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Un mundo sin historia
ni economía ni antropología

Santiago Alba Rico


Este artículo se publicó originalmente en la revista Archipiélago, número 60, abril de 2004, en la sección «Contrastes». Se trata de una recensión de Imperio, obra de Michael Hardt y Toni Negri, traducida por Alcira Nélida Bixio y editada por Paidós, Barcelona, 2002.


Las críticas del siempre malhumorado James Petras a Imperio de Toni Negri y Michael Hardt revelan hasta qué punto, como él mismo confiesa, no ha leído el libro. Todos los argumentos de Petras a favor de la funcionalidad imperialista del Estado-nación, basados en un monótono despliegue de datos económicos (propiedad de las corporaciones multinacionales, concentración del poder bancario, control de los acuerdos de libre comercio, medidas proteccionistas, feroz disputa de riquezas «territorializadas», etc.), admiten sin duda diversas interpretaciones; Wallerstein, por ejemplo, o Arrighi o Gowan tendrían algo que decir al respecto. Pero no sirven contra Negri y Hardt. Imperio se sitúa desde el principio en un nivel inatacable, donde no hay nada que discutir, tan heterogéneo a la fuente de estas objeciones como lo sería La trucha de Schubert respecto de los consejos de un pescador. Imperio no fue concebido, está claro, para abordar la crisis en Argentina o la intervención en Afganistán (o el batacazo de Enron) y no sólo porque todos estos acontecimientos se hayan producido después de su publicación; es que el propósito de Imperio es mucho más ambicioso. Se ofrece al examen del lector como una Teoría general del dominio o como la vulgata americana de Una historia materialista de la humanidad.

La paradoja de este libro no consiste en el hecho de que rocíe al lector con una «muchedumbre» de textos sin confines precisos, como para probar la «supeditación» (o subsunción) real que caracteriza al Imperio («una forma fundamentalmente nueva de dominio», líquida, reticular, sin límites territoriales o institucionales); la paradoja consiste en que obliga a sus autores a movilizar toda una serie de categorías bipolares que multiplican especularmente el «dualismo» contra el que la obra construye sus argumentos. El destino del mundo y la fuerza epistemológica de las filosofías se dirime en torno a toda una serie de oposiciones binarias, conceptualmente muy débiles pero psicológicamente muy activas, que ciñen el libro con un aura de radicalidad y energía: deseo/orden, inmanencia/trascendencia, multitud/Estado, movilidad/inmovilidad, trabajo vivo/trabajo muerto, generación/corrupción, etc. El rechazo de los autores a considerar el dominio a la luz de una «dinámica puramente económica», como la que cristaliza en la «teoría de los ciclos» (que «pasa por alto que la historia es un producto de la acción humana» y que «hace bailar las acciones humanas al ritmo de las estructuras cíclicas», p. 223), les lleva mucho más allá que a afirmar simplemente la eficacia de las intervenciones (a la manera de Chomsky); les lleva, en una suerte de delirio (anti)teológico, a deshacerse de la historia, la economía y la antropología como de lastres no-materialistas para apoyar el curso entero de la humanidad en el fulcro de una categoría ontológicamente irreductible, autógena, no susceptible de deconstrucción: la de subjetividad deseante (con su correspondiente político: la multitud). Es decir una visión materialista de la historia consistiría, según Negri y Hardt, en desenmascarar la lucha sempiterna entre una «ontología creativa» y una «ontología negativa».

El «archipiélago de fábricas de la subjetividad» (p. 185) no sólo chocaría, sino que reactivaría, a su pesar, este fondo de deseo auténtico que habría ido creciendo así, de dominio en dominio, hasta alcanzar su paroxismo imperial. Pero, ¿de dónde habrían surgido, cómo, para qué, estas «fábricas de subjetividad»? Todo ocurre como si la Humanidad, en un tiempo inmemorial, se hubiese dividido, al igual que en esa famosa frase de Sismondi citada por Marx, entre deseantes buenos que formarían la «multitud» y deseantes malos que constituirían contra ella los diferentes aparatos o paradigmas de dominio. El deseo bueno se llamaría, con otro nombre, «inmanencia»; el deseo malo, «trascendencia». La Historia, pues, no sería la historia de la lucha de clases, ni siquiera la lucha entre ricos y pobres (salvo porque éstos «son los verdaderos profetas» del Imperio, p. 153), o la lucha entre fuertes y débiles (como para Calicles y Nietzsche) o entre listos y tontos (como para Ortega): la Historia es la lucha entre «inmanencia» y «trascendencia». Los deseantes malos organizaron primero un paradigma de dominio basado en el «sometimiento», el Estado patrimonialista (un régimen de trascendencia simple); cuando éste dejó de servir, excogitaron otro basado en la «disciplina», el Estado burgués moderno (un régimen de trascendencia interiorizada); por fin, perimido también el orden de la modernidad, instituyeron, a fuerza de desear mal, el paradigma final, el del control biopolítico o Imperio (trascendencia totalizada).

Y entre tanto, ¿qué hacían los deseantes buenos? La paradoja de haberse negado a descender al análisis de la historia, la economía y la antropología, obliga a Negri y Hardt a confinar este combate «ontológico» en los textos. La historia es una lucha de textos. Por ejemplo, el paso del Estado patrimonialista al Estado moderno sería la consecuencia de la elaboración de un «aparato trascendental» (obra de Descartes, Kant y Hegel, entre otros) concebido expresamente para sofocar «el plano inmanente revolucionario» insinuado, entre los años 1200 y 1600, por Duns Scoto, Dante, Nicolás de Cusa, Francis Bacon y Galileo. Por su parte, el paso del Estado-nación imperialista al Imperio estaría inscrito, como la sociedad musulmana contemporánea en las aleyas del Corán, en el texto de la Constitución de EE UU (cuya «tendencia imperial», y no las 145 intervenciones armadas, los golpes de Estado y el lubricante de la CIA, habría dado a este país una «posición privilegiada» o hegémonica en el mundo, p. 173), y Roosevelt y Truman habrían explotado todas sus potencialidades legales contra los textos de Maquiavelo, Spinoza y Marx. En todos estos cambios, las «multitudes» --acumuladores eléctricos de deseos buenos-- juegan un papel activo, imprescindible, pero borroso. Lo son todo, pero no aparecen. La revolución de Duns Scoto y Francis Bacon fue acompañada de una serie de «movimientos de renovación» de los que no se nos dice nada pero que estallaban por todas partes sin parar: «Cada vez que se les cerraba un espacio, los movimientos retornaban al nomadismo y al éxodo, llevando consigo el deseo y la esperanza de una experiencia incontrolable» (p. 83). En cuanto a la participación de la «multitud» en la configuración del Imperio, ha sido también decisiva, como su impulso y su límite, pero no merece ni diez líneas; en la década de los años 60, «en todo el mundo» la gente se rebeló contra «el orden disciplinario internacional» obligando al capital a «encarar un nuevo modelo de paradigma» (p. 243): «la formación del imperio es una respuesta al internacionalismo proletario» (p. 63).

Los sucesivos paradigmas de dominio, las distintas fases de evolución del mal deseo (incluida la transición de la «subsunción formal» a la «subsunción real» del trabajo en el capital, p. 238) no serían sino las respuestas a un deseo originario que esas respuestas habrían provocado y que esas respuestas liberarían y multiplicarían contra su voluntad haciendo necesarias nuevas respuestas. El paradigma del Imperio entrañaría así, junto a una forma superior de dominio, unas posibilidades también superiores de emancipación: una «inmensa subjetividad», un «deseo nuevo y generalizado»: la «globalización de los mercados, lejos de ser sencillamente el horrible fruto de la empresa capitalista, fue en realidad el resultado de los deseos y demandas de la fuerza laboral taylorista, fordista y disciplinada de todo el mundo» (p. 238). El Imperio, ese espacio líquido, móvil, abierto y reticular en el que hay que «reinventar incesantemente relaciones diversas y singulares en un terrritorio sin fronteras» (p. 173), crea «un potencial para la revolución mayor que el que crearon los regímenes modernos de poder» (p. 357).

Este deseo bueno (el posse) liberado por la globalización imperial cristaliza en una nueva figura «republicana» investida de tres rasgos o momentos: la voluntad de estar en contra «en todas partes», la creación de «un nuevo cuerpo» y una «nueva condición ontológica» (algunos pasajes de la p. 205 parecen sacados de la «cinesiología» o de la secta de Rael), y la deserción, concebida como la inmanencia revolucionaria indisociable de los empujones de la miseria y las sacudidas de la flexibilidad laboral. En consonancia con su insistencia en privilegiar el momento constituyente (el ápeiron de lo que hay que estar empezando una y otra vez desde el principio) y en el marco de esta serie de oposiciones binarias ontológicamente irreductibles, Negri y Hardt son incapaces de aceptar que pueda haber muchas formas de moverse y muchas de estarse quieto. Movilidad se opone a inmovilidad como el deseo bueno al deseo malo (o la inmanencia a la trascendencia o la generación a la corrupción). En realidad, los 35 millones de refugiados, los cientos de miles de inmigrantes que cruzan mares y lagos en pateras, los fugitivos de Afganistán y Kosovo no lo harían compelidos por una violencia económica o armada sino por «el deseo incontrolable de moverse libremente» (p. 202). La «multitud» (que no sabemos lo que es) alberga un deseo (no construido, no mediado) de «desterritorialización» que se expresaría, por ejemplo, en su inmediata disposición a huir de un edificio en llamas («la autonomía potencial de la multitud móvil», p. 361). Así, Imperio funda un nuevo sujeto revolucionario y el marco para una nueva constitución (un anti-imperio) en el hecho de que todo hombre que escapa de un peligro lo hace con «cierta esperanza» de salvarse (lo que en otros tiempos se llamaba «instinto de supervivencia»). Mal comprendida o mal contada, esta concepción de la inmovilidad como una mediación trascendental (una violencia) y de la movilidad como una liberación ontológica puede servir también tanto para defender la reforma del código laboral en Italia o el decreto de regulación del desempleo en España como para condenar por reaccionarios a los campesinos brasileños del MST o a los palestinos que, con las armas en la mano, se niegan a ser «transferidos» a Jordania.

En fin, de este triple movimiento que atraviesa y se beneficia de los vectores emancipatorios del nuevo paradigma (el rechazo, el cuerpo nuevo, la fuga perpetua) surgirá «el homohomo, la humanidad al cuadrado» (p. 193), «la democracia absoluta en acción» (p. 371), el comunismo concebido como «una unidad biopolítica manejada por la multitud». ¡Y hasta san Francisco de Asís! (p. 374) Una revolución que ya «ningún poder podrá controlar», pero de la que, en cualquier caso, tampoco podemos --ni debemos-- saber en qué consistirá, pues con ello introduciríamos de nuevo la «mediación», la «trascendencia», lo construido o inauténtico (es decir, el Estado, la soberanía, el «pueblo» o la ley). «No podemos ofrecer ningún modelo para este acontecimiento. Sólo la multitud a través de su experiencia práctica ofrecerá los modelos y determinará cuándo y cómo lo posible ha de hacerse real.» (p. 372)

Que el bien de la Humanidad y la salvación del universo dependa de «algo» que no sabemos lo que es y de lo que no podemos saber qué quiere --sin pervertirlo o encadenarlo--, pero que es hasta tal punto irresistible que nadie podrá detenerlo, es sin duda muy tranquilizador... a condición de que se demuestre aquello que Imperio no demuestra (y que no podría demostrar sin incurrir en una contradicción), es decir, que ese «algo» contiene otra cosa que a sí mismo; que hay ahí algo bueno que defender.

Lo peor es que Negri y Hardt tampoco demuestran que el Imperio sea malo. Al margen de todo análisis económico, histórico, político o antropológico, el Imperio se define como una abstracta estrategia de dominio y represión del deseo puro. ¿Dominio para qué? ¿Deseo de qué? Las buenas intenciones, el entusiasmo militante y la erudición de los autores no pueden ocultar toda la esterilidad teórica y todos los peligros políticos de esta obra. La mitad «imperio» de Imperio es perfectamente asumible por George Soros o Lawrence Summers (y hasta apetecible para un americano medio); la mitad «deseo» de Imperio se limita a afirmar la inmanencia del reino de Dios en nosotros. El poder constituyente sigue siendo de hecho la máxima impotencia (es decir, un mero consuelo para impotentes). Los que no tenemos la suerte de ver arder nuestras casas, morir a nuestros niños y ser expulsados de nuestras tierras, tendremos que conformarnos con un viaje (o una orgía) de vez en cuando.





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