12. Los vegetarianos del bosque

El trabajo de freír hongos en una sartén abollada que había encontrado en la playa cuadraba muy bien a Humphrey Pump. Sin la menor pretensión de tener un conocimiento erudito, pertenecía a una casta de espíritus científicos que la ciencia moderna, por desgracia, ha expulsado de su seno. Era un naturalista a la antigua, como Gilbert White o Isaac Walton, que aprendía las cosas no por la vía académica, como un catedrático americano, sino, de hecho, como un indio americano. Cualquier verdad descubierta por un hombre de ciencia es sutilmente distinta de la que encuentra un hombre como hombre, porque su familia, sus amigos, sus convecinos, la clase social a que pertenece, sus costumbres, han hecho mella en su personalidad antes de que aprenda ninguna teoría. Sin duda, un botánico que diserta en una sesión de la Real Sociedad podrá afirmar que existen otras setas comestibles, además de los champiñones y las trufas. Pero mucho antes de llegar a ser botánico, y sobre todo botánico eminente, habrá tomado el hábito indefectible de no considerar como prácticamente comestibles más que los champiñones y las trufas. Sabrá que éstas son las que se consumen diariamente, que los champiñones forman parte de un lujo moderado, propio de las clases medias, mientras las trufas son, en cambio, un refinamiento mucho más costoso, reservado a las mesas ricas. Pero el naturalista inglés chapado a la antigua, cuyo primer representante fue Isaac Walton y Humphrey Pump uno de los últimos, habría en muchos casos empezado por el otro extremo y descubierto por experiencia -seguramente mucho más desastrosa- que si bien es cierto que unos hongos son comestibles y otros son venenosos, los primeros son, en definitiva, mayoría. Un hombre como Pump no tenía, pues, más miedo de un hongo que de un animal. No se estremecía pensando que una seta que crece sobre una piedra puede ser venenosa, como tampoco tendría por qué pensar que el perro que sale del bosque y se le acerca está rabioso. Conocía casi todas las especies de hongos y a los que pertenecían a especies ignoradas los trataba con una prudencia racional, porque para él la raza de esos duendes monópodos de extraños colores del bosque era una especie amiga del hombre.

--Ves -le decía a su amigo el capitán-, comer verduras y plantas no es malo, siempre que sepas lo que estás comiendo y comas tanto como necesites. Los burgueses se equivocan por dos razones. Primera, porque jamás se han encontrado en el caso de tener que comer una zanahoria o una patata porque es lo único que queda en la despensa, por lo que nunca han sabido, como lo sabe este burro, lo que significa tener ganas de comer una zanahoria. Solamente conocen las verduras como adorno de la carne. Saben que se come pato con guisantes y cuando se hacen vegetarianos no piensan más que en comer guisantes sin pato. Saben que es costumbre comer langosta con ensalada y cuando se hacen vegetarianos solamente piensan en comer ensalada sin langosta. ¡Ah!, pero su segundo error es peor que el primero. Hay muchas personas decentes por aquí, y más aún en el norte, que muy rara vez comen carne. En cambio, cuando la tienen delante, se atracan de ella. Bueno, pues con los burgueses pasa precisamente lo contrario. El burgués que no quiere comer carne en realidad no quiere comer nada. El supuesto vegetariano que va a la casa de Ivywood generalmente se parece a una vaca que estuviese tratando de alimentarse con sólo una brizna de hierba por día. Nosotros, capitán, de un tiempo a esta parte, hemos sido unos perfectos vegetarianos. Lo hemos sido para ahorrar el queso y nos ha costado poco porque hemos comido tanto como hemos querido.

--Lo que más cuesta -contestó Dalroy- es la abstinencia para ahorrar el contenido del tonel. Pero soy el primero en reconocer que me sienta bien. Y creo que esta abstinencia no me pesa porque podré interrumpirla cuando me dé la gana. Y a propósito -exclamó en seguida con uno de sus curiosos arrebatos de energía animal-, puesto a ser vegetariano, ¿por qué voy a dejar de beber? ¿Por qué no lo voy a ser también en cuestión de bebida? ¿Por qué no tomo vegetales de la manera más elevada, por así decirlo? El vegetariano sincero debería ser fiel al vino y a la cerveza, bebidas puramente vegetarianas, en vez de llenar el vaso de sangre de toro o de elefante, como supongo que hacen los partidarios convencidos del régimen carnoso. ¿Qué pasa?

--Nada -contestó Pump-, sólo miro si llega un visitante que suele aparecer a esta hora. ¡Bah, será que voy adelantado!

--No lo hubiera dicho nunca de ti -respondió el capitán-. Pero lo que decía es que beber licores fermentados es el triunfo del vegetarianismo. ¡Eso me da una idea! Podría componer una canción sobre el tema, como por ejemplo:


Soy de los que beben ron

a la moda marinera,

y cerveza en garrafón

a la moda de Baviera.

También le tengo afición

a la ginebra y al vino

pues si son de vegetales

todos los zumos combino.


--¡Vaya! Se abre una verdadera mina de delicias líricas y edificación del espíritu. ¡Y se puede tratar desde infinitos puntos de vista! Vamos a ver cómo sería la segunda estrofa... Algo así como...


Al salir de un bodegón

muy alegre y campechano

le sacudí un pescozón

a mi amigo Mariano.


Él no se lo tomó bien

porque es un cerebro enano

que no sabe comprender

que yo soy vegetariano.


--Creo que de aquí podría sacar algo realmente instructivo para la especie humana. ¡Hola! ¿Es ésta la visita que esperabas?

El cuadrúpedo llamado Quoodle acababa de salir del bosque con un minuto largo de retraso respecto a su horario habitual y se aposentó junto al pie izquierdo de Pump con un aire preocupado.

--¡Buen chico! Parece -dijo el capitán- que nos has tomado cariño. Mucho me temo que en casa de Ivywood no lo tratan como se merece. Pero no quiero decir nada malo de Ivywood, Hump. No quisiera que su alma pudiese acusar a la mía de haber concebido contra él ninguna crítica mezquina. Quiero ser justo con él, porque le odio a muerte y le hago responsable de haberme arrebatado todas mis razones de existir. De todas maneras no creo que sea nada malo decir que no comprende a los animales, él no es tonto y sin duda lo reconocería. Por eso mismo es incapaz de comprender el lado animal del hombre. Todavía no se ha enterado de que tú ves y oyes veinte veces mejor que él. Tampoco sabe que mi circulación es mejor que la suya. Lo cual explica que haya reclutado un montón de seres extraños como colaboradores. No los ha mirado nunca de la manera que tú y yo estamos mirando a ese perro. En la conferencia de la Isla de los Olivos había un tipo llamado Gluck, amigo de Ivywood y que, seguramente por la influencia de su señoría, representaba a Alemania. Querido Pump, te aseguro que era un sujeto que un caballero como Ivywood no debió tocar ni con pinzas. No a causa de su raza, si es que la tenía, sino a causa de su persona. Se trata de un tipo despreciable, un vulgar cotilla, un soplón indecente... Pero cálmate, Hump; no te dejes dominar por la cólera como sueles hacer en cuanto hablamos de individuos así. Utiliza el sedante que te he recetado, compón versos.


A un doctor Gluck conocí,

narigudo extraordinario,

con muy poco de alemán

y mucho menos de ario.

Para él fue todo el lechón

en un tridente ensartado.

¡Yo me quedo con el ron,

porque soy vegetariano!


--Si eres un auténtico vegetariano -dijo Humphrey Pump- te recomiendo acercarte a probar estas setas. El lactario está bueno crudo e incluso frío. Las oronjas están mejor si se cocinan.

--Tienes razón -dijo Dalroy sentándose con todos los síntomas de un apetito silencioso-. Me callo porque como dice el poeta:


Sé callar en la posada,

no chisto en el bodegón.

Me digo: en boca cerrada

no entra mosca ni moscón.

Pero aquí, cuchillo en mano,

como setas sin temor,

que no me falta el valor

de un buen vegetariano.


Y atacó su ración con tal entusiasmo que no tardó en hacerla desaparecer. Enseguida lanzó una melancólica ojeada al barril, se puso en pie de un brinco y agarrando el poste con el letrero, que estaba arrimado a la empalizada, lo clavó en el suelo como si fuese un pendón. Su voz más recia que antes entonó:


Lord Ivywood puede talar,

talar sus bosques a porfía.

Pero...


--¿Sabes una cosa? -dijo Hump que acababa su comida-. Ya estoy un poco harto de ese sonsonete.

--¿Harto, dices? -replicó el irlandés en tono indignado-. Pues entonces voy a cantar una canción aún más larga con una melodía aún más tonta y siempre sobre los vegetarianos. Y, además, voy a bailar hasta que te pongas a llorar y me ofrezcas la mitad de tu reino y, entonces, pediré que me sirvan la cabeza de Mr. Leveson en esa sartén porque mi canción, permíteme que te diga, es una canción oriental en honor de un antiguo sultán de Babilonia, y debería ser cantada en palacios de marfil rodeados de palmeras y con acompañamiento de un coro de bulbules.

Y empezó a bramar otra balada de su cosecha sobre el vegetarianismo:


El rey de los judíos Nabucodonosor,

que, puesto en cuatro patas, andaba por los prados,

creyó haber descubierto el método mejor

para vivir en paz, tranquilo y sin cuidados:

paciendo hierba fresca con íntimo fervor.

Tra-ra-la-la...


Las gentes rutinarias le trataron peor

que el réprobo más réprobo, maldito del señor.

Que es cosa bien sabida que los innovadores

cosechan más injurias que coronas de flores.

Y así le pasó al rey Nabucodonosor.

Tra-ra-la-la...


Mientras iba cantando, Dalroy se había puesto a danzar como una bailarina, sin dejar de blandir el poste con su letrero. Quoodle, muy interesado por las evoluciones de aquel corpachón enorme, abrió los ojos y enderezó las orejas. En virtud de una de esas asombrosas transformaciones que se producen en el perro más sedentario, pareció comprender de pronto que aquella danza era un juego y se puso a ladrar, a correr en torno del bailarín y a saltar tan alto que se diría que se le iba a agarrar al cuello. Y por más que el marino, en cuestión de perros no fuese tan entendido como un campesino, entendía lo bastante para saber que no tenía nada que temer. Además, el vozarrón con que cantaba era capaz de cubrir los ladridos de toda una jauría.


Lord Foulon12.1 el oscuro mató franceses sin pena,

pensó que era una cosa muy moderna y amena

ofrecerles forraje en lugar de pan y queso,

así que lo atraparon y lo llenaron de yeso.

Tra-ra-la-la...


Por su orgullo y su pasión perdió de esta forma la vida,

pero es para nosotros ya historia conocida

que los hombres avanzados pagan con dolor

como el rey de los judíos Nabucodonosor.


A Scudder el americano también le gustaba reír

y la misma idea moderna se propuso repetir:

ofrecerles vil forraje en bandejas de madera

a cientos de irlandeses construyendo carreteras.

Tra-ra-la-la...


Por su gran creatividad y su poco despilfarro

un día lo atraparon y embadurnaron de barro,

mas no es la primera vez que apedrean al trasgresor

como al rey de los judíos Nabucodonosor.


Con un abandono que, incluso en él, resultaba insólito, se metió danzando a través de los zarzales que rodeaban la capilla en ruinas, mientras el perro, convencido al fin de que no se trataba de un juego, sino de una expedición, quizá en busca de caza, se le adelantaba ladrando, olfateando el rastro que sus propias patas habían impreso ya en aquellos matorrales. Y antes de que Patrick Dalroy se diese cuenta de lo que hacía o recordase que en las manos portaba el letrero de la taberna, se halló ante la puerta de una especie de torrecilla que ocupaba la esquina de un edificio que, a pesar de sus esfuerzos, no recordaba haber visto. Quoodle inmediatamente trepó por los escalones de la estrecha y sombría escalera que conducía al interior de la torre; después, se volvió hacia su compañero con las orejas tiesas.

Sucede a veces que los acontecimientos piden demasiado al carácter de un hombre. En aquella ocasión, hubiera resultado excesivo pretender que Patrick Dalroy no aceptase semejante invitación. Hincando de un solo golpe el poste en el suelo cubierto de zarzas y de hierba espesa, encogió sus gigantescos hombros, pasó la puerta y empezó a subir la escalera. La oscuridad era completa; sólo después de haber recorrido dos curvas de las que describía la escalera, percibió una especie de resplandor; venía de una abertura en el muro que le pareció tan incómoda como el orificio de una gruta de Cornualles. Era tan baja que a duras penas logró dar paso a su corpulencia. El perro, familiarizado con aquel hueco, lo había salvado de un brinco, y después se volvió reclamando la presencia de Dalroy.

Si se hubiese hallado en el interior de una casa corriente, el capitán se habría arrepentido instantáneamente de su indiscreción y habría dado media vuelta. Pero el decorado que le rodeaba era totalmente diferente a cuanto había visto o creído posible hasta aquel día.

Su primera impresión fue que había entrado en la parte más apartada y secreta de un castillo encantado. Cada pieza parecía nacer de la siguiente, como los cuentos de Las mil y una noches. La ornamentación también pertenecía al mismo estilo, a un tiempo espléndida y opulenta, pero también fría y monótona. Se diría que habían construido un palacio de púrpura dentro de un palacio verde y un palacio de oro dentro del palacio de púrpura. Las puertas que daban paso de una estancia a otra tenían celosías cuyo curioso dibujo recordaba un mar ondulante y por algún motivo (el mismo que en un barco, pensó) le mareaba, infundiéndole la idea de que todo aquello era hermoso pero vagamente maléfico como las tristes y torcidas galerías del Rey de los Gusanos.

También se sentía, sin llegar a saber por qué, como una mosca en la pared o en el techo. ¿Era porque le recordaba a los pensiles de Babilonia o al Castillo Occidental del Sol y la Mansión Oriental de la Luna?12.2 Le vino entonces a la memoria una época de su niñez en que había estado enfermo en cama durante mucho tiempo ante un papel pintado de aspecto vagamente oriental en el que había una serie de corredores vacíos y sin fin, iluminados con vivos colores. Recordaba también una mosca que avanzaba por uno de aquellos pasillos y a su tierna imaginación le había parecido que aquellos corredores estaban muertos y que las moscas, al pasar, los resucitaban.

--¡Dios mío! -exclamó-. ¡Será esta la verdadera diferencia entre Oriente y Occidente! El opulento Oriente ofrece cuanto se necesita para la aventura excepto los hombres que podrían vivirla. Tal vez eso explique perfectamente la tradición de las Cruzadas. ¿Sería ésta la idea de Dios cuando creó Europa y Asia? Ellos ponen el decorado y nosotros, los actores. Tal vez... De todas maneras en este palacio oriental se encuentran tres cosas extraviadas que son lo menos oriental del mundo: un buen perro, un sable recto y un irlandés.

En verdad, mientras avanzaba por aquel telescopio de colores tropicales, Dalroy experimentaba algo así como la libertad fatalista propia de los héroes (¿o deberíamos decir villanos?) de Las mil y una noches. Nada le hubiera extrañado en aquel lugar. No le hubiera admirado ver surgir de uno de aquellos jarros de porcelana que ocupaban un ángulo de la pieza una espiral de humo azul o amarillo, emanación del aceite de un mago. Casi no habría pestañeado si por debajo de las cortinas o de las puertas cerradas hubiese empezado a chorrear una sangre sombría, o si un negro mudo vestido de blanco hubiese aparecido llevando en la mano la cuerda de un arco después de haber hecho su trabajo. No le hubiera sorprendido despertar a un sultán al entrar en una de las habitaciones, con la consiguiente muerte tormentosa por haber cometido tal ultraje. Y no obstante, lo que vio le sorprendió de veras y entonces se dio cuenta de que no había parado de dar vueltas en el laberinto de su mente. Porque lo que tenía ante sus ojos era ni más ni menos el sueño de sus sueños.

Lo que veía cuadraba mejor a una mansión oriental que cuanto había imaginado hasta el momento. Sobre un diván de color rojo sangre, entre cojines anaranjados, yacía una mujer extraordinariamente hermosa cuyo cutis moreno habría envidiado una princesa de un cuento árabe. De todos modos, lo que le conmovía y le agitaba, no era esta congruencia entre la figura y el decorado, sino al contrario, su incongruencia. No era la rareza del espectáculo, sino su familiaridad lo que le dejó clavado en el sitio.

El perro, en cambio, echó a correr y la princesa del sofá le recibió cariñosamente, levantándolo sobre sus cortas patas traseras. Entonces alzó los ojos y quedó petrificada.

--Bismillah -dijo cortésmente el viajero oriental-, que vuestra sombra no se vuelva ni más delgada ni más recia. El comendador de los creyentes ha delegado al más humilde de sus siervos para que os devuelva este perro. No ha querido haceros esperar el tiempo necesario para reunir los quince mayores diamantes de la Luna y por eso se resigna a traéroslo sin collar. Los responsables de tamaño retraso serán azotados inmediatamente con colas de dragón hasta que lancen el último suspiro...

Pero la tremenda sorpresa que se reflejaba en el rostro de la joven le devolvió su vocabulario habitual.

--En dos palabras -concluyó- y en nombre del Profeta: un perro. Ojalá, Joan, que esto no sea un sueño.

--No lo es -contestó la muchacha, recobrando el habla-. Pero quién sabe si valdría más que fuese un sueño.

--Tal vez -prosiguió razonablemente el sonámbulo-; pero, ¿qué eres si no eres un sueño ni una visión? ¿Qué son todas estas estancias sino un sueño o una pesadilla?

--Estamos en la nueva ala de la casa de los Ivywood -dijo con dificultad la dama llamada Joan-. Lord Ivywood las ha mandado decorar al estilo oriental. Ahora está presidiendo un debate interesantísimo en defensa del vegetarianismo en Oriente. He salido un instante porque tenía demasiado calor.

--¿Vegetarianismo? -exclamó Dalroy con súbita exasperación poco justificada-. Esas mesas bien surtidas no tienen nada de vegetarianas.

Y al decir esto señalaba una de las mesas largas y estrechas que en casi todas las salas brindaban abundante fiambre y vinos caros.

--¡Tiene que ser tolerante! -exclamó a su vez Joan, que parecía estar a punto de encolerizarse-. ¡No puede pretender que personas que no fueron nunca vegetarianas se conviertan de repente!

--No tendría nada de particular -dijo Dalroy atravesando la estancia para acercarse a una de las mesas-. Oye, veo que tus amigos los ascetas le han dado al champán un buen repaso. No me creerás, Joan, pero hace más de un mes que no pruebo el alcohol.

Mientras hablaba había llenado una copa grande de las que se usan para mezclar vinos y se la había bebido de un trago.

Lady Joan se levantó, rígida, pero un poco temblorosa:

--¡Eso está muy mal, Pat! -exclamó-. No hagas el tonto. ¡Ya sabes que no es por el alcohol! Pero no has sido invitado y él no lo sabe. No es propio de ti.

--De acuerdo, se lo dejaré apuntado -replicó el pelirrojo con calma-. Sé exactamente lo que cuesta una copa de ese champán.

Y después de trazar cuatro palabras con lápiz en un menú, lo colocó sobre la mesa con tres chelines encima.

--¡Ahora sí que le has hecho la peor de las afrentas! -dijo lady Joan, blanca de indignación-. ¡Sabes tan bien como yo que ni siquiera va a tocar tu dinero!

Patrick Dalroy la miró durante varios segundos con una expresión extraña que a ella le pareció desconcertante.

--Qué curioso -observó al fin sin vestigio de cólera-; ahora eres tú quien ofende a Philip Ivywood. Yo le juzgo perfectamente capaz de aniquilar a Inglaterra y al orbe entero. Pero si soy sincero tengo que reconocer que no faltará jamás a su palabra y que la mantendrá con tanta más escrupulosidad cuanto más arbitraria sea. No comprenderás jamás a un hombre así si no te das cuenta de que puede hacerse esclavo de una convención, incluso de una recién introducida. Por una simple enmienda introducida a última hora en un texto legislativo es capaz de experimentar un sentimiento semejante al que tú puedas tener por tu madre o por Inglaterra.

--¡No empieces a filosofar! -interrumpió lady Joan-. ¿No comprendes que tu aparición me trastorna?

--Sólo quiero que comprendas la situación -replicó él-. Lord Ivywood me ha dicho en persona, con sus propios labios esmerados, que podía entrar a beber licores fermentados siempre que viese un letrero público. Y no va a cambiar ahora una convención. Seguramente si me encuentra aquí me mandará meter en la cárcel por ladrón, por vagabundo o en cualquier otro concepto. Pero no me echará en cara el champán. Así que aceptará los tres chelines y yo estaré honrando su gloriosa coherencia.

--No entiendo ni una palabra de lo que dices -dijo Joan-. Pero, ¿por dónde has entrado? ¿Cómo te voy a sacar de aquí? Parece que no te das cuenta de que estás en la casa de los Ivywood.

--Es que ahora tiene un cartel con otro nombre -dijo Patrick con gran naturalidad y condujo a la muchacha hasta el extremo del corredor en que se abría la última sala de la torre, por la que había entrado.

Obedeciendo a su indicación, lady Joan lanzó una rápida ojeada por el ventanal del que pendía la jaula dorada del pájaro color de púrpura y vio clavada ante la puerta medio entornada de la escalera el letrero, tan tieso y firme como si llevase siglos allí plantado.

--Como ves, estamos otra vez en El Viejo Navío -dijo el capitán-. ¿Quieres un licor que no sea demasiado fuerte?

Acompañó sus palabras con un ademán tan alegre y desenfadado que las facciones de lady Joan revelaron una emoción muy distinta del sentimiento que habría querido manifestar.

--¡Vaya! -exclamó Patrick con una satisfacción formidable-. ¡Todavía puedo hacerte reír!

Y atrayéndola violentamente contra su pecho le dio un beso y desapareció repentinamente de la torre encantada, dejándola sola, en pie, sobrecogida, sosteniendo con una mano su cabellera de azabache.