aquello que pensamos o decimos y la realidad que viene al caso. El requisito subrayado es muy importante, porque se dan distintos niveles o tipos de verdad (los he llamado «campos de la verdad», en homenaje a los terrenos de las afueras que en las ciudades medievales servían para dirimir por medio de torneos las ordalías o juicios de Dios), cada uno de los cuales pretende coincidir con un aspecto característico de lo real. No todos los campos de la verdad ni por tanto los planos de lo real de que aspiran a dar cuenta son iguales. Las realidades que deberían cumplir lo que el profesor Searle (por ejemplo, en Mente, lenguaje y sociedad) denomina sus «condiciones de satisfacción» resultan esencialmente diferentes. Creo que bastantes antagonistas de la verdad lo son porque ignoran que hay campos de la verdad diferentes y realidades también distintas requeridas para satisfacerlos o desmentirlos. Niegan de hecho o derecho la coincidencia verificadora porque presuponen erróneamente que el pensamiento o la palabra debe tomar siempre postura ante un mismo tipo de realidad...

Estudiar de manera suficiente los diversos campos de la verdad y los tipos de realidad a que se refieren exigiría un doble tratado que combinase metafísica y epistemología. Aquí habremos de contentamos con unos pocos ejemplos que indiquen por dónde se encaminaría esa investigación a la que renunciamos. Para empezar, veamos estas afirmaciones: «Lope de Vega nació en Madrid en 1562»; «Lope de Vega es el autor de Fuenteovejuna;» «Lope de Vega fue el Fénix de los Ingenios»; «Lope de Vega es el mejor dramaturgo español del Siglo de Oro». Cada una de ellas pertenece a un campo de la verdad más o menos distinto o, si se prefiere, tiene unas condiciones de satisfacción diferentes. La primera y la segunda se refieren a hechos que pueden comprobarse por medio de investigaciones históricas (registros parroquiales, testimonios de la época, etc...) aunque una trate de la ubicación de un hecho físico y la otra de la autoría de una acción simbólica. En el primer caso, decir que la afirmación es verdadera significa que si hubiéramos estado cierto día del siglo XVI, a cierta hora y en cierto determinado lugar, hubiésemos visto nacer a una criatura humana de sexo masculino que poco después seria bautizada como Félix Lope de Vega y Carpio. Aquí el campo de la verdad es muy estrecho: o tal cosa ocurrió o no ocurrió, sin mayores ambigüedades. En cuanto a la autoría de Fuenteovejuna, también implica hechos físicos concretos (cierto personaje escribiendo con pluma de ganso, por ejemplo, o dictándole versos a un escribiente, etc...) pero no se limita a ellos. Ser «autor» de una obra literaria no es meramente transcribirla o copiarla, sino inventarla. Que tal atribución a Lope sea verdadera implica que el escritor, pese a que se inspirase en alguna leyenda o historia del pasado, incluso aunque tomara prestadas varias metáforas y demás tropas literarios de otros autores, debe ser considerado según los criterios de la critica literaria el fundamental responsable artístico de la obra en cuestión. El campo de la verdad a que se refiere esta afirmación también puede ser satisfecho con bastante nitidez, aunque intervengan consideraciones algo más imprecisas que en el caso anterior.

Mucho más ambiguas son las condiciones de verdad que se requieren para satisfacer las otras dos proposiciones. ¿Fue realmente Lope el Fénix de los Ingenios? Sin duda es un hecho comprobable documentalmente que recibió semejante titulo encomiástico por parte de algunos contemporáneos y que luego otros muchos posteriores a su época lo han repetido con aprobación. Si sólo se trata de esta constatación nominal, es algo verificable con notable precisión. Pero si lo que deseamos saber es hasta que punto merece tal nombradía, el campo de la verdad se hace mucho más fluido. La denominación elogiosa es una especie de metáfora basada en una leyenda griega trasladada al plano literario y no aspira a la exactitud sino a ser emotivamente expresiva. De modo que puede tener aspectos verídicos y falsos a la vez, de acuerdo con el punto de vista que se adopte y el gusto estético de cada cual. Esta ambigüedad aún es mayor si queremos determinar hasta qué punto Lope es el «mejor» dramaturgo de su época en España. Los criterios de satisfacción del campo de la verdad en este caso se hacen especialmente relativos, porque dependen de lo que se entienda por «mejor dramaturgo» y de qué estima subjetiva merezcan a cada cual las obras de dicho autor. Más que verdadero o falso, el dictamen nos puede resultar «verosímil» o «inverosímil», es decir que en este caso puede tener ciertas apariencias discutibles de verdad (mayores, desde luego, que si se afirmase de Lope que fue «el mejor cocinero o el mejor espadachín de su época»).

No todos los tipos de verdad son iguales, pero eso no equivale a decir que el concepto de verdad carezca de contenido o que toda «verdad» sea una construcción tan caprichosa e imprecisa como las falsedades que se le oponen. Afirmar que «ciertas personas sufren una combustión espontánea sin ninguna causa externa» puede ser verdad si y sólo si ciertas personas padecen de hecho tal tipo de combustión, lo cual por cierto nos obligaría a modificar casi todo lo que sabemos sobre física, química y sobre las pautas mismas del pensamiento científico. En cualquier caso, la verdad o falsedad de esa aseveración no depende meramente de la «imaginación» de los científicos ni de su forma de «interpretar» la realidad, sino de sucesos que ocurren en el mundo exterior a ellos sin pedirles permiso ni anuencia. En cambio, cuando Quevedo —en un soneto de esplendor famoso— escribe:

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado

La verdad encerrada en estos versos es de género poético y depende de la sensibilidad cultural de los lectores. O sea que no puede ser desmentida ni confirmada por ningún suceso del mundo externo sino sólo por la capacidad interpretativa de quien recrea en su mente la experiencia espiritual a que el poeta se refiere. Quien no vea la «verdad» de los versos de Quevedo (aún perteneciendo a su área y tradición cultural) puede ser tenido por un triste filisteo estético, pero su caso será más defendible que el de aquellos partidarios de la combustión espontánea que se niegan a los controles científicos pertinentes de los fenómenos que aceptan acríticamente.

Lo que pretendo establecer es lo siguiente: el que no toda verdad pueda fundarse del mismo modo no equivale a que la pretensión de verdad sea siempre infundada. Este planteamiento es perfectamente compatible con ciertas formas (moderadas, supongo) de escepticismo. La advertencia fundamental del escéptico dice que, aunque nuestra creencia en la verdad o falsedad de algo parezca tener suficientes evidencias, nunca podemos descartar totalmente el estar a pesar de ello equivocados. Así lo formula Montaigne: «Lo que yo mantengo hoy y lo que creo, lo mantengo y lo creo con toda mi creencia [...]. No sabría abrazar ninguna verdad ni conservarla con más fuerza que ésta. Me entrego por entero, me entrego verdaderamente; pero ¿no me ha sucedido ya, no una vez, sino cien o mil, y todos los días, haber abrazado alguna otra cosa con el mismo aparato, del mismo modo, y después haberla juzgado falsa? Por lo menos hay que ser capaz de hacernos sensatos a nuestras expensas» (Apología de Raymond Sebond). Admitir esta posibilidad de error comporta cierto desasosiego pero también prudencia y cordura: desde luego, no implica a mi modo de ver renunciar a conseguir verdades aunque estén sometidas a revisión ni considerar cualquiera de ellas igual de valiosa que las falsedades que satisfacen ilusoriamente alguno de nuestros caprichos supersticiosos.

Los partidarios de la verdad absoluta o de que sólo el Todo puede ser verdadero comparten con los escépticos1 el desdén por lo que podríamos denominar verdades «portátiles», es decir, las que realmente cuentan para nosotros en la vida y en la ciencia. Al comienzo de su Fenomenología del espíritu, Hegel propone a su lector el siguiente ejercicio: considere la verdad que resulta más evidente e incontrovertible según la experiencia actual, por ejemplo la de que en ese momento es de día. Puede anotarla en una hoja de papel, porque nada pierde la verdad por ser escrita: «ahora es de día». Basta que pasen seis o siete horas y, cuando relea la consignación de aquella verdad, comprobará que se ha hecho no menos evidente e incontrovertiblemente falsa. Luego habrá que buscar una verdad que no tenga condicionamientos temporales, espaciales ni experimentales. de ningún otro tipo, etc... Sin embargo, algún lector cauto de Hegel, al realizar esa prueba, podría apuntar debajo de su anotación la hora y el huso horario en que la realiza y la modesta verdad quedaría más resguardada frente al vendaval de lo Absoluto.

No cabe negar que, por cuidadosos que seamos, nuestras convicciones mejor documentadas pueden revelarse antes o después equivocadas. Pero la posibilidad misma de equivocamos implica también que es posible acertar: si nada fuese verdad, tampoco nada podría ser falso. Los errores desalientan a los apresurados o a los que añoran la inamovilidad de los dogmas, pero instruyen poco a poco a los demás. Según enseñó Popper, nuestras verdades son aquellas afirmaciones congruentes con los sucesos reales que resisten a los intentos de probar su falsedad. Al revés ahora de lo que sostuvo Spinoza, quizá sea precisamente el error el índice de sí mismo y de lo verdadero. En palabras de Popper: «No disponemos de criterios de verdad y esta situación nos incita al pesimismo. Pero poseemos en cambio criterios que, con ayuda de la suerte (el subrayado es de Popper), pueden permitimos reconocer el error y la falsedad». A partir de estos tanteos, vamos estableciendo provisionalmente las verdades científicas cuya intuición se nos niega por caminos más directos: buscar la verdad es un ejercicio de modestia. Pues efectivamente, como señaló Ernest Gellner, se trata de «indagar» y no de «poseer».

Si no asumimos este ejercicio de modestia, no nos encontraremos más libres sino más avasallados por los embaucadores. La mayoría de los que dicen desconfiar de la verdad o niegan que sea algo más que una «convención social» no suelen caracterizarse en su vida cotidiana por no creer en nada sino por creer en cualquier cosa. y, sobre todo, creen a cualquiera: al que mejor encarna la moda intelectual de esa temporada, al que más eficazmente seduce o intimida. Renunciar a la objetividad de la verdad —que es por tanto intersubjetiva— equivale a someternos a los dictados de alguna subjetividad ajena (las mañas de la propia las conocemos demasiado de cerca como para que nos convenzan, salvo en casos de perturbación mental). Por eso escribió Antonio Machado:


No tu verdad: la verdad.
Y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.

Quien no se somete a la realidad, tendrá que contentarse con obedecer órdenes o creer en ajenas profecías. Es muy probable que el desdén posmoderno por el sentido tradicional de la verdad (es decir, entendida como concordancia entre nuestras afirmaciones y los sucesos del mundo externo) sea en parte el lamento de subjetividades ambiciosas que no se resignan a tener menos ascendiente social que el concedido a los resultados objetivos de la investigación científica. A esta «voluntad de poder» (académica o ideológica) le atribuye Searle la culpa de la puesta en cuestión de toda realidad indiferente a nuestros designios: «En las universidades, y de forma muy destacada en diversas disciplinas humanísticas, se supone que si no existe un mundo real, las humanidades pueden tratar a la ciencia en pie de igualdad. Ambas tratan con constructos sociales, no con realidades independientes» (Mente, lenguaje y sociedad). Esta actitud, que no renuncia a imitar «creativamente» las apariencias de la ciencia, lleva a imposturas como las denunciadas en el famoso «asunto Sokal» o, como vimos al comienzo, las de ciertas tertulias televisadas. Por supuesto, tampoco son mejores los académicos e ideólogos «cientifistas» que —ignorando la existencia de diferentes campos de la verdad— pretenden dirimir las cuestiones axiológicas o estéticas aportando como ultima ratio resultados obtenidos en el laboratorio...

Nuestro conocimiento es limitado e incierto pero existe y es relevante para nuestra vida. Como bien señaló Max Horkheimer (en Materialismo y metafísica), «que no lo sepamos todo no quiere decir, de ninguna manera, que lo que sabemos es lo inesencial y lo que no sabemos lo esencial». Tan absurdo resulta creer en la omnipotencia de nuestra razón como en la de nuestra ignorancia: absurdo y peligroso. Entre las elecciones de nuestra libertad, ninguna tan imprescindible y llena de sentido como la que opta por preferir y buscar la verdad.


1
El autor se refiere aquí a los seguidores de lo que podríamos denominar escepticismo clásico o filosófico que, basado en las enseñanzas de Pirrón de AIejandría, tuvo un resurgimiento en el siglo XVII defendiendo, básicamente, que el conocimiento del mundo estaba fuera del alcance de los seres humanos, por motivos epistemológicos (no tiene pues demasiada relación con la manera de entender el escepticismo por parte del actualmente denominado movimiento escéptico). [N. del E.]

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