Rebelión y conservadurismo. Las lecciones de "1984"
Jean-Claude Michéa
Este artículo es la versión escrita de una conferencia dictada en
noviembre de 1995 ante el grupo de Montpellier de la Fédération
anarchiste. Fue publicado en el ensayo de Jean-Claude Michéa sobre
George Orwell, Orwell, anarchiste tory, Editions Climats, 1995.
De Jean-Claude Michéa se ha publicado en castellano La escuela
de la ignorancia, Acuarela Libros, Madrid, 2002. La versión digital se
publicó por primera vez en la Biblioweb de sinDominio el 25 de junio de
2003, día del centenario del nacimiento de George Orwell, como homenaje
a su memoria.
En múltiples aspectos de su filosofía, George Orwell se acerca mucho a
la sensibilidad anarquista. Él mismo lo reconoce explícitamente en
Homenaje a Cataluña cuando afirma: ``Si sólo hubiese tenido en
cuenta mis preferencias personales, hubiese optado por unirme a los
anarquistas'' (capítulo 8). De hecho, para el Freedom Defense
Committee, que Orwell dirigía junto a Herbert Read, la defensa de los
anarquistas encarcelados era una de sus principales preocupaciones. Sin
embargo, es imposible considerar al autor de 1984 un anarquista
en el sentido doctrinal y militante del término. En ninguno de sus
ensayos se defiende la idea de que una sociedad sin estado sea posible o
incluso deseable. A decir verdad, Orwell era simplemente un demócrata
radical, y por tanto, partidario de un estado de derecho, capaz de
asumir sus funciones ``con la mayor eficacia y el mínimo de obstáculos
posibles''.1
Así, el hecho de que Orwell se definiera en varias ocasiones como un
anarchist tory es ante todo una muestra de la complejidad de su
pensamiento político. Asimismo, no hay que olvidar que, para el autor,
se trataba más bien de una broma y no de un concepto teórico, aunque,
como señala certeramente Simon Leys, dicha fórmula constituye ``la mejor
definición de su temperamento político''.2. Esta
expresión va a constituir mi punto de partida para intentar identificar
ciertos aspectos de 1984, generalmente mal conocidos o infravalorados.
La historia de 1984 es, ante todo, la historia de la rebelión
del individuo, Winston Smith, contra el poder absoluto de los señores de
Oceanía. Pero al final de la novela esta rebelión se derrumba. Así pues,
1984, es, aparentemente, la historia de un fracaso. Sin
embargo, poco se ha dicho sobre el hecho de que el fracaso de Winston no
se debe a que cualquier rebelión contra el poder de Gran Hermano sea
imposible, sino a que su propia rebelión es básicamente falsa. Por un
lado, opta por prescindir del apoyo de los proletarios, cuando, en
realidad, su presencia masiva y silenciosa planea constantemente en la
obra. Después, cuando Winston finalmente decide actuar y organizarse, se
une a la misteriosa ``Fraternidad'' del no menos misterioso Goldstein,
una organización que acabará revelándose como una oposición facticia,
creada y manipulada por el propio Partido. Esta es, pues, la primera
lección política de la novela: aunque la rebelión del individuo ante un
poder tiránico siempre es comprensible desde el punto de vista
psicológico, nada garantiza, a priori, que las ideas y los actos que la
materializan sean a su vez legítimos o simplemente eficaces. Lo cierto
es que existen rebeliones alienadas, es decir, rebeliones que se ajustan
perfectamente a la lógica de los sistemas que pretenden combatir y que
suelen contribuir a reforzar sus efectos. Para Orwell, esto ocurre
cuando una rebelión no procede de la ``cólera generosa'' que, por
ejemplo, inspiraba a Dickens (como veremos, esta cólera generosa siempre
está vinculada a la common decency), sino cuando sus raíces psicológicas
profundas se hallan en la envidia, el odio y el resentimiento. Ninguna
auténtica rebelión puede surgir de esta fuente
envenenada.3 Y es que los que están poseídos por su propio odio
pueden perfectamente imaginarse que son la negación en acto del
despotismo reinante, pero en términos fotográficos, sólo son el negativo
de la película. Basta con leer la famosa escena en la que Winston entra
a formar parte de la ``Fraternidad'' para descubrir hasta qué punto,
como señalaba Evelyn Waugh, esta peculiar organización es otra banda
más, que en nada se diferencia del Partido.
O'Brien inició sus preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se
tratara de una rutina, una especie de catecismo, cuyas respuestas ya
conocía en su mayoría.
---¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?
---Sí.
---¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?
---Sí.
---A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares
de personas inocentes?
---Sí.
---A vender vuestro país a las potencias extranjeras?
---Sí.
---¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a
corromper a los niños, a distribuir drogas, a fomentar la prostitución,
a extender enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda causar
desmoralización y debilitar el poder del Partido?
---Sí.
---Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar
ácido sulfúrico a la cara de un niño,¿estaríais dispuestos a hacerlo?
---Sí.
---¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a vivir el resto de
vuestras vidas como camareros o cargadores de puerto?
---Sí.
---¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en
que lo ordenemos?
---Sí.
Este pasaje no deja lugar a dudas. Winston Smith no simboliza al
``hombre ordinario'', tan encomiado en la obra de Orwell; se trata
simplemente de una réplica exacta de esos miles de intelectuales,
miembros del Partido, que, por un resquicio de humanidad (o un mínimo de
inteligencia crítica) y motivos distintos en cada caso, deciden oponerse
a la máquina que acabará destruyéndolos pero a la que, hasta el momento,
habían servido con absoluta fidelidad.4
Por regla general, el poder fascina únicamente a aquellos que buscan en
él un medio para vengarse de las humillaciones padecidas. De ahí que la
voluntad de poder sea el corolario lógico del resentimiento. Esta verdad
decisiva, ya explorada por Dostoievsky, nos conduce al núcleo del
``anarquismo'' orwelliano. La segunda lección de consiste en que el
amor al poder constituye el principal obstáculo que aleja a los hombres
de una sociedad justa. Según la excelente fórmula de Sonia Orwell, una
sociedad justa es una sociedad libre, igualitaria y decente (the
free, equal, and decent society). En la medida en que la rebelión del
intelectual moderno contra el orden establecido suele alimentarse de su
propio resentimiento (a diferencia de los trabajadores y los humildes,
en los que se trata del rechazo espontáneo a las injusticias reales que
padecen o de las que son testigos), es lógico que el contexto
intelectual de las sociedades contemporáneas, en su sentido más amplio,
represente para Orwell la encarnación privilegiada de la voluntad de
poder. Ello explica que en la sociedad de Oceanía: ``La nueva
aristocracia estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de
ciencia, técnicos, organizadores sindicales, especialistas en
propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos
profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la clase media
asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido formada
y agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el
gobierno centralizado. Comparados con los miembros de las clases
dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les
tentaba menos el lujo y más el puro deseo de poder, y, sobre todo,
tenían más conciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban con
mayor intensidad a aplastar a la oposición.''
Este ``puro deseo de poder'', es decir, la necesidad psicológica de
tener al otro a su merced, puede manifestarse en muchos grados. Los
primeros son evidentes en las relaciones cotidianas entre los
individuos: así por ejemplo, el placer maníaco que algunos experimentan
controlando constantemente lo que dicen y hacen los demás, manipulando
su tiempo u organizando sus vidas. En un grado más desarrollado, se
aprecia también el extraño gusto por dar órdenes, por ``vigilar y
castigar'', por vejar y humillar. Mas el grado superior del amor al
poder es, por supuesto, la necesidad de ejercer sobre el otro un dominio
violento, ya sea psicológica o físicamente. La política totalitaria se
pone en marcha en este último nivel. La mejor prueba de esta idea se
encuentra en el discurso de O'Brien que reproducimos a continuación:
Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?
Winston pensó un poco y respondió: ---Haciéndole sufrir. ---Exactamente.
Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas á
estar seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder
radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de
hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas
formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos
creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas
utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de
miedo, de ración y de tormento, un mundo para pisotear y ser pisoteado,
un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro
mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones
sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el
odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el
triunfo y la humillación. Todo lo demás lo destruiremos, todo.
Ya estamos aplastando los hábitos mentales que han sobrevivido de antes
de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el
padre, al hombre con el hombre y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya
de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya
ni esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer,
como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto
sexual será extirpado donde persista. La procreación consistirá en una
formalidad anual como la renovación de la cartilla de racionamiento.
Aboliremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá
lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más
amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa, excepto la risa
triunfal cuando se derrota a un enemigo. Cuando seamos todopoderosos, ya
no necesitaremos la ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y
la fealdad. Ya no habrá curiosidad, ni alegría de vivir. Todos los
placeres de la emulación serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides,
Winston, siempre existirá el afán de poder, la sed de dominio, que
aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá
la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo
indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate
una bota aplastando un rostro humano... eternamente.5
Esta feroz homilía, que tan bien describe la estructura psicológica de
los intelectuales totalitarios, define de forma simultánea y por
defecto, la mentalidad del hombre corriente (al que Orwell llama the
common man o the ordinary people), es decir el hombre
al que el poder deja indiferente y que para existir ante sí mismo, no
experimenta la necesidad de ejercer un dominio violento sobre sus
semejantes. Efectivamente, los ``sentimientos humanos corrientes'' se
resumen en la capacidad para ``el amor, la amistad, la alegría de vivir,
la risa, la curiosidad, el valor, la integridad'', de la que suelen
carecer los poderosos. En su conjunto, estas disposiciones definen la
common decency, esto es, la práctica cotidiana de la ayuda
mutua y de la reciprocidad generosa, quizás ``innata'',6 y que, en cualquier caso, representa el
mínimo necesario para cualquier buena vida y la condición indispensable
para cualquier rebelión que aspire ser justa. No hay que olvidar que la
common decency, según esta definición, no debe reducirse a las
dimensiones que Orwell le atribuye en la obra de Dickens. No se trata de
una idealización literaria, sino, ante todo, de un hecho cotidiano
comprobado, un conjunto efectivo de formas de dar, recibir y devolver
que, tras desarrollarse y purificarse, constituyen la base psicológica
del socialismo. Desde este punto de vista, la investigación de Wigan
Pier y, más aún, la experiencia española fueron los detonantes de su
idea de que el civismo tradicional de los pueblos era la única garantía
para que, un día, el socialismo llegara a ser algo más que un sueño
utópico o una pesadilla hecha realidad. ``En cierto modo, sería lícito
decir que experimentábamos una prueba del socialismo, con lo que quiero
decir que el estado de espíritu reinante era el del socialismo''
(Homenaje a Cataluña, cap. 7).
Así pues, el elogio de la common decency y la correspondiente
crítica al resentimiento y a la voluntad de poder son indudablemente la
característica más relevante del socialismo orwelliano: el verdadero
revolucionario no es un puritano impulsado por lo que Spinoza denominaba
las ``pasiones tristes'', más allá de la máscara que la retórica
ideológica haya sabido imponerles. Su decencia innata, su generosidad
natural y, sin duda, su sentido del humor lo sitúan en las antípodas de
ese ``mundo de odio y eslóganes''7 que, de Netchaiev al Ché Guevara ha sido el elemento natural de
las inteligencias totalitarias.8
Esta última idea nos permite introducir el tercer aspecto político de
1984: la relación entre el mundo del odio y el de los eslóganes es
estructural. La comprensión intuitiva del vínculo existente entre ``el
pensamiento totalitario y la corrupción del lenguaje'' (Collected
Essays, 1946, vol.4. p. 188) explica perfectamente la profunda repulsión que
Orwell sentía hacia los usos estereotipados de la lengua. No obstante,
aunque la jerga política sea el mejor ejemplo de un pensamiento que
prescinde del cerebro, Orwell también percibió que esta descomposición
de la inteligencia crítica ya era totalmente funcional en las sociedades
liberales. A juzgar por la jerga dominante en los medios, las empresas o
la administración, este diagnóstico sigue teniendo plena validez. De
este modo, y siguiendo el pensamiento orwelliano, si el periodista
``enrollado'', el ejecutivo ``dinámico'' o el gestor ``visionario'' sólo son
capaces de expresarse con los términos de sus respectivas neolenguas, no
puede tratarse de una tendencia inocente. En realidad, representan el
imperio de estos poderes sobre la organización de nuestras vidas.
Asimismo, las repetidas críticas y las advertencias de Orwell contra la
decadencia vertiginosa de la lengua moderna, sus llamamientos para
preservar un inglés vivo y popular, su concepto de la literatura como
forma privilegiada de escritura política, no deben considerarse como
síntomas de purismo maníaco y elitista. Por el contrario, si la lengua
contemporánea, sobre todo la de los jóvenes, principal objetivo de la
sociedad comercial, se empobrece inquietantemente y si poco a poco van
desapareciendo el sentimiento poético y el genio popular de la
lengua9 se debe a que las élites
modernas son capaces de crear un mundo a su imagen y semejanza.
Indudablemente, la necesidad de Orwell de volver a legitimar un cierto
grado de ``conservadurismo'' se deriva del imperativo de proteger el
civismo y la lengua tradicional. Efectivamente, ninguna sociedad
deseable puede existir, ni siquiera concebirse, si, de acuerdo con la
tradición apocalíptica abierta por san Juan y san Agustín, la llegada
del ``hombre nuevo'' depende de nuestra capacidad para hacer ``tabla
rasa'' con el pasado. Por tanto, a no ser que contemos con las bases
necesarias fundamentadas en un patrimonio antropológico, moral y
lingüístico, resultará imposible cambiar la vida. Olvidar o rechazar
estas premisas siempre ha llevado a los intelectuales
``revolucionarios'' a construir los sistemas políticos más asfixiantes
que puedan imaginarse. En otras palabras, ninguna sociedad digna de las
posibilidades modernas de la especie humana tiene la más mínima
posibilidad de existir si el movimiento radical no es capaz de asumir
sus tareas conservadoras. Esta es, pues, la última y primordial lección
de 1984: el sentido del pasado, y por tanto, la capacidad de
recordar y añorar, constituyen condiciones totalmente indispensables en
cualquier empresa revolucionaria que no se resigne a ser una variante
inédita de los errores ya cometidos.
¿Por qué brindamos esta vez [preguntó O'Brien]? ¿Por la confusión de la
Policía del Pensamiento? ¿Por la muerte de Big Brother? ¿Por el futuro?
---Por el pasado ---respondió Winston.
---Sí, el pasado es más importante ---reconoció O'Brian con gravedad. [p.
66]
Por ello, si Winston Smith, competente y eficaz funcionario del
ministerio de la Verdad, conserva una parte de humanidad (esto es lo que
lo acerca a los proletarios) es sobre todo porque le fascinan todas las
formas del pasado. Será esta pasión la que cause su pérdida: M.
Charrington, el gerente de la tienda de antigüedades, en realidad
pertenece a la Policía del Pensamiento. Antes de que el amor de Julia
confiera a su deseo de resistencia una base más altruista, durante toda
la novela, es esta fascinación la que constituye la clave psicológica de
su rebelión contra el Partido. Por el contrario, el esfuerzo por
destruir el pasado es el eje que organiza la política del ``Ingsoc''. En
definitiva, esto implica que la rebelión de Winston Smith, por muy
alienada que resulte,10 es en su
origen una rebelión conservadora. De ahí también que, a menos que os
combates contra el servilismo moderno se basen conscientemente en los
aspectos positivos del pasado, están abocados a un fracaso radical y
definitivo.
Pero existe un problema real: es sabido que en la neolengua moderna, es
decir, en la forma de hablar destinada a prevenir cualquier pensamiento
``políticamente incorrecto'', ``conservadurismo'' es la
``palabra-clave'' (blanket word11) ue
designa el ``crimen de pensamiento'' por excelencia: la que marca nuestra
complicidad con todas esas encarnaciones del mal político como la
``Derecha'', el ``Orden establecido'' o la ``sociedad de intolerancia y de
exclusión''. Dado que esta mistificación forma parte del núcleo del
capitalismo moderno y que constituye su principal línea defensiva, se
impone cuestionar sus postulados fundamentales, aunque sólo sea para
medir el extraordinario coraje intelectual de Orwell al rehabilitar,
incluso por juego, una palabra que había sido tan demonizada por la
izquierda bienpensante, si es que hoy en día queda otra.
En Inglaterra, la oposición entre Whigs y Tories se impuso a partir del
siglo XVII para distinguir el ``Partido del movimiento'' del ``Partido de
la conservación''. En aquella época, con dichos términos se designaba,
por un lado, al partido del capitalismo liberal, favorable a la economía
de mercado, al desarrollo del individualismo calculador y todas sus
correspondientes costumbres; por el otro, a los partidarios del Antiguo
Régimen, es decir, un orden social a un tiempo comunitario y altamente
jerarquizado. La trampa filosófica en la que la izquierda estaba abocada
a caer se evidencia dado que, cuando asimiló el conservadurismo a la
derecha, se exponía a retomar para sí misma gran parte de los mitos
fundadores del progresismo whig. Ahora bien, si por ``socialismo''
entendemos el proyecto formulado en el siglo xix en el que se superaban
las contradicciones internas del capitalismo liberal, resulta obvio que
el esfuerzo por integrar el socialismo en la temática de la izquierda
progresista (labor que en Francia fue llevada a cabo por el caso
Dreyfus12) no podría estar libre de problemas. En la
práctica, ello implicaba casi necesariamente denominar ``socialistas'' o
``progresistas'' a todo el conjunto presuntamente coherente de los
diferentes movimientos de modernización que, desde principios del xix,
socavaban el orden establecido. Como bien ha demostrado Arno Mayer (cf.
La Persistence de l'Ancien Régime, Flammarion, 1983), ello
significaba que se había olvidado que la base económica y social de
dicho orden siguió siendo, hasta 1914, fundamentalmente agraria
y aristocrática. En estas circunstancias, el llamamiento de la izquierda
a romper con toda mentalidad ``arcaica'' y ``conservadora'' se confundía
forzosamente con las exigencias culturales del capitalismo liberal, que,
efectivamente, nada tiene que ver con la tiranía de la Iglesia, la
nobleza o el ejército. En realidad, está vinculado a un tipo de
civilización que puede ser cualquier osa salvo conservadora, como Marx,
antes que J. Schumpeter y D. Bell, lo había claramente señalado.
La burguesía no puede existir sin la revolución constante de los
instrumentos de producción, por lo tanto, de las relaciones de
producción y, con ellas, de todas las relaciones sociales. Por el
contrario, para todas las clases industriales precedentes, mantener sin
cambios el antiguo modo de producción era la primera condición de su
existencia. Esa conmoción incesante de la producción, esta permanente
ruptura de todo el sistema social, esta agitación e inseguridad
perpetuas diferencian a la época burguesa de todas las precedentes.
Todas las relaciones sociales fijas y obsoletas, con su cohorte de
concepciones e ideas antiguas y venerables son barridas y las que las
reemplazan caducan antes de haber podido osificarse. Todo lo que era
sólido y permanente se esfuma, todo lo que era sagrado, se profana.
[Marx, Manifiesto Comunista, capítulo 1.]
En otras palabras, el capitalismo es, por definición, un sistema social
autocontestario, cuyo auténtico imperativo categórico consiste en la
disolución permanente de todas las condiciones existentes. La izquierda
moderna -esto es, la que ni siquiera tenía la excusa de enfrentarse
realmente a los poderes tradicionales del Antiguo Régimen ya que en su
mayoría éstos desaparecieron con la Primera Guerra Mundial-, con su
empeño por definirse pura y simplemente como el ``Partido del cambio'' y
el conjunto de las ``Fuerzas de progreso'', estaba abocada a atrapar
definitivamente a los trabajadores y a la gente humilde en la trampa
histórica. Desde esta perspectiva, triste aunque moderna, la única
posibilidad que le restaba al término ``socialismo'' era convertirse en el
otro nombre del desarrollo ad infinitum de la gran industria, y de forma
generalizada, de la aprobación precrítica de la modernización integral e
ilimitada del mundo: globalización de los intercambios, tiranía de los
mercados financieros, urbanismo delirante, constante revolución de las
tecnologías de la sobrecomunicación, etc.13). Así pues, es lógico que el miedo patético por
parecer ``desfasado'' en algo, sea lo que sea, un miedo que se erige en
pensamiento en la mayoría de los intelectuales de izquierdas, haya
acabado por sellar la actual unión entre el futuro radiante y el
cibermundo y su complemento espiritual, el espíritu
``liberal-libertario'' que domina la falacia del mundo del espectáculo y
de los medios de comunicación.
Una época en que las trivialidades más básicas se consideran paradojas
resulta bastante curiosa. Sin embargo, cuando durante todo el siglo xx,
las ambiciones históricas de la izquierda han podido utilizarse tan
fácilmente contra los pueblos, cuando el progresismo se presenta como la
simple verdad idealizada del capital,14 es tiempo de adoptar abiertamente un
cierto conservadurismo crítico, que, hoy por hoy, representa
uno de los pilares necesarios para cualquier crítica radical a la
sobremodernidad y a las formas de vida sintéticas que pretende
imponernos. Este fue el mensaje de Orwell. A nosotros nos corresponde
restituir a su idea de anarchist tory la dignidad filosófica
que le corresponde.
Traducción: Isabelle Marc Martínez
Copyright
© 1995, 2003 Jean-Claude Michéa
Se otorga permiso para copiar y
distribuir este documento completo para uso personal si se hace de
forma literal y se mantiene esta nota. Para usos comerciales, se debe
contactar con el titular del copyright.
Notas al pie
- 1
- Según los términos del manifiesto de Orwell para
The League for The Dignity and Rights of Man (citado en B. Crick,
Orwell: une vie, 1984, p.432).
- 2
- Esta observación de
Simon Leys (Orwell ou l'orreur de la politique, 1984, p.27)
coincide con el análisis central de George Woodcock, militante
anarquista y amigo de Orwell (concretamente, en el capítulo 3, ``Orwell,
Radical or Tory?'' de su libro Orwell's message, Harbour Publishing,
1984). Señalamos de antemano que el principal reproche de Orwell a las
formas contemporáneas de anarquismo está más dirigido a su fascinación
por la modernidad que a su proyecto de sociedad sin estado: ``ara
Orwell, Herbert Read, es un crítico demasiado amable. El ámbito de sus
afinidades es muy amplio, quizás demasiado. Lo único que realmente odia
es el conservadurismo [...] De este modo, Read simpre está a favor de lo
nuevo y contra lo viejo; y al ser favorable al anarquismo, los
conservadores le rechazan. Esto crea contradicciones, que no ha sido
capaz de resolver.'' (Collected Essays. Jouranlism and Letters of George
Orwell, Penguin Books, vol. 4, p. 68-73. Se trata de una recensión
escrita en 1945 acerca de Ocasional Essays de Herbert Read).
- 3
- Carlyle es un buen ejemplo de la falsa rebelión.
Efectivamente, ``a medida (de su egoísmo) es su tristeza'', y si ``llegó
a tomar partido por los pobres, no fue por generosidad sino por su deseo
de atacar a la sociedad. El término esplín es el más adecuado para
calificar el peculiar temperamento de Carlyle, el esplín del egoísta
inconsciente: el perpetuo acusador, el descubridor de pecados inéditos''
(G. Orwell, Essais, articles, lettres, vol. 1, Éditions Ivrea,
1995, p.57-58).
- 4
- En la traducción al
francés de Amélie Audiberti (1950) se observa un curioso lapsus que no
ha sido corregido en ediciones posteriores. En dicha traducción, el
proletariado, es decir todos los que no pertenecen al Partido interior o
al Partido exterior, representaba un 15% de la población de Oceanía. Sin
embargo, en el original, el proletariado constituye un 85% de la
población, por lo que Winston Smith no representa al pueblo sino a las
clases inferiores de la élite (el Partido exterior). Por otro lado, cabe
recordar que el personaje ni siquiera resulta amable o simpático. Según
nos revela el narrador, toda su infancia transcurre marcada por la
terrorífica imposibilidad de dar y compartir. En realidad, sólo su amor
por Julia y su delicado gusto por la naturaleza y por los objetos
antiguos logrará, poco a poco, humanizar su rebelión.
- 5
- Esta
última imagen aparece muchas veces en los ensayos de Orwell. Quizás la
influencia proceda de El talón de hierro de Jack London.
- 6
- En
cualquier caso, se trata de un virtud ``cuyo origen no data exactamente
del siglo XX'' (Homenaje a Cataluña, capítulo 12). En este libro, Orwell
describe varias veces la forma española de la common decency: ``Los
españoles, con su decencia innata y su toque de anarquismo omnipresente,
podrían lograr que incluso los comienzos del socialismo fuesen
soportables'' (capítulo 7).
- 7
- Expresión empleada en Coming
up for air, una de las novelas más interesantes y menos conocidas de
Orwell.
- 8
- Netchaiev: ``El revolucionario,
duro consigo mismo, debe serlo también con los demás. Todas las
afinidades, todos los sentimientos que podrían enternecerle y que nacen
de la familia, la amistad, el amor o el reconocimiento deben desaparecer
a favor de la pasión única y fría de la obra revolucionaria'' (Catéchisme
révolutionnaire, Éditions Spartacus, nº43 B, 1971, p.62). Che Guevara:
``El odio como factor de lucha; el odio intransigente hacia el enemigo,
que lleva al ser humano más allá de sus límites y lo convierte en una
eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Así es como deben
ser nuestros soldados'' (``Crear dos, tres, muchos Vietnam'' en
Oeuvres, t. 3. Maspero, 1968, p. 309).
- 9
- Acerca de la neolengua, puede leerse el ensayo
indispensable de Jacques Dewitte ``Le pouvoir du langage et la liberté de
l'esprit. Réflexion sur l'utopie linguistique de Georges Orwell'',
Les Temps modernes, mayo 1991.
- 10
- Esta rebelión sólo se construye sobre el
amor y la consideración hacia el otro, elementos básicos de la
common decency, de forma tardía y bastante incompleta:
---¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
---No -interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de
contestar. Durante algunos momentos creyó haber perdido el habla. Se le
movía la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras sílabas de una
palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a
decir:
---No ---dijo por fin.
---Hacéis bien en decírmelo -repuso O'Brien-. Es necesario que lo
conozcamos todo.
Es obvio que el universo psicológico de Winston Smith es muy diferente
al de Dickens: su cólera no es generosa o muy poco generosa.
- 11
- En la neolengua, las
``palabras-clave'' son términos cuyo sentido ha sido ampliado ``hasta que
engloban series enteras de palabras que pueden ser borradas u olvidadas
puesto que su sentido puede aprehenderse con un único término
comprensible'' (p.114). Así, ``crimensexual'' designa ``las desviaciones
sexuales de cualquier tipo'', ya sean ``normales'' o ``perversas''.
- 12
- El socialismo clásico (cf. Marx) no se sitúa
con respecto al sistema derecha/izquierda, sino con respecto a la
oposición entre las clases trabajadoras y la burguesía. Desde este punto
de vista, la idea de un ``pueblo de izquierdas'' es una monstruosidad
teórica inverosímil. La referencia a la Revolución Francesa ni siquiera
es fundamental en este proyecto, como bien demuestra el ejemplo de
Fourier. Sobre este caso preciso, puede consultarse Fourier de Jonathan
Beecher, Fayard, 1993.
- 13
- Tras el estudio de
Wigan Piger (1936), Orwell ya podía describir dicho proceso con
asombrosa precisión: ``El hecho es que el socialismo pierde terreno
precisamente donde debería ganarlo. Con tantos argumentos a su favor, ya
que cualquier estómago vacío es un argumento a favor del socialismo, la
idea de socialismo es menos aceptada comúnmente que hace diez años. En
nuestros días, no sólo el ciudadano medio piensa que no es socialista,
sino que está claramente en contra del socialismo. Y ello se debe
fundamentalmente a una propaganda equivocada. Ello significa que el
socialismo, en la versión que se nos presenta en la actualidad, posee
algo intrínsecamente desagradable [...]. Ahora, el tipo de persona que
está dispuesta a aceptar el socialismo es también aquella que contempla
el progreso mecánico, por sí mismo, con entusiasmo. Tanto es así que los
socialistas suelen ser incapaces de comprender que existen opiniones
opuestas. Por regla general, el argumento más convincente al que
recurren es decir que la actual mecanización del mundo no es nada
comparable a lo que el socialismo nos depara. Allí donde haya un avión,
mañana habrá cincuenta. Todo el trabajo manual, lo harán las máquinas.
Todo lo que es de cuero, madera o piedra, será de plástico, vidrio o
acero. Ya no habrá desorden, ni imperfecciones, ni desiertos, ni
animales salvajes, ni malas hierbas, ni enfermedades, ni pobreza, ni
sufrimiento y así sucesivamente. El mundo socialista es, ante todo, un
mundo ordenado y eficaz. Pero es precisamente esta visión brillante del
futuro a la Wells la que rechazan los espíritus más sensibles. No hay
que olvidar que esta representación del ``progreso'', concebida por
estómagos saciados, no pertenece a la doctrina socialista. Pero uno
acaba por pensar que sí, lo que explica que el conservadurismo innato de
todo el mundo se rebele tan fácilmente contra el socialismo.''
(The Road to Wigan Pier, Penguin Books, 1989, p.159 y 176. La
traducción es nuestra.)
- 14
- Acerca de la crítica a la
mitología progresista, se impone reflexionar sobre el excelente libro de
Pierre Thuillier, La Grande Implosion, Fayard, 1995, evidentemente
censurado por la prensa oficial.
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