Conocimos a los entrevistados durante las «terceras jornadas sobre desobediencia civil no violenta» que tuvieron lugar el otoño pasado en Donosti, a las que acudimos como invitados y curiosos. Ya sabíamos de su caso, pero tras escuchar su historia de viva voz, agravado el timbre de la narración por la inminencia del juicio que pende sobre sus cabezas, convinimos en la necesidad de difundir los hechos fuera del País Vasco. En un contexto de guerra global permanente, los que queremos un mundo más justo no sólo deberíamos preocuparnos del problema a largo plazo de crear nuevas instituciones de democracia desde abajo, sino también del problema inmediato de salvar las astillas y fragmentos que restan del liberalismo -libertad de palabra, garantías contra la autoridad arbitraria, separación de poderes-, sin las cuales terminarán los experimentos democráticos de cualquier otro tipo.
El testimonio de estas cuatro voces no tiene más legitimidad que el de muchas otras enmudecidas y silenciadas en el País Vasco por los tribunales de excepción o las balas del terror. Pero comparten con nosotros un espacio mental y político, el interés por las dinámicas sociales autoorganizadas, por los movimientos de base como espacios públicos donde reinventar una ciudadanía activa, por la desobediencia civil como comportamiento ético y político que se sustrae a la lógica de guerra, por la absoluta necesidad de trascender el modelo binario de razonamiento y aprender a distinguir, discernir y matizar: esa cualidad esencial del pensamiento tan exaltada por Hannah Arendt y que se confunde hoy muchas veces con el ejercicio pusilánime de la «equidistancia». Las cuatro voces que van tejiendo esta conversación virtual son también heterogéneas, diversas, singulares. Es muy grato encontrarse en el País Vasco con asociaciones que hablen sobre cuestiones tan graves con voces tan diferentes, sin que eso sea un problema o una debilidad, sino una riqueza.
Entre otras muchas, estas cuatro voces han sido víctimas de la actualización contemporánea de aquella estrategia contrainsurgente que recomendaba «desecar el pantano» para acabar con la guerrilla, es decir, que cifraba el éxito antiterrorista no tanto en el acoso al enemigo, como en la destrucción del «entorno» físico y social que lo sustenta. Por supuesto, el «entorno» nunca ha tenido una definición precisa, siempre ha sido (a voluntad) amplio y difuso, un concepto instrumental e hipertrofiado que ha justificado la neutralización generalizada de libertades democráticas y derechos humanos: Vietnam, Laos o Camboya así lo atestiguan. La hipótesis del entorno también ha producido en el País Vasco muchos «daños colaterales», que no deberíamos ver como simples «errores» sino más bien como el correlato lógico de una estrategia política. Patxi, Mikel, Sabino y Pepe fueron apresados y encarcelados sin garantías judiciales sólidas ni acusaciones personales sostenibles, fueron vinculados de manera brumosa y absolutamente escandalosa a una organización terrorista cuyas prácticas rechazan radicalmente y su nombre y dignidad fueron mancillados por la mayoría de medios de comunicación, que se ciscan cotidianamente en el «derecho a la presunción de inocencia».
El terrorismo reticular no se combate considerando los derechos democráticos como si fueran en primer lugar intersticios que permiten delinquir, sino por el contrario siendo más riguroso y transparente que nunca en las imputaciones, los procesos, las medidas. De nuevo debemos decir muy alto que arrojar a la cárcel como terroristas a personas que construyen iniciativas absolutamente públicas, sin ninguna dimensión clandestina o violenta, es algo que no está ni en el cielo ni en la tierra y que debiera hacer pensar a cualquiera, más allá de su adscripción política.
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