El «mediactivismo» rompe con la concepción y la
práctica de la comunicación política a manos de la izquierda tradicional: el
lenguaje, la capacidad expresiva de los movimientos, no es ya sólo una
«tubería» a través de la que lanzar mensajes «críticos» o
«revolucionarios», sino un espacio político que hay que construir. De ahí la
importancia del uso emancipador de tecnologías abiertas, de plataformas
cooperativas, de la noción de espacio público comunicativo (frente a la idea
clásica del «órgano de expresión»). ¿Qué potencias y límites, problemas y
desafíos encuentras en la experimentación mediactivista hasta el momento
(indymedia, guerrilla de la comunicación, subvertising, etc.)?
La comunicación no es un instrumento de la acción política, sino la acción
política misma. En primer lugar, el espacio social se construye cada vez más
por medio de la proyección mediática de escenarios. La producción de
imaginario es, además, un sector decisivo del proceso general de trabajo. Los
productores de imágenes son una parte de los trabajadores cognitivos. Por
tanto, la producción mediática independiente es, ante todo, un fenómeno de
autoorganización del trabajo semiótico. En las experiencias de
software libre, de open source y de P2P
(peer to peer) no debemos ver sólo una innovación técnica o
relacional. En esas experiencias hay indicios de un posible proceso de
autonomía del cerebro colectivo frente a la estandarización capitalista.
¿Cuál es la tarea del activismo mediático en los tiempos que vienen? Su tarea
no es resistirse a la transformación que se está produciendo en la
infosfera y en la mente colectiva, ni oponer una naturaleza humana
«verdadera» y anclada en el pasado a la deshumanización que conlleva el
proceso de posthumanización. Su tarea es activar y reactivar constantemente
las capacidades cognitivas, emocionales, creativas, proxémicas y eróticas que
la transformación antropológica en curso tiende a desactivar, paralizándolas y
sometiéndolas a la competencia económica. Por ejemplo, no creo posible
resistirse a la hegemonía de lo visual ni oponerle una poética del concepto,
de la palabra sin imagen. Creo que el activismo mediático debería hacer
proliferar la imagen hasta el extremo, para así destruir el poder paralizante
de la imagen y recuperar la energía de la imaginación.
Se ha dado por muerto muchas veces el paradigma de la
contrainformación, pues ¿de qué sirve la denuncia cuando se conspira a la
vista de todo el mundo? Sin embargo, Michael Moore ha conseguido un impacto
enorme sobre el imaginario global con una denuncia clásica de cómo las
mentiras de los poderosos sirven de pantalla a los verdaderos intereses del
petróleo, el dinero y las armas. ¿Cómo es eso posible?
Hay que ser claros: la contrainformación sigue siendo indispensable y su
utilidad es indiscutible. Gracias a la información independiente (o a la
independencia de ciertos trabajadores cognitivos como periodistas o directores
de cine) podemos saber cosas que el sistema mediático dominante trata de
ocultar. Pero con ello no basta. No se trata de descubrir la verdad de la
explotación y de la violencia. Esas verdades las conocemos. Sabemos muy bien
que el capitalismo está destruyendo las condiciones de la vida inteligente en
el planeta. Pero no sabemos cómo escapar de esta especie de solución final.
Por eso no basta con denunciar el poder, sino que hay que crear las
condiciones para el autogobierno del cerebro colectivo global.
Lo que podemos hacer es trabajar sobre la disonancia cognitiva que se produce
entre la infosfera y la psicosfera. La denuncia y la
contrainformación son muy importantes. Pero así nunca lograremos contrarrestar
la capacidad de creación de conformismo de las grandes corporaciones
mediáticas mundiales. Si la lucha se desarrolla sólo entre la fuerza
informativa del movimiento y la de las megacorporaciones, lo llevamos claro.
Pero, en realidad, en la formación del imaginario colectivo las cosas no son
tan simples. No se trata sólo del volumen de información, de la potencia
cuantitativa del mensaje que el poder sea capaz de enviar hacia la mente
colectiva. En el imaginario colectivo hay algo más: existe la sensibilidad, la
angustia, el inconsciente. En su formación no sólo participa la
infosfera, sino también la psicosfera. La relación entre
infosfera y psicosfera es asimétrica, y a veces imprevisible
y paradójica. Pueden producirse reacciones imprevisibles de la sociedad, como
sucedió en España en marzo de 2004. La derrota de Aznar fue, sin duda, efecto
de las campañas de denuncia y de contrainformación; pero fue sobre todo
resultado de una movilización emotiva, de la percepción subliminal de una
mentira y la creación de un circuito de comunicación espontánea de base. Es
decir, fue el inconsciente social el que desafió el dominio de la
infosfera.
¿Es posible utilizar las imágenes de modo no
propagandístico, sino para investigar, interrogar, construir problemas? Desde
la propaganda de los movimientos antifascistas en la primera mitad de siglo
hasta la última película de Naomi Klein sobre Argentina observamos un uso
«edificante» de las imágenes, justo y necesario, pero ¿es suficiente?
El poder de las imágenes está sobre todo en su capacidad de fascinación, de
mitopoiesis, de producción narrativa que pone en perspectiva los
acontecimientos de la vida cotidiana. La propaganda (propaganda
fides) es transmisión de un significado, creación de consenso, es decir, de
un sentido y un discurso compartidos. Aprendimos de McLuhan que la tecnología
comunicativa de tipo configuracional no produce logos sino mito. En
la infosfera alfabética preelectrónica, la propaganda producía efectos lógicos
de consenso / disenso, y efectos sociales de cohesión y conformismo. En la
infosfera electrónica lo que se transmite no es sentido ideológico, sino
fascinación mítico--imaginaria.
¿Cómo retomar el trabajo político sobre el imaginario
superando el impasse del «conflicto simbólico»
que definió el «primer ciclo de lucha global» (campañas no
logo, adbusters, reclaim
the streets, contracumbres)? De algún modo, parece que la
intervención sobre los códigos y los signos en comunidades de sentido
(relativamente) sólidas es más sencillo (pienso en los zapatistas y su uso de
multitud de símbolos «naturales»). ¿Cuáles podrían ser a tu juicio algunas
de las líneas de exploración del humus subjetivo en
el que se puede producir hoy imaginario alternativo en las metrópolis
posfordistas?
El pánico y la depresión, el desierto emotivo y la soledad. La primera página
de The Guardian del 13 de septiembre de 2004 titulaba Today's
youth: anxious, depressed and anti--social («La juventud de hoy: deprimida,
ansiosa y antisocial»), y describe un cuadro de devastación psíquica de los adolescentes británicos.
Hace unos meses la prensa publicaba que el agua del grifo de Londres contiene
rastros de Prozac.
Ese es el punto de ruptura del imaginario juvenil
occidental, producido por la economía competitiva capitalista. Es necesario
decirle a la gente que no hay necesidad alguna de mantener ese ritmo, como
sugiere Lavorare con lentezza («Trabajar con lentitud»), la
película de Guido Chiesa con guión de Wu Ming que ha sido presentada en
Venecia y se estrenará en otoño en los cines italianos.
Sabemos que la televisión ha ayudado a robarnos el espacio y
la palabra, colonizando toda la esfera de la comunicación social, secuestrando
nuestra experiencia y nuestro presente, anulando la distancia necesaria para
ejercer el pensamiento crítico, despojándonos de nuestras imágenes esenciales,
construyendo una mirada y un comportamiento pasivos, resignados, sometidos.
Pero un buen puñado de experiencias enseñan que ese no es un mal inscrito en
el medio como tal, sino que depende más bien del contexto general en el que
está inserto. Una de esas experiencias es, sin duda, el movimiento de las
telestreet en el que participas. Háblanos sobre ese
fenómeno y sus encrucijadas actuales.
El fenómeno de las telestreet evoluciona en varias direcciones. Una
de ellas es la de empujar a las administraciones de algunas ciudades a
construir televisiones cívicas, como sucede en Bolonia. Las televisiones de
calle han proliferado, y a principios de este verano eran más de ciento
cincuenta.
Pero el problema más importante en la próxima etapa es el de inventar nuevos
formatos, nuevos lenguajes de recombinación de lo visual. He visto hace poco
la obra de un artista sudafricano que se llama William Kentridge: dibujos
potentes y sencillísimos, montados en películas de animación. Un blanco y
negro muy expresionista, con alguna traza de azul celeste y alguna mancha
rosa. El capitalista, el poeta, la mujer, las masas de trabajadores que
aparecen de pronto y después se disuelven. Stone Age
Kino [«Cine de la edad de piedra»] lo llama Kentridge. Tele de la
edad de piedra, low tech high density. No se trata de evitar o temer
la imagen, sino de reducirla a su nivel elemental, deconstruirla y
recombinarla. Emociones fuertes con medios sencillísimos. Eso es lo que deben
hacer ahora las telestreet, creo yo.
El capitalismo cognitivo trae consigo sus propias
patologías, como la nube trae la tormenta. En tus libros señalas algunas:
pánico, déficit de atención, estrés, depresión ciclotímica, sobrestimulación,
etc. ¿Se pueden imaginar y practicar estrategias de desaceleración, de
sustracción del cuerpo a la disponibilidad absoluta que exige hoy en día el
capital? Por otra parte, todos los militantes que leen los libros que has
publicado hasta ahora en castellano señalan asombrados hasta qué punto las
patologías asociadas al capitalismo cognitivo son las mismas que sacuden el
cuerpo de los activistas en red hoy en día. ¿Es la militancia definitivamente
otra patología más o se pueden reinventar figuras de la militancia que no
sacrifiquen el cuerpo?
Es cierto: la militancia política lleva dentro de sí las patologías de tipo
ansiógeno propias de la vida cotidiana. Además, se tiene la aguda consciencia
y el sentimiento de lo inadecuados que son los instrumentos de los que
disponemos (la acción política demostrativa, la propaganda, la
contrainformación). Incluso el sentimiento de culpa por no haber sido capaces
de parar la catástrofe de la guerra. Pero esto quiere decir que es necesario
transformar las formas de militancia que hemos heredado del siglo XX, porque
no hay ya ninguna necesidad de «mártires de la causa histórica» ni de
vanguardias políticas. Tal vez necesitemos hoy figuras terapéuticas:
terapeutas sociales, comunicadores capaces de crear espacios de comunicación
feliz. El militante lleva dentro de sí (hasta en el nombre) la batalla, la
lucha, el sacrificio de la propia vida en nombre de una tarea histórica
superior.
Todo esto ya no funciona. Lo que tenemos que crear para el futuro y para el
presente es la materialización de un modo de vida no competitivo, no agresivo,
no económico que pueda dar lugar a un contagio terapéutico. Contagio
terapéutico: eso es lo que se trata de crear. Zonas del territorio urbano,
áreas del paisaje mediático en las que quede en suspenso las leyes del
beneficio y de la guerra, pero también las de la soledad y el ansia
competitiva. Es una tarea muy difícil, porque pasa por un trabajo de
autoterapia.