14. La criatura que el hombre olvida

A pesar del revuelo que produjo la herida de lord Ivywood y de las dificultades con que luchó la policía para abrirse camino a lo largo de la costa, es casi seguro que los fugitivos de la taberna rodante hubiesen sido atrapados si un incidente que, curiosamente, tenía su origen en los debates que se desarrollaban en Ivywood sobre el vegetarianismo no lo hubiese impedido.

Lord Ivywood tardó en descubrir lo que acontecía en su jardín por culpa, principalmente, de un largo discurso que Joan no había oído y que fue pronunciado antes de la alocución final del doctor Gluck. Desde luego se trataba de la charla de un excéntrico. La mayoría de los oyentes y casi todos los oradores eran, en un género o en otro, verdaderos excéntricos. Pero el orador a que nos referimos ahora era un excéntrico muy rico y de buena familia, diputado y juez de paz, un pariente de lady Enid y una personalidad conocidísima en el mundo literario y artístico. En definitiva, que podía ser lo que le diese la gana, desde un revolucionario hasta un pesado.

Dorian Wimpole empezó a darse a conocer fuera de su clase social con el extravagante nombre de poeta de los pájaros. Su primer libro, que traducía los trinos y los cantos de las aves en una serie de soliloquios fantásticos y profundos de estos filósofos con plumas, contenía una gran dosis de inventiva y elegancia. Desgraciadamente era de los que tienden a tomar demasiado en serio sus propias fantasías y cuyas extravagancias, perfectamente legítimas, carecen del aliño de la ironía. Así, en una de sus últimas obras, cuando explicaba la «Fábula del ángel», que sentaba la teoría de que las criaturas aéreas pertenecen a un orden más elevado que los humanos o los antropoides, adoptaba un tono que parecía casi excesivamente serio. Y cuando presentó una enmienda al proyecto de construcción del pueblo modelo de Peaceways suscrito por lord Ivywood, pidiendo que por razones de higiene las casas tuviesen la forma de nidos colgados de los árboles, muchos echaron de menos su primitivo estilo. Pero cuando, persistiendo en el nuevo, fue más allá de los pájaros y llenó sus poemas de una hipotética psicología de la fauna terrestre, el contenido resultaba cada vez más críptico, y la crítica lady Susan no vaciló en calificar aquella etapa de período de decadencia. Eran textos de muy difícil lectura porque presentaban himnos imaginarios, canciones de amor y canciones de guerra de animales de ínfima raza sin una sola palabra de explicación previa. De modo que alguien, buscando una composición a propósito para un salón, daba con la titulada «Canto de amor del desierto», que empezaba así:


Su cabeza se yergue entre las estrellas.

Su joroba está henchida de orgullo...


De manera que el cumplido, para dedicarlo a una dama, parecía un poco extravagante hasta que el lector se percataba de que los personajes del idilio eran una pareja de camellos. Sorpresa análoga esperaba al lector del poema titulado sencillamente «La marcha de la democracia» y que empezaba con estos versos:


Camaradas, marchemos sin cesar,

roamos las puertas y las tarimas..


El consejo, para estar dedicado a los proletarios, resultaba de una utilidad discutible, pero siguiendo la lectura se acababa comprendiendo que se trataba de una llamada a la solidaridad social en boca de una rata elocuente y ambiciosa. Lord Ivywood había incluso reñido a su lírico pariente por el realismo desbocado de un poema titulado «Canción de los bebedores», hasta que el poeta le tranquilizó explicándole que los bebedores eran unos bisontes y que la bebida no era más que agua clara. Su visión del marido perfecto, descrito en función de los sentimientos de una joven morsa hembra, era sugerente y profunda; pero sin duda habría sido corregida por cualquiera que hubiera experimentado tales sentimientos. En fin, su soneto titulado «Maternidad» pintaba al escorpión cachorro de una manera vívida y convincente, sin por ello lograr hacerlo completamente simpático. Conviene, de todos modos, reconocer que por principio solía aplicarse a los casos más difíciles, declarando a quien quería oírle que el poeta no tenía derecho a olvidar a la más humilde de las criaturas.

Pertenecía al mismo tipo rubio que su primo, con bigote y cabello largo, y unos ojos azules que tendían a la distracción; vestía muy bien con cierta negligencia intencionada, llevaba un abrigo de terciopelo marrón y en su anillo la efigie de uno de los animales que veneraron los egipcios.

Su discurso había sido agradable, elegante y muy largo. Tema: la ostra. Había protestado enérgicamente contra la sugerencia formulada por algunas personas de carácter humanitario, vegetarianos acérrimos en otros puntos, que pretendían que tratándose de organismos tan elementales cabía hacer una excepción.

El hombre, explicó, hasta cuando llega a su cenit no cesa en su manía de querer excomulgar del cosmos a algún ciudadano o de olvidar a alguna criatura de la que debió acordarse. En este periodo de la Historia, se ve que la criatura no era otra que la ostra. Y había descrito pesadamente la tragedia de la ostra, con imaginación, con toques pintorescos, abundancia de peces fantásticos, arrecifes de coral y seres barbudos que surcan las costas y la verdosa oscuridad de los abismos del mar.

--¿Por qué ironía horrible -exclamó- la ostra es la única de las criaturas inferiores que llamamos indígenas? Hablamos de ella como de una criatura realmente autóctona, ¡cuando en realidad no es más que una desterrada universal! ¿Puede concebirse algo más lamentable que el terror eterno de ese molusco impotente? ¿Qué puede ser más atroz que la lágrima de una ostra? La propia naturaleza la ha cerrado con el sello marmóreo de la eternidad. Esta criatura olvidada por el hombre atestigua una verdad que no podemos olvidar. Porque los llantos de las viudas y de los cautivos se pueden secar como los de los niños, se evaporan como las brumas de la mañana o los charcos que quedan cuando el río regresa a su cauce. ¡Pero el llanto de la ostra es una perla!

El poeta de los pájaros se había dejado arrastrar por su propia elocuencia de tal modo que cuando terminó la reunión, se encaminó inmediatamente, con el rostro aún acalorado, hacia el auto que le esperaba desde hacía rato. El chófer le vio llegar con un suspiro de alivio.

--De momento lléveme a casa -dijo el poeta, fijando en la luna sus ojos inspirados.

Le gustaba mucho viajar en automóvil, porque le parecía que estimulaba su numen, y aquel día había paseado desde primera hora de la mañana, sin haber dormido apenas la noche anterior. No había casi despegado los labios hasta la hora de su conferencia de Ivywood. Tampoco deseaba hablar a nadie durante las horas siguientes a su discurso. Su imaginación galopaba. Se había puesto un abrigo de pieles sobre su chaqué de terciopelo, pero sin abrochárselo porque ante el esplendor del claro de luna había olvidado la frescura de la noche. Sólo percibía dos cosas: la rapidez del vehículo y la de su pensamiento. Experimentaba una especie de furor omnisciente y le parecía que volaba con todas las aves que se deslizaban planeando por encima de los bosques, que saltaba con las ardillas de rama en rama, que se identificaba con los árboles que habían resistido al vendaval.

De todos modos, al cabo de un rato se inclinó hacia delante y golpeó el cristal que le separaba del chófer. Éste se encogió bruscamente de hombros y dio un frenazo. Dorian Wimpole acababa de ver a un lado del camino algo que afectaba al mismo tiempo a sus propias tradiciones y a las de su clase; algo que afectaba por igual a Wimpole y a Dorian.

Dos hombres bastante mal vestidos, uno de ellos con unos botines raídos y el otro arropado con unos trapos que parecían restos de un disfraz y con un pelo tan rojo que se diría una peluca, estaban parados junto a un seto, aparentemente ocupados en cargar un carro tirado por un asno. Dos objetos de forma redondeada, más o menos parecidos a dos baldes, descansaban sobre la carretera, junto a las ruedas y no lejos de una especie de poste tirado en el suelo. En realidad, el hombre de los botines raídos acababa de dar de comer y beber al asno, y ahora se ocupaba de ajustarle los arreos de una manera más cómoda. Pero a Dorian Wimpole no le pareció que aquel tipo de hombre fuera capaz de tales cuidados. Fue entonces cuando le vino a la mente la idea de que su omnipotencia no pertenecía solamente al ramo poético, sino que él también era un caballero, un magistrado, diputado, etc. Y mientras fuese magistrado no debía permitir que la ignorancia o la brutalidad se ejerciesen sobre los animales, y no lo permitiría, sobre todo después de promulgada la última ley Ivywood. Se acercó, pues, al carro y dijo solemnemente:

--Están cargando con exceso a ese animal y eso es un delito castigado por la ley. Van a venir conmigo a la comisaría.

Humphrey Pump, que siempre trataba a los animales con consideración y que había procurado hacer lo mismo con cualquier caballero, si se deja aparte la bala que acababa de alojar en la rodilla de uno de ellos, se quedó tan sorprendido y tan afectado que no supo qué contestar. Retrocedió dos pasos y se contentó con mirar sucesivamente al poeta, al asno, al barril, al queso y al poste que yacía en el suelo.

Pero el capitán Dalroy, con la facultad de reacción rápida de su temperamento nacional, dirigió al poeta y juez de paz un saludo lleno de irónica insolencia:

--Sin duda el señor se interesa por los asnos -dijo.

--Me intereso por todo lo que los hombres suelen descuidar -contestó el poeta con elegante altivez-. Pero especialmente por lo que, como este asno, el hombre olvida con más facilidad.

Las dos frases bastaron para que Pump comprendiese que aquellos dos aristócratas excéntricos se habían reconocido inconscientemente. Y el hecho de que el reconocimiento fuese inconsciente parecía excluirlo del debate. Por eso, después de haber removido el polvo de la carretera con la punta de sus zapatos gastados, atravesó lentamente el arroyo inundado de luna para ir a charlar con el chófer.

--¿Está muy lejos de aquí la comisaría más cercana? -preguntó.

La contestación del chófer fue un ruido monosilábico que puede quizá transcribirse así: «N'sé». Se ha intentado representar estos sonidos con otras letras, pero la impresión resultante es siempre de agnosticismo.

Hubo algo, sin embargo, en la brutalidad de la abreviatura que obligó al astuto y por ende sensato Mr. Pump a examinar con mayor cuidado la cara del hombre. Observó entonces que no era solamente la luz de la luna lo que le daba una tez lívida.

Con esa torpe delicadeza que era una de sus características más inglesas, Pump volvió a examinar al hombre y comprobó que el brazo con que se apoyaba pesadamente sobre el coche temblaba. Conocía lo bastante a sus conciudadanos para saber que para decirles algo, fuese con la intención que fuese, debía emplear un tono indiferente.

--Me figuro que estarán cerca de casa. Debe de estar un poco molido, ¿no?

El chófer soltó un taco entre dientes y escupió a la carretera.

Pump se sumió en un silencio comprensivo y el chófer, como si no esperase más, estalló en un discurso incoherente como si se hallase en otro sitio:

--¡Mucha belleza del alba y yo aquí sin desayunar! ¡En casa de Ivywood se ponen las botas y yo me quedo sin comer! ¡Y mientras él se jarta de dulces y de champán, yo esperando en la puerta! ¡Y ahora, lo que faltaba, a saludar a un burro!

--¿No me diga que se ha pasado el día sin probar bocado? -dijo Pump con voz seriamente alarmada.

--¿Que si he comido? -replicó el chófer con una ironía fúnebre-. ¡Claro que no!

Pump atravesó otra vez la carretera, agarró el queso con el brazo izquierdo y lo apoyó en el asiento al lado del chófer. Después, su mano derecha desapareció en una de sus faltriqueras y volvió a salir de sus profundidades con un gran cuchillo que relumbró varias veces bajo la luz sosegada de la luna.

El chófer se quedó unos segundos en suspenso, contemplando el queso con los ojos fuera de las órbitas, mientras el cuchillo temblaba en su mano. Después se puso a cortar pedazos del inesperado manjar con una alegría que bajo la luz blanca y mágica daba a sus facciones una expresión horrible.

Pump tenía experiencia en aquel género de cosas y sabía que del mismo modo que a veces basta un bocado para conjurar la embriaguez, otras veces basta un pequeño sorbo de líquido para evitar la indigestión. Era imposible impedir que aquel hombre siguiese devorando queso. Lo único, pues, que cabía hacer era darle una gota de ron, tanto más cuanto que se trataba de un ron de primera calidad y mucho mejor que el que hubiera podido procurarse en cualquiera de las tabernas que aún subsistían. Atravesó por tercera vez la carretera y trajo el barrilillo; lo colocó al lado del queso y, con su maña acostumbrada, llenó el cubilete que llevaba en el bolsillo.

Pero ante aquel espectáculo los ojos del hombre se iluminaron a la vez de terror y de deseo.

--¡Pero no puede hacer eso! -murmuró con voz ronca-. Le van a meter en la cárcel... ¡Sin receta del médico, sin letrero... no puede!

Volvió una vez más Mr. Pump a atravesar la carretera. Cuando estuvo junto a los dos polemistas, vaciló un momento; pero la actitud de los dos extravagantes aristócratas, que no paraban de trocar frases y actitudes junto al arroyo, le convenció de que para ellos el resto del mundo ya no existía. Recogió, pues, el poste que yacía en el suelo y lo encajó humorísticamente entre el barril y el queso.

El cubilete temblaba en manos del chófer como antes el cuchillo. Pero cuando levantó los ojos y vio el poste coronado por el barco de madera, no sólo pareció que recobraba el valor, sino que de las profundidades de un mar insondable le llegaba una oleada de audacia. Era el viejo y olvidado valor del pueblo.

Lanzó una ojeada a la sombría arboleda que le rodeaba y sorbió de un solo trago el líquido de oro, como si se tratase de una verdadera pócima mágica. Al cabo de unos segundos de silencio, amaneció en sus ojos una especie de brillo metálico. Los ojos pardos y vigilantes de Humphrey Pump no habían parado de observarlo con una ansiedad cercana al miedo. Se diría que era un

hombre víctima de un encantamiento o que se había convertido en estatua. Pero de pronto se animó.

--¡Tendrá cara! -dijo-. Se va a enterar. Le voy a dar algo que no se espera.

--¿Qué quiere decir? -preguntó el tabernero.

--¡Lo que quiero decir! -contestó el chófer, que había recobrado el dominio de sí mismo-. Le voy a dar un borriquito.

Mr. Pump pareció turbarse.

--¿Cree usted -dijo fingiendo que no se lo tomaba en serio- que se le puede confiar un burro?

--¡Ya lo creo! -dijo el hombre-. Es muy amable con los burros. Y nosotros somos bien burros de ser tan amables con él.

Pump seguía mirándole con aire de duda, como si no le comprendiese. Miró con ansiedad a los dos hombres y vio que seguían discutiendo. Por diferentes que fueran en los demás aspectos, coincidían en su capacidad de olvidarlo todo: clase social, hora, sitio, el entorno físico que les rodeaba, por el placer de cruzar argumentos sutiles y de desarrollar una polémica igualada.

Así, cuando el capitán comenzó por invocar en tono de chanza el hecho de que al fin y al cabo el asno era suyo, ya que lo había comprado y pagado a un calderero, la comisaría desapareció de la mente de Wimpole, lo mismo, hay que reconocerlo, que el asno y el carro. Lo único que subsistió fue la necesidad de disipar el prejuicio de la propiedad privada.

--Yo no poseo nada -dijo el poeta agitando sus manos vacías-, salvo en el sentido en que lo poseo todo, todo cuanto existe. Todo depende de si se utiliza en beneficio o en contra del fin cósmico más elevado.

--¿De veras? -replicó Dalroy-. ¿Y en qué forma sirve al fin cósmico con la posesión de ese automóvil?

--Me ayuda -dijo Wimpole con admirable sencillez-, me ayuda a inspirarme para escribir mis poemas.

--Y si se le pudiese utilizar para un fin más elevado, admitiendo que esto sea posible, si a nuestro cosmos se le antojase darle otro objetivo, ¿en qué quedaría su derecho de propiedad?

--Si fuese así -replicó Dorian dignamente-, acataría sus decretos sin quejarme. Del mismo modo que usted no tendrá derecho a queja si le retiran de las manos ese burro cuando usted lo rebaja en la escala de los valores cósmicos.

--¿Y de dónde saca que quiero rebajarlo? -preguntó Dalroy.

--Tengo la firme convicción -replicó Wimpole- de que estaba a punto de subirse encima.

La verdad es que el capitán había esbozado en broma el gesto de pasar su enorme pierna por encima del pollino.

--¿Me equivoco?

--Sí -respondió el capitán-; no monto nunca en un burro. ¡Me da miedo!

--¡Miedo de un burro! -exclamó Wimpole incrédulo.

--No, miedo de una comparación histórica -dijo Dalroy.

Hubo una breve pausa y Wimpole dijo con bastante frialdad:

--¡Bah!, hace bastante tiempo que hemos superado esas comparaciones.

--Seguramente -dijo el capitán irlandés-. Es increíble la facilidad con que se olvida la crucifixión de otro hombre.

--En el presente caso -replicó el otro con un tonillo hiriente- creo que se trata de la crucifixión de un asno.

--¿De modo que es usted el que dibujó la antigua caricatura romana del asno crucificado? -exclamó Dalroy con acento de sorpresa-. ¡Pues hay que confesar que se conserva muy bien! ¡Parece muy joven! Claro que si el asno está crucificado hay que descrucificarlo. Pero, ¿está seguro -agregó con mucha gravedad- de saber descrucificar un asno? Le puedo asegurar que es un arte extremadamente difícil. Es cuestión de maña. Sucede lo mismo que con los especialistas en enfermedades raras, que apenas tienen ocasión de practicar. Suponiendo que en virtud de los objetivos superiores del cosmos, yo no esté capacitado para ocuparme de este borrico, la verdad, no puedo menos que alarmarme un poco ante la responsabilidad que implica confiárselo a usted. ¿Comprenderá usted a ese borrico? Es un animal delicado. Es un asno de espíritu complejo. ¿Cómo voy a creer que después de un trato tan breve puede estar al corriente de todas sus simpatías y antipatías?

Quoodle, que había permanecido sentado, tan inmóvil como una esfinge, a la sombra de unos pinos, de pronto fue trotando hasta el centro de la carretera y volvió por donde había venido. Un leve rumor mecánico le obligó a retroceder corriendo y la cesación del propio ruido lo llevó otra vez a su punto de partida. Pero Dorian Wimpole estaba demasiado absorto en sus elucubraciones para prestar atención al perro o al motor.

--En todo caso, yo no me voy a montar en el burro -dijo orgullosamente-, pero esto es sólo un detalle. Debe bastarle saber que le deja en manos de la única persona realmente capaz de comprenderle; en las manos de quien ha explorado cielos y mares para no desdeñar a ninguna criatura por ínfima que sea.

--Sí, pero ésta es una criatura muy particular -dijo el capitán en tono ansioso-. Padece las repugnancias más estrambóticas. No puede, por ejemplo, sufrir la presencia de un auto, sobre todo si el motor suena, como en el suyo, aunque esté parado. No tiene nada grave contra los abrigos de piel, pero si lleva debajo un chaqué de terciopelo marrón, es capaz de morderle. Y hay que evitarle el encuentro con determinadas personas. No creo que usted haya dado con ninguna... Son esos que creen que todo hombre con ingresos inferiores a doscientas libras por año es infaliblemente un bruto y un borracho, mientras que el que tiene más de dos mil libras es digno de presidir el Juicio Final. Si se compromete a no dejar que nuestro asno frecuente... ¡Eh! ¡Eh!

Dio media vuelta presa de verdadera inquietud, y se precipitó a la persecución del perro, que a su vez perseguía el auto, y saltó dentro del vehículo. El capitán le imitó con la intención de desalojarlo. Pero antes de que pudiese llevar a cabo su propósito se dio cuenta de que ya era demasiado tarde. El coche corría a gran velocidad. Levantó los ojos y descubrió el letrero de El Viejo Navío, enarbolado en la parte delantera como si fuese un estandarte rígido, y a Pump, con el barrilillo de ron y el queso, instalado sólidamente junto al chófer.

Para él aquel incidente era un terremoto más desconcertante que para los demás; sin embargo, conservó la presencia de espíritu para asomarse por la ventanilla y gritar:

--La máquina queda en buenas manos; ¡nunca hice daño a un motor!

Atrás, cada vez más lejos, quedaban Dorian Wimpole y el asno, sumidos en el mágico pinar bañado por la luz de la luna.

Para una mente mística que sigue siendo una mente (cosa que no siempre ocurre) es difícil encontrar dos objetos más conmovedores y más simbólicos que un poeta y un asno. Y el asno era un asno de una autenticidad a toda prueba, igual de auténtico que el poeta en su papel de poeta, por más que en ocasiones se asemejaba mucho al otro animal. El interés que el poeta inspiraba al asno no nos será nunca revelado. Pero el interés que el asno inspiraba al poeta era realmente sincero e incluso sobrevivió a aquel insólito encuentro acontecido en la impresionante soledad de los bosques.

Creo, no obstante, que el poeta hubiese aclarado parte del enigma de haber visto el semblante rígido y pálido del hombre que conducía sentado al volante de su coche perdido. Si lo hubiese visto quizás habría recordado el nombre y llegado quizás a comprender la naturaleza de cierto animal que no es burro ni ostra, sino la criatura que el hombre olvida más fácilmente desde la hora en que olvidó a Dios en el Paraíso.