6. Un boquete en el cielo

Tierra, cielo y mar se calentaban con ese reflejo de rubí que constituye uno de los más escasos pero más delicados efectos del crepúsculo, como si todo el planeta estuviera bañado en vino. Y ese mismo reflejo tornaba de escarlata la cabezota de Dalroy, mientras se detenía con sus amigos en un monte donde crecían retamas y brezos. Uno de estos amigos estaba examinando una escopeta de dos cañones y el otro comía cardos.

Dalroy, por su parte, desocupado y meditabundo, las manos en los bolsillos, contemplaba el horizonte. Hacia el interior del país, llanos y sierras reposaban en una luz rosada que viraba lentamente hacia el púrpura y el violeta, de un cielo de tempestad, tendido en la lejanía marina.

Súbitamente se despertó con un sobresalto y se pasó la mano por los ojos o al menos por sus cejas rojizas.

--¡Pero si estamos en el camino de Pebblewick! -exclamó-. ¡Ya diviso esa condenada capilla de hojalata, allí, junto a la playa!

--Es verdad -contestó su guía y amigo-. Hemos dado un paseo de liebre y aquí estamos otra vez a las puertas de la madriguera. Casi siempre es lo mejor. Es lo que hacía el reverendo Whitelady cada vez que la policía le buscaba porque había robado algún perro. He seguido su ejemplo paso a paso; ¿qué mejor que seguir los buenos ejemplos? En Londres, todos dicen que Dick Turpin huyó galopando hacia York, pero puedo asegurarle que no es cierto, porque mi abuelo, que vivía en Cobble's End, conocía íntimamente a los Turpin -a uno lo tiró al río una Nochebuena- y estoy seguro que lo que sucedió es lo siguiente: Dick, que al fin y al cabo no era tonto, se lanzó al galope por la antigua carretera del norte, gritando: «¡A York! ¡A York!», o algo por el estilo sin darles tiempo para reflexionar, y después dio un pequeño rodeo y al cabo de media hora se paseaba por el centro de Londres con la pipa en la boca. Parece que el viejo Bonaparte solía decir: «Atacad por donde menos os esperen» y supongo que, desde su punto de vista militar, tenía razón. Pero cuando se trata de un caballero que procura escurrir el bulto a la policía, como por ejemplo nosotros, no es ésta la máxima que conviene. Yo más bien diría: «Ve allí donde es más probable que te esperen» y comprobarás que, en lo que a esperar se refiere, tus semejantes no hacen lo que se supone, como en cualquier otro asunto.

--Este trozo de tierra -monologaba el capitán profundamente absorto-, este trozo de tierra entre el mar y nosotros, lo conozco tan bien... ¡que ojalá no lo hubiera visto otra vez! ¿Sabes -preguntó de pronto señalando una zona de arena blanca entre brezos que se divisaba a cien metros de allí-, sabes por qué ese lugar es tan célebre en la historia?.

--Sí -contestó Mr. Pump-; es el sitio en que la vieja Grouch mató de un solo tiro al pastor metodista.

--Te equivocas -dijo el capitán-. Un episodio de ese género no provocaría comentarios ni lamentaciones. No; ese sitio se elevó a la inmortalidad el día que una muchachita, más o menos mal educada, perdió un lazo de sus trenzas morenas y alguien la ayudó a encontrarlo.

--Ese alguien, ¿era persona bien educada? -preguntó Pump con una leve sonrisa.

--No -contestó Dalroy, con la vista fija en el mar-, más bien al contrario.

Después, sacudiendo la cabeza como para apartar una imagen insidiosa, tendió el dedo hacia un punto detrás del arenal entre brezos.

--¿Conoces la célebre historia del viejo paredón al otro lado del barranco?

--No -replicó su compañero-, como no sea el Circo del Hombre Muerto, aunque creo que eso fue más lejos.

--No me refiero al Circo del Hombre Muerto -dijo el capitán-. La célebre historia del viejo paredón consiste en que la sombra de cierta persona se proyectó sobre él y que dicha sombra resultaba más deseable que la realidad de cualquier criatura viviente. Y eso -gritó, volviendo casi violentamente a su tono jovial-, eso, y no el trivial y cotidiano incidente de un hombre muerto caminando hacia un circo, es lo que lord Ivywood está a punto de conmemorar con la reconstrucción de un muro de oro macizo y de mármol robado por los turcos del sepulcro de Sócrates que rodeará una columna de cien metros de altura, también de oro macizo, y coronada por la colosal estatua ecuestre de un irlandés que se arruinó completamente y que ahora, vuelto de cara al rabo, irá montado sobre un pollino.

Levantó una de sus largas piernas y simuló que la pasaba sobre el pollino como si se preparase a servir de modelo para la escultura en cuestión. Enseguida volvió a juntar los pies y a examinar la brillante raya púrpura del horizonte marino.

--¿Sabes, amigo Hump, que empiezo a temer que la gente de hoy no tiene ni idea sobre la vida? Esperan de la naturaleza cosas que ella no prometió jamás y se empeñan en destruir lo que realmente les ofrece. En todas esas capillas ateas de Ivywood no hacen más que hablar de Paz, de Paz Perfecta, de Paz Absoluta, de Alegría Universal y de unión de las almas. Pero no parecen más felices que los demás y lo único que saben hacer es destruir las mil y una bromas, historias, canciones y amistades que habitaban El Viejo Navío -y al decir esto dejó caer su mirada sobre el letrero que yacía en el suelo, como para asegurarse de que no había desaparecido-. Me parece -continuó-, que eso es pedir demasiado y no dar bastante. No sé si Dios creó al hombre para una felicidad terrenal Absolutamente Absoluta, pero lo que sí quiso es que lo pasáramos bien y yo tengo la intención de pasarlo bien. De modo que si no puedo satisfacer mi corazón, por lo menos satisfaré mi sentido del humor. Los cínicos, que se creen muy listos, nos dicen «sed virtuosos y seréis felices... ¡pero no os divertiréis!». Y, como siempre, los cínicos se equivocan. Lo que dicen es exactamente lo contrario a la verdad. Dios sabe que no aspiro a ser santo, pero hasta un canalla tiene a veces que combatir el mundo a la manera de un santo, et militavi non sine..., ¿cómo se dice en latín pasar un buen rato? Yo no pretendo, ciertamente, alcanzar la Alegría y la Paz y demás, sobre todo en esos brezos. Yo no he sido feliz, Hump, pero he pasado buenos ratos.

Renació la calma del crepúsculo, turbada apenas por el ligero ruido que producía el asno al pastar la hierba. Pump, en avenencia con su amigo, se quedó callado.

Fue Dalroy el que reanudó su parábola.

--Me parece, Hump, que este tipo de ideas nos afecta demasiado, de igual modo que este sitio afecta a mis sentimientos. ¡Maldita sea, hay cosas mejores en las que ocuparse en lo que nos queda de vida! Yo no quiero todas estas complicaciones sentimentales que no hacen más que volver desgraciados a los hombres. En mi actual estado de espíritu, me inclino resueltamente a la acción. Por lo cual -añadió hinchando la voz, síntoma de una nueva explosión de su invencible vitalidad instintiva- voy a cantarte una canción que he compuesto contra las canciones.

--Yo que tú no cantaría en este lugar -dijo Humphrey Pump, poniéndose la escopeta bajo el brazo-. A campo abierto, haces demasiado bulto y tu voz se oye desde lejos. Pero te llevaré a ese Boquete de Cielo del que tanto has hablado para esconderte como cuando te escondía de tu tutor... Es curioso, nunca me acuerdo de su nombre... Aquel que sólo podía emborracharse con vino griego de Mr. Wimpole...

--¡Hump! -exclamó el capitán-, abdico del trono de Ítaca. Eres mucho más listo que Ulises. Mi corazón se ha sentido desgarrado por mil tentaciones que van desde el rapto hasta el suicidio, y sólo porque he visto ese rincón entre los brezos donde solíamos venir a pasar la tarde. ¡Y pensar que había llegado a olvidarme hasta de que le llamábamos el Boquete en el Cielo! ¡Qué nombre tan perfecto en todos los sentidos!

--Creí que lo recordarías por la broma del joven Mr. Mathews.

--En el calor de un combate salvaje cuerpo a cuerpo en Albania -dijo tristemente Dalroy pasándose una mano por la frente- he debido de olvidar, por un momento, la broma del joven Mathews.

--No era muy buena -respondió Mr. Pump con sencillez-. ¡Ah!, a quien se le daban bien esas cosas era a tu tía. De todos modos, con el viejo Gudgeon se pasó un poquito.

Y en éstas, Pump dio un brinco y desapareció como tragado por la tierra. Y es que habían llegado al borde del arenal de que hablaron antes. Entre las verdades que el cielo negó a lord Ivywood y quiso revelar a Mr. Pump está la siguiente: hay escondrijos que resultan invisibles de cerca, pero que se divisan perfectamente desde un punto alejado. Así ocurría con aquella especie de arenal en que se abría una caverna medio derrumbada, y que por el lado que la abordaban estaba obstruida por matorrales que la hacían invisible como por arte de magia.

--¡Al pelo! -gritó la voz de Pump atravesando un techo de matas y de hojarasca-. Cuando estés dentro te acordarás. Es un sitio perfecto para que cantes la canción irlandesa que compusiste en el colegio y que luego berreabas como un toro de Basán. Recuerdo que la letra era sobre corazones, solapas o algo así... Y me acuerdo también de que ella y su tutor no oían nada, porque el banco de arena sofocaba todas las voces. Son cosas que vale la pena saber y deberían incluirse en los libros de texto. Y ahora, venga esa canción contra los sentimientos o como quiera que se llame.

Dalroy sólo tenía ojos para contemplar aquella caverna, tan olvidada y tan familiar, en que antaño había venido a merendar tantas veces. Parecía haber perdido todo deseo de cantar al caminar a tientas por la casa oscura de su adolescencia. Un hilillo de agua manaba entre la arenisca, debajo de los helechos, y recordó que en otro tiempo se esforzaban en hervir el agua en una tetera. Hasta le venía a la memoria una cierta discusión provocada por la tetera que se había derramado, discusión que, en la fiebre del primer amor, fue causa de infernales tormentos. Cuando el enérgico Mr. Pump volvió a abrirse paso a través del zarzal para ir a recoger su curioso equipaje, el irlandés recordó una espina clavada en un dedo, con una emoción que era a un tiempo sufrimiento y música celestial. Y cuando Pump con un puntapié impulsó el barrilillo y el queso por la pendiente arenosa, Dalroy soltó una carcajada casi furiosa recordando que él mismo se había dejado resbalar por aquella pendiente y que entonces consideraba la cosa como una verdadera hazaña. En aquel entonces tenía la impresión de que estaba rodando por las laderas suavemente inclinadas del Matterthorn. Y ahora, se percataba de que la altura de aquella pendiente alcanzaba a duras penas la del segundo piso de una de las casitas que había visto a su regreso. Comprendió que había crecido, corporalmente al menos, ya que en otros aspectos le parecía dudoso.

--¡El Boquete en el Cielo! -exclamó-. ¡Qué nombre tan bien elegido! ¡Qué poeta era en aquella época...! El Boquete en el Cielo... Pero, ¿es la entrada o la salida del cielo?

Los rayos horizontales del poniente proyectaban sobre la última superficie iluminada del arenal la sombra fantástica del cuadrúpedo de orejas largas que Pump acababa de atar junto a unas hierbas próximas. Al percibir la sombra abultada del borrico, Dalroy lanzó una carcajada corta y vehemente como la que soltó cuando se cerraron definitivamente las puertas de los harenes con las cautivas que habían hecho los turcos en la guerra. A pesar de que no le faltaba locuacidad, jamás explicaba el sentido de semejantes risas.

Humphrey Pump, otra vez sumergido en la gruta, se dedicaba a abrir el barrilillo con su procedimiento habitual.

--Mañana conseguiremos algo más. Por esta noche comeremos queso y beberemos ron, y además tenemos agua del grifo, por así decirlo. Y ahora, capitán, es la hora de la canción contra las canciones...

Patrick Dalroy bebió un trago de ron en un cubilete que el misterioso Mr. Pump había extraído de manera no menos misteriosa de un bolsillo de su chaleco. Pero la sangre había subido a la cabeza roja del marino, cuya frente estaba casi tan encendida como su cabellera. Por el momento, no parecía muy dispuesto a cantar.

--No veo por qué tengo que cantar siempre yo. ¿Por qué demonios no cantas tú? -exclamó con acento irlandés cada vez más marcado, efecto quizá del ron que hacía tiempo que no probaba-. Y ahora que lo pienso, ¿qué ha pasado con tu canción? Toda mi juventud se me sube a la cabeza en este dichoso escondrijo y me acuerdo de aquella famosa canción tuya que no existió ni existirá jamás. ¿Te acuerdas de aquella noche en que canté por lo menos diecisiete canciones de mi cosecha?

--Me acuerdo perfectamente -contestó reservado el inglés.

--¿Y no te acuerdas -continuó el irlandés, con una solemnidad grotesca- que te amenacé si no cantabas la tuya con...?

--Con cantar la decimoctava -completó el impenetrable Pump-; también me acuerdo.

Sacó tranquilamente unos papeles gastados de sus bolsillos, que parecían más de cazador furtivo que de tabernero.

--La escribí cuando me la pediste -declaró con voz llana-, pero no la cantaré antes de que hayas cantado la tuya contra las canciones.

--¡Bravo! -exclamó entusiasmado el capitán-. ¡Con tal de escuchar tu canción soy capaz de cualquier cosa! Aquí va la canción contra las canciones, Hump.

Y de nuevo se elevó su voz como un rugido en el silencio de la noche:


La canción de Melisandra

es una triste canción.

La canción de Mariana

es simplemente un tostón.


Con la del Cuervo famoso,

¡qué pronto te aburrirás!

Te repite a cada estrofa:

«¡Nunca más! y ¡nunca más»

Baudelaire ya cantó al vino,

pero con poco más que candor.

Dios mío, ¿no habrá un poeta

que quiera hacerlo mejor?


Fragoletto, tu canción

es pesada e iracunda.

La del joven de Shropshire

es nada menos que inmunda.


La del feliz futurista

no vale para canción.

Le sobra la picardía

y le falta el corazón.


Yo quiero componer un canto juvenil

que invite a la bebida no menos que a la lucha,

que alegre bajo tierra a nuestro padre Adán

si aún está despierto y por azar lo escucha.

Porque a base de Amor y de Arte y de Belleza,

cantan unas monsergas sin sal y sin pimienta

que tornan nuestra vida más turbia y soñolienta.


--Toma un poquito de ron -concluyó el oficial irlandés con afabilidad- y oigamos tu canción de una vez.

Con su seriedad, parte integrante del decoro campesino, Mr. Pump desplegó el papel en que había expresado la única emoción violenta que había conmovido su templanza casi infinita de británico hasta el punto de llevarlo a derramar su cólera en una canción. Primero leyó el largo título con calma:

--Canto contra los tenderos, por Humphrey Pump, único propietario de la taberna de El Viejo Navío, en Pebblewick célebre por haber albergado varias veces a la reina Carlota y a Jonathan Wilde, y en la que confundieron al heladero con Napoleón.6.1 Esta canción ha sido escrita contra los tenderos:


Cuando Dios creó al tendero,

quiso darnos testimonio

de que sabe con esmero

sacar copias del demonio.


Y así nos mostró el camino

para llegar al siguiente bar,

donde hallaba el blanco vino

un paraíso sin par,

donde un dueño diligente

se afanaba por servir;

¡allí verdaderamente

era beber y reír!


¡Ah, tendero del averno

vendería por vender,

a su madre, a su mujer,

y hasta el mismo Padre Eterno!

Taimado y concupiscente,

le veréis siempre detrás

del benévolo cliente,

preguntándole insistente:

«¿No le falta nada más?»


¡Qué distinto el tabernero,

tan amable y hablador,

tan leal y placentero,

que a las veces te convida

a una copa de licor!

La amistad le es media vida;

la otra media, el buen humor.


El tendero sin gran pena

se enriquece como un villano,

vendiendo sacos de arena

como si fuesen de grano.


Él también os vende alcohol,

pero no a la luz del sol,

sino a la chita callando.

Hijos suyos no le ayudan,

sino gentes mercenarias

que se agitan y que sudan

y que dan la voz de «¡Caja!»

con tan poca discreción

que diríase que dudan

si el cliente es un ladrón.


Eso explica que el tendero

ni en pintura pueda ver

al simpático tabernero

que se sabe hacer querer

y procure con inquina

arrastrarlo a la ruina

y dejarlo sin comer.


Pero todo llega a su tiempo,

y habrá justicia inmediata:

aunque viva dentro de un templo

fabricado de hojalata,

pagará el tendero mezquino

por haber escondido el vino

y obsequiarnos con horchata.


El capitán Dalroy empezaba a estar seriamente acalorado por influencia del licor predilecto de los marinos y su entusiasmo por la canción de Pump se manifestó de una manera no sólo ruidosa, sino activa. Se empinó de un brinco con el vaso en alto.

--¡Pump! -exclamó-. ¡Deberías ser poeta laureado! ¡Y además tienes razón! ¡No podemos tolerar por más tiempo este estado de cosas!

Y escalando impetuosamente la pendiente arenisca, señaló con el poste del letrero la colina ensombrecida por la noche, en la que se distinguía aún la forma chata del edificio con techo de hojalata.

--Ahí está el templo del tendero -exclamó-. ¡Prendámosle fuego!

A alguna distancia de allí se levantaba la estación balnearia de Pebblewick, pero costaba distinguirla en el horizonte ondulante de las sierras y bajo la luz escasa del crepúsculo. Sólo se columbraba una especie de capilla cubierta de palastro acanalado que se levantaba sobre la playa y las estructuras de ladrillo rojo de tres mansiones en construcción. Dalroy miraba el pabellón y las tres

mansiones con violenta hostilidad.

--¡Mira...! -exclamó-. ¡Es Babilonia!

Lanzando maldiciones y blandiendo el letrero como si fuese una bandera, partió a grandes zancadas hacia las casas.

--¡Oh, Pebblewick! -vociferó-. Dentro de cuarenta días no quedará piedra sobre piedra y tus perros lamerán la sangre de J. Leveson, secretario. Los unicornios...

--¡Vuelve, Pat! -gritó Humphrey-. Has bebido demasiado ron.

--... y los leones rugirán en sus cumbres -berreó con más fuerza el capitán.

--Por lo pronto, los asnos ya rebuznan en ellas -observó Pump-. Pero me figuro que un asno debe ir en pos del otro.

Y desatando el cuadrúpedo lo cogió por el roncal y se lo llevó.