21. La ciudad de vuelta y revuelta

Patrick Dalroy lanzó al invasor una mirada a un tiempo inquisitiva y divertida, y se limitó a decirle:

--Nunca pensé robarle el auto, de verdad.

--¡No se preocupe! -replicó Dorian-. Ya me lo han contado todo, y como en este asunto usted es como si dijésemos el perseguido, creo que no estaría bien que le ocultase mi disconformidad con Ivywood. No estoy de acuerdo con él o, mejor dicho, para hablar con precisión científica, él no está de acuerdo conmigo. No lo ha estado desde que me desperté de una siesta después de comerme unas ostras, y oí a un policía de la Cámara de los Comunes que me chillaba en los oídos: «¿Quién se va a casa?».

--¿De veras? -preguntó Dalroy juntando sus cejas hirsutas y rojas-. ¿Es esa la fórmula que emplean los guardias del Parlamento?

--Sí -respondió Wimpole distraídamente-, es una reminiscencia de la época en que los miembros del Parlamento corrían el peligro de que los atacasen en la calle.

--¿Y por qué será que ya no los atacan hoy en día? -repuso Dalroy en tono grave.

Hubo un silencio.

--Es todo un misterio -concluyó el capitán-. Pero no se puede negar que la fórmula «¿Quién se va a casa?» tiene gracia.

El capitán no escatimó las expresiones afables y las muestras de satisfacción por la inesperada visita del poeta, pero éste era lo bastante perspicaz para darse cuenta de que Patrick estaba ligeramente absorto. Mientras atravesaban con un ruido de terremoto el laberinto del sur de Londres (Pump había cruzado el puente de Westminster y se dirigía hacia las colinas de Surrey), los ojazos azules del coloso rojo no habían cesado de escrutar las calles por las que pasaban, y al cabo de varios silencios cada vez más prolongados, dijo:

--¿No le choca a usted el hecho de que cada vez haya más farmacias en Londres?

--¿Cree usted? -respondió Wimpole-. La verdad es que aquellas dos parecen muy cercanas.

--Sí, y las dos llevan el mismo nombre: Crooke -notó Dalroy-. Y por si fuese poco, acabo de ver otra tienda con el nombre de Crooke hace un momento. Parece que fuera una divinidad omnipresente.

--Será que tiene una empresa muy grande -observó Dorian Wimpole.

--Demasiado grande para los beneficios que da una farmacia -contestó Dalroy-. ¿Qué necesidad hay de poner dos a tan poca distancia? ¿Acaso mete la gente el pie derecho en una y el izquierdo en otra para que le extirpen los callos en ambas a la vez? ¿Será que toman un ácido en un establecimiento y un alcaloide en el otro, y luego esperan a que entren en efervescencia? ¿O quizá toman el veneno en uno y el antídoto en el otro? Me parece un exceso de refinamiento. Es casi como llevar una doble vida.

--Tal vez ese Mr. Crooke sea un farmacéutico con muy buena reputación -dijo Dorian-. A lo mejor alguno de sus productos tiene mucho éxito.

--Me parece que un entusiasmo de este género debe tener sus límites en el caso de una farmacia. Si una tienda vende un tabaco de primera, de primerísima clase, es posible que algún fumador, por gusto, aumente su dosis diaria de tabaco; pero no he oído decir nunca que alguien abuse del aceite de hígado de bacalao y menos del aceite de ricino porque sea de buena calidad.

Después de unos minutos de silencio dijo:

--¿Podríamos parar un momento aquí, Pump?

--Sí -contestó Humphrey-, pero sólo si prometes no armarla en la farmacia.

El auto se paró ante otra de las tiendas de Mr. Crooke -la cuarta que veían- y Dalroy se dirigió al interior. Antes de que Pump y su compañero hubiesen podido cruzar una sola palabra, reapareció el capitán con una curiosa expresión en el semblante, sobre todo en la boca.

--Mr. Wimpole -dijo Dalroy-, ¿querrá hacernos el honor de cenar con nosotros esta noche? A muchos les parecería una invitación poco formal para una cena menos convencional aún, porque es posible que tengamos que comer a la sombra de un árbol o al borde de un camino. Pero usted es hombre de gusto y el ron y el queso de Hump no necesitan disculpas. Verá qué festín. No sé si usted y yo somos amigos o enemigos, pero, sea como sea, esta noche habrá paz.

--Espero que amigos -dijo, sonriendo, el poeta-. Pero, ¿por qué va a haber paz precisamente esta noche?

--Porque mañana habrá guerra -contestó Patrick Dalroy-, cualquiera que sea el partido que elija. Acabo de descubrir algo muy curioso.

Y recayó en el silencio mientras dejaban atrás las últimas casas de Londres, para llegar a las colinas y a los bosques situados detrás de Croydon. Dalroy permanecía sumido en sus meditaciones. Dorian se sentía rozado por el leve aleteo del amodorramiento furtivo que suele apoderarse del que sale de improviso al aire libre después de haber permanecido largo rato en un salón caldeado, e incluso Quoodle se había dormido en el fondo del coche. Por lo que toca a Humphrey, era raro oírle hablar cuando tenía otra cosa que hacer. Fue así como desfilaron ante sus ojos vastos panoramas, como decorados en diapositivas, y pasaron largos intervalos de tiempo antes de que alguien tomase la palabra. El cielo dejaba el oro pálido y el verde de la tarde para recibir el azul brillante de una cálida noche de estío cuajada de estrellas. Los bordes del bosque, que surgían como una lluvia de flechas veloces, tenían vallas y setos en la primera parte del trayecto, y acabaron siendo interminables bloques de pinos oscuros cercados por empalizadas de madera grisácea. Pero pronto se terminaron los setos y los bosques de pinos se extendían de manera más irregular. La carretera se llenó de bifurcaciones y se volvió vaga y sinuosa. Media hora más tarde Dalroy empezó a observar una atmósfera romántica y algo evocadora en las ondulaciones del paisaje, mientras Humphrey Pump ya se había dado cuenta de que había traspuesto las fronteras de su tierra natal.

Si es posible que un solo detalle caracterice una atmósfera, diremos que la carretera se volvía cada vez no sólo más empinada, sino más sinuosa. Ya se asemejaba más a un camino que a una carretera y cobraba más carácter cuando parecía no llevar a ninguna parte o en los puntos en los que resultaba más accidentada. Les daba la impresión de que estaban subiendo a un monte elevado, formado por una serie de lomas redondas, algo así como una agrupación de cúpulas. Y entre estas cimas se encaramaba la carretera describiendo un sinfín de vueltas y revueltas. Era maravilla que a fuerza de virar sobre sí misma no llegase a estrangularse.

--A ver si al auto le va a dar un mareo y se despeña -dijo Dalroy.

--No me sorprendería -añadió Dorian mirándole con expresión radiante-. Como habrá podido comprobar, el mío era más estable.

Patrick se echó a reír no sin un dejo de confusión.

--Confío en que le devolvieran el auto en buen estado -le dijo-. Este no corre, pero se encarama que es un gusto, ya verá... porque parece que al caminito le quedan muchas cuestas. Y unas cuantas curvas.

--Si, la carretera es accidentada -dijo Dorian con acento reflexivo.

--Amigo -exclamó Patrick con una curiosa impaciencia-, usted es inglés y yo no. Debería usted saber por qué la carretera se retuerce de este modo. No hay derecho, ¡por todos los santos!, a acusar a los irlandeses de no comprender a Inglaterra cuando Inglaterra no se ha tomado aún la molestia de comprenderse a sí misma. Inglaterra no quiere decirnos por qué estos caminos dan tantas vueltas. ¡Los ingleses no nos lo quieren decir! ¡No quieren!

--¿Está seguro? -preguntó Dorian con ironía contenida.

Pero Dalroy, con su ironía resuelta, pegó un rugido de victoria

--¡Venga! -exclamó-. ¡Más canciones del Club del Automóvil! Aquí todos somos poetas, espero. Cada uno de nosotros escribirá algo sobre las carreteras en zigzag. Como ésta, por ejemplo -añadió mientras el vehículo parecía a punto de volcar en una zanja.

Y, realmente, las cuestas que embestía Hump parecían más indicadas para un chivo que para un automóvil de pocos caballos. Quizás aquella impresión exagerada era fruto del hábito de ver países llanos que habían adquirido sus dos compañeros de camino. Lo que experimentaban en aquel momento era una sensación mixta, en que entraba algo del mareo que produce el circular por el laberinto de Hampton Court y el que produce la escalera de caracol de la torre de Brujas.

--Es la carretera que lleva a la ciudad de Vuelta y Revuelta -dijo Dalroy jovialmente-. ¡Un sitio encantador! ¡Muy saludable! No tiene pérdida. Primero se tuerce a la izquierda, después a la derecha, se da la vuelta y vuelta a empezar. Con eso basta para mi canción. Vamos, gandules, ¿a qué esperáis para componer las vuestras?

--Voy a intentarlo -dijo Dorian fingiendo ligereza-. Pero está demasiado oscuro para escribir; se está haciendo de noche.

Efectivamente, una sombra acababa de deslizarse entre las estrellas y la tierra como el ala de un sombrero gigante. La colina, que parecía formada por un apiñamiento de pequeñas cúpulas, aunque lisa y calva en su base, aparecía coronada por una maraña de árboles prolíficos que hacía pensar en un pájaro que estuviese incubando sobre el nido. El bosque era más extenso e indefinido que el ramillete de árboles que domina la montaña de Chanctonbury, pero bastante parecido, enclavado en la misma posición elevada y romántica. Poco tardaron en llegar a aquel bosque, después de seguir los meandros de un camino forestal. El crepúsculo de esmeralda que se filtraba entre los ramajes, combinado con las contorsiones de las grandes raíces de los abedules, evocaba monstruos y profundidades oceánicas, tanto más cuanto que una larga estela de hongos bermejos y cobrizos, que podían tomarse por opulentas anémonas o medusas, enrojecía el suelo como un charco de ponientes dejado allí por el sol. Y al mismo tiempo, de manera bastante contradictoria, experimentaban una enérgica sensación de

altura y hasta de cercanía del cielo, y las pálidas estrellas de verano que las miraban por los intersticios del follaje parecían flores luminosas prendidas en las ramas del bosque.

Pero aunque habían entrado en el bosque como en una casa, la sensación que les dominaba era la de que estaban dando vueltas, de modo que les parecía que aquella alta mansión verde giraba como la cúpula de un faro o como el templo encantado de una comedia de magia. Las estrellas describían círculos en torno a sus cabezas y a Dorian le parecía estar seguro de que había visto dos veces el mismo abedul.

Llegaron por fin a un lugar central en que la colina se elevaba formando una especie de cono, elevando con ella una parte del bosque. Allí detuvo Pump el auto y, escalando la pendiente, se dirigió a las enormes raíces rampantes de un abedul muy grueso y muy bajo. Cubría las tres cuartas partes del cielo, más parecido a un pulpo que a un árbol; bajo la corona poco elevada de sus ramas se abría una especie de hoyo en forma de copa en la que Mr. Humphrey Pump, de El Viejo Navío, Pebblewick, desapareció de golpe y por entero.

Reapareció al poco rato con una escalera de cuerda que, amablemente, colgó del árbol para que sus compañeros pudiesen subir con comodidad. Pero el capitán prefirió pegar un brinco cogido a una de las ramas y dándose impulso con sus grandes piernas, dignas de un chimpancé. Cuando estuvieron todos instalados en el hueco con una rama por respaldo, tan cómodos como en un sofá, el propio Hump volvió a bajar y se ocupó de transportar las frugales provisiones. El perro seguía durmiendo en el auto.

--Supongo -dijo el capitán- que ésta es una de tus antiguas guaridas. Se ve que estás como en casa.

--Estoy en casa -respondió Hump con seriedad- allí donde esté el letrero de El Viejo Navío.

Y clavó el letrero rojo y azul en mitad de las setas como para invitar a los transeúntes a ir a echar un trago en las ramas del árbol.

El árbol ocupaba exactamente la cumbre de la boscosa colina y podían ver toda la campiña que habían atravesado, con sus caminos plateados que culebreaban como ríos. Se sentían tan exaltados que casi imaginaban que las estrellas eran de fuego y podían quemarles.

Dalroy dijo al fin:

--Estas carreteras me recuerdan las canciones que vamos a cantar. Tomemos un bocado, Hump, y recitemos después.

Humphrey había colgado un pequeño farol en una rama y se dispuso a abrir el barril de ron y cortar queso para todos.

--¡Qué extraordinario! -exclamó Dorian Wimpole-. ¡Me encuentro muy cómodo! Jamás he visto cosa igual, y este queso sabe a gloria.

--Ha hecho una peregrinación -respondió Dalroy-, o mejor dicho, una cruzada. Es un queso guerrero y heroico. «Queso entre quesos, queso sin par en el mundo», como ha dicho mi compatriota Mr. Yeats refiriéndose a una batalla de la que no me acuerdo. Parece casi increíble que un queso tan valiente haya podido salir de una criatura tan cobarde como una vaca. Me pregunto yo si no será que Hump por error, ha ordeñado a un toro. Sería una historia digna de las leyendas irlandesas, con su toque céltico y demás. Pero, no, creo que este queso proviene de la vaca de Dun, de Dunsmore Heath, que tenía unos cuernos más largos que los colmillos de un elefante, y que era tan feroz que hubo que pedir auxilio a uno de los grandes héroes de la caballería para que la combatiese. El ron también está bueno. Me lo he ganado con mi humildad cristiana. Porque de un mes a esta parte he descendido al nivel de un animalejo de los campos y he andado a cuatro patas como un abstemio. Hump, por favor, pasa la botella, o mejor dicho, el barril y recítanos de una vez esa poesía que tienes tantas ganas de sacar a la luz. Cada composición deberá llevar el mismo título, y el título tiene lo suyo: Encuesta sobre las causas geológicas, históricas, agrícolas, psicológicas, psíquicas, morales, espirituales y teológicas de las curvas dobles, triples y cuádruples en las carreteras inglesas; llevada a cabo por una comisión secreta reunida al efecto en el hueco de un árbol por autoridades de criterio académico reconocido designadas por los miembros de la propia comisión, y que ha de entregarse al perro Quoodle; la comisión tiene la opción de aumentar sus miembros hasta el número que juzgue conveniente o de reducirlos en las mismas proporciones. ¡Dios salve al rey!

Después de recitar esta retahíla con una sorprendente velocidad, añadió casi sin aliento: «Ése es el tono que ha de tener la cosa; un tono lírico».

Aunque mantenía su capacidad para improvisar estos cómicos discursos, Dalroy seguía dando la impresión de encontrarse distraído, como si su pensamiento no dejase de luchar con una idea importante que se resistiese a dejar el campo libre. Parecía estar en una especie de trance creativo y Humphrey Pump, que le conocía como si fuese su madre, sabía que no se trataba simplemente de

inspiración literaria. Porque, quizá para su desgracia, Patrick Dalroy era lo que se llama un hombre de acción, cosa que el capitán Dawson había comprendido perfectamente el día que se encontró embadurnado de verde de pies a cabeza. Y por muy aficionado que fuese a las bromas y a los versos, no había canto ni escritura que pudiese satisfacerle en el grado superlativo que le satisfacía la acción.

Por esta razón su aporte al certamen poético sobre los zigzags de las carreteras adoleció -y él fue el primero en reconocerlo- de premura y de descuido, al paso que Dorian, hombre de temperamento opuesto, es decir, más inclinado a registrar sus impresiones que a ir a su encuentro, descubrió que su amor a la belleza hallaba en aquel nido satisfacciones que nunca antes había conocido, y por eso se mostraba mucho más serio y más humano que de costumbre. El poema de Dalroy decía así:


Dicen algunos que Guy de Warwick,21.1

aquel que mató a la vaca gigante

y luego venció al jabalí poderoso

con mucho valor y una espada cortante,

acabó después con la serpiente

que asolaba cruelmente los montes;

y dicen que el camino es mareante

por los sieteÊtrozos retorcidos

de aquella serpiente agonizante.

No ha habido nunca científico alguno

que pruebe que esta historia sea cierta;

y yo creo que los caminos al girar

buscan la ciudad de Vuelta y Revuelta,

la alegre ciudad de Vuelta y Revuelta,

que al mundo entero va a marear.


Dicen las gentes que Robin Goodfellow21.2

recorría aquel bosque de abetos y pinos,

subía las colinas sin pena ni miedo

después de beber cervezas y vinos;

danzando y trepando la tierra escarbaba

riendo y cantando sin rumbo preciso

y dicen que así retorció los caminos.

Pero esta historia no voy a creer

o van a pensar que soy un pollino.

Paz y alegría podrás encontrar

si quieres llegar al final de la cuesta

por eso los caminos buscan sin cesar

la ruta escondida de Vuelta y Revuelta,

la alegre ciudad de Vuelta y Revuelta,

que al mundo entero va a marear.


Algunos dicen que sir Lancelot

el Santo Grial buscaba en un prado

y el mago Merlín torció los caminos

para convertirle en un ser desgraciado;

subía y bajaba el buen caballero

bajaba y subía las curvas absurdas

y no encontró nunca el vaso sagrado.

Pero este relato tampoco lo creo

pues luego dirían que soy un tarado.

Las gentes que quieren reír y cantar

no quieren guías ni explicaciones,

se echan al monte sin más preguntar

buscando la senda de Vuelta y Revuelta,

la alegre ciudad de Vuelta y Revuelta,

que al mundo entero va a marear.


Para completar el desahogo que sintió al liberar estos versos, Dalroy terminó su composición con un grito y, echándose al coleto un vaso lleno del licor marinero de su predilección, viró bruscamente apoyado en el brazo y se puso a contemplar el panorama que se extendía hacia Londres.

Dorian Wimpole, ebrio de ron dorado, de claro de luna y de aromas silvestres, leyó sus versos, que también tenían un carácter irónico, con una emoción desacostumbrada en él.


Antes de que el romano llegase a estos parajes

el borrachín inglés trazó nuestros caminos,

caminos caprichosos, caminos ondulantes,

que alegres y sin prisa, recorren la llanura,

vadean la corriente y escalan la montaña,

caminos que remedan la vida libre y pura.


No odié a Napoleón, no odié a nuestros señores,

y contra los franceses luché sin entusiasmo.

Mas ¡cómo destrocé sus pobres bayonetas,

en cuanto descubrí que, osados, pretendían,

tornar rectas y duras las curvas variopintas

que el borrachín inglés, artista del rodeo,

trazó con gran soltura, bebiéndose unas pintas!


Perdón tuvo su falta; detrás de sus pisadas

las flores de los campos sus pétalos abrieron.

Al fin cayó en un bache y el buen rosal

silvestre tendió para abrigarlo sus ramas amorosas.

También a Dios nosotros pedimos indulgencia,

que bien la necesita quien fue dando traspiés

por un largo camino que lleva a la demencia.


Mas ya ha volado el tiempo de loca juventud

y estamos ya llegando a la postrera etapa;

es hora de volver la vista hacia los lados

del áspero camino y dar con la taberna

del tabernero viudo, osease la Tumba.

Mas antes de alcanzar la entrada al Paraíso

nos quedan aún sorpresas alegres o penosas

en esta ruta abierta por un hombre indeciso.


--¿Has escrito algo, Hump? -preguntó Dalroy. Humphrey, que hacía un rato que garrapateaba a la luz del farol, alzó un rostro desesperado.

--Sí -dijo-, pero, hay que tener en cuenta que yo estoy en desventaja. Porque yo sé por qué la carretera da tantas vueltas y revueltas.

Y se puso a leer con voz rápida y monótona:


Media vuelta dio el camino

media vuelta dio a la izquierda

porque Pinker y un vecino

están trenzando una cuerda.

Ay, camino, ay, mi camino,

que ya diste el primer tumbo.

Media vuelta a la derecha,

otra vez cambio de rumbo

porque hay un mastín que acecha

al incauto viajero

y por poco que se achique

le hinca el diente en el trasero.

¡A la izquierda!, que hay un dique

que es preciso sortear.

Amparándose en su fuero,

nos prohíbe el caballero

que pisemos su encinar.

Después, ¡Dios mío, qué drama!

Un fantasma feo y alto

se agitaba entre la rama...

El camino pega un salto

y en el monte se encarama;

pero no por largo rato,

que da pronto con el hato

de un rebaño de carneros,

y aunque no son bichos fieros,

su tufillo no les place,

y por eso nuevamente

da la vuelta... Y la deshace,

por temor a unos villanos,

que han sentado su real

desde tiempo inmemorial

en aquel andurrial,

y que tienen buenas manos

para hurtar a los del pueblo

sus caballos y sus yeguas

y llevarlos a vender

a Dios sabe cuántas leguas.

El camino anda que anda,

a la diestra ha de volver

porque...


--¡Basta! ¡Basta! ¡Basta, Hump! -exclamó Dalroy aterrado-. No hace falta ser tan exhaustivo, ni tan científico. No hay que quitarle a las cosas el encanto de leyenda. ¿Queda mucho más?

--Sí -dijo Pump con la misma frialdad-. Todavía queda...

--¿Y es todo verdad? -preguntó Dorian Wimpole con interés.

--Sí -replicó Pump sonriendo-, absolutamente exacto.

--Ésa es precisamente mi crítica -dijo el capitán-. Aquí lo que necesitamos es leyenda. Lo que nos hace falta, sobre todo a esta hora de la noche, bebiendo ron y en nuestras primeras y últimas vacaciones, son mentiras. ¿Qué tal el ron? -preguntó a Wimpole.

--Del ron que estamos bebiendo precisamente en este momento encaramados en este árbol en concreto, opino que es un néctar elaborado para unos dioses jóvenes. Pero si es una pregunta general y sintética diré ¡que el ron... es ron!

--Probablemente le parecerá un poco dulce -replicó Dalroy con amargura-. ¡Sibarita! Por cierto, qué palabra más tonta es «hedonista». A los verdaderos voluptuosos les gustan las cosas amargas y no las dulzonas; les gusta el caviar, el curry... Son los santos los que prefieren las cosas azucaradas. Lo cierto, de todos modos, es que he conocido cinco mujeres santas y las cinco preferían el champán dulce al seco. Wimpole, ¿quiere que le cuente la vieja leyenda sobre el origen del ron? Ya dije que son leyendas lo que nos hace falta. Escúchela con atención para que pueda transmitirla a sus hijos, ya que por desgracia mis padres se olvidaron de transmitírmela a mí. Por este motivo mi relato, aparte de la típica introducción «Un labrador tenía tres hijos...», no debe nada a la tradición. Cuando los tres chicos se reunieron por última vez en la plaza de la aldea, los tres chupaban caña de azúcar. No obstante, ninguno de los tres estaba contento con su suerte y se separaron aquel mismo día. Uno de ellos se quedó en la alquería de su padre, a esperar con impaciencia el momento de heredarle. El otro se marchó a Londres a buscar fortuna, ya que, por lo visto, se hallan fortunas en esa ciudad dejada de la mano de Dios. El tercero se embarcó. Y los dos primeros se avergonzaron de chupar caña de azúcar y la tiraron, y el de la alquería se puso a beber cerveza cada vez más mala para ahorrar dinero; y el de la ciudad, a beber vinos cada vez más caros para demostrar a los demás que era rico. Pero el que se hizo a la mar embarcó con su caña de azúcar en la boca. Y San Pedro o San Andrés, el de los dos que atienda mejor a los marinos, transformó su caña de azúcar en licor para consuelo de los que navegan. Ésta es la explicación que da la gente de mar al origen del ron. Y, si no, pregúntele a un capitán que se esté embarcando con una mercancía insólita y una tripulación nueva, y le aseguro que

estará de acuerdo con mi historia.

--En todo caso -dijo Dorian-, este ron es capaz de engendrar una leyenda. De todas maneras, creo que esto ya hubiera sido casi una leyenda sin el ron.

Patrick se irguió en su trono forestal con el curioso y sincero sentimiento de que le acababan de hacer justicia.

--Su poema era excelente -dijo-, y el mío muy malo. Y eso no sólo porque yo no soy, como usted, un poeta, sino también porque tenía otra canción en la cabeza con una melodía distinta.

Y con los ojos fijos en la carretera ondulante recitó como para él solo:


En la ciudad de cieno, un grito cada noche

recorre el Parlamento: «¿Quién vuelve a casa?»

Mas nadie le contesta, porque es una ciudad

de muertos que pasean, de muertos ambulantes.

Pero estos hombres morirán y al final comprenderán

porque Dios, que es clemente, protege a nuestra patria.

Hombres renacidos, ¿quién vuelve a casa?

Trompetas y tambores; ¿quién vuelve a casa?

Porque hay sangre en la tierra y sangre en el mar,

sangre en el cuerpo del hombre que vuelve a casa.

Y resuena una voz: ¿Quién lucha por la victoria?

¿Quién por la libertad? ¿Quién vuelve a casa?


Y aunque declamó estos versos con voz suave y ensimismada, había algo en su actitud que hubiese intrigado a cualquier persona que no le conociese bien.

--¿Me permite que le pregunte -dijo Dorian Wimpole riendo- por qué es necesario echar mano a la espada en este momento?

--Porque -contestó Dalroy- acabamos de cruzar los límites de la ciudad de Vuelta y Revuelta y no nos queda más que dar media vuelta.

Agitó entonces su arma en dirección a Londres y brilló en la espada un reflejo pálido que venía del este, donde el cielo gris empezaba a clarear.