PRÓLOGO
Defensa del sedentarismo andante

En un momento de su juventud y según propia confesión, G. K. Chesterton estuvo a punto de rodar hacia la mente y acabó elevándose hacia las cosas. El autor inglés, que defendió a algunas grandes personalidades porque transportaban una mayor cuota de «impersonalidad», era un hombre modesto y no nos habla apenas en su autobiografía de la naturaleza de esta crisis ni nos aclara el contenido de esa «exuberancia imaginativa» que le llevó a «imaginar las más depravadas atrocidades y los peores desatinos», pero sí sabemos que a ese accidente que lo salvó en su juventud unas veces lo llama cristianismo y otras veces sencillamente salud y sabemos también que tiene que ver con el hecho de «mirar hacia afuera» y de «pasar buenos ratos». Cuando estaba casi condenado a creer en «el solo pensamiento» -hasta el punto de aficionarse al espiritismo y participar en sesiones de ouija- descubrió el sentido común, que es un sentido porque es él el que nos descubre las cosas y que es común porque sólo se activa a partir de un suelo compartido. A ese suelo común, el único en el que pueden germinar los dientes de león, la cerveza y las asambleas políticas, a Chesterton le pareció bien llamarlo Dios.

En el prólogo a El club de los negocios raros, Borges lamenta que un hombre tan ingenioso incubase siempre en sus relatos un germen de moralismo. Si Chesterton fue un moralista -pardiez- lo fue de un modo bastante raro, como bien lo demuestra el escándalo con el que, hace no muchos años, fue recibida en las comunidades cristianas de EEUU una antología de sus ensayos. Contra el aborto, Chesterton defendía el infanticidio; frente al suicidio, elogiaba el asesinato; y con tal de no ser vegetariano se inclinaba al canibalismo. A la bonhomía de un pacifismo abstracto, oponía siempre la superioridad de un plan de ataque bien diseñado. Cuando el buen párroco de la aldea en la que acababa de pronunciar una conferencia le ofrecía un té, Chesterton cruzaba la calle y se metía en la taberna. Cuando tenía que entregar un artículo al día siguiente, su mujer le encerraba con llave en el despacho para que no saliera a cantar baladas inglesas con sus amigotes. Y como para demostrar que nunca se hace el ridículo cuando uno se ríe de sí mismo, incluso aceptó disfrazar su robusta humanidad de pistolero, con cartucheras y sombrero tejano, para protagonizar una película del Oeste, dirigida por sir James Barrie, que nunca llegó a estrenarse. Chesterton quizás hubiese admirado la exquisita factura de los poemas de Borges y la sutileza de sus enigmas, pero hubiese incluido con un bostezo al argentino entre esos «deístas tristes» a los que abrumó toda su vida con un granizo de paradojas. Borges era un genio hosco, gruñón, altivo, ascético; tenía todo el empaque de un predicador y Chesterton, que los conoció de todas las clases, no podía sufrir a los predicadores. Ya predicasen el arte por el arte, el socialismo o el nombre de Cristo, siempre le pareció más decisivo, a la hora de clasificarlos, el temperamento que todos ellos compartían que las doctrinas que los enfrentaban. Nunca predicó contra ellos; los desnudó a golpes de razonamiento, los azotó, sacudió y derribó con sus argumentos e incluso arrojó a uno de ellos -o lo intentó- por la ventana. Sobre todo, les ofreció a cambio «los restos del naufragio» a los que llamamos mundo, con sus desconcertantes, loquísimas frases victorianas, para que pudiesen agarrarse a algo en el caso muy improbable de que no prefiriesen ahogarse. A los predicadores de izquierdas les reprochaba el «materialismo místico» en el que disolvían todas las diferencias, hasta el punto de no distinguir entre un cardo y una estrella o entre un clavo y una mano y al extremo de no reconocer que, por pocas que sean, las cosas buenas de este mundo son buenas. A los predicadores de derechas les afeaba su aristocratismo nihilista, que sacrificaba el patriotismo al imperialismo y los vicios más decentes a las virtudes más criminales. No soportaba a los escépticos que no creían ni en la tabla de multiplicar ni en los milagros, pero sí en los periódicos y las enciclopedias; ni a esos otros que, al mismo tiempo que sospechaban del arte, se vanagloriaban de sus propias obras. Tampoco soportaba a los creyentes desmesurados incapaces de medir una castaña y, aún menos, una montaña, tan ocupados en dejarse devorar por Dios como para desdeñar comerse un pollo; ni a esos otros tan henchidos de fe que dudaban de sus propios razonamientos y temían sus pasatiempos. A unos y a otros les reprochaba, en definitiva, lo mismo: que nunca estuviesen de humor para las cosas y que, a fuerza de no apoyar en nada su lógica o sus misterios, acabasen por predicar -y promover- la Nada contra los hombres. El cristianismo de Chesterton era tan raro como su moralismo: era una batalla para conquistar flores y bares, para hacer realidad las piedras, las parras y los niños, para convertir el vino en vino y en pan los panes, para materializar, en definitiva, la existencia de las cosas en un mundo dominado por «dos sexos y un sol», despojos en la playa que era urgente no perder, pero a los que quizás no hacía falta agregar ya nada más. Por eso, cuando Chesterton se puso a escribir vidas de santos, no pensó en el «oriental» San Antonio ni en los ambiciosos Santo Domingo o San Ignacio ni en el sutilísimo San Agustín; pensó en San Francisco, que llamaba «hermanitos» a los osos y a las nubes, y en Santo Tomás, que sentía la muy pedestre manía de inducir e inducir para llegar lo más lejos posible por una pasarela de concreciones. Frente al «materialismo abstracto» de los ateos, Chesterton reivindicaba el «misticismo concreto» del hombre ordinario. Por eso, al contrario, se rió siempre de los libertarios de salón que se azacanaban de club en club y de conferencia en conferencia obsesionados con «abrir las mentes» de los hombres: pues «(estos audaces) pensaban que el objetivo de abrir las mentes es simplemente abrirlas, mientras que yo estoy absolutamente convencido de que el objetivo de abrir la mente, como el de abrir la boca, es cerrarla de nuevo sobre algo sólido».

Pero Borges no dejaba de tener razón, aunque la razón, como ocurre tan a menudo, sólo le sirviese en este caso para privarse de un placer. El propio Chesterton reconoce en su Autobiografía que difícilmente podían llamarse novelas a los larguísimos artículos dramatizados que escribió: «no podía ser novelista, porque en realidad a mí me gusta ver las ideas y los conceptos forcejear desnudos, por así decirlo, y no disfrazados de hombres y mujeres». LA TABERNA ERRANTE, en este sentido, no es una excepción. Como en las pésimas novelas de Sade, una rutinaria trama de placeres carnales se alterna con interminables piezas de oratoria al servicio de una demostración o de un derribo. Pero si Chesterton se sitúa en las antípodas de Sade no es solamente por la naturaleza de estos placeres y el contenido de los parlamentos aquilatados en su defensa. Chesterton tenía tanto talento y tanta capacidad para disfrutar ingenuamente de él -como de cualquier otra cosa- que no podía comunicar una idea sin hacer disfrutar también al lector; es decir, sin incurrir en la literatura. Hasta tal punto era sano, mundano, feliz, que esta «caída» le parecía su mejor argumento, la premisa mayor de aquello que quería demostrar. El procedimiento era, por así decirlo, el ejemplo. En todo caso Chesterton participaba de una tradición y explotaba un modelo en el que la mejor literatura se anticipaba al nacimiento de la novela. Nunca fue capaz de construir un personaje, al estilo de Tolstoi o de Dickens; los suyos eran «arquetipos», sí, pero hay un género milenario en el que precisamente los «arquetipos» (la princesa, el mendigo, el rey, el sempiterno hijo del panadero) nos hacen gozar. Tampoco supo nunca guardar las distancias como Flaubert; sus arquetipos encarnaban diferencias absolutas, en efecto, pero hay un genero milenario en el que la frontera entre el «bien» y el «mal» (San Jorge y el dragón) nos colma de inocente satisfacción. Las cuatro novelas de Chesterton (al Padre Brown lo consideró siempre un pasatiempo) coinciden en que todas ellas defienden las leyendas y los cuentos de hadas; pero coinciden, sobre todo, en que todas ellas copian la estructura, los recursos, la entonación de las leyendas y los cuentos de hadas. El Napoleón de Notting Hill, La esfera y la cruz, El hombre que era jueves y LA TABERNA ERRANTE son todo lo contrario de «novelas de tesis»; son algo así como «leyendas de combate». De combate porque narran un torneo arquetípico e ilustran una controversia social; leyendas porque movilizan y evocan el génesis mismo de la cultura humana no menos que la Odisea o Blancanieves: la relación -a saber- entre los placeres y los límites.

Chesterton insistió una y otra vez en «el placer de los límites» como inseparable de todos los placeres humanos y como condición, al mismo tiempo, de la libertad en el mundo. El universo sólo es realmente grande si es discontinuo; el hombre sólo es realmente libre si puede abrir muchas puertas, cajones y escotillas a su paso. El minúsculo torreón vuelve inmensa la estepa, que hasta entonces era infinita; la habitación prohibida franquea el resto de la casa, que sin ella sería una gran prisión. Chesterton amaba las cosas bien definidas; es decir limitadas; es decir acabadas; es decir las cosas. Esos primeros límites, que sólo el nihilismo puede superar y que ya hace un siglo comenzaban a perder su capacidad de contención y su común valor pedagógico, son los verdaderos protagonistas de los cuentos. Contra la literatura políticamente correcta destinada a los niños, Chesterton defendía los grandes clásicos (de Perrault a Stevenson) como vehículos de una indispensable «lección de empirismo» a través de la cual se aprendía la sujeción a los colores primarios y la satisfacción de las diferencias elementales. Quizás todo lo que aprendemos en Pulgarcito es a mirarnos los dedos. Lo decisivo de Caperucita es que incluye una lista de la compra y un pequeño curso de anatomía. Lo que nos emociona de Robinson no es la lejanía de la isla a donde va a parar sino «el hacha, el loro, las armas y el pequeño depósito de grano» que constituyen todas sus posesiones. Las cosas son fortificaciones contra la indiferencia, en todos los sentidos de la palabra. Y este es precisamente el «patriotismo local» que Chesterton oponía sin cesar al imperialismo que trataba de seducir a los ingleses con un dominio inconmensurable en el que nunca se ponía el sol. «No veo ninguna utilidad a un imperio sin puestas de sol», replicaba.

Más allá de esos límites impuestos al color y a la piedra que llamamos cosas, hay otros límites inseparables del destino individual de los humanos y sin los cuales dejaríamos de hacernos daño, aunque sólo a cambio de renunciar también al placer de matarnos recíprocamente -o consolarnos y divertirnos- en una zona común. Los cuentos de hadas y las leyendas explotan y protegen aquello que todos los hombres por igual tienen de lastimoso y de risible, eso que nos lleva a compadecer al más fuerte y a reírnos del más sabio: lo «trágico común» (el hecho de que todos vamos a morir) y lo «cómico común» (todos producimos hilaridad cuando corremos detrás de un sombrero), esos dos anchísimos suelos que compartimos con el primer homínido, pero quizás ya no con los futuros sobre-hombres del capitalismo; los dos peldaños comunes que nos permiten no sentirnos completamente desamparados en una ciudad desconocida, encontrar un cierto aire de familia en un chino y en un yanomami y seguir entendiendo a Shakespeare y a Al-Muqafa, pero erosionados ahora tal vez (los peldaños) por la inmodestia de nuestros productos y la impúdica seriedad de nuestra publicidad.

Pero la «literatura popular» ilumina también esos otros límites que tienen que ver, no ya con las cosas o con los individuos -aunque los presupone-, sino con sus relaciones. Obscuramente sentimos que nuestra capacidad para disfrutar -de los cuentos y de los placeres, de nuestro vino y de nuestros congéneres- está asociada, mediante un inflexible paralogismo, a la tan ridícula como absoluta barrera que la mayor parte de las leyendas imponen a sus protagonistas. ¿Por qué prohibir a Adán y Eva las manzanas? ¿Por qué exigir a Cenicienta volver de la fiesta a medianoche? ¿Por qué ordenar a Basilio que traiga tres pelos del diablo? Lo que Chesterton quería demostrar es que la arbitrariedad de los límites garantiza la libertad de los recintos, que en las caprichosas prohibiciones de las hadas nos jugamos nuestro derecho a que la nieve sea blanca y las ciruelas redondas y que confiar más en las enciclopedias que en las leyendas anuncia un mundo en el que la higiene sustituirá definitivamente a la moral, los psicólogos a los revolucionarios y los banqueros a los héroes. Imaginemos qué quedaría de los cuentos si Dios hubiese prohibido a Adán y Eva «comer más de cinco o seis manzanas al día» o si el hada hubiese recomendado a Cenicienta que volviese «entre las doce y la una» o si el rey malvado hubiese enviado a Basilio a traerle «un montón de pelos» del diablo. El resultado sería exactamente nuestra moderna sociedad liberal, a la que Chesterton reprochaba sobre todo haber cambiado de posición las virtudes, anulando e invirtiendo sus efectos: pues ha colocado la razón al principio y los límites al final sin entender que ni se puede pensar sin medida ni se puede tampoco gozar sin lógica. Es siempre algo irracional lo que nos permite razonar, algo invisible lo que nos permite mirar y algo prohibido lo que nos hace libres. Sólo se puede mostrar aquello sin lo cual no podríamos demostrar y Chesterton cree poder señalar su evidencia en las viejas leyendas y en los cuentos populares. Somos incapaces de explicar por qué, pero lo cierto es que si Dios no hubiese prohibido las manzanas no percibiríamos el sabor de las peras ni el color de las amapolas y si Cenicienta hubiese vuelto después de la medianoche no habría sido ya libre para «elegir» a su amado. Si Dios hubiese sido «razonable» y se hubiese limitado a recomendar a Adán y Eva no atiborrarse de manzanas para evitar una indigestión, Pitágoras no habría descubierto nunca su teorema ni Noé el cultivo de las viñas ni Julieta la dulce carne de Romeo. Chesterton sabía, en todo caso, hasta qué punto había motivos para burlarse de los que creían poder prescindir de las cosas, de la muerte y de las reglas y seguir siendo razonables o -peor aún- de los que creían que para ser razonables había precisamente que prescindir de las cosas, de la muerte y de las reglas.

Motivos para burlarse de ellos, sí, pero también para temerlos. La gran carcajada que truena juguetona en las páginas de LA TABERNA ERRANTE es la manera chestertoniana de identificar y conjurar una amenaza. Chesterton siempre se defiende a risotadas, porque le hace mucha gracia no ser Dios y tener que conformarse con ridiculizar los errores y disparates de sus enemigos. ¿Qué terrible peligro revela, pues, la irresistible comicidad de esta novela de dignos borrachines vagabundos? ¿El Islam? ¿La abstinencia? ¿El arte abstracto? Chesterton, es verdad, no soportaba a los intelectuales y aristócratas que rechazaban los placeres del hombre ordinario y, dicho sea de paso, si jamás pudo entenderse con Bernard Shaw se debió menos a sus discrepancias políticas y filosóficas que a la desconfianza que nuestro autor sentía hacia un hombre que no comía carne ni bebía vino (y contra cuyas «espirituales» costumbres «he defendido siempre la institución de la chuleta y la cerveza»). En cierto sentido, LA TABERNA ERRANTE es un formidable, hilarante alegato contra el vegetarianismo y la abstinencia, lo que ya bastaría para justificar esta reedición y una nueva lectura un poco desafiante en un mundo monstruosamente higiénico en el que los asesinos de masas se preocupan por su silueta y el negocio farmacéutico amarga el carácter y abrevia la vida de los otrora risueños, respetados y saludables barrigones -con la complicidad represiva de una sociedad que ha perdido al mismo tiempo el valor, la inteligencia y la alegría. Pero el asunto es mucho más serio. La cuestión del menú solapa, si se quiere, una cuestión de clase y en este sentido LA TABERNA ERRANTE arremete a golpes de diafragma contra el «idealismo» de las clases altas. Chesterton, que siempre tomó partido por el «hombre ordinario», sabía que había «dos tipos de vida sencilla: la falsa y la verdadera». La verdadera era la de los cocheros, los obreros y los menudos ganapanes de los barrios populares de Londres. La falsa era la de los grandes burgueses y los refinados aristócratas, divididos -a decir de Chesterton- en dos grupos: los pretenciosos y los mojigatos. «Los primeros son los que quieren entrar en sociedad; los segundos, los que quieren salir de ella y entrar en asociaciones vegetarianas, colonias socialistas y cosas por el estilo». Estos dos modos de «vida sencilla», la falsa y la verdadera, están representados en LA TABERNA ERRANTE por sendos arquetipos cuyo épico antagonismo conduce, al final del relato, a la insurrección del pueblo inglés contra su gobierno. Frente a Patrick Dalroy, el proscrito irlandés, con su talla de gigante y su corazón simple, su antagonista Lord Ivywood es un miembro de la nobleza provisto de todas las virtudes que puede otorgar una buena educación. Es culto, inteligente, exquisitamente cortés; es un reputado «esteta» («lo contrario de un poeta») y está además inflamado de ideas emancipatorias. Por desgracia, se le ha concedido el poder para remodelar la civilización, a golpe de decreto, a la medida de sus sueños de armonía universal. Busca desesperadamente la sencillez y su desesperación adquiere un formato institucional. «Lo que choca en ellos», dice Dalroy, «es que siempre quieren ser sencillos y jamás despejan una sola complicación. Si les toca escoger entre el bistec y los pepinillos, verás que suprimen el bistec y se quedan con los pepinillos. Si les toca elegir entre un prado y un auto, sacrifican el prado. [...] Ve a comer con un millonario que pertenezca a una liga prohibicionista y no verás nunca que haya suprimido los entremeses ni los cinco entrantes, ni siquiera el café. Pero habrá suprimido el oporto o el jerez, porque los pobres lo beben como los ricos. Sigue observando y verás que no suprime los cubiertos de plata, pero en cambio ha suprimido la carne porque a los pobres les gusta... ¡cuando pueden hincarle el diente! Luego verás que no ha abolido los jardines lujosos ni las mansiones suntuosas. ¿Por qué? Porque son cosas vedadas a los pobres. Pero presumirá de levantarse temprano, porque el sueño es un bien que está al alcance de todas las fortunas. Es prácticamente lo único que todo el mundo puede disfrutar. Pero nadie oyó decir que un filántropo renuncie a la gasolina, a su máquina de escribir o a sus criados. ¡Ni loco! Sólo se priva de las cosas simples y universales. Renunciará a la cerveza, a la carne o al sueño... porque esos placeres le recuerdan que no es más que un hombre.». La cuestión gastronómica dirime, pues, una cuestión social, una especie de lucha de clases epicúrea y, más allá, un insoslayable problema antropológico. En la guerra entre los ricos y los pobres, entre la falsa y la verdadera sencillez, son los pobres los que representan la cultura humana y la civilización. Ese es el secreto que oculta la cruzada de los ricos contra los placeres del hombre ordinario. ¿Por qué renuncian en realidad a la cerveza, a la carne, al sueño? El portavoz irlandés de Chesterton lo explica con una frase lapidaria: «no sacrifican más que lo que les une a los demás hombres». Lo que les uniría a los demás hombres, lo que une en general a los hombres son los «lugares comunes»; y de entre todos los «lugares comunes» el más universal, el más accesible, el más democrático es la taberna. LA TABERNA ERRANTE narra este conflicto «civilizacional» -como está en boga decir hoy- entre una cultura de vínculos y una cultura de místicos, entre la raza de los racimos y la raza de las esferas: el combate, pues, entre un hombre excepcional que quiere liberar al mundo disolviéndolo en el aire y un hombre ordinario que quiere más bien encadenarlo a un barrilito de ron y a una rueda de queso. Como los lectores de cuentos saben bien, apenas si resulta paradójico que el aristócrata libertario al que molestan los límites acabe prohibiendo las tabernas mientras que al soldado que defiende las tabernas le gustaría empezar por prohibir el incesto, la poligamia y los negocios.

Comer o no comer, beber o no beber, no era para Chesterton, pues, una simple cuestión de temperamento; este «temperamento» -el de los predicadores más arriba citados, eclesiásticos o leninistas- era inseparable, el espejo o la consecuencia, de una determinada visión del mundo. Desconfiaba de Shaw más por sus costumbres alimenticias que por sus discrepancias filosóficas o políticas porque sus discrepancias filosóficas y políticas tomaban cuerpo en sus irreconciliables costumbres alimenticias. La afirmación de la cerveza o, mejor, el rechazo de los abstemios militantes era la proa de un sistema, el pecho de una filosofía; incluía al mismo tiempo una teología, una economía, una antropología y una política. La teología de Chesterton tenía que ver con su estupor agradecido ante el amarillo de una flor: «Me preguntaba yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal debía de haber vivido para haber merecido la recompensa de contemplar un diente de león». Su economía era apenas una prolongación por la misma ladera abajo: «No tiene sentido no apreciar las cosas como tampoco tiene ningún sentido tener más cosas si se tiene menos capacidad de apreciarlas». Y su antropología, por tanto, tenía que ver con los vínculos y la alegría de encadenarse: «Nunca pude concebir una Utopía que no me dejase la libertad que más estimo: la de obligarme. La anarquía completa no sólo impide toda disciplina o fidelidad, sino que imposibilita todo capricho. Es decir: que no valdría la pena comprometerse en una apuesta, si la apuesta no importase una obligación. La disolución de los contratos no sólo arruinaría la moralidad, sino que estropearía todos los deportes».

¿Y su política? De joven se consideraba socialista porque «la única alternativa a ser socialista era no serlo» y no ser socialista «era algo absolutamente espantoso». Significaba ser «un imbécil y un snob arrogante» o «un horroroso viejo darwinista» partidario de mandar a «los más débiles al paredón». Pero fue socialista «a regañadientes» como fue un demócrata a su manera, en nombre de los viejos gremios medievales traicionados por el Parlamento burgués. Fue socialista y defensor de la democracia contra lo que él llamaba con enorme desprecio la «plutocracia» capitalista, que había comprado los periódicos, socavado las instituciones y quemado sueños y vidas en las chimeneas de las fábricas. «Es cierto que podemos decir que la democracia ha fracasado, pero eso sólo significa que ha fracasado su puesta en práctica. Es una tontería decir que los complejos y centralizados Estados capitalistas de los últimos cien años han sufrido por una extravagante idea de la igualdad de los hombres o por la simplicidad del ser humano. Lo máximo que podríamos decir es que la teoría cívica ha proporcionado una suerte de ficción legal a la que un hombre rico se podía acoger para gobernar una civilización cuando antes sólo podía gobernar una ciudad, o con la que un usurero podía lanzar sus redes sobre seis naciones cuando antes sólo podía lanzarlas sobre una aldea». Chesterton odiaba esta «plutocracia» por razones estéticas y morales, por lo que producía y por lo que destruía; y contra ella propuso siempre el programa muy inglés de devolver la propiedad a los obreros en la forma de una vivienda unifamiliar rodeada de un jardincillo.

Pero las objeciones de Chesterton a la «plutocracia» que se ha apoderado del planeta no eran sólo de orden político ni atañían únicamente a la suerte individual de todas esas víctimas de la miseria interesada, la muerte inducida y la explotación. Para Chesterton el capitalismo incluía sobre todo un elemento inhumano, en el sentido más esencial de que transformaba por completo la naturaleza social de la humanidad. De esto se ocupan precisamente los disparates de LA TABERNA ERRANTE. «Los pensamientos más profundos», decía Chesterton, «son lugares comunes». Hemos hablado de lo que une a los hombres, del suelo compartido y del sentido común y de hasta qué punto la grandeza imprescindible de estos pilares depende de cosas muy pequeñas: cosas de comer, cosas de usar, cosas de mirar*. El capitalismo, al minar, desmantelar y deshacer todos los «lugares comunes» (de la plaza a la taberna, de la familia a la asamblea) hace imposibles los «pensamientos más profundos», pero también las bromas más ligeras; desbarata los compromisos más estables, pero también las compasiones más divertidas; destruye para siempre ese «hombre ordinario» cuya resistencia le parecía a Chesterton la mejor garantía contra los delirios de la razón pura. El «hombre ordinario» no es una necesidad de la naturaleza; es sólo, por desgracia, una necesidad política. Hoy, en cualquier caso, al menos en Occidente, no cabe esperar que los hombres se rebelen en masa para defender sus tabernas -aunque

sí tal vez sus televisores- o que asalten la sede del gobierno para que les devuelvan las plazas invadidas por los automóviles -aunque sí tal vez para que abran más temprano los concesionarios. Chesterton entendió muy bien ese proceso de ablandamiento, fluidización y disolución de todas las cosas acabadas y de sus vínculos concomitantes en el pasapurés del capitalismo globalizado; supo ver por anticipado la sustitución del «mundo», con sus relaciones entre objetos verticales y sus referencias firmes, por un «mundus» líquido, siempre incompleto, siempre renovado, en el que todo el tiempo disponible está dedicado a ganar más tiempo (para ganar más tiempo) y en el que por eso nunca hay suficiente (tiempo) para desgastar los instrumentos ni para pararse a mirar -allí- los cuerpos, las palabras y las flores; reconoció los primeros signos de una agresión antropológica sin precedentes mediante la cual el «materialismo abstracto» de los ricos estaba a punto de dejar a una gran parte de la humanidad sin el refugio de una sociedad en la que poder seguir reproduciendo, como al bies o entre líneas, inalcanzables para los predicadores, los lazos más básicos de la supervivencia. Supo ver todo esto, pero quizás confió demasiado en la capacidad del «sentido común» para soportar la agresión y sublevarse. ¿O no?

Puede parecer extraño que la reciente recuperación en España de un autor de derechas -irregular, heterodoxo, pero de derechas- venga haciéndose, de algún modo, desde la izquierda. A mí no. La apocalíptica descripción que hace el Manifiesto Comunista de ese torrente en el que se disuelven «la dignidad personal», «los abigarrados vínculos feudales» y las «venerables tradiciones» y en el que «todo lo estable se esfuma» y «todo lo santo es profanado» se han hecho angustiosa, dramáticamente realidad; y conviene preguntarse si, antes de seguir adelante, no es necesario recomponer algunos de esos lazos para poder, al mismo tiempo, combatir desde alguna parte y conservar alguna cosa para cuando haya que comenzar de nuevo. La explosión de movimientos «indigenistas» en todo el mundo y el aumento del poder de licuefacción global del capitalismo contra el que éstos se organizan debe invitar a la reflexión. Durante dos siglos la izquierda ha temido enfrentarse a la «cuestión antropológica», atrapada como estaba en la tiranía «progresista» del capitalismo, a la que ha sucumbido a menudo henchida de entusiasmo. El Orwell desencantado de la guerra de España columbró quizás el error. También ahora el subcomandante Marcos. En todo caso, tenía mucha razón Chesterton al denunciar burlonamente la placenta común al socialismo y al imperialismo. El capitalismo ha convertido en pesadillas atenazadoras todos y cada uno de los sueños emancipadores del socialismo, lo que tal vez demuestra que esos sueños se habían incubado en un suelo parcialmente podrido. El socialismo demandaba un mundo nuevo y el capitalismo nos proporciona uno cada mañana, sin historia y sin memoria, a cuya modernísima hechura los hombres tienen que ajustar su «antigüedad» física y moral. El socialismo quería producir más valores de uso y el capitalismo ha arrojado sobre nuestras cabezas tal avalancha de mercancías que su propio exceso suspende toda condición de uso. El socialismo quería eliminar la división del trabajo y las «especializaciones» alienantes («cazadores por la mañana, pescadores al mediodía, pastores por la tarde y críticos literarios después de cenar», sugería Marx) y el capitalismo nos ha concedido inmediatamente el trabajo precario, la flexibilidad laboral, la deslocalización y las empresas de empleo temporal. Frente a la utopía con dientes y sobre ruedas del capitalismo, los movimientos antiglobalización y el nuevo socialismo deben articular una respuesta al mismo tiempo revolucionaria, reformista y conservadora. Debe ser, en efecto, revolucionaria en el ámbito económico, reformista en el ámbito político y conservadora en el ámbito antropológico. Debe transformar la estructura de la propiedad y la distribución de riqueza que la acompaña. Debe aprovechar y corregir algunos de los «progresos de la razón» cristalizados en instituciones que sólo pueden funcionar bien fuera del capitalismo, pero que deben aún cumplir su papel. Y debe, finalmente, conservar las cosas, ecológica y ontológicamente amenazadas, y las buenas relaciones humanas que en torno a ellas se traban. La primera radical transformación del mundo que debemos abordar es la de conservarlo. Ya hemos «progresado» lo suficiente; de hecho hemos progresado tanto que hemos dejado atrás algunas de las estaciones correspondientes a Otros Mundos Posibles modestamente superiores a éste. Ahora de lo que se trata -de lo que debe tratar un nuevo proyecto de izquierdas- es de pararse.

La dificultad estriba en los procedimientos de un combate librado en las mismas condiciones que dicta el torrente a restañar. Amador Fernández-Savater, gran lector de Chesterton y él mismo de temperamento muy chestertoniano, formula esta paradoja al preguntarse si los que aspiramos a una vida «digna de vivirse», basada «en costumbres y no en modas, en leyendas y no en rumores, en tradiciones y no en caprichos, en lazos sociales duraderos y arraigados en lugares vivos» no estaremos condenados, «como Moisés», a renunciar a «la tierra prometida». Pensar en tiempo real, organizar respuestas puntuales y lábiles, volver a empezar una y otra vez frente al recomienzo brutal del capitalismo: «es muy difícil» -dice Fernández-Savater- «simplemente `resistir' mientras todo se desmorona: muchas veces se impone más bien `surfear' ese desmoronamiento y ver si se puede reconstruir algo más adelante y en otro sitio». Pues, en efecto, «uno se termina pareciendo a aquello que combate: disperso, inestable, sin hábitos, agitado sin fin ni finalidad». La solución a este problema habrá también que construirla sobre la marcha, pero Chesterton nos ofreció a cambio un cuento, LA TABERNA ERRANTE, en el que el irlandés Dalroy y el viejo Hump, fugitivos pero combatientes, ruedan y ruedan con su barrilito y su queso, parándose de vez en cuando -y ésta es al mismo tiempo su forma de lucha y de supervivencia- para clavar en el suelo la muestra de El Viejo Navío. Cada vez que lo hacen se produce el milagro y cristaliza alrededor una sociedad completa; la barrica y el queso son el centro de una telaraña fantástica de placeres comunes y compromisos concretos. La solución es siempre un cuento. La solución es LA TABERNA ERRANTE: las tabernas errantes, los cimientos flotantes, el sedentarismo andante: «la comunidad» -dice Fernández-Savater- «de los que ya no tienen comunidad, la patria de los que ya no tienen patria, la casa de los que ya no se sienten en casa en ninguna parte». De la paupérrima complexión de nuestra cultura dan buena medida los sórdidos intersticios donde aún coagula un poco de espesor social (los viajes organizados, por ejemplo, que los turistas contratan no por comodidad sino llevados de la sed antigua de una aventura común). Pero cabe hacer la agotadora revolución permanente, y perderla permanentemente, ganando sin embargo la hucha de muchos buenos ratos anticipatorios. El pasaje más chestertoniano de Marx es ése de los Manuscritos del 44 en el que nuestro viejo y a menudo malhumorado maestro habla de los obreros comunistas que se reúnen para «ocuparse de entrada de la teoría, la propaganda, etc.». Pero hete aquí que, mientras discuten del destino de la humanidad, estos hombres simples y curtidos «fuman, comen y beben»; y cada vez que fuman, comen y beben les colma «la compañía, la asociación, la conversación que abarca el conjunto de la sociedad» y «la fraternidad humana es para ellos una verdad y no una simple frase». Fumar, comer, beber... ¡diablos! ¡Quiera Dios que nunca seamos lo bastante ricos para tener que renunciar también a eso!

Se dirá que Chesterton era un pensador reaccionario. Su teoría del pecado original y su visión de una «guerra de civilizaciones» -apuntada también en las páginas de LA TABERNA ERRANTE- lo emparentan quizás con Donoso Cortés. Su «democracia de los muertos» parece muchas veces inspirada en Burke, en De Bonald o De Maistre. Pero Donoso, Burke, De Bonald y De Maistre eran predicadores. Podían predicar la salvación del genero humano, las excelencias de la tradición o incluso la felicidad, pero no podían hacer feliz a nadie. «La única objeción que tengo que hacer a una pelea es que pone fin a una discusión», decía Chesterton. Nos lo imaginamos en un pub londinense de atmósfera fuliginosa, los pies frente a una chimenea crepitante, un estofado de carne sobre la mesa y una gran jarra de cerveza caliente en la mano, inmenso, un poco colorado, la corbata desanudada con británica compostura, discutiendo con quince parroquianos a la vez y haciendo retorcerse de risa a toda la concurrencia, simples y letrados, amigos y enemigos. Un hombre así tiene por fuerza algo que enseñarnos, aunque sólo sea esto: que mucho más importante que encontrar la solución es poder discutir eternamente el problema en torno a un barrilito de ron y una rueda de queso.

Nos hacen reír las cosas claras, las cosas grandes, las cosas muy ruidosas. Nos reímos también de comprender, de haber comprendido. LA TABERNA ERRANTE puede hacer gozar a todo el mundo, pero el que no sea feliz con este libro entre las manos jamás podrá ser un revolucionario.


SANTIAGO ALBA RICO