3. El letrero de El Viejo Navío

Son raros los hijos de mujer que se han visto obsequiados con el apellido de Pump y menos aún los que por añadidura han recibido el nombre de Humphrey. Tal era, sin embargo, el caso en que se encontraba el propietario de El Viejo Navío, cuyos padres no previeron o no quisieron prever que sería llamado Hump por sus mejores amigos y Pump3.1 por un vejete turco que no se separaba de su quitasol verde. Todo esto lo soportaba el buen tabernero con la sonrisa en los labios porque era un hombre de temperamento estoico.

Mr. Humphrey Pump se hallaba delante de su taberna, situada en las inmediaciones de la playa, tras una cortina de manzanos raquíticos, torcidos y salados por el aire de mar. Ante él se extendía un terreno para jugar a los bolos con los bordes muy pronunciados. Inmediatamente después el camino se hundía bruscamente en el misterio del valle umbroso. Mr. Pump estaba exactamente debajo del letrero3.2 de establecimiento, que, clavado en el césped, consistía en un poste de madera pintado de blanco que soportaba un tablero pintado de blanco también, pero decorado además con un grotesco navío azul, que se diría dibujado por un niño, y al que el patriotismo de Mr. Pump había añadido una cruz de san Jorge de exageradas dimensiones.

Mr. Pump era un hombre de mediana estatura, pero muy ancho de espaldas. Vestía una especie de traje de caza completado por unas polainas. Se ocupaba en aquel momento de limpiar y recargar una escopeta de dos cañones, arma corta aunque potente que él había inventado, o por lo menos perfeccionado, y que incluso si se la comparaba con los fusiles modernos no resultaba ni incómoda ni anticuada. Y es que Pump era uno de esos hombres habilidosos que parecen poseer cien manos como Briareo; él mismo se fabricaba casi todos los objetos que le hacían falta y por este motivo todos los utensilios que usaba diferían ligeramente de los que se encuentran habitualmente en otras casas. En todo lo relacionado con los pájaros y los peces, las plantas y los frutos del bosque, resultaba tan ladino como Pan o como un cazador furtivo. Su mente era un terreno fértil de recuerdos subconscientes y de tradiciones; su conversación resultaba enigmática porque hablaba siempre mediante alusiones a la historia local, como si todos sus oyentes conociesen el folclore del condado tan al dedillo como él. Solía contar las historias más misteriosas y extraordinarias sin que se moviese un solo músculo de su rostro, que se diría tallado en madera nudosa. Su cabellera castaño oscuro terminaba en dos rudimentarias patillas que le daban el aspecto de un jinete de otra época. Su sonrisa algo pícara y sardónica contrastaba con la mirada dulce y bondadosa de sus ojos pardos. En definitiva, era un tipo netamente inglés.

En general sus movimientos, aunque rápidos, eran acompasados; pero en aquella ocasión dejó apresuradamente la escopeta sobre la mesa y echó a andar mientras se limpiaba las manos con una gran agitación. Entre la línea verde de los manzanos y la línea azulada del mar se perfilaba la silueta de una muchacha vestida con un traje de color cobrizo y tocada con una especie de pamela. Bajo las anchas alas, se veía un rostro grave y hermoso, aunque muy moreno. Estrechó la mano de Mr. Pump, que le ofreció ceremoniosamente una silla y la llamó «lady Joan».

--Me apetecía volver a ver este viejo rincón -dijo- donde nos divertimos tanto cuando éramos unos muchachos. Supongo que no ves a casi ninguno de nuestros antiguos amigos.

--A muy pocos -respondió Pump pensativo, retorciendo su pequeño bigote-. Lord Ivywood se ha convertido en una especie de pastor metodista desde que ha heredado el título y sólo piensa en cerrar tabernas. Y a Charles le mandaron a Australia porque montó una buena en aquel funeral. Igual se pasó un poco, pero hay que confesar que la vieja señora era verdaderamente patética.

--¿Estás en contacto con el irlandés, el capitán Dalroy? -preguntó lady Joan.

--Más que con los otros -contestó el tabernero-. Parece que en Grecia ha hecho cosas extraordinarias. ¡Qué pena que dejara la Armada Británica!

--No podía tolerar que insultasen a su patria -dijo la muchacha mirando al horizonte, mientras sus mejillas se teñían de grana-. Al fin y al cabo su patria es Irlanda y es normal que aquello le molestara.

--Y la que se lió cuando pintó de verde al capitán -prosiguió Pump.

--¿Que lo pintó de qué? -preguntó lady Joan.

--Pintó de verde al capitán Dawson -prosiguió Mr. Pump con voz inalterable-. El capitán Dawson había dicho que el verde era el color de los traidores irlandeses y por eso Dalroy lo pintó de verde. Y es que el bote de pintura que había junto a la valla del jardín que estaban a punto de pintar era una verdadera tentación... Pero la cosa no le benefició en su carrera.

--¡Vaya historia! -exclamó lady Joan estupefacta y con una risita muy poco alegre-. Podrías añadirla a tu repertorio de leyendas locales. Nunca había oído esa versión. A lo mejor el nombre de la taberna El Hombre Verde viene de ahí.

--¡Qué va! -contestó Pump-. El Hombre Verde existe desde antes de Waterloo y estaba a cargo del viejo Noyle hasta que no hubo más remedio que encerrarlo. ¿No te acuerdas del viejo Noyle? Aún está vivo, según me han contado, y continúa escribiendo cartas de amor a la reina Victoria. Lo que pasa es que no las echan al correo.

--¿Y no has tenido noticias recientes de tu amigo irlandés? -preguntó la joven mirando a lo lejos.

--Sí. Recibí carta la semana pasada. Parece probable que regrese a Inglaterra. Ha estado representando a no sé qué país griego en las negociaciones, pero ya han terminado. Es curioso que haya sido precisamente su señoría quien ha representado a Inglaterra.

--Te refieres a lord Ivywood -precisó fríamente lady Joan-. Sí, evidentemente es un hombre que hará carrera.

--Ojalá le diera por ensañarse menos con nosotros -dijo Pump con una mueca-. Me temo que no va a dejar una sola taberna abierta en toda Inglaterra. Pero los Ivywood fueron siempre una familia de chiflados. Acuérdate del abuelo.

--Muestras poco tacto -dijo lady Joan con una sonrisa amarga- al pedir a una dama que se acuerde de su abuelo.

--Ya me entiendes, Joan -contestó él de buen humor-. Personalmente no tengo nada en contra de lo que hizo; cada cual tiene sus manías en este mundo. A mí no me gustaría que trataran a mis cerdos de ese modo, pero si otro se complace en llevarlos a la iglesia y sentarlos a su lado en el banco de la familia, ¡allá él!

Lady Joan se echó a reír de nuevo.

--Conoces unas historias increíbles -dijo ella-. Me tengo que marchar, Pump... En otros tiempos te llamaba Hump, ¿te acuerdas...? ¡Ah, Hump!, ¿crees que alguno de nosotros volverá a ser feliz como entonces?

Esta vez fue Pump quien fijó la vista en el mar.

--Supongo que eso depende, sobre todo, de la Providencia -dijo.

--¡Oh!, por favor, repítelo: ¡Providencia! -exclamó la muchacha-. Casi suena tan bien como Masterman Ready.3.3

Después de este intrascendente comentario, la joven echó a andar por el camino que había junto a los manzanos y volvió al paseo marítimo de Pebblewick.

La taberna El Viejo Navío quedaba un poco a las afueras del pueblo pesquero de Pebblewick, y éste, a su vez, se hallaba separado por un espacio de media milla de la nueva estación balnearia de Pebblewick-on-Sea. Pero la muchacha de cabello castaño andaba a buen paso a lo largo del paseo marítimo, sobre una larga hilera de charlatanes que el optimismo insensato de la moda había extendido de este a oeste en los lugares de veraneo. A medida que se acercaba a la parte más concurrida miraba con creciente atención a los grupos que se formaban en la playa. La mayoría no se diferenciaba en nada de los que había visto un mes antes. Los buscadores de la verdad (como les llamaría el hombre del fez), reunidos a diario para descubrir lo que se proponía hacer el hombre de las cajas de cartón, no habían logrado su objetivo, pero la fatiga no había podido con su peregrinaje intelectual. La gente también seguía echando monedas al ateo en reconocimiento de sus incesantes injurias, cosa tanto más desconcertante cuanto que el público era indiferente y el ateo manifiestamente sincero. En cambio, el individuo del cuello largo que, palita en mano, dirigía el coro infantil que cantaba los cánticos de la Iglesia baja,3.4 había desaparecido; lo cual no debe extrañarnos, ya que los servicios infantiles suelen ser ceremonias ambulantes. Pero el hombre cuyo solo distintivo consistía en una guirnalda de zanahorias en el sombrero estaba allí, impertérrito, y parecía tener en su platillo más dinero que nunca. A quien lady Joan no podía encontrar era al vejete del fez. Pensó que habría fracasado en su intento apostólico y su melancolía la indujo a creer que su fracaso se debería precisamente a que los desatinos que propalaba tenían un toque de esa insólita y disparatada clarividencia que jamás será patrimonio de los imbéciles vulgares. Pero lo que la muchacha no parecía dispuesta a confesarse a sí misma era que el interés que sintió por el vejete del fez y por el posadero era el tema que había tratado con ellos.

Mientras seguía con cierta displicencia su paseo, vio a una joven vestida de negro, cuyos cabellos rubios coronaban un rostro inteligente y tímido que estaba segura de haber visto antes. Recurriendo a su educación aristocrática para recordar el semblante de la gente modesta, se dio cuenta de que se trataba de una cierta miss Browning que le había hecho unos trabajos a máquina hacía un año o dos. Y en parte por bondad y en parte por ganas de distraerse de sus pensamientos, se apresuró a saludarla. Su tono fue tan franco y tan cordial que la muchacha vestida de negro se sintió con valor suficiente para decirle:

--Siempre he querido presentarle a mi hermana, que es mucho más inteligente que yo, aunque apenas salga de casa, contra lo que hoy se estila. Conoce a toda clase de intelectuales. Y precisamente está conversando con uno de ellos, con ese Profeta de la Luna del que todo el mundo habla. Permítame que se la presente.

Lady Joan Brett había conocido a muchos profetas de la luna y de otros astros, pero con esa cortesía innata que en parte redime los vicios de su clase, acompañó a miss Browning hasta uno de los bancos del paseo. Saludó a la hermana de ésta con la mayor amabilidad, cosa que, en verdad, tenía su mérito, ya que le costó mucho mantener en ella la mirada, pues el hombre que estaba sentado a su lado había atraído toda su atención. Era nada menos que el vejete que había perorado sobre las tabernas inglesas. Llevaba el mismo fez, pero lucía un chaqué negro que revelaba claramente su reciente prosperidad.

--Ha dado una conferencia en nuestra sociedad de moral -musitó miss Browning- sobre la palabra «alcohol». Únicamente sobre la palabra «alcohol». Ha sido un encanto. Y de Arabia y de álgebra, y de cómo todo viene de Oriente. Estoy segura de que le habría interesado mucho.

--En efecto, me interesa -dijo Joan.

--Pregúntese -decía a la hermana de miss Browning el hombre del fez- qué sentido podrían tener los nombres de sus tabernas si no conmemorasen la ilimitada influencia del islam. Existe en Londres una concurrida taberna, una de las más distinguidas y de las más céntricas, que se llama La Herradura. ¿A qué viene esto? ¿Quién puede tener hoy interés en conmemorar una herradura? No es más que el accesorio de una criatura más interesante que el accesorio mismo. Como ya he dicho hay aquí un bar llamado El...

--Precisamente -interrumpió Joan- yo quería saber...

--Un bar llamado El Turo -continuó el hombre del fez, sordo a toda interrupción-, y he demostrado que el turo es fuente de inquietudes, al paso que el turo-turo es algo tranquilizador. Pero ni siquiera vosotros, amigos míos, tendréis la ocurrencia de bautizar un establecimiento con el nombre del anillo que suele pasarse por la nariz del toro en vez de designarlo con el del propio toro. ¿A santo de qué, pues, se designaría un sitio con el nombre del calzado, el simple calzado del casco del caballo, en lugar de darle el nombre de ese noble animal? No hay duda, es a todas luces evidente que el término herradura es un término críptico, un vocablo esotérico, un vocablo acuñado durante los tiempos antiguos en que la fe musulmana sufría opresión en este país por la efímera superstición de los galileos. ¿Acaso esa forma curvilínea, esa doble curva que vosotros llamáis «herradura», no representa transparentemente la Media Luna? -y el vejete abrió ambos brazos como había hecho la otra vez-. ¿La Media Luna del Profeta y del Dios único?

--Desearía saber -volvió a preguntar lady Joan- cómo explica el origen de El Hombre Verde que se halla precisamente detrás de esa hilera de casas.

--¡Precisamente, precisamente! -exclamó el Profeta de la Luna preso de una exaltación febril-. ¡Difícilmente hallaría el buscador de la verdad un ejemplo más concluyente de sus principios! Vamos a ver, amigos míos, ¿cómo puede ser que haya un hombre verde? Todos habéis visto la hierba verde, las hojas verdes, quesos verdes, judías verdes, pero, ¿quién de vosotros, en su círculo de conocidos, por extenso que sea, ha dado jamás con un hombre verde? Está claro, amigos, está claro que es una versión imperfecta, una versión abreviada de las palabras originales. ¿No es evidente que la expresión original no era otra que «El hombre del turbante verde», alusión al uniforme de sobra conocido de los descendientes del Profeta? Turbante es, cabalmente, la palabra que por su carácter extranjero e insólito se presta como ninguna a ser eliminada.

--Una leyenda local -dijo Joan con calma- explica que un gran héroe, al oír que alguien insultaba el color que su patria tiene por sagrado, por toda respuesta le echó un cubo de pintura verde a su enemigo en la cabeza.

--¡Leyenda! ¡Pura leyenda! -gritó el hombre del fez con una nueva y radiante expansión de sus brazos-. ¿Acaso no es evidente que algo así jamás pudo haber ocurrido?

--¡Oh, sí...! ¡Ya lo creo que ha ocurrido! -dijo la joven con amabilidad-. No abundan en este mundo las cosas reconfortantes, pero algunas hay. ¡Ya lo creo que ha ocurrido!

Y despidiéndose gentilmente del grupo, prosiguió su caminata sin objeto por el paseo marítimo.