16. Los siete estados de ánimo de Dorian

Es muy probable que el eterno reloj de todos los lunáticos, que con tanto brillo iluminaba aquella noche -como un penique de plata-, ejerciese alguna influencia mágica. Ya que no solamente había iniciado a Mr. Hibbs en el culto de Dionisos y a Mr. Bullrose en las costumbres arbóreas de sus antepasados, sino que asistió también a una notable y valiosa metamorfosis en Mr. Dorian Wimpole, el poeta de los pájaros. Ni más malvado ni más tonto que Shelley, era un hombre que había esterilizado su espíritu a lo largo de una existencia pasada en un mundo insincero e indirecto, en el que las palabras sustituían a las cosas. No había tenido la menor intención de matar de hambre a su chófer, ni se había dado cuenta de que el hecho de olvidarlo completamente era un crimen aún más grave. Pero a medida que pasaron las horas y se halló solo con el asno y la luna, fue atravesando una serie de fases vehementes que sus amigos cultos hubieran calificado de estados de ánimo.

El primero, me duele decirlo, consistió en un terrible ataque de odio puro y negro. Como no tenía la más vaga idea de los agravios que había inferido al chófer, suponía que se había dejado intimidar o sobornar por los demoníacos verdugos del pollino. Y en aquel momento él mismo hubiese sido mucho más capaz de atormentar al chófer que lo fue jamás Mr. Pump de torturar a un asno, porque no hay hombre cuerdo que sea capaz de odiar a un animal. Mientras disparaba a puntapiés las piedras de la carretera, deseaba que cada una de ellas hubiese sido el chófer fugitivo; mientras arrancaba a puñados los helechos del bosque, se hacía la ilusión de que le tiraba de los pelos. Llegó a dar puñetazos a los árboles, en los cuales parecía hallar una forma y una expresión que le recordaban el objeto de su odio. Pero pronto hubo de renunciar a aquel ejercicio porque en aquel combate unilateral los árboles conservaban no menuda ventaja. Pero el bosque y el mundo entero no eran más que una especie de encarnación panteísta del chófer, y Mr. Wimpole lo aporreaba dondequiera que creyese verlo.

El lector reflexivo no dejará de notar que Mr. Wimpole, al hacer esto, se había elevado considerablemente en lo que él mismo habría llamado «la escala de los valores cósmicos».

Porque, después de haber amado de veras a una criatura, nada mejor que odiarla, sobre todo cuando esa criatura es un hombre más pobre que uno mismo y del que se está separado por toda la rigidez de los hábitos sociales. Tener ganas de matar a un hombre es al menos reconocer que existe, y más de uno ha visto amanecer en su alma un sentimiento democrático sólo porque ha deseado apalear a su mayordomo. Y sabemos, por el testimonio irrefutable de Mr. Humphrey Pump, que fue después de perseguir a su bibliotecario pistola en mano a través de tres villas cuando sir Merriman se convirtió para siempre a las doctrinas radicales.

Por lo demás, la rabia sirvió de desahogo al poeta, que vino pronto a desembocar en otro estado de espíritu más sensato y reflexivo.

--¡Así es como se portan esos malditos primates y después tienen la desfachatez de decir que el burro es un ser inferior! ¡Y quiso montarlo! ¡Qué le parecería que el burro le montara a él! ¡Pobre animalito!

Al sentirse acariciado, el paciente cuadrúpedo dirigió una tierna mirada a Dorian Wimpole, que descubrió con una especie de sorpresa subconsciente que quería de veras a aquel asno. Al mismo tiempo, de forma inconsciente, algo se desveló y le dijo que en realidad no había querido nunca a un animal.

Sus poesías sobre las criaturas menos celebradas eran sinceras, tan sinceras como frías. Cuando afirmaba que amaba a un tiburón, lo único que quería decir es que no tenía motivo alguno para detestarlo, en lo cual estaba en lo cierto. Por mucha razón que tengamos para evitar a un tiburón, no tenemos motivo para odiarlo. Y cualquier monstruo del abismo es una criatura inofensiva, mientras permanezca en un acuario... o en un soneto.

Pero comprendía ahora que su amor a las criaturas acababa de transformarse y seguía un camino inverso al habitual. El asno ya no era un animal ajeno, sino un compañero. Le resultaba simpático a causa de su cercanía, no a causa de su alejamiento. Si la ostra le atrajo, fue porque era absolutamente distinta del hombre, como no sea que se considere rasgo de vanidad humana y masculina la barba que lleva el susodicho molusco, al igual que arbitrariamente se puede considerar, como afirmaba Dorian en uno de sus poemas, que la vanidad femenina se encuentra en la belleza de una perla. Pero en el curso de aquella desesperante velada en el místico anfiteatro de pinos, lo que le acercó al asno fue su relativa semejanza con el hombre, el hecho de que tuviera ojos para ver y orejas para oír, aunque éstas fuesen de dimensiones desproporcionadas.

--El que tenga orejas para oír, que oiga -dijo rascando afectuosamente los amplios pabellones cubiertos de pelo gris-. ¿No levantas las orejas hacia el cielo? Tal vez serás el primero en oír la trompeta del Juicio Final.

Con un ademán que casi parecía una caricia humana, el asno frotó su hocico contra la manga. Y Dorian se preguntó, con sorpresa, cómo sería la caricia de una ostra. Cuanto le rodeaba estaba henchido de belleza, pero era terriblemente inhumano. Sólo en la primera explosión de su cólera había creído reconocer las facciones de un ex taxista de Kennington en la corteza de un pino. Ni árboles ni helechos tenían orejas largas, capaces de estremecerse, ni ojos tiernos capaces de mirar. Acarició de nuevo al burro.

El burro le había reconciliado con el paisaje y en su tercer estado de ánimo Wimpole comenzó a percibir belleza en cuanto le rodeaba. Y a fuerza de reflexionar, ya no estaba tan seguro de que aquella belleza fuese inhumana. Sentía, por el contrario, que era cuando menos medio humana y que el halo de la luna que se ponía tras los pinos, si era bello, lo era porque evocaba la aureola suavemente irisada de un santo antiguo, y si los árboles eran nobles, lo eran porque erguían la cabeza altivamente, como las vírgenes.

Un mundo de ideas vagas y extrañamente familiares empezaba a invadir su espíritu. La más clara se refería a una cierta «imagen de Dios» de la que había oído hablar. Cada vez veía mejor que todo lo que le rodeaba, desde las acederas y los helechos al borde de la carretera hasta el asno, estaba ennoblecido y santificado por su semejanza con otra cosa. Era como si fuesen dibujos de niños: los primeros esbozos precipitados y toscos de la naturaleza en su primer cuaderno de piedra.

Se había echado sobre un montón de agujas de pino para gozar a sus anchas de la sombra que invadía el pinar a medida que la luna se ponía. Nada hay más profundo ni más admirable que un bosque frondoso de pinos, impenetrable, cuando la sombra de los más próximos se perfila apenas sobre la de los más alejados, para formar un jaspeado de plata sobre gris y de gris sobre negro.

Se hallaba en un momento de tan puro deleite que cogió una aguja de pino y se puso a filosofar.

--¡Nos hablan de estar sentados sobre agujas! -exclamó-. Supongo que se refieren a la que Eva manejó en el Paraíso. ¡La leyenda tenía razón! ¡Imaginad lo que sería sentarse sobre todas las agujas de Londres! ¡O sobre todas las agujas de Sheffield! ¡Sobre cualquier clase de agujas, excepto las del Paraíso! ¡Ah, cuánta razón tenía la vieja leyenda! ¡Las agujas de Dios son más suaves que las alfombras de los hombres!

Miró con gusto los diminutos habitantes de la selva que salían arrastrándose de los verdosos repliegues del terreno. Recordó que en la leyenda los animales eran tan mansos y cómicos como el asno, y pensó entonces en Adán bautizando a los animales.

--Te llamaré Meneón -dijo a un escarabajillo.

Las babosas y los gusanos le inspiraron una curiosidad apasionada. Sentía, por unas y otros, un interés de tipo realista que no había experimentado nunca y que era exactamente de la misma naturaleza que el que siente un hombre por un ratón cuando se halla en la cárcel; el sentimiento de un hombre atado de pies y manos obligado a fascinarse por las cosas ínfimas. Y aunque las criaturas de la especie de los gusanos sólo se presentan de tarde en tarde, Wimpole se dio cuenta de que hubiese aguardado horas y horas por tener el gusto de conocerlas. Una, entre las demás, le llamó la atención por lo larga que era y por su manera de volver la cabeza en dirección de una de las patas delanteras del burro. Ciertamente, tenía cabeza, cosa que falta a la mayoría de gusanos.

Dorian Wimpole estaba poco versado en ciencias naturales; no conocía de ellas más que lo que había encontrado una vez hojeando una enciclopedia para atender a las necesidades de un villancico idealista. Pero como toda la información que entonces recabó no era más que una serie de hipótesis sobre el origen de la risa en las hienas, no le sirvió de mucho en este caso. Aunque conocía mal la historia natural, sabía lo suficiente para decirse que un gusano no tiene cabeza y menos una cabeza chata como una pica. Sabía lo bastante para recordar que existe aún en la campiña inglesa, aunque sea raro, un ser con la cabeza de dicha forma que repta por el suelo. En una palabra, sabía lo bastante para atravesar rápidamente la carretera y descargar un taconazo brutal sobre la columna vertebral del bicho y partirlo en dos pedazos, que siguieron retorciéndose unos instantes antes de inmovilizarse del todo.

Lanzó entonces un gran suspiro. El asno, cuya pata había corrido gran peligro, no dejó por ello de mirar a la víbora muerta con ojos de una inalterable dulzura. El propio Dorian la seguía contemplando con sentimientos que no acertaba a detener ni a comprender hasta que recordó cómo un rato antes había comparado aquel bosquecillo al Edén.

--E incluso en el Edén... -dijo finalmente; y entonces las palabras de Fitzgerald16.1 se detuvieron en sus labios.

Y mientras se entretenía con tales palabras y tales pensamientos ocurrió algo a su alrededor; algo que había escrito y leído miles de veces, pero que no había visto nunca en la vida. De pronto se filtró a través del follaje una débil claridad nacarada más misteriosa que el claro de luna. Parecía irrumpir por todas las rendijas, por todas las puertas y ventanas del bosque, pálida y silenciosa, pero confiada como un hombre que acude puntual a una cita; pronto su vestido blanco se adornó con festones rojos y dorados y su nombre era amanecer.

Rato hacía ya que los pájaros habían empezado a cantar sonoramente, sin llamar la atención del poeta de los pájaros. Pero cuando el trovador vio con sus propios ojos cómo la densa luz del día desbordaba por encima de los bosques y de la carretera, experimentó una emoción curiosa. En pie, inmóvil, sobrecogido y deslumbrado, había visto desarrollarse el mágico espectáculo hasta su apoteosis; hasta que las piñas y los helechos, el asno vivo y la víbora muerta aparecieron tan distintos como en pleno mediodía o como en una pintura prerrafaelista. Y en aquel momento ingresó, como de un empujón, en su cuarto estado de ánimo y cogió la brida del asno con ademán de llevárselo.

--¡Qué diablo! -proclamó con voz gozosa como la del gallo que acababa de sonar en un corral lejano-. No todo el mundo ha matado a una serpiente.

En seguida agregó en tono más reflexivo:

--Apuesto a que el doctor Gluck jamás ha llegado a tanto. Ven, borrico, vamos a buscar aventuras.

Combatir el mal es el origen de todo placer y hasta de toda diversión. Ahora que acababa de matar la serpiente, el bosque entero parecía alegrarse. Era una de las falacias de su cuadrilla poética la de colgarle a cada emoción una etiqueta literaria, pero en este caso no sería inexacto decir que había pasado del estado de espíritu de Maeterlinck al de Whitman y del de Whitman al de Stevenson. No había sido únicamente por afectación hipócrita por lo que había expresado su gusto por los pájaros dorados de Asia o por los pólipos purpúreos de los mares del sur, como no era tampoco por hipocresía que iba a buscar aventuras cómicas a lo largo de una carretera inglesa. Y no fue culpa suya, sino pura desgracia, si la primera de sus aventuras resultó también la última y demasiado cómica para reírse.

Ya se había caldeado el cielo lívido de la mañana hasta tomar un azul pálido en que navegaban esas nubecillas sonrosadas y rollizas que sin duda dieron origen a la leyenda de los cerdos voladores. En la hierba los insectos charlaban con tal jovialidad que hasta la brizna más insignificante parecía dotada de lengua. Todos los objetos que quebraban la línea del horizonte parecían elegidos expresamente para animar aquella alegre aventura. Se divisaba un molino de viento que pudo estar habitado por el molinero de Chaucer o ser embestido por el héroe de Cervantes. Había un viejo campanario con techo de plomo, escalado quizá por Robert Clive.16.2 Y lejos, hacia Pebblewick y hacia el mar, se columbraban los restos de dos postes desconchados que, según asegura hoy Humphrey Pump, constituyen los vestigios de un columpio de niño, pero que para los turistas no pueden ser más que los restos de una antigua horca. Nada tiene de particular que en el júbilo de aquella mañana Dorian y su asno marchasen a buen paso carretera adelante. El asno hacía pensar a Dorian en Sancho Panza.

No se interrumpió su gozosa meditación sobre la carretera blanca y la brisa hasta que el claxon de un auto hirió sus oídos mientras el suelo se estremecía bajo la sacudida de unas ruedas

bruscamente frenadas y una mano pesada caía imperiosamente sobre su hombro. Levantó la vista y contempló el uniforme completo de un inspector de policía. La cara le tenía sin cuidado. Pero fue en aquel momento cuando entró en su quinto estado de ánimo, el de lo inesperado, que el vulgo suele denominar Asombro.

En su estupefacción volvió los ojos al auto que tan bruscamente acababa de detenerse. El hombre del volante se mantenía tan tieso y tan impasible que Dorian comprendió en seguida que era otro policía. Pero en el asiento de detrás aparecía un personaje, de muy otro talante, que le sorprendió aún más porque estaba seguro de haberle visto ya en alguna parte. Era un individuo largo y delgado, con hombros caídos y vestido con un desaliño que no impedía darse cuenta de que ordinariamente vestía con más corrección. Sus cabellos eran de un rubio claro y uno de sus mechones se empinaba sobre la frente como el plumero de una garza, uno de los animales predilectos de Dorian. Otro mechón le caía sobre el ojo, encarnando la parábola de la viga en el ojo. Sus ojos, con o sin vigas, tenían una expresión algo desconcertada, mientras el personaje trataba nerviosamente de arreglarse el nudo de la corbata. Dicho individuo no era otro que Hibbs, que apenas estaba repuesto de aventuras que constituían para él una completa novedad.

--¿Qué diablos desean de mí? -preguntó Wimpole al policía.

Su rostro, en que se leía una sorpresa no menor que su inocencia, debió de influir, junto con ciertos detalles de la indumentaria, en los juicios del agente de la autoridad.

--Pues tiene que ver con este burro, señor.

--¿Acaso imagina que lo he robado? -exclamó el aristócrata, indignado-. ¡Vamos, esto es una locura! Unos ladrones me roban el coche y salen pitando. ¡Yo salvo su burro arriesgando mi vida y ahora resulta que es a mí a quien detienen por haberlo robado!

El elegante traje del aristócrata sin duda debía de ser más elocuente que sus palabras, porque el policía dejó caer la mano que había puesto sobre su hombro y, después de consultar unos papeles que llevaba en la otra, volvió a atravesar la carretera para ir a conversar con el individuo del cabello alborotado que se había quedado en el coche.

--Parece que se trata del carro y del burro, pero el traje no encaja con la descripción que nos ha dado.

Mr. Hibbs no conservaba más que un recuerdo sumamente vago y turbio de lo que había visto. Ni siquiera podía distinguir lo que había visto de lo que había soñado. Si hubiese sido sincero habría confesado que sólo recordaba una especie de pesadilla verde en una selva, en la cual se hallaba en poder de un ogro de cuatro metros de estatura con una cabellera de fuego y vestido como Robin Hood. Pero su inveterada costumbre de «dejar las cosas como están» le había hecho tan incapaz de confesar a nadie ni a sí mismo lo que pensaba realmente, como de escupir en un salón o de ponerse a cantar en aquel instante. Por el momento no tenía más que tres motivos o razones de obrar: 1º, no admitir que se había emborrachado; 2º, no dejar escapar a nadie de los que lord Ivywood podía querer interrogar, y 3º, y último, no perder su reputación de hombre sagaz y diplomático.

--Como puede ver -continuó el inspector-, esa persona lleva un chaqué de terciopelo marrón y un gabán de pieles y en las notas que he tomado consta que usted me dijo que el individuo de marras llevaba una especie de uniforme.

--Quien dice uniforme -repuso Mr. Hibbs con un fruncimiento de cejas muy intelectual-, quien dice uniforme, quiere decir varias cosas. Algunos de nuestros amigos no enfocan el asunto del mismo modo que nosotros -y sonrió con indulgencia-. Algunos de nuestros amigos se oponen quizás al empleo del vocablo «uniforme». Pero, vamos por partes... No se trataba, por ejemplo, de un uniforme de policía. Ja, ja...

--Así lo espero -dijo el inspector de manera cortante.

--Pero, no obstante... -dijo Hibbs volviendo a dar al fin con su talismán verbal-, quizá se trataba de un terciopelo pardo, en la oscuridad...

El inspector acogió esta sugerencia con cierto asombro.

--¡Pero, por Dios, si había una luna que alumbraba como a pleno sol! -protestó.

--¡Sí, sí! -exclamó Hibbs en un tono en que se mezclaban agradablemente la certeza con la impaciencia-. Sí... pero la luna decolora las cosas. Las flores y los objetos...

--¡Vamos a ver: usted dijo que el más grande de los dos era pelirrojo!

--¡Rubio! ¡Rubio! -replicó Hibbs agitando las manos con una especie de ligereza solemne-. Era un pelo que podía ser rojizo, amarillento y hasta castaño.

Sacudió la cabeza y concluyó, dando a las palabras todo el peso posible:

--Teutónico, ¡puramente teutónico!

El inspector empezaba a admirarse de que, después del desconcierto consiguiente a la herida de lord Ivywood, le hubiesen puesto bajo la dirección de semejante guía. La verdad es que fue Leveson quien, fiel a su sistema de escurrir el bulto fingiéndose muy atareado, había descubierto a Hibbs sentado a una mesa, junto a una ventana abierta, con ojos somnolientos, pelo alborotado, y a punto de tomar cierta medicina para aclararse la cabeza. Al ver que razonaba con cierta lucidez, aprovechó sin escrúpulos la semiinconsciencia en que todavía se hallaba sumido, para endosarle la misión de guiar a la policía en su persecución de los fugitivos. Pensó que incluso a la mente de un borracho que comenzaba a recuperar la sobriedad podría confiársele la tarea de reconocer a alguien tan inconfundible como el capitán.

Pero por más que el diplomático se hallase aún bajo el efecto de sus recientes excesos, su terror de las responsabilidades y su capacidad para la diplomacia ya estaban otra vez en alerta. Tenía la seguridad de que el hombre del gabán de pieles, de un modo u otro, tenía que ver en el asunto, puesto que no es corriente que las personas con gabán de pieles vayan tirando de un burro. Temía

irritar a lord Ivywood y temía también comprometer su reputación a los ojos de la policía.

--Usted tiene plenos poderes -le dijo gravemente-. Es legítimo que use de ellos en provecho del interés público. Opino que por el momento obraría perfectamente deteniendo a ese hombre.

--¿Y el otro? -preguntó el policía arrugando el entrecejo-. ¿Cree que ha huido?

--¿El otro? -repitió Hibbs, fija la mirada en el lejano molino de viento como para apreciar un matiz delicado recién introducido en un problema ya sobradamente complejo.

--¡Qué diablos, no me diga que no recuerda si eran dos o uno solo! -exclamó el policía.

El cerebro de Hibbs comenzó a caer en la cuenta, para su exasperación, de que precisamente sobre aquel punto no podía fijar sus recuerdos. Había oído decir y había leído en las publicaciones humorísticas que los borrachos ven las cosas dobles y que cuando tienen ante la vista dos faroles de gas, por lo menos uno es (como diría la Crítica Eminente) puramente subjetivo. Novato en la materia, se inclinaba a pensar, de acuerdo con las ideas corrientes, que los dos hombres que había creído ver en realidad pudieron ser uno solo bajo los efectos del alcohol.

--Dos hombres, o un hombre, ¿comprende? -decía con una especie de despreocupación-. Más tarde tocaremos el tema numérico. De todos modos, no podían ser muchos. Eso está fuera de duda. Y, como decía lord Goschen: «Con la estadística puede probarse todo».

En aquel momento surgió una interrupción al otro lado de la carretera.

--¿Y hasta cuándo creen que voy a estar esperándoles a ustedes y a sus Goschen, grandísimos imbéciles? -fueron las palabras irritadas que brotaron de labios del poeta de los pájaros.

--¡Que me aspen si soporto esto un minuto más! Vamos, borrico, vamos y esperemos que nuestra próxima aventura sea más divertida. Esta gente pertenece a una raza muy inferior a la tuya.

Cogió la brida del animal y lo arrastró con tanta prisa que se diría que iba a ponerlo al galope.

Desgraciadamente, aquella desdeñosa tentativa para reconquistar la libertad era la única cosa que podía inclinar la inteligencia del inspector a cometer el error que precisamente quería evitar. Si Wimpole se hubiese estado quieto un par de minutos más, el inspector, que no tenía un pelo de tonto, habría acabado por comprender la inconsistencia de la versión de Hibbs. Hubo, pues, refriega, no sin intercambio de coscorrones, y, por fin, el honorable Dorian Wimpole, acompañado de su asno y de su carro, se vio conducido hasta el pueblo más cercano en que había una comisaría. Le metieron en un calabozo. Y fue en este calabozo donde alcanzó su sexto estado de ánimo.

Sus protestas fueron tan ruidosas y convincentes, y su gabán era de manera tan indiscutible un gabán de pieles, que al cabo de un tiempo perdido en inútiles pesquisas, decidieron trasladarlo aquella misma tarde a casa de los Ivywood, donde había un magistrado momentáneamente inmovilizado por la bala que acababan de extraerle de la rodilla.

Hallaron a lord Ivywood tendido en una otomana violeta, en medio del batiburrillo decorativo de sus habitaciones orientales. Cuando entraron los policías con su presa, fijó la vista en otro punto de la estancia, como si se preparase con impasibilidad enteramente romana para la aparición de un enemigo implacable. Pero lady Enid Wimpole, que se había constituido en enfermera del herido, lanzó un grito agudo y los tres primos se encontraron frente a frente. Era fácil adivinar que los tres eran primos, ya que todos tenían cabello rubio (como había apreciado sagazmente Mr. Hibbs). Pero el semblante de dos de aquellas personas rubias expresaba asombro, mientras que en el tercero predominaba la rabia.

--Lo siento mucho -dijo Ivywood después de haber oído el relato completo-. Temo mucho que esos fanáticos sean capaces de todo y comprendo que les guardes rencor porque te han robado el auto.

--Te equivocas, Philip -contestó enfáticamente el poeta-. No tengo el menor resentimiento contra ellos porque me hayan robado el coche. Lo que me inspira un gran resentimiento es la existencia constante sobre el mundo de este idiota -dijo señalando al serio Mr. Hibbs-, de este otro idiota -refiriéndose al inspector- y, ¡maldita sea!, de ese tercer idiota -y tendió el índice en dirección a lord Ivywood-. Te voy a hablar francamente, Philip. Si de veras hay alguien, como tú pretendes, que no tiene más empeño que desbaratar tus planes y convertir tu vida en un infierno... me felicito de poner mi coche a su disposición. Y ahora, buenas tardes.

--¿No te quedas a cenar? -preguntó Ivywood con una frialdad conciliadora.

--No, gracias -dijo el bardo retirándose-. Vuelvo a la ciudad.

El séptimo estado de ánimo de Dorian Wimpole tuvo su apoteosis en el Café Royal y consistió principalmente en un copioso consumo de ostras.