Hasta hace solo diez años, la propiedad intelectual era tema de interés casi
exclusivo de abogados, herederos de copyright y entidades gestoras de
derechos. Sin embargo, hoy ha irrumpido con fuerza en nuestras vidas: redadas
de manteros a quienes se acusa de delinquir contra la «propiedad
intelectual»; campañas «antipiratería» sufragadas con dinero público;
penalización de prácticas siempre consideradas de buena vecindad como prestar
un libro a un amigo; lamentos de renombrados cantautores progres que vaticinan
tremendas desgracias para el futuro de la «cultura» y sus industrias, etc.
Por otro lado, nos encontramos con personas que, desde una perspectiva
antagónica, nos hablan de copyleft, patentes, procomún, licencias libres y
otros tecnicismos que pueden resultar chocantes. El ciudadano generalmente es
ajeno a estas pugnas y se le mantiene poco o mal informado para evitar su
participación en un proceso que le afecta mucho más de lo que cree. Pero, ¿de
verdad está amenazada la producción cultural por la copia masiva y por las
redes de intercambio o solo peligra el beneficio de unos pocos? ¿Qué es lo que
ha cambiado en estos últimos diez años para que este asunto se haya enconado
tanto y nos ocupemos aquí de ello?
Fundamentalmente, han cambiado dos cosas: por una lado, la irrupción de la
tecnología digital, que ha desgajado la información de su soporte físico,
propiciando la duplicación fiel e instantánea de la misma y permitiendo el
acceso a toda la cultura, el conocimiento y la ciencia existentes, y, por otro
lado, el acceso masivo a Internet y a las redes de intercambio (conocidas
como P2P) . Ambas cosas operando simultáneamente han propiciado una inesperada
«era de la abundancia» en el ámbito de la producción inmaterial y han dejado
por completo obsoletos los mecanismos industriales que basan su modelo de
negocio en comerciar con la escasez que el alto precio de la reproducción
física de objetos conlleva.
En lugar de promover las oportunidades que esta nueva situación nos brinda,
nos encontramos con una cruzada mundial de la industria del entretenimiento,
quienes, lejos de tratar de adaptarse a los cambios, viven de prolongar
artificialmente la escasez, como si nada hubiese cambiado, e impedir
—manu militari, si es preciso— la duplicación y la copia. Están
dispuestos a todo: a engañar a los autores a los que dicen representar, a
presionar y corromper a los políticos, a amenazar y manipular a la opinión
pública, a conspirar para modificar leyes y a criminalizar a toda la
ciudadanía, a promover medidas proteccionistas, a reducir prestaciones en
dispositivos o a usar la tecnología para controlar lo que hacen los usuarios
de la misma. Como señala John Gilmore, de la EFF, este es el peor tipo de
proteccionismo económico: empobrecer a su propia sociedad para el beneficio
particular de alguna industria local no eficiente.
En el seno de toda esta ofensiva ultrapropietaria, que conspira y extorsiona
con cánones al público, ha surgido desde abajo un poderoso movimiento
social, el movimiento copyleft, un movimiento que se inició en el ámbito de
los hackers y programadores informáticos y que se está extendiendo al resto de
ámbitos de la producción inmaterial. Frente a los intereses privativos, el
movimiento copyleft defiende el llamado «procomún» —o commons—, es decir,
los bienes comunes (que no son lo mismo que los «bienes públicos»):
aquello que es de todos en general y de nadie en particular. Un
movimiento que está ayudando a redescubrir un procomún que no solo engloba el
aire y los océanos, sino el dominio público —con toda la ciencia, la cultura
y el conocimiento humano anterior al siglo XX—, y, especialmente, nuevos
patrimonios como son Internet, el software y el genoma humano.
El movimiento copyleft usa las leyes de copyright para darles la vuelta con el
objetivo de proteger el procomún y garantizar la libre circulación del
conocimiento. A diferencia de los partidarios de restringir la cultura y el
conocimiento, sostiene que cooperar y compartir entre iguales es legítimo y
socialmente saludable y, sobre todo, lo pone en práctica de forma exitosa,
como puede apreciarse en el más que consolidado movimiento del software libre.
¿Y qué pasa con los autores? Los autores tienen derecho a ser remunerados por
su trabajo, nadie lo pone en duda, pero no a costa de todos los demás
derechos: es necesario defender el procomún (las licencias libres, como
Creative Commons, con la que se publica Diagonal, son actualmente la
mejor forma de hacerlo, pero no es necesariamente la única). No es sostenible
la situación actual durante mucho tiempo: hay que recuperar el equilibrio
entre los derechos de los creadores y las libertades del público, ya que nos
encontramos ante un sistema de vasos comunicantes en el que cualquier
incremento en los derechos de autor supone un decremento de los
derechos del público. Además, siempre que se extienden el copyright y las
restricciones, aumenta la copia no autorizada (la mal llamada «piratería»),
que no es más que una consecuencia de la escasez artificial, y se disminuye el
dominio público y el procomún, y eso sí que es un verdadero atentado a la
cultura, de consecuencias imprevisibles.
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