Género y arrobas


1. Ocasión

Tal vez no sea mal momento para volver sobre algunas cuestiones lingüísticas que parecen preocupar y hasta enardecer a muchos de los legos en la materia, como la misma del género gramatical y los sexos, ahora que entre gentes revoltosas e incluso de las que se dicen todavía revolucionarias se ha extendido con todos los rasgos de la plaga de la moda el uso generalizado —e iremos viendo que tan indiscriminado como falto de fundamento— de expresiones como "compañeras y compañeros" (o su variante "compañeros/as"), así como el empleo del signo gráfico, rescatado por la informática anglosajona para indicar, originariamente, la preposición at en las direcciones de correo electrónico, de la antigua medida de peso de la arroba, de modo que leemos a cada paso en publicaciones pretendidamente rebeldes al régimen cosas como "amig@s" o "querid@s soci@s" (la manía es de tal vigor que hasta he podido localizar la extensión a vocablos de una sola terminación genérica en español, como en los herederos de los participios de presente o de los adjetivos de dos terminaciones latinos: así, ¡oh, maravilla!, nos topamos con "insurgent@s").

Trataremos de hacer ver, con tanta nitidez como nos sea posible, que detrás de dichas prácticas se esconden errores conceptuales gravísimos, referentes a la condición del lenguaje y de las lenguas, así como a las presuntas relaciones entre el sistema lingüístico y la sociedad. No se hará en este escrito, para no entorpecer demasiado la lectura, más uso de tecnicismos que el estrictamente necesario; sin embargo, como otro de los factores que sin duda contribuyen a la confusión que reina por doquier en estos asuntos es una visión excesivamente parroquial —producto, muchas veces, de no conocer y mostrar interés por más lengua que la propia—, se ofrecerán ejemplos de diversas lenguas, a fin de que, con una mayor amplitud de miras, los lectores puedan situarse en un plano más abstracto, el del pensamiento, a la hora de considerar problemas como los que aquí se apuntarán.


2. Algunas nociones lingüísticas obligadas

En primer lugar, si queremos hablar de modo no mágico acerca de cosa tan compleja como el lenguaje en cualesquiera de sus vertientes, o sobre alguna de las miles de lenguas que todavía se extienden por el globo —en este caso, el español en su estado sincrónico presente—, se habrán de exponer o clarificar algunos conceptos y herramientas de análisis, única garantía de que el discurso subsiguiente esté articulado de manera racional. Nótese, de paso, que ello es lo que en matemáticas se dice una condición necesaria pero no suficiente. Podemos hallar, y así ocurre por lo común, textos con una plétora o sobreabundancia de términos de alguna jerga científica que no busquen sino producir, por ejemplo, el efecto religioso de misterio, u otorgar a su autor los privilegios, o siquiera la aureola, de una presunta supremacía intelectual; lo que es de todo punto imposible es organizar un razonamiento sin análisis alguno, procediendo por meras impresiones, o mediante la asunción inconsciente de ideas dadas que nunca se hacen explícitas.

Con frecuencia, por desgracia, la gente se arroga la potestad de hablar sobre asuntos del lenguaje con una ligereza (tornada en pura desfachatez en ocasiones) que ellos mismos seguramente no consentirían al tratar de química o de derecho romano, por ejemplo. No piense, sin embargo, quien nos lea que se emprende aquí la defensa del especialista en materia alguna; no, más bien advertimos que el estudio y reflexión detenida sobre un asunto previene (o debiera, al menos) de algunos de los errores y confusiones más extendidos, prevención que incorpora, de manera natural, por así decir, aquel que puede proclamar de verdad, como Sócrates, "sólo sé que no sé nada", al menos en lo que se refiere a una cuestión concreta. ¡Ya quisieran la gran mayoría de quienes presumen, mientras esbozan un gesto de disculpa falsamente humilde, de no saber nada de cuestiones de lenguaje hallarse de verdad en esa situación! Por el contrario, llevan consigo, de manera inadvertida, un cúmulo de ideas vulgarizadas de la peor clase, de las que configuran el rancio bagaje ideológico con que la gente de a pie se aviene a tratar los asuntos lingüísticos.

2.1. Las oposiciones privativas

Bastará seguramente para los propósitos ilustrativos de este artículo con que nos ciñamos a dos o tres conceptos lingüísticos, entre ellos, como el más importante para lo que aquí nos convoca, el de "oposición privativa". Los elementos de una lengua presentan, como ha venido corroborándose ya desde principios del siglo XX, una organización mediante oposiciones, de modo que cada unidad se define en relación a las demás, por referencia a lo que las otras no son. Cada oposición entre dos entidades, tomada aisladamente, obedece a la siguiente lógica: por un lado, tenemos la base común a las unidades de que se trate, sin la cual no podría establecerse una ulterior diferencia —el que dicha base sea exclusiva de los dos términos en cuestión o, por el contrario, sea generalizable a otros casos, permite que hablemos, respectivamente, de oposiciones bilaterales y oposiciones multilaterales—, y, por el otro, hallamos un elemento diferenciador de las mismas. Cuando la oposición se fundamenta en un rasgo cuya presencia o ausencia permite distinguir entre los dos elementos de base común, nos encontramos ante una oposición privativa. Es característico, además, de las oposiciones de este tipo el ser neutralizables; dicho con otras palabras, su validez se anula en determinados contextos lingüísticos.

Por tanto, en los contextos de neutralización quedan suspendidas las distinciones de significado derivadas de la diferencia entre los dos términos de la oposición. En lugar de dos unidades, tenemos ahora un solo elemento, identificable con la base común de la oposición. Hablamos entonces de una "archiunidad": cuando ésta se refiere al sistema fonológico, nos hallamos ante un "archifonema"; si es relativa al sistema morfológico, recibe el nombre de "archimorfema". Esto se entenderá mejor con un ejemplo: en la fonología del español distinguimos entre /t/ y /d/, como atestigua el hecho de que podamos establecer pares mínimos como "tía"~"día", vocablos dotados de significado muy distinto en la lengua en virtud precisamente de la oposición entre los citados fonemas, que son, al cabo, lo único en que difieren las dos palabras. Sin embargo, en final de sílaba —lo cual conlleva también en final de palabra, pues todo fin de palabra coincide con el término de alguna sílaba; no obstante, la unidad de referencia para el proceso es la de "sílaba", ya que también opera sobre sílabas que no concluyen palabra— dicho contraste se neutraliza. No cabe oponer "ciudad" a "ciudat"; no nos encontramos ante dos significados diferentes, sino ante uno solo. En tal situación el archifonema no repara en la diferencia entre "sorda" y "sonora"; se atiene únicamente al rasgo de punto de articulación dental (ni siquiera parece que se mantenga el modo de articulación oclusivo como definitorio, pues tenemos casos de aparición de la interdental fricativa /q/ en dicho contexto: así, la pronunciación coloquial "Madriz").

No obstante, la archiunidad siempre ha de tener una realización o variante concreta; en muchos casos, la lengua opta por tomar como representante de la archiunidad a una de las dos formas que adopta la oposición cuando está activa. Así, en español diremos siempre, según la norma de realización que rige para contextos de oposición neutralizada, "ciudad", y no "ciudat" (resulta notorio que el uso de los hablantes catalanes es el contrario, pues las reglas en su lengua son otras, y se transplantan a su pronunciación del español), es decir, se adopta la opción sonora sobre la sorda. Designamos como "término marcado" al elemento de la oposición que se realiza tan sólo en los contextos en que ésta se encuentra activa, mientras que damos el nombre de "término no marcado" a la variante que, además de constituir el otro polo de una oposición lingüística, emerge en los casos en que el contraste significativo queda neutralizado o suspendido. En el ejemplo de arriba, /d/ constituye el elemento no marcado (también conocido, a veces, com "extensivo"), en tanto que /t/ representa el término marcado (conocido asimismo como "intensivo").

Veremos enseguida qué han de enseñarnos las definiciones precedentes acerca del problema del género gramatical. Pero antes conviene tener una visión clara de en qué consiste el citado fenómeno.

2.2 ¿Qué es el género en las lenguas?

Eso a lo que llamamos género gramatical no es, en las lenguas que lo tienen, sino una manera determinada de clasificación del léxico o vocabulario semántico con que cuenta el idioma que se considera. En verdad, consiste en una restricción combinatoria por la cual se limita, imponiendo ciertas condiciones, la aparición sintáctica de unidades regidas o dominadas por el elemento que presenta de modo primario la categoría. Por ello se habla a veces del género como una "categoría selectiva": la parte de la oración —en la gran mayoría de las lenguas, y, desde luego, en las nuestras indoeuropeas, el nombre— afectada directamente por el género se adscribe a una de las clases en que éste se divida en el idioma considerado, y sólo podemos averiguar de qué clases se trata atendiendo al entorno lingüístico del elemento en cuestión, y, más en concreto, a los términos inmediatamente subordinados a él. Por lo general, dichos términos presentan algún tipo de marca formal indicativa —de modo notorio, la de concordancia—, aunque ésta también puede faltar; en tales casos, nos hallamos ante lo que se denomina una "categoría latente". En lenguas como el español, las claves para la detección del género nos las proporcionan los adjetivos de dos terminaciones, así como los participios concordados y el artículo. En resumen, podemos decir que el género representa una partición exhaustiva y unívoca del léxico de una lengua en clases de nombres. Dicho de otro modo: no cabe que un nombre no pertenezca a ninguna de las clases fijadas, y, salvo contadísimas excepciones (para las que suele haber una explicación diacrónica), tampoco puede ser miembro de más de una. Estos dos requisitos nos acompañarán en el repaso de las confusiones más flagrantes referidas al género, que iniciamos en el siguiente párrafo.

En lo primero en lo que hay que insistir es en que muchas lenguas carecen de la categoría gramatical de género. Sin ir más lejos, el inglés, donde apenas subsiste, como reliquia del sistema tripartito indoeuropeo, la diferencia de género en los pronombres y adjetivos posesivos de tercera persona (así, por un lado, "his, hers", y, por otro, his, her, its) y en el pronombre personal de tercera (he, she, it), en ambos casos sólo en el singular. En chino, por ejemplo, la clasificación del léxico en clases de nombres según las posibilidades combinatorias de éstos con los diferentes cuantificadores contraviene el requerimiento contra la adscripción múltiple de una unidad. No cabe tampoco aquí, por tanto, hablar de género. Contra un presunto isomorfismo o reflejo especular de la división de sexos en la gramática —prejuicio que, sin duda, domina a quienes se preocupan en estos tiempos de buscarle las vueltas al género gramatical en su lengua (sin importarles mucho, como veremos, que lo haya siquiera), viniendo a clamar contra el supuesto machismo del idioma, y hasta del lenguaje— se alzan numerosas pruebas. La más trivial de todas, la que nos dicta que, de seguir las lenguas los designios de Natura, todos los idiomas del mundo habrían de tener, en buena lid, la misma clasificación genérica del vocabulario, deudora del plan general de la Vida: tendríamos, según esto, una división entre los dos sexos conocidos (acaso también una clase para andróginos y hermafroditas), en contraste con una clase que englobara a todo lo asexuado, quién sabe si distinguiendo en ello algún otro reino.

Claro que no ve uno entonces por qué habría la gramática de prestar a los sexos una atención que, sin duda, no presta a los herbívoros, a los marsupiales, a los estafilococos, o al proceso de partenogénesis. Ya comprenderá el lector que postular semejante clasificación de los nombres, efectuada, al parecer, ad maiorem Linnei gloriam, y pretender, asimismo, su vigencia en todas las lenguas del globo, es delirar.

A tal ridículo nos conduce la lógica que sigue el prejuicio sexista sobre el lenguaje. Pero, un momento, ¿no será más bien el dominio social, y no el biológico, el que trae a mal traer a tanto diletante del análisis lingüístico?, ¿acaso es de una estructura social de lo que se pretende deducir, de manera tan mecánica como inmediata, la configuración lingüística? Por más que se modifique el ámbito, natural o social (para quien no cuestione la pertinencia de esta distinción), del que quiera derivarse una categoría lingüística, el guión es el mismo. Se pretende dar con una correspondencia entre las categorías gramaticales y aspectos como la dominación de la mujer (ya que no parece que la preocupación se haga extensiva al contraste entre "charco" y "charca", por ejemplo, o incluso al de animales, como en "gato"/"gata" o, con raíces enteramente distintas —los tradicionales heterónimos—, "yegua"/"caballo"), en un ejercicio de infantilismo comparable a decir, refiriéndonos ahora no a las categorías, sino a las unidades y a su estructuración, que a las sociedades capitalistas les corresponden sistemas vocálicos triangulares, que a las lenguas de sociedades monoteístas les debe faltar en la oposición de número un "dual", o que el orden de palabras en una sociedad de filiación matrilineal debe ser Sujeto-Verbo-Objeto.

La simpleza y el carácter falaz del presunto argumento se ponen de relieve con sólo mirar, a nuestro alrededor, el panorama del mundo: ¿Dirían quienes se apegan al pensamiento mágico que aquí criticamos —apego que, no debe dejar de señalarse, viene, en muchos casos, como cuando goza del soporte administrativo oficial, acompañado del manejo de fuertes sumas de dinero— que en la vieja costumbre china de impedir, mediante métodos torturadores como la atadura permanente, el normal desarrollo de los pies en las mujeres no hay nada sexista ni humillante para éstas, puesto que los diversos dialectos chinos carecen de distinción de género? ¿O pensarán acaso que el propio inglés se habla en una sociedad no machista y harto diferente de la que hay entre quienes tenemos, al parecer, la desgracia de distinguir entre "cuchillos" y "cuchillas" o entre "corchetes" y "corchetas"?

No podemos, además, olvidar los casos de lenguas en las que encontramos una división del léxico en clases de nombres que, al tiempo que cumple con los requisitos fijados para hablar de género, obedece a criterios enteramente alejados de cualquier cosa que recuerde al sexo. Así, por ejemplo, en las lenguas de la gran familia bantú, hallamos que los diversos géneros remiten, entre otras cosas, a la forma que adoptan los objetos, cuando se trata de un término no abstracto (de este modo, los objetos planos se agrupan en una clase homogénea desde el punto de vista de la combinatoria sintáctica, e igual sucede con los alargados o los oblongos), o a una clasificación en "cosas" —sirva de ilustración el swahili "hiki kiti" ("esta silla"), donde el morfema discontinuo "...ki...ki..." es el indicador de la clase o género correspondiente al sustantivo "ti", al que antecede el demostrativo "hi"; morfema que, por cierto, es recursivo dentro del grupo sintagmático y aun de la frase, como se ve en hiki kiti kizuri kimevunžika ("la silla buena se rompió")—, frente a otra que incluye el criterio de "persona" —caso representado por ke "mujer", que se combina con el indicador oportuno m para formar la palabra mke; no obstante, y por contradictorio que resulte, este género se extiende a entidades no vivas: de esta manera, tenemos m-oto ("fuego") o m-kno ("mano")—, y así hasta llegar a una veintena de divisiones diferentes, entre las que se encuentra, además, una relativa a las cualidades (tenemos, en el mismo swahili, el morfema prefijado u, como en u-zuri ("belleza") o u-jinga, "locura").

Por su parte, las lenguas algonquinas —una de las grandes familias amerindias— presentan muchas veces situaciones análogas, con un contraste gramatical, fundamentalmente morfológico, entre la clase de lo "animado" (donde, sin embargo, aparte de animales y personas, se incluyen palabras referidas a cosas como "olla", "rodilla" o "frambuesa") y la de los objetos inanimados (donde, contrariando cualquier suposición de que pudiera darse un tratamiento homogéneo a los recipientes, partes del cuerpo o frutas, se integran palabras como las usadas en dicha lengua para hacer mención a "cuenco", "codo" o "fresa").

Pero no hace falta irse tan lejos. Encontramos también entre nuestras lenguas indoeuropeas ejemplos de sobra que desaniman a seguir pensando acerca de cuestiones de lenguaje en los términos en que lo hacen los diletantes a los que venimos aludiendo. No es ya que se dé una gran disparidad a la hora de adscribir una palabra con la "misma" significación e idéntico referente inanimado o, a lo menos, no personal, como cuando se comprueba que "mundo" es femenino en alemán (die Welt) o que, en ese mismo idioma, la muerte presenta género masculino (der Tod) —debe apuntarse, de paso, que la iconografía no se ve por ello necesariamente afectada, como tampoco el distinto género de los astros solar y lunar en dicha lengua con respecto a la española (die Sonne y der Mond) modifica la representación común que de los mismos podamos tener la gran tribu germana y la hispánica—, sino que vocablos cuyo significado se vincula directamente a las características sexuales pueden contradecir dichas notas o cualidades en su adscripción a un género: así sucede con el alemán Mädchen "muchacha, niña", que es neutro, y requiere por ello el artículo das, lo mismo que Weib "mujer". ¿O qué decir de la palabra que se refiere a "sexo", que en español es masculina y en alemán (Geschlecht) neutra?

2.3. El género en español

Toca ahora recordar muy brevemente la estructura que presenta la categoría del género en español. Como es sabido, de los tres géneros latinos, nuestra lengua conserva únicamente la oposición entre el masculino y el femenino. Ahora bien, la situación que centra las iras de los presuntos rebeldes que han servido de pretexto para este escrito es aquella en que ante una coordinación de sustantivos de ambos géneros el adjetivo que los determina semánticamente (y que está regido desde el punto de vista sintáctico por ellos) cobra la forma de sus usos con masculino, siempre y cuando tenga dos terminaciones. Se dice, por ejemplo, "el horror y la violencia humanos", o "la casa y el jardín abandonados". También sucede lo mismo con los participios concertados, sea con sustantivos comunes, con nombres propios, o con referencias deícticas (esto es, mostrativas) al campo desde el que se está hablando: de ese modo, tenemos "El rector y su esposa han sido secuestrados", "Pedro, Carlos, Julia y Belén acabaron muy cansados" o "Estamos (quienes hablamos en la asamblea, en la que hay mujeres y hombres) indignados".

Como es sabido, lo que se produce en contextos como los citados es la neutralización de la oposición de género. En verdad, no cabe hablar ahí de masculino o femenino; sólo permanece activa la base común a la distinción de género —poco importa dilucidar aquí si ésta coincide con el sexo en sí o con la humanidad bruta. Pero esto no es, como ya podrá advertir el agudo lector a estas alturas, sino una muestra más de oposición privativa dentro del sistema de la lengua. Puesto que la forma de los contextos neutralizados coincide con la empleada para el masculino, hemos de considerar a éste el término no marcado dentro de la categoría de género de nuestra lengua. Por su parte, el femenino hace las veces de término marcado, tal y como atestigua su empleo restringido a entornos en que los únicos sustantivos relevantes para la concordancia que se hallan presentes son de ese género.


3. ¿Cómo se ha llegado a la situación actual?

Puede que resulte revelador atender por un momento a la génesis de esta moda o manía de usar el género femenino —ya sea, como en español, coordinado con el masculino, ya, como en inglés, mediante el monopolio de los pronombres y adjetivos posesivos o anafóricos en contextos que exceden, con mucho, el ámbito de empleo apropiado— para casos en que no se encuentra ningún fundamento en la gramática de la lengua. No aprenderemos con ello nada de lingüística o acerca de cualquiera de las lenguas consideradas, de eso no cabe duda, pero acaso logremos detectar las paradas o estaciones del penoso trayecto que conduce hoy día a tanta gente al desbarre en los asuntos que nos ocupan. Pues a veces el rastreo de la suerte y acogida de una idea, con sus idas y venidas geográficas y otros múltiples azares, nos dicen mucho sobre su propia condición: suele éste revelarnos las motivaciones, mayoritariamente infames, y los intereses, casi siempre mezquinos, que se ocultan tras la adopción masiva del concepto de que se trate por parte de un grupo determinado o aun de la sociedad entera.

Frente a la pretendida pureza de las ideas destiladas en esa gran falacia que responde al nombre, consagrado por la tradición, de "República de las Letras" (de la cual el mito de un "Panteón del clasicismo" no es sino un perfecto complemento), la inspección detallada que puede llevar a cabo un historiador de las ideas honesto —si hay tal cosa aún por el mundo— nos da cuenta más bien de un compendio de envidias intelectuales, de despechos amorosos que desembocan, por ejemplo, en la falta de traducción de una obra a otra lengua, o de interpretaciones y lecturas de textos según el modelo, bien poco riguroso, que podríamos denominar "arrimar el ascua a mi sardina", tal y como queda ilustrado por la graciosísima (si no fuera porque cada cambio de vocablo en interés propio suele traer consigo una sabrosa hornada de cadáveres de la nueva Causa) suplantación filológica por la que la sentencia atribuida a Tales de Mileto según la cual "todo está lleno de dioses" pasaría a rezar, a los ojos de sectas cristianas con afán proselitista que debían competir con numerosos grupos análogos en la captación del socio, como se dice hoy día, nada menos que "el mundo está animado y lleno de demonios", lema, como se ve, mucho más al propósito para lograr el éxito entre el público. En ese sentido debe tomarse el breve repaso que ahora emprendemos.

Es bien sabido que la obsesión procede, como tantas veces, de los Estados Unidos, y, por extensión, del mundo de habla inglesa. Resulta irónico, tanto como, seguramente, ilustrativo de la indiferencia y falta de respeto que las ideologías muestran por la lógica interna de las cosas sobre las que echan sus garras, que las consignas partan de una lengua que, ya ha quedado dicho, carece de la categoría de género. De hecho, sobre el único lugar donde queda en inglés vestigio del género, el sistema pronominal (incluido el uso anafórico) y su extensión a los adjetivos posesivos se ha llevado a cabo en los últimos años —y continúa haciéndose— una cruzada en favor del empleo del elemento de género femenino en todos los contextos en que no esté clara una exclusiva referencia masculina.

El único resultado de esto es la incoherencia generalizada. Por ejemplo, en los casos de referencia anafórica a indefinidos como someone o somebody, donde la gramática ordenaba, habida cuenta de la indeterminación genérica de dichos términos, el uso del plural (así, If somebody tells you so, do not trust them, literalmente "Si alguien te dice eso, no confíes en ellos", o Someone must have lost their umbrella, esto es, "Alguien debe de haber perdido su paraguas" ["de ellos", referido a "alguien"]), los diletantes quieren imponer indiscriminadamente el femenino. De igual modo, se pretende que todo posesivo referente a animales, o a sustantivos como toddler o baby, que siempre se han tomado como neutros a estos efectos, presente la forma femenina. La histeria alcanza extremos ante los que no puede uno evitar la risotada. Así, me topo en una revista pornográfica de amplia difusión por aquellos lares (que cuenta además, sin duda, con numerosos lectores y suscriptores entre el profesorado universitario masculino) con que hasta el culo mismo ha de pasar a exigir posesivos y anafóricos de género femenino:

"Mmm, that feels so good my asshole's starting to throb. I know you won't mind giving her a bit of attention" (Leg Show, número de Junio de 2001, página 49).

En español diríamos, con más o menos variedad en la excitación, algo así como: "Mmm, eso sienta tan bien que el ojete de mi culo está empezando a latir. Sé que no te importará prestarle un poco de atención."

No se piense que se trata de una inadvertencia por parte del redactor, más o menos aislada. Por contra, son publicaciones como ésas las que se ponen, en la medida en que se sienten en el ojo del huracán, a la proa o vanguardia de la cruzada. La reiteración de ejemplos análogos al arriba citado lo corrobora.

Como trasfondo de estas prácticas se encuentra la siguiente fantasía: creen estos incautos, de modo harto delirante, que con un incremento estadístico de la aparición de un elemento en el discurso se modifica en algo la estructura de oposiciones en la que se inserta: es como si una vez comprobado que la frecuencia del fonema /u/ es mucho menor en español que la del fonema /a/ pensáramos que la inversión de sus respectivas frecuencias fuera a producir un resultado tan inteligible como el de partida, o más. Cosas así se hacen en juegos y cantilenas infantiles, como cuando se prohíbe decir una vocal a lo largo de un trecho, reemplazándola por otra; pero buscar que ello trascienda al mundo adulto y a cualesquiera contextos lingüísticos es una muestra inequívoca de oligofrenia o, lo que es peor, de estulticia interesada, aunque plena tal vez de dignidad a los ojos de mucha gente en virtud de los pingües beneficios dinerarios que tal actitud reporta a quien la suscribe.


4. Importancia de las categorías

No deben tomarse los desatinos anteriores a la ligera. Son síntoma de un problema mucho más hondo de lo que pudiera uno pensar. Denotan una radical incomprensión del estatuto de las categorías, al tiempo que revelan una ideología muy burda (pero al parecer efectiva, si nos atenemos a su éxito presente) sobre las relaciones entre lenguaje y sociedad, ideología que, tal vez convenga decirlo, es —lo sepan o no quienes están presos de ella— en buena parte heredera o deudora de la teoría del reflejo de Lenin y del desarrollo que de ésta llevó a cabo Nikolai Marr en la lingüística rusa a partir de los años veinte del siglo recién terminado. Según Marr, la estructura lingüística cambia con la estructura de la sociedad y su base económica; llega a hablar, en el summum del delirio (delirio especialmente penoso y triste para quien había llegado a ser un gran conocedor del persa, el georgiano, o el armenio, entre otras muchos idiomas), de "lenguas proletarias" y "lenguas burguesas".

Pero volvamos a la cuestión de las categorías. Para ilustrar su importancia, nos serviremos de un ejemplo clásico de Roman Jakobson. Tomemos una frase inglesa como I wrote a letter to a friend ("Escribí una carta a un amigo"). Si un hablante ruso que entienda el inglés la lee o escucha, se queda muy insatisfecho con lo que allí se dice, puesto que le faltan datos que su lengua materna estima cruciales, como si se acabó o no de escribir la carta o si el amigo es hombre o mujer. En efecto, el ruso obliga a pronunciarse entre un verbo perfectivo ("napisat") o uno imperfectivo ("pisat"), al tiempo que fija la diferencia entre "amigo" y "amiga" en el lexema ("drug" frente a "padruga"), y no en una moción de género (vale decir, en una alternancia de morfemas). Además, las formas de pasado del verbo ruso, tanto perfectivas como imperfectivas, presentan una concordancia genérica con el campo mostrativo en que se habla. Así, si me llamo Iván deberé decir, si empleo el perfectivo, "Ja napisal", pero si me llamo Irina la forma adecuada para ese mismo aspecto es "Ja napisala" —lo mismo sucede en español entre "vengo cansado" y "vengo cansada", sin ir más lejos—. De modo que un hablante ruso debe decantarse entre —por tomar sólo dos ejemplos de los varios posibles— "Ja napisal pismo drugu o "Ja pisala pismo padrugi". Lo que en el primer caso se dice es, si hacemos explícita toda la información inserta en las categorías, lo siguiente: "yo, varón, escribí y acabé de escribir una carta a un amigo de sexo masculino". Por su parte, la paráfrasis del segundo enunciado ha de adquirir una forma como esta: "yo, mujer, escribí y aún no he acabado de escribir una carta a una amiga". Sin duda podemos expresar idénticos contenidos a los de las frases rusas tanto en español como en inglés, como lo prueba el simple hecho de la explicación o traducción ofrecida. No obstante, lo crucial en lo que aquí nos ocupa es que el hablante ruso está obligado a pronunciarse respecto a dicha información, en tanto que nosotros, aunque podamos, no tenemos por qué —y, es más, en una conversación normal y corriente, no debemos. Tal diferencia reside en la distinta configuración de las categorías: lo que en una lengua se trata como categoría puede ser sólo información optativa en otra.

Las categorías establecen, en suma, el ámbito de lo que no puede obviarse en un idioma: uno puede inclinarse por cualquiera de los miembros de las oposiciones que convergen en ella, pero de ningún modo cabe pasarla por alto. Expresándolo con los términos del eminente lingüista Eugenio Coseriu, "si en una lengua debe hacerse una distinción más específica, no es posible renunciar a ella; si, en cambio, tal distinción más específica no se hace primariamente en una lengua, ella puede, en principio, expresarse también en esta lengua". "Primariamente" equivale, como el lector notará, a "conforme a las categorías". Ya debieran comprender a estas alturas de escrito los numerosos diletantes lingüísticos de nuestros días que los juegos que emprenden de la mano de la acusación de machismo al lenguaje y a su lengua no son otra cosa que un esfuerzo místico por pensar y hablar sin categorías, una rendición incondicional a la idea de "ciencia infusa" ("pensamiento intravenoso", podríamos decir hoy día, en la era de las drogas), de tanto éxito tradicionalmente en España, dado que permite arramblar con lo poco bueno que haya entre quienes andan metidos por la enseñanza. Por nuestra parte, no podemos dejar de tener presente —lo contrario sería repudiar la razón— cómo Hegel insistía en que "la vida es el empleo de las categorías", así como su recordatorio, al comentar a Aristóteles, de que "en todo lo que el hombre hace suyo ha penetrado el lenguaje, y lo que el hombre convierte en lenguaje y expresa con él contiene escondida, mezclada o elaborada una categoría".

Pero los dislates no paran ahí (¡tanto puede el afán de lucro!). Si no, vea el lector en el siguiente epígrafe lo que les da por hacer en estos últimos tiempos a muchos de los que se dicen rebeldes.


5. Sobre el uso de "@"como presunta letra

Cuestión de orden muy distinto —aunque sin duda relacionada con la anterior en las mentes de quienes se dedican a sacar provecho de la vana imputación de sexismo al lenguaje y a las diversas lenguas— es el uso de la arroba (ya se sabe, el signo "@") con la pretensión de englobar, simultáneamente, al término marcado y al no marcado de la oposición de género en español.

Lo que aquí se revela es, de un lado, la incapacidad para comprender qué es una letra y, de otro, la confusión entre los dos tipos básicos de relaciones lingüísticas establecidas por De Saussure: las asociativas (luego llamadas paradigmáticas) y las sintagmáticas. Comencemos por este último punto. Tal vez sepan ya nuestros lectores que en un sistema lingüístico tenemos, de un lado, relaciones entre los términos del discurso o habla, entre unidades presentes, en suma, y, de otro, relaciones de las denominadas in absentia, que se establecen entre un elemento dado en el habla y los restantes que pueden venir a ocupar idéntica posición. Así, en una frase como "el gato maúlla", tenemos, por una parte, las relaciones entre "el gato" y "maúlla" y las que se establecen en el interior de cada una de las citadas unidades y, por otra, las que rigen entre, por ejemplo, "maúlla" y "llora", o "maúllan", o entre "el gato" y "los gatos" o "los niños". A las primeras se las denomina sintagmáticas; a éstas, paradigmáticas. Desde un punto de vista lógico, unas se rigen por la coordinación ("...y..."); las otras, por la disyunción exclusiva (aut...aut... según la expresión latina, o, si se prefiere, "o bien ...o bien...").

Pues bien, con el dichoso empleo de la arroba nuestros amigos diletantes pasan a confundir el culo con las témporas, o la gimnasia con el magnesio, es decir, proyectan dos términos en relación paradigmática sobre una única posición sintagmática; dicho de otro modo, si uno dice "compañeros" no puede decir al mismo tiempo "compañeras". Pretender escribir las diversas opciones paradigmáticas sobre el eje sintagmático es una necedad sin igual, ya que precisamente la escritura y el discurso que ella representa suponen siempre una decisión entre múltiples posibilidades. Según el criterio que manifiesta el uso de "@" jamás podríamos llegar a escribir una sola frase, ya que, si bien en algunos casos las opciones son muy pocas, en otros, cuando se trata de partes de la oración propiamente dichas, nos hallamos ante un repertorio indefinido.

Mucho más grave es, pienso, el segundo error que conlleva esta moda maniática: tratar a las letras como lo que no son jamás, dibujos. En efecto, es necesario para los fines de nuestros presuntos rebeldes el que haya una similitud entre las letras que representan los fonemas que dan forma, por lo general, a los morfemas sobre los que recae la oposición de género en la lengua en cuestión, similitud que les permita obrar el sincretismo gráfico que buscan. Ello supone un apego a las letras por sí mismas, desprendidas de todo su valor de representación. La razón reconoce en un caso así un ejemplo supremo de la capacidad humana de confundir el signo con la cosa, de fetichismo, cuyo estatuto o rango para el conocimiento es equivalente al que pueda tener un olisqueador de bragas —por quien, dicho sea de paso, llega a tener más simpatía el autor de este escrito, ya que al menos no se anda con rodeos o disimulos como los que tanto gustan a nuestros diletantes lingüísticos. Bastará una sola muestra para ilustrar el enorme error de concepto que denunciamos: ¿cómo piensan estos ignorantones en lenguas establecer un sincretismo visual entre

y ,

secuencias de letras del alfabeto cirílico que sirven para representar la oposición entre adjetivos masculinos y femeninos (dejamos aquí de lado los neutros) en ruso? Por más que dibujen y garabateen, no lograrán jamás que conserven su carácter de signos gráficos, pues precisamente es ese carácter el que anulan al jugar con las letras como cosas, al tomarse a broma el sentido del término "representar", y con ello, el lenguaje entero.


6. Coda

Tras haber expuesto prolijamente las razones que hacen de la moda actual referente al género y al uso de la arroba un fenómeno psiquiátrico y sociológico antes que lingüístico, sólo nos queda advertir a quienes nos hayan seguido a lo largo de este texto que a partir de ahora es una decisión enteramente suya la de engrosar las filas de la idiotez dominante (de la cual acaso saquen algún provecho curricular) o, por contra, combatirla y resistirse a ella, para lo cual hemos ofrecido aquí algunos argumentos. Lo que en modo alguno podrán hacer ya es aducir ignorancia sobre la cuestión. Bastante nos hemos cuidado en este escrito de que se den por enterados.

Javier Arias Navarro


Este texto lo encontramos publicado anónimamente en El Imposible. Al parecer, fue publicado originalmente en la Escuela de Lingüística, Lógica y Artes del Lenguaje de Asturias (una iniciativa que parte de una idea de Agustín García Calvo) a nombre de Javier Arias Navarro, doctor en Lingüística. Así ha aparecido publicado, con posterioridad a esta versión de la Biblioweb, en el número 18 (marzo 2003) de la revista Baba.com.



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